sábado, 21 de diciembre de 2013

Eisenstein's 5 "methods" of montage

Sergei Einsestein - Montaje de facciones

YouTube - Sin Novedad en el Frente - Espanol 1_13

INSTANTES: Westfront 1918 (1930, G.W.Pabst) (+lista de reproducción)

Marlene Dietrich, Ich bin von Kopf...

Der Blaue Engel (1930) de Josef von Sternberg

Max Ophuls - Lachende Erben 1933

Maskerade (1934) - Willy Forst

Der Heilige Berg a film by Arnold Fanck (1926) Starring Leni Riefenstahl.

1 - Der weiße Rausch - 1931 - Fanck

Sturm uber dem Mont Blanc - Arnold Fanck

The Testament of Dr Mabuse (Fritz Lang)

Dr Mabuse The Gambler [clip] | Fritz Lang | 1922

M, el Vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang) (escena final)

Don Quixote (Pabst). English version

Alemania al borde del nazismo - Roman Gubern (1)

Alemania al borde del nazismo

La revolución del cine sonoro benefició a Alemania, en primer lugar porque disponía de patentes nacionales de registro y reproducción de sonido, y en segundo lugar porque reabsorbió una buena parte del censo artístico alemán emigrado a Hollywood, cuyo marcado acento extranjero le impidió continuar allí su carrera.
Artistas de categoría de Emil Jannings y Conrad Veidt retornaron a trabajar para la U.F.A., y entre los recién llegados estuvo el austríaco Josef von Sternberg, que iba a asombrar al mundo con la sensacional revelación de El ángel azul (Der blaue Engel, 1930).
El argumento de El ángel azul procede de la novela Profesor Unrath de Heinrich Mann (hermano de Thomas Mann), implacable fustigador de los vicios de la sociedad burguesa alemana de su tiempo, y narra la tragedia del solterón, severo y metódico profesor Rath (Emil Jannings), que acude a reprender a la provocativa cantante Lola-Lola (Marlene Dietrich), que con sus actuaciones en el tugurio “El ángel azul” tiene alborotados a sus alumnos.
Pero el profesor cae en las redes de encantamiento de la bella Lola-Lola y llega a casarse con ella, por lo que es expulsado del colegio. Los años que siguen son de continua humillación y degradación moral para Rath convertido en payaso, y al que sus discípulos han apodado Unrath (basura, en alemán), produciéndose el colmo de la humillación al regresar la compañía ambulante a “El ángel azul”, en donde Rath debe actuar ante sus antiguos conciudadanos. Pero en el momento de su actuación, ante el público regocijado, tiene un acceso de locura, intenta estrangular a Lola y va a morir asido a un pupitre de su antigua clase.
Sternberg había titubeado largamente antes de decidir qué actriz debería interpretar el papel de Lola-Lola, pero su casual descubrimiento de la entonces conocida Marlene Dietrich (Maria Magdalena von Losch, de verdadero nombre), cuando actuaba en la pieza de Georg Kaiser Zwei Krawatten, fue una baza decisiva que contribuyó al éxito de esta película, excepcional por muchos motivos.
El ángel azul era la primera película importante del cine sonoro alemán y fue, además, una de las más decisivas aportaciones a la nueva y titubeante estética del cine audiovisual. Su utilización dramática del sonido (la voz ronca, sensual de la cantante, el desgarrado “kikirikí” que emite en escena el profesor convertido en payaso, las risas y retazos de canciones cuyo volumen varía al abrirse y cerrarse las puertas, etc.), su turbio erotismo, con la provocativa belleza de Lola-Lola exhibiendo sus espléndidas piernas enfundadas en medias de seda, subrayada por el lujurioso punto de vista de la cámara baja, y su sadismo implícito, que hurga sin piedad en la llaga de la degeneración física y moral del antiguo profesor, fueron los factores que más contribuyeron a su éxito universal, convirtiendo esta película, desde el día de su estreno, en un “clásico” del cine sonoro.
Su argumento, si bien se mira, tiene muy poco de original y reincide en la mitología clásica de la vamp devoradora de hombres, sin olvidar el ejemplar castigo final que condena la pasión carnal. Pero la película también, como ha observado Sadoul, “la imagen de la decadencia de ciertas capas burguesas alemanas que proporcionaban al nazismo una parte de sus efectivos”. Y todo ello expuesto con el característico y asfixiante barroquismo escenográfico de Sternberg, herencia del Kammerspielfilm, en el que los objetos adquieren valor dramático, con su enervante pesadez de atmósfera y con su proverbial refinamiento fotográfico.
Esta obra maestra del “realismo fantástico” de Sternberg obtuvo tal éxito que, mientras en París se abría un club nocturno bautizado “El ángel azul”, Sternberg y Marlene Dietrich, convertida de la noche a la mañana en un mito erótico universal, embarcaban rumbo a América contratados por la Paramount.
Al partir Sternberg, quedaban en Alemania G. W. Pabst y Fritz Lang como las dos personalidades dominantes del cine germano.
Pabst prosiguió su trayectoria polémica con Cuatro de infantería (Westfront 1918, 1930), película antibelicista que exponía con gran realismo las penalidades de cuatro soldados en las trincheras alemanas de primera línea, durante la primera guerra mundial. No faltaron, ciertamente, los deslices melodramáticos tan caros a Pabst, como en la escena en que el soldado de permiso encuentra a su esposa en brazos del carnicero, que en compensación le suministra raciones extraordinarias de carne.
Sectores de la crítica europea de izquierdas fueron severos con la película, reprochándole su ambigüedad y timidez en la explicitación de las causas de la guerra, pero se exhibió con éxito en Alemania por los mismos días en que aparecía Sin novedad en el frente (All quiet on the western front, 1930), de Lewis Milestone, sobre la novela de Erich María Remarque, que al ser presentada en Berlín promovió manifestaciones de protesta, que degeneraron en choques entre los nazis, que pedían su prohibición, y los comunistas, que la defendían. Finalmente, su exhibición fue prohibida en Alemania
Después abordó Pabst una adaptación de la sátira social de Bertolt Brecht La ópera de cuatro cuartos en La comedia de la vida (Die Dreigroschenoper, 1931), contubernio festivo del hampa y de la poesía londinense que obtuvo un éxito mundial, a pesar de la repulsa de Brecht, que descontento de la adaptación promovió un pleito contra la Nero Film, fallado en contra del dramaturgo. En el mismo año rodó Pabst el film minero Carbón (Kameradschaft, 1931), inspirado en un hecho real y que Pabst dedicó “a los mineros de todo el mundo”. En esta película coral y sin protagonistas individuales, en la tradición del mejor realismo soviético (se reconstruyeron en los estudios galerías de mina utilizando auténticos bloques de carbón), mostraba Pabst una catástrofe en el interior de una mina fronteriza francesa, que provocaba la ayuda de sus camaradas alemanes, que para salvar a los mineros franceses rompían la reja subterránea de separación fronteriza establecida en 1919.
En este drama colectivo sobre la solidaridad obrera, por encima de las convencionales barreras geográficas y políticas, hizo Pabst que los personajes hablasen su propio idioma. Esta exigencia realista tuvo afortunadas proyecciones dramáticas, como en la escena en que un minero francés semi desvanecido ve llegar a un hombre con una careta antigás que habla alemán, haciéndole enloquecer al creer revivir los episodios de la guerra.
Algunos críticos franceses interpretaron la simbólica rotura de la reja fronteriza como una reivindicación de Alemania sobre la Alsacia-Lorena, pero lo cierto es que la película, a pesar de la ingenuidad de los discursos finales, que condenan “el gas y la guerra” como los enemigos de la clase obrera, está animada por el generoso aliento humanitario y pacifista del mejor cine realista de Pabst. El contundente plano final, que muestra la reposición de la sólida reja fronteriza, fue amputado por las censuras de varios países.

Historia del cine - Roman Gubern
CINE SONORO

Alemania al borde del nazismo - Roman Gubern (2)

La subida de Hitler al poder en 1933 provocará una desbandada, el segundo gran éxodo del cine alemán, en el que encontraremos a Pabst, Fritz Lang, Max Reinhardt, Conrad Veidt, Max Ophüls, Paul Czisner, Elisabeth Bergner, Joe May, Peter Lorre, Robert Siodmark, Leontine Sagan, Eugene Schüftan, Alexis Granowsky, Billy Wilder, Fred Zinnemann y Slatan Th. Dudow, que cometieron el grave delito de nacer judíos o, simplemente, de tener ideas democráticas. Muchos de los fugitivos acabarán por converger en Hollywood, pero no será ése el caso de Pabst, que tras un vagabundeo por Francia, en donde realizó una sorprendente y discutible versión de Don Quijote (Don Quichotte, 1933) –con fragmentos cantados por el bajo Feodor Chaliapane disfrazado de caballero de la triste figura y con un sabor figurativo a lo Gustave Doré- y tras una fugacísima visita a Hollywood, retornó a la Alemania nazi en 1941.
En estos años en que se masca la próxima tragedia que se abatirá sobre Alemania, una parte de su cine aparece vivamente sensibilizada por la situación política. Acabamos de verlo en la obra de Pabst y lo veremos también en Hampa (Berlin-Alexanderplatz, 1931), de Phil Jutzi, que a pesar de su equívoco título español es un testimonio social y un aguafuerte de la sordidez del barrio berlinés de Alexanderplatz, con los mendigos, prostitutas y gentes miserables que pulula sobre el asfalto. Es un trozo de la dolorida Alemania que, buscando una panacea para sus males, se arrojará de un modo suicida a los brazos de un antiguo pintor de brocha gorda que lleva en su bolsillo el carnet número siete del partido nazi.
Pero antes de que esto suceda, el sector más sensible del cine alemán lo está profetizando en sus obras. Véanse Muchachas de uniforme (Mädchen in uniform, 1931), la excelente película que Leontine Sagan realiza sobre una novela de Christa Winsloe, que obtuvo además un gran éxito popular, lo que significa que la Sagan no anda predicando en el desierto. Interpretada únicamente por mujeres, Muchachas de uniforme es una denuncia de la rigidez prusiana que impera en un internado para hijas de oficiales, tejida a través de un conflicto de fondo lesbiano, que empuja a la hipersensible protagonista (Herta Thiele) hacia el suicidio. Tratando con extraordinaria delicadeza un problema pedagógico y sexual bastante común (el amor de una adolescente hacia su profesora), Leontine Sagan denunció el “espíritu de Postdam” encarnado en la severa directora del internado, materialización femenina del fantasma de Federico el Grande. Y todo esto expuesto con una finura psicológica y con una sutileza que no es común en el cine (claro que tampoco es común que las películas sean dirigidas por mujeres), virtudes que no servirán de atenuantes a la hora del desastre político, en que la Sagan tendrá que huir del país para refugiarse en Inglaterra.
La nota más aguda del realismo del realismo social y político la dio en 1932, el búlgaro Slatan Th. Dudow al rodar Kühle Wampe, con guión de Bertolt Brecht y Ernst Ottwald y música de Hans Eisler. Kühle Wampe era el nombre de una colonia de barracones en las afueras de Berlín, poblada por obreros desocupados, en donde transcurría la acción. La película fue prohibida por la censura alemana alegando que atacaba al jefe de estado, a la administración de la justicia y a la religión -¿qué más puede decirse?-, pero circuló profusamente por los cine-clubs extranjeros, en sesiones organizadas por el Socorro Rojo Internacional.
Fritz Lang, en cambio, dio su mensaje social a través de las sinuosidades de dos importantes obras policíacas, género que es uno de sus predilectos por permitirle exponer el drama del hombre acosado, una de sus obsesiones más constantes. En M o El vampiro de Düsseldorf (M, 1931) llevó a cabo un penetrante estudio sobre una colectividad conmovida por un caso de criminalidad patológica, tan abundante en la Alemania de esos años (recuérdense los nombres de Peter Kürten, Haarman, Grossman y Denke). Peter Lorre encarnó magistralmente al asesino de niños que con sus crímenes sádicos conmueve a la sociedad, provocando una reacción en cadena. La policía multiplica sus operaciones de búsqueda, lo que perturba la actividad habitual del hampa, de modo que ésta decide movilizar todas las fuerzas de los bajos fondos para cazar al criminal. Un mendigo ciego le localiza y le marca con una M (Mörder: asesino) en la espalda. Finalmente acorralado y capturado, es conducido a una fábrica abandonada para ser juzgado por el hampa.
La película fue a la vez la exposición de la tragedia interior de un obseso sexual y una corrosiva visión crítica de la sociedad en que vive, con regusto brechtiano: coincidencia de objetivos de la policía y del hampa cuando sus actividades rutinarias se ven perturbadas, la caricatura del juicio oficial, con las voces que reclaman el exterminio físico de los seres anormales… Fritz Lang pensó en titular el film “Asesinos entre nosotros”, pero el partido nazi se sintió aludido y amenazó con boicotear el film, por lo que Lang cedió a sus presiones y lo cambió.
Después, Lang recurrió a un viejo conocido, el diabólico doctor Mabuse, que creado por la pluma de Norbert Jacques había inmortalizado llevándolo por primera vez a la pantalla en 1922, con el serial El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der Spieler). Ahora, cuando Hitler está a punto de asaltar el poder, resucita oportunamente a este Genio del Mal en El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932), que con su capacidad hipnótica sobrehumana dirige una vasta y bien organizada red criminal, presagio de la larga noche de terror que se avecina.
También Fritz Lang abandonará en 1933 su país y a su esposa nazi, rechazando el alto puesto oficial que le ofrecía Goebbels, gran admirador (como Hitler) de su Metrópolis y Los nibelungos, para conocer el exilio en América, tras una breve estancia en Francia, donde adaptó la pieza de Ferenc Molnar Liliom (Liliom, 1933), film menor que mostraba el dilema de la culpabilidad o inocencia de su protagonista fallecido. ¿Irá al infierno o al purgatorio? El tema de la culpabilidad, verdadera o falsa, es uno de los ejes de toda la obra de Lang.
Mientras Pabst y Lang, por caminos muy distintos, daban con su obra testimonio de una realidad social y política asfixiante, otros cineastas tomaban caminos muy diversos.
El geólogo Arnold Fanck, por ejemplo, cantaba la épica montañera y la fotogenia de la naturaleza en las altas cumbres heladas en Prisioneros de la montaña (Die wiese Höllo von Piz Pallü, 1929), que realizó en colaboración con G. W. Pabst, y en Tempestad en el Mont Blanc (Stúrme úber der Montblanc, 1930), cuyos rodajes entre los glaciares alpinos eran toda una gesta y que constituían a la vez un himno panteísta a la naturaleza y un canto prometeico a los héroes que se atrevían a conquistar sus cimas, con resonancias entre paganas y fascistas, reforzadas en esta última película –la primera sonora de la serie- con fragmentos de Bach y Beethoven, emitidos por una radio abandonada en el Mont Blanc, para orquestarse con los rugidos de la tormenta.
El género creado por el doctor Fanck culminó con Leni Riefenstahl (que había debutado en 1925 como actriz de sus películas en Luz azul o El monte de los muertos   (Das blaue Licht, 1932), en donde aparece como intérprete y directora, con un guión de Bèla Balàzs  y una espléndida fotografía de Hans Schneeberger. Es la historia de la joven Yunta, que descubre el secreto de la luz azul del Monte Cristallo que tiene atemorizados a los campesinos y que es debida al brillo de los cristales de roca de una gruta en las noches de luna llena. Cuando su amante descubra la secreta gruta de los campesinos, Yunta morirá despeñada por un precipicio…
El frenético romanticismo del alma alemana domina el ciclo montañero, con su imponente solemnidad formal, épica y wagneriana. Pero el romanticismo tiene un registro muy amplio y en su vertiente intimista lo pulsa el austríaco Paul Cizner, especialista en análisis de la psicología femenina, que dirige a su esposa Elisabeth Bergner en Ariane, la joven rusa (Ariane, 1931), sobre la novela de Claude Anet. Y en su vertiente frívola culmina con la superopereta El Congreso se divierte (Der Kongress Tanzt, 1932), de Erik Charrell, que sitúa en el célebre Congreso de 1814, en la imperial Viena, los amores del zar Alejandro de Rusia (Willy Fritsch) y de una gentil guantera (Lilian Harvey), film que sería prohibido por Hitler en 1937. La inmensa popularidad de El Congreso se divierte sólo será igualada por Vuelan mis canciones (Leise flehen meine Lider, 1933), realizada por el austríaco Willy Forst para la mayor gloria vocal de Martha Eggerth.
Forst se convertirá en uno de los puntales del cine austriaco, con su brillante ejercicio de estilo en Mascarada (Maskerade, 1934), que gira en torno a un cínico pintor, un adulterio y un retrato de mujer comprometedor, temas banales que adquieren consistencia por la grácil liviandad de un estilo. La obra de Forst, que ofrecía una imagen del mundo elegante de Viena con una perspectiva opuesta a la de Stroheim, no pasó de ahí y se quedó en promesa, cosa que no ocurrió con su compatriota Max Ophüls, que llegará a convertirse, valga la paradoja, en el gigante del género liviano.

Enamorado de la Belle Époque, romántico, nostálgico, irónico, barroco y hasta manierista, obtiene su primer éxito con Amoríos (Liebelei, 1932), adaptación de una pieza de Arthur Schnitzler y que narra los amores de dos muchachas con dos oficiales de Caballería. Una (Luise Ulrich) desenvuelta y divertida, otra (Magda Schneider) tímida y retraída, pero cuando se entere de la muerte de su amante en un lance de honor, se matará arrojándose por una ventana. La historia agridulce de estos amoríos vieneses, con pasos de vals y paseos en trineo, señala la culminación histórica y el final de un estilo, el apogeo y muerte de la efímera escuela vienesa que decapitada por el nacionalsocialismo será continuada y aún superada, en un trasplante parisino, con el regreso de Max Ophüls a Francia (1950) desde su exilio americano.

Historia del cine - Roman Gubern
CINE SONORO

André Bazin – Crítico de cine

«Si el cine ha nacido ha sido por la convergencia de su obsesión, es decir, un mito: el del cine total»
André Bazin
«Un artículo negativo escrito por Bazin describe mejor una película que un artículo elogioso escrito por uno de nosotros»
François Truffaut

SI existe un nombre al que identificamos inmediatamente con la crítica y el análisis cinematográfico éste sería quizás el de André Bazin. Sus escritos siguen conservando una frescura asombrosa después de casi cinco décadas. Era un teórico elegante, honesto, de precoz madurez intelectual y con una visión crítica profunda y apasionada. Amable y flexible en sus argumentaciones y profundamente humano en su trato. Desempeñó su labor teórica durante quince años hasta su prematura muerte en 1958.
Definido como "el mejor crítico francés de la posguerra" por George Sadoul, en Bazin nada era forzado, ni vehemente, sino reflexivo, incluso, a veces, cauto en sus apreciaciones y humilde en su devoción por el cine.
Desde sus primeros escritos, Bazin se empeñará en realizar una "crítica cinematográfica en relieve", es decir, una crítica que profundice en la esencia misma del cine. «Bazin —escribía Truffaut no ha sido el único en analizar el valor de la imagen, su naturaleza. No obstante, tengo la impresión de que fue el único en preguntarse realmente sobre la función de la crítica» (1).
Así, dejando de lado la superficialidad que generalizaba a la crítica de su época, Bazin entiende que debe darse al público algo más, se ha de atender al proceso técnico, y que el espectador cinematográfico se interese por la luz, los decorados, el montaje, la música, el guión... tanto como en las circunstancias históricas en las que se desarrolla cada etapa de la historia del cine. Esto es lo que realmente llevará al espectador a entender el cine.
Y es que para Bazin, el cine camina estrechamente vinculado al desarrollo tecnológico y a las circunstancias sociales, políticas, en fin, a las circunstancias propias de cada periodo histórico. El cine nace y se transforma (del cine mudo al sonoro, del blanco y negro al color) debido a la influencia del entorno. Y así, en contra de los estudiosos que defienden que la única forma de cine puro es el cine mudo, Bazin entendía que, al contrario, el sonido viene a completar al cine mudo, en lo que será su evolución natural.
Defensor de un lenguaje propio del cine y del cine como lenguaje. No dudaba en afirmar: «El cine es un lenguaje». Y será este lenguaje, más que cualquier convención social, la que determinará lo que se entiende por el "cine clásico".
Para Bazin el mito que dirige la invención del cine es el del "realismo integral", es decir la recreación del mundo a su imagen, una técnica de reproducción de la realidad como lo fueron antes la fotografía o el fonógrafo. «Una imagen —dirá Bazin— sobre la que no pesaría la hipoteca de la libertad de interpretación del artista ni la irreversibilidad del tiempo. Un arte total, lo que llamará "el mito del cine total"» (2).
Bazin exaltaba el cine, bueno o malo, del que siempre tenía la posibilidad de reflexionar y extraer conclusiones. A este respecto, J. Francisco Aranda, en su magnífico libro Luis Buñuel. Biografía crítica, recogía la siguiente reflexión de Man Ray: «Los peores films que haya podido ver, aquellos que me hacen dormir profundamente, contienen siempre cinco minutos maravillosos, y los mejores, los más celebrados, cuentan solamente con cinco minutos que valgan la pena: o sea, que tanto en los buenos como en los malos films, y por encima y a pesar de las buenas intenciones de sus realizadores, la poesía cinematográfica pugna por salir a la superficie y manifestarse» (3). Esto es justo lo que Bazin pensaba sobre las películas. Con un riguroso y profundo análisis sobre la imagen, Bazin, por ejemplo, comprende a través de la obra de Hitchcock, que guión y dirección son indisociables, agradece que Ciudadano Kane recupere definitivamente el camino hacia el realismo a través de su deslumbrante puesta en escena. Pone la atención en los secretos escondidos en el film de Rossellini, Paisà, la maestría de De Sica en cada plano de El ladrón de bicicletas y el estilo único de Renoir en su película, La regla del juego.
Como recordará Truffaut, las películas que más influyeron en Bazin fueron,Le jour se lève de Marcel Carné, Monsieur Verdoux de Chaplin, La regla del juego de Renoir y la película de Welles, Ciudadano Kane.
En 1952, Bazin funda junto al crítico y realizador Jacques Doniol-Valcroze (1920-1989) y a un grupo de jóvenes críticos la mítica revista Cahiers du cinéma que continuaba la labor de la desaparecida La revue du cinéma.
Durante la década de los cincuenta, la revista marcó sus pautas en materia de crítica y análisis cinematográfico y consolidó la enorme importancia e influencia que llegará a tener. Bazin se mantendrá ligado a ella hasta el año de su muerte. Cahiers se caracterizaba por su interés en el cine italiano y el neorrealismo y recuperó para el espectador el, por entonces algo denostado por los demás sectores de la crítica, cine norteamericano. Así, devuelven el lugar que les correspondía a las películas de Hitchcock, Lang, Fuller y sobre todo exaltan la obra del cineasta Nicholas Ray.
En sus páginas se formaron algunos de los cineastas más importantes de las décadas de los cincuenta y sesenta como Truffaut, Godard, Rivette, Chabrol, Rohmer... aquellos jóvenes críticos, seguidores y discípulos de Bazin, unos pocos años después formarán lo que se denominará Nouvelle Vague, la nueva ola (4). Con ellos dará comienzo uno de los periodos más interesantes y personales de la cinematografía gala.
Estos cineastas no han dudado en expresar lo mucho que Bazin influyó en ellos. Y es que desde las páginas de Cahiers, Bazin reflexionó sobre todos los aspectos del cine, formulando sus ya conocidas teorías sobre la imagen.
No sólo era el alma de Cahiers donde desarrolla una intensa actividad como crítico, sino que también publica entre 1958 y 1962 cuatro volúmenes de su más famoso libro, ¿Qué es el cine? Probablemente sea uno de los libros más traducidos y reeditados en el mundo sobre cine. También escribe libros monográficos sobre Orson Welles, Vittorio de Sica y Jean Renoir, tres de sus más admirados directores.
En 1959, un año después de su muerte, François Truffaut dedica a André Bazin su película Los cuatrocientos golpes.
Bazin amaba al cine por el cine, admiraba a Stroheim, a Welles y a Flaherty, le gustaba el  western y la comedia americana y sobre todo admiraba a su gran amigo Jean Renoir.  Fue también amigo de alguno de los realizadores más importantes de su época; Welles, Rossellini, Truffaut, Cocteau y Fellini.
Truffaut finaliza el prefacio del libro de Dudley Andrew con estas palabras:«Añoramos a Bazin». Nosotros, los cinéfilos sin remedio, los amantes de la imagen, añoramos hoy día a críticos como André Bazin. Porque Bazin, desde su inmensa sensibilidad, manifestaba que el cine era el arte propio del amor. «No se podría comprender enteramente el arte de un Flaherty, de un Renoir, de un Vigo, y sobre todo, de un Chaplin, si no se busca antes qué variedad particular de ternura, qué clase de afecto sensual o sentimental se refleja en sus films. Creo que más que cualquier otro arte, el cine es el arte propio del amor» (5).
Bazin consiguió algo no sólo difícil dentro de la crítica en general sino en especial en la crítica cinematográfica donde casi siempre priman intereses más comerciales que artísticos, Bazin consiguió "encender una luz", una luz que todavía hoy día es capaz de iluminar con los más bellos resplandores.

(1) Andrew, Dudley, André Bazin. Éditions de L´Étoile. Febrero, 1983. Prefacio de François Truffaut. Añoramos a André Bazin. Recogido en  François Truffaut, El placer de la mirada.Ediciones Paidós Ibérica, S.A. Barcelona, 1999, pág. 61.
(2) Bazin, André. ¿Qué es el cine? Ediciones Rialp, S.A. Madrid, 2004, pág. 37.
(3) Aranda, Francisco J. Luis Buñuel. Biografía crítica. Editorial Lumen. Barcelona, 1969, pág. 334.
(4) En 1957 aparece por primera vez el término Nouvelle Vague ("Nueva ola") en el semanal francés "L´Express". Acuñó el término la periodista Françoise Giroud.
(5) Bazin, André. Op cit. págs. 354 y 355.

Texto 95: André Bazin reflexiona sobre la función social del cine

Lautréamont, o Van Gogh han podido crear, incomprendidos o ignorados por su época. El cine no puede existir sin un mínimo (y este mínimo es inmenso) de espectadores inmediatos. Incluso cuando el cineasta se enfrenta con los gustos del público, su audacia es válida solo en cuanto es posible admitir que el espectador se equivoque sobre lo que debería gustarle, y lo que ahora no le gusta llegue a gustarle un día. La única posible semejanza contemporánea con el cine habría que buscarla en la arquitectura, porque una casa solo tiene sentido si es habitable. El cine también es un arte funcional. 
André Bazin.
Este texto pertenece al crítico francés André Bazin, fundador de la reconocida revista Carhiers du Cinema que acogió a críticos (también cineastas) de la talla de François Truffaut, Claude Chabrol, Eric Rohmer, Jean Luc Godard entre otros tantos. El texto forma parte de un estudio publicado en España por la editorial Rialp en el año 1.966, cuyo original se publicó en París por Editions du Cerf y que obra bajo el título de "A favor de un cine impuro".

El cine no tiene sentido sin los espectadores. Necesita de ellos para ser lo que es. El cine es esencialmente comunicación. Y en consecuencia carece de sentido eso que suelen decir muchos cineastas que las películas las hacen para sí mismos. En el mundo de la arquitectura, la construcción de una casa, una vivienda, un chalet, o un adosado están ordenados a cumplir con su función esencial de ser habitables. Si estas construcciones no lo fueran, devendrían fatalmente inservibles, inútiles y contrarios a los fines intrínsecos de la ciencia de la arquitectura. Una casa en la que no se puede vivir no es una casa. Y de la misma manera una película que no satisface el gusto de los espectadores no cumple con la función social para la que fue concebida. Al cine no le es dado vulnerar sus esenciales fines, a no ser que se ponga en peligro aquello mismo que le confiere consistencia. El cine como cualquier forma de arte conlleva una función social inexorable.



André Bazin fue uno de los fundadores de la prestigiosa revista de cine Cahiers du Cinema en 1951, con varios libros en su haber sobre cine y un amplio caudal de artículos en torno al mismo tema. Disciplinado y entusiasta crítico y teórico del cine, murió en 1958, dejando para la posteridad su influyente figura y su legado. También una lista de lo que para él fueron las mejores películas de la historia. Esa es la que os dejamos por aquí abajo.

Ontología de la imagen fotográfica - André Bazin (1)

Con toda probabilidad, un psicoanálisis de las artes plásticas tendría que considerar el embalsamamiento como un hecho fundamental en su génesis. Encontraría en el origen de la pintura y de la escultura el “complejo” de la momia. La religión egipcia, polarizada en su lucha contra la muerte, hacía depender la supervivencia de la perennidad material del cuerpo, con lo que satisfacía una necesidad fundamental de la psicología humana: escapar a la inexorabilidad del tiempo. La muerte no es más que la victoria del tiempo. Y fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser supone sacarlo de la corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida. Para la mentalidad egipcia esto se conseguía salvando las apariencias mismas del cadáver, salvando su carne y sus huesos. La primera estatua egipcia es la momia de un hombre conservado y petrificado en un bloque de carbonato de sosa. Pero las pirámides y el laberinto de corredores no eran garantía suficiente contra una eventual violación del sepulcro; se hacía necesario adoptar además otras precauciones previniendo cualquier eventualidad, multiplicando las posibilidades de permanencia. Se colocaban por eso cerca del sarcófago, además del trigo destinado al alimento del difunto, unas cuantas estatuillas de barro, a manera de momias de repuesto, capaces de reemplazar al cuerpo en el caso de que fuera destruido. Se descubre así, en sus orígenes religiosos, la función primordial de la escultura: salvar al ser por las apariencias. Y sin duda puede también considerarse como otro aspecto de la misma idea, orientada hacia la efectividad de la caza, el oso de arcilla acribillado a flechazos de las cavernas prehistóricas, sustitutivo mágico, identificado con la fiera viva.
No es difícil comprender cómo la evolución paralela del arte y de la civilización ha separado a las artes plásticas de sus funciones mágicas (Luis XIV no se hace ya embalsamar: se contenta con un retrato pintado por Lebrum). Pero esa evolución no podía hacer otra cosa que sublimar, a través de la lógica, la necesidad incoercible de exorcizar el tiempo. No se cree ya en la identidad ontológica entre modelo y retrato, pero se admite que éste nos ayuda a acordarnos de aquél y a salvarlo, por tanto, de una segunda muerte espiritual. La fabricación de la imagen se ha librado incluso de todo utilitarismo antropocéntrico. No se trata ya de la supervivencia del hombre, sino –de una manera más general- de la creación de un universo ideal en el que la imagen de lo real alcanza un destino temporal autónomo. ¡”Qué vanidad la de la pintura” si no se descubre bajo nuestra absurda admiración la necesidad primitiva de superar el tiempo gracias a la perennidad de la forma! Si la historia de las artes plásticas no se limita a la estética sino que se entronca con la psicología, es preciso reconocer que está esencialmente unida a la cuestión de la semejanza o, si se prefiere, del realismo.
La fotografía y el cine, situados en estas perspectivas sociológicas, explicarían con la mayor sencillez la gran crisis espiritual y técnica e la pintura moderna que comienza hacia la mitad del siglo pasado.
En su artículo de “Verve”, André Malraux escribía que “el cine no es más que el aspecto más desarrollado del realismo plástico que comenzó con el Renacimiento y encontró su expresión límite en la pintura barroca”.
Es cierto que la pintura universal había utilizado fórmulas equilibradas entre el simbolismo y el realismo de las formas, pero en el siglo XV la pintura occidental comenzó a despreocuparse de la expresión de una realidad espiritual con medios autónomos, para tender a la imitación más o menos completa del mundo exterior. El acontecimiento decisivo fue sin duda la invención de la perspectiva: un sistema científico y también –en cierta manera- mecánico (la cámara oscura de Vinci prefiguraba la de Niepce), que permitía al artista crear la ilusión de un espacio con tres dimensiones donde los objetos pueden situarse como en nuestra percepción directa.
A partir de entonces la pintura se encontró dividida entre dos aspiraciones: una propiamente estética –la expresión de realidades espirituales donde el modelo queda trascendido por el simbolismo de las formas- y otra que no es más que un deseo totalmente psicológico de reemplazar el mundo exterior por su doble. Esta última tendencia, que crecía tan rápidamente como iba siendo satisfecha, devoró poco a poco las artes plásticas. Sin embargo, como la perspectiva había resuelto el problema de las formas pero no el del movimiento, el realismo tenía que prolongarse de una manera natural mediante una búsqueda de la expresión dramática instantaneizada, a manera de cuarta dimensión psíquica, capaz de sugerir la vida en la inmovilidad torturada del arte barroco2.

2 Sería interesante, desde este punto de vista, seguir en los diarios ilustrados de 1890 a 1910 la competencia entre el reportaje fotográfico, todavía en sus balbuceos, y el dibujo. Este último satisfacía sobre todo la necesidad barroca de dramatismo (cfr. “Le Petit Journal Illustré”). El sentido del documento fotográfico se ha ido imponiendo muy lentamente. Se observa también, cuando se llega a una cierta saturación, una vuelta al dibujo dramático del tipo “Radar”.

Es cierto que los grandes artistas han realizado siempre la síntesis de estas dos tendencias: la han jerarquizado, dominando la realidad y reabsorbiéndola en el arte. Pero también sigue siendo cierto que nos encontramos ante dos fenómenos esencialmente diferentes que una crítica objetiva tiene que saber disociar para entender la evolución de la pintura. Lo que podríamos llamar la “necesidad de la ilusión” no ha dejado de minar la pintura desde el siglo XVI. Necesidad completamente ajena a la estética, y cuyo origen habría que buscarlo en la mentalidad mágica: y necesidad, sin embargo, efectiva, cuya atracción ha desorganizado profundamente el equilibrio de las artes plásticas.
El conflicto del realismo en el arte procede de este malentendido, de la confusión entre lo estético y lo psicológico, entre el verdadero realismo, que entraña la necesidad de expresar a la vez la significación concreta y esencial del mundo, y el pseudorrealismo, que se satisface con la ilusión de las formas3.

3 En particular, quizá la crítica comunista debería, antes de dar tanta importancia al expresionismo realista en la pintura, dejar de hablar de éste como se hubiera podido hacer en el siglo XVIII, antes de la fotografía y el cine. Quizá importa muy poco que Rusia nos ofrezca pésimas realizaciones pictóricas si hace, por el contrario, buen cine: Einsenstein es Tintoretto. Resulta absurdo, en cambio, que Aragon quiera convencernos de que es Repine.

Así se entiende por qué el arte medieval, por ejemplo, no ha padecido ese conflicto; siendo a la vez violentamente realista y altamente espiritual, ignoraba el drama que las posibilidades técnicas han puesto de manifiesto. La perspectiva ha sido el pecado original de la pintura occidental.
Niepce y Lumière han sido por el contrario sus redentores. La fotografía, poniendo punto final al barroco, ha librado a las artes plásticas de su obsesión por la semejanza. Porque la pintura se esforzaba en vano por crear una ilusión y esta ilusión era suficiente en arte; mientras que la fotografía y el cine son invenciones que satisfacen definitivamente y en su  esencia misma la obsesión del realismo. Por muy hábil que fuera el pintor, su obra estaba siempre bajo la hipoteca de una subjetivización inevitable. Quedaba siempre la duda de lo que la imagen debía a la presencia del hombre. De ahí que el fenómeno esencial en el paso de la pintura barroca a la fotografía no reside en un simple perfeccionamiento material (la fotografía continuará siendo durante mucho tiempo inferior a la pintura en la imitación de los colores), sino en un hecho psicológico: la satisfacción completa de nuestro deseo de semejanza por una reproducción mecánica de la que el hombre queda excluido. La solución no estaba tanto en el resultado como en la génesis4.

4 Habría que estudiar sin embargo la psicología de las artes plásticas menores, como por ejemplo las mascarillas mortuorias que presentan también un cierto automatismo en la reproducción. En ese sentido podría considerarse la fotografía como un modelado, una huella del objeto por medio de la luz.

De ahí que el conflicto entre el estilo y la semejanza sea un fenómeno relativamente moderno y del que apenas se encuentran indicios antes de la invención de la placa sensible. Vemos con claridad que la fascinante objetividad de Chardin no es en absoluto la del fotógrafo. Es en el siglo XIX cuando comienza verdaderamente la crisis del realismo, cuyo mito es actualmente Picasso y que pondrá en entredicho tanto las condiciones de a existencia misma de las artes plásticas como sus fundamentos sociológicos. Liberado de complejo del “parecido” el pintor moderno abandona el realismo a la masaque en lo sucesivo lo identifica por una parte con la fotografía y por otra con la pintura que sigue ocupándose de él.

5 ¿Ha sido realmente la masa en cuanto tal el punto de partida del divorcio entre el estilo y la semejanza, que constatamos hoy como un hecho efectivo? ¿No se identifica quizá más con la aparición del “espíritu burgués” nacido con la industria, y que precisamente ha servido de apoyo a los artistas del siglo XIX, espíritu que podría definirse por la reducción del arte a sus componentes psicológicos? También es cierto quela fotografía no es históricamente de una manera directa la sucesora del realismo barroco; y Malraux hace notar con agudeza que en principio la fotografía no tuvo otra preocupación que la de “imitar al arte” copiando ingenuamente el estilo pictórico. Niepce y la mayor parte de los pioneros de la fotografía buscaban ante todo reproducir los grabados por este medio. Soñaban con producir obras de arte sin ser artistas, por calcomanía. Proyecto típico y esencialmente burgués, pero que confirma nuestra tesis elevándola en cierta manera al cuadrado. Era natural que el modelo más digno de imitación para el fotógrafo fuera en un principio el objeto de arte, ya que, a sus ojos imitaba la naturaleza pero “mejorándola”. Hacía falta un cierto tiempo para que, convirtiéndose en artista, el fotógrafo llegara a entender que no podía copiar más que la misma naturaleza.


André Bazin - Qué es el cine

Ontología de la imagen fotográfica - André Bazin (2)

La originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por tanto en su esencial objetividad. Tanto es así que el conjunto de lentes que en la cámara sustituye al ojo humano recibe precisamente el nombre de “objetivo”.
Por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto. Por vez primera una imagen del mundo exterior se forma automáticamente sin intervención creadora por parte del hombre, según un determinismo riguroso. La personalidad del fotógrafo sólo entra en juego en lo que se refiere a la elección, orientación y pedagogía del fenómeno; por muy patente que aparezca al término de la obra, no lo hace con el mismo título que el pintor. Todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan sólo en la fotografía gozamos de su ausencia. La fotografía obra sobre nosotros como fenómeno “natural”, como una flor o un cristal de nieve en donde la belleza es inseparable del origen vegetal o telúrico.
Esta génesis automática ha trastocado radicalmente la psicología de la imagen. La objetividad de la fotografía le da una potencia de credibilidad ausente de toda obra pictórica. Sean cuales fueren las objeciones de nuestro espíritu crítico nos vemos obligados a creer en la existencia del objeto representado, re-presentado efectivamente, es decir, hecho presente en el tiempo y en el espacio. La fotografía se beneficia con una transfusión e realidad de la cosa a su reproduccion6.. Un dibujo absolutamente fiel podrá quizá darnos más indicaciones acerca el modelo, pero no poseerá jamás, a pesar de nuestro espíritu crítico, el poder irracional de la fotografía que  nos obliga a creer en ella.
6 Habría que introducir aquí una psicología de la reliquia y del souvenir que se benefician también de una sobrecarga del realismo procedente del “complejo de la momia”. Señalamos tan sólo que el Santo Sudario de Turín realiza la síntesis de la reliquia y de la fotografía.

La pintura se convierte así en una técnica inferior en lo que a semejanza se refiere. Tan sólo el objetivo satisface plenamente nuestros deseos inconscientes; en lugar de un calco aproximado nos da el objeto mismo, pero liberado de las contingencias temporales. La imagen puede ser borrosa, estar deformada, descolorida, no tener valor documental; sin embargo, procede siempre por su génesis de la ontología del modelo. De ahí el encanto de las fotografías de los álbumes familiares. Esas sombras grises o de color sepia, fantasmagóricas, casi ilegibles, no son ya los tradicionales retratos de familia, sino la presencia turbadora de vidas detenidas en su duración, liberadas de su destino, no por el prestigio del arte, sino en virtud de una mecánica impasible; porque la fotografía no crea –como el arte- la eternidad, sino que embalsama el tiempo; se limita a sustraerlo a su propia corrupción.
En esta perspectiva, el cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. El film no se limita a conservarnos el objeto detenido en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos de una era remota, sino que libera el arte barroco de su catalepsia convulsiva. Por vez primera, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio.
Las categorías7 de la semejanza que especifican la imagen fotográfica determinan también su estética con relación a la pintura. Las virtualidades estéticas de la fotografía residen en su poder de revelarnos lo real. No depende ya de mí el distinguir en el tejido del mundo exterior el reflejo en una acera mojada, el gesto de un niño; sólo la impasibilidad del objetivo, despojado al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor.

7 Empleo el término de “categoría” en la acepción que le da M. Gouhier en su libro sobre el teatro, cuando distingue las categorías dramáticas de las estéticas. Del mismo modo que la tensión dramática no encierra ningún valor artístico, la perfección de la imitación no se identifica con la belleza; constituye tan sólo una materia prima a inscribirse el hecho artístico.

En la fotografía, imagen natural de un mundo que no conocíamos o no podíamos ver, la naturaleza hace algo más que imitar el arte: imita al artista.
Puede incluso sobrepasarle en su poder creador. El universo estético del pintor es siempre heterogéneo con relación al universo que le rodea. El cuadro encierra un microcosmos sustancial y esencialmente diferente. La existencia del objeto fotográfico participa por el contrario de la existencia del modelo como una huella digital. Por ello se une realmente a la creación natural en lugar de sustituirla por otra distinta.
El surrealismo lo había intuido cuando utilizó la gelatina de la placa sensible para engendrar su tetratología plástica. Y es que para el surrealismo el fin estético es inseparable de la eficacia mecánica de la imagen sobre nuestro espíritu. La distinción lógica entre lo imaginario y lo real tiende a desaparecer. Toda imagen debe ser sentida como objeto y todo objeto como imagen. La fotografía representaba por tanto una técnica privilegiada de la creación surrealista, ya que da origen a una imagen que participa de la naturaleza: crea una alucinación verdadera. La utilización de la ilusión óptica y a precisión meticulosa de los detalles en la pintura surrealista vienen a confirmarlo.
La fotografía se nos aparece así como el acontecimiento más importante de la historia de las artes plásticas. Siendo a la vez una liberación y una culminación, ha permitido a la pintura occidental liberarse definitivamente de la obsesión realista y recobrar su autonomía estética. El realismo impresionista, a pesar de sus coartadas científicas, es lo más opuesto al afán de reproducir las apariencias. El color tan sólo podía devorar la forma si ésta había dejado de tener importancia imitativa. Y cuando, con Cézanne, la forma toma nuevamente posesión de la tela, no lo hará ya atendiendo a la geometría ilusionista de la perspectiva. La imagen mecánica, haciéndole una competencia que, más allá del parecido barroco, iba hasta la identidad con el modelo, obligó a la pintura a convertirse en objeto.
Desde ahora el juicio condenatorio de Pascal pierde su razón de ser, ya que la fotografía nos permite admirar en su reproducción el original que nuestros ojos no habrían sabido amar; y la pintura ha pasado a ser un puro objeto cuya razón de existir no es ya la referencia a la naturaleza.


Por otra parte, el cine es un lenguaje.
André Bazin - Qué es el cine