sábado, 21 de diciembre de 2013

Alemania al borde del nazismo - Roman Gubern (2)

La subida de Hitler al poder en 1933 provocará una desbandada, el segundo gran éxodo del cine alemán, en el que encontraremos a Pabst, Fritz Lang, Max Reinhardt, Conrad Veidt, Max Ophüls, Paul Czisner, Elisabeth Bergner, Joe May, Peter Lorre, Robert Siodmark, Leontine Sagan, Eugene Schüftan, Alexis Granowsky, Billy Wilder, Fred Zinnemann y Slatan Th. Dudow, que cometieron el grave delito de nacer judíos o, simplemente, de tener ideas democráticas. Muchos de los fugitivos acabarán por converger en Hollywood, pero no será ése el caso de Pabst, que tras un vagabundeo por Francia, en donde realizó una sorprendente y discutible versión de Don Quijote (Don Quichotte, 1933) –con fragmentos cantados por el bajo Feodor Chaliapane disfrazado de caballero de la triste figura y con un sabor figurativo a lo Gustave Doré- y tras una fugacísima visita a Hollywood, retornó a la Alemania nazi en 1941.
En estos años en que se masca la próxima tragedia que se abatirá sobre Alemania, una parte de su cine aparece vivamente sensibilizada por la situación política. Acabamos de verlo en la obra de Pabst y lo veremos también en Hampa (Berlin-Alexanderplatz, 1931), de Phil Jutzi, que a pesar de su equívoco título español es un testimonio social y un aguafuerte de la sordidez del barrio berlinés de Alexanderplatz, con los mendigos, prostitutas y gentes miserables que pulula sobre el asfalto. Es un trozo de la dolorida Alemania que, buscando una panacea para sus males, se arrojará de un modo suicida a los brazos de un antiguo pintor de brocha gorda que lleva en su bolsillo el carnet número siete del partido nazi.
Pero antes de que esto suceda, el sector más sensible del cine alemán lo está profetizando en sus obras. Véanse Muchachas de uniforme (Mädchen in uniform, 1931), la excelente película que Leontine Sagan realiza sobre una novela de Christa Winsloe, que obtuvo además un gran éxito popular, lo que significa que la Sagan no anda predicando en el desierto. Interpretada únicamente por mujeres, Muchachas de uniforme es una denuncia de la rigidez prusiana que impera en un internado para hijas de oficiales, tejida a través de un conflicto de fondo lesbiano, que empuja a la hipersensible protagonista (Herta Thiele) hacia el suicidio. Tratando con extraordinaria delicadeza un problema pedagógico y sexual bastante común (el amor de una adolescente hacia su profesora), Leontine Sagan denunció el “espíritu de Postdam” encarnado en la severa directora del internado, materialización femenina del fantasma de Federico el Grande. Y todo esto expuesto con una finura psicológica y con una sutileza que no es común en el cine (claro que tampoco es común que las películas sean dirigidas por mujeres), virtudes que no servirán de atenuantes a la hora del desastre político, en que la Sagan tendrá que huir del país para refugiarse en Inglaterra.
La nota más aguda del realismo del realismo social y político la dio en 1932, el búlgaro Slatan Th. Dudow al rodar Kühle Wampe, con guión de Bertolt Brecht y Ernst Ottwald y música de Hans Eisler. Kühle Wampe era el nombre de una colonia de barracones en las afueras de Berlín, poblada por obreros desocupados, en donde transcurría la acción. La película fue prohibida por la censura alemana alegando que atacaba al jefe de estado, a la administración de la justicia y a la religión -¿qué más puede decirse?-, pero circuló profusamente por los cine-clubs extranjeros, en sesiones organizadas por el Socorro Rojo Internacional.
Fritz Lang, en cambio, dio su mensaje social a través de las sinuosidades de dos importantes obras policíacas, género que es uno de sus predilectos por permitirle exponer el drama del hombre acosado, una de sus obsesiones más constantes. En M o El vampiro de Düsseldorf (M, 1931) llevó a cabo un penetrante estudio sobre una colectividad conmovida por un caso de criminalidad patológica, tan abundante en la Alemania de esos años (recuérdense los nombres de Peter Kürten, Haarman, Grossman y Denke). Peter Lorre encarnó magistralmente al asesino de niños que con sus crímenes sádicos conmueve a la sociedad, provocando una reacción en cadena. La policía multiplica sus operaciones de búsqueda, lo que perturba la actividad habitual del hampa, de modo que ésta decide movilizar todas las fuerzas de los bajos fondos para cazar al criminal. Un mendigo ciego le localiza y le marca con una M (Mörder: asesino) en la espalda. Finalmente acorralado y capturado, es conducido a una fábrica abandonada para ser juzgado por el hampa.
La película fue a la vez la exposición de la tragedia interior de un obseso sexual y una corrosiva visión crítica de la sociedad en que vive, con regusto brechtiano: coincidencia de objetivos de la policía y del hampa cuando sus actividades rutinarias se ven perturbadas, la caricatura del juicio oficial, con las voces que reclaman el exterminio físico de los seres anormales… Fritz Lang pensó en titular el film “Asesinos entre nosotros”, pero el partido nazi se sintió aludido y amenazó con boicotear el film, por lo que Lang cedió a sus presiones y lo cambió.
Después, Lang recurrió a un viejo conocido, el diabólico doctor Mabuse, que creado por la pluma de Norbert Jacques había inmortalizado llevándolo por primera vez a la pantalla en 1922, con el serial El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der Spieler). Ahora, cuando Hitler está a punto de asaltar el poder, resucita oportunamente a este Genio del Mal en El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932), que con su capacidad hipnótica sobrehumana dirige una vasta y bien organizada red criminal, presagio de la larga noche de terror que se avecina.
También Fritz Lang abandonará en 1933 su país y a su esposa nazi, rechazando el alto puesto oficial que le ofrecía Goebbels, gran admirador (como Hitler) de su Metrópolis y Los nibelungos, para conocer el exilio en América, tras una breve estancia en Francia, donde adaptó la pieza de Ferenc Molnar Liliom (Liliom, 1933), film menor que mostraba el dilema de la culpabilidad o inocencia de su protagonista fallecido. ¿Irá al infierno o al purgatorio? El tema de la culpabilidad, verdadera o falsa, es uno de los ejes de toda la obra de Lang.
Mientras Pabst y Lang, por caminos muy distintos, daban con su obra testimonio de una realidad social y política asfixiante, otros cineastas tomaban caminos muy diversos.
El geólogo Arnold Fanck, por ejemplo, cantaba la épica montañera y la fotogenia de la naturaleza en las altas cumbres heladas en Prisioneros de la montaña (Die wiese Höllo von Piz Pallü, 1929), que realizó en colaboración con G. W. Pabst, y en Tempestad en el Mont Blanc (Stúrme úber der Montblanc, 1930), cuyos rodajes entre los glaciares alpinos eran toda una gesta y que constituían a la vez un himno panteísta a la naturaleza y un canto prometeico a los héroes que se atrevían a conquistar sus cimas, con resonancias entre paganas y fascistas, reforzadas en esta última película –la primera sonora de la serie- con fragmentos de Bach y Beethoven, emitidos por una radio abandonada en el Mont Blanc, para orquestarse con los rugidos de la tormenta.
El género creado por el doctor Fanck culminó con Leni Riefenstahl (que había debutado en 1925 como actriz de sus películas en Luz azul o El monte de los muertos   (Das blaue Licht, 1932), en donde aparece como intérprete y directora, con un guión de Bèla Balàzs  y una espléndida fotografía de Hans Schneeberger. Es la historia de la joven Yunta, que descubre el secreto de la luz azul del Monte Cristallo que tiene atemorizados a los campesinos y que es debida al brillo de los cristales de roca de una gruta en las noches de luna llena. Cuando su amante descubra la secreta gruta de los campesinos, Yunta morirá despeñada por un precipicio…
El frenético romanticismo del alma alemana domina el ciclo montañero, con su imponente solemnidad formal, épica y wagneriana. Pero el romanticismo tiene un registro muy amplio y en su vertiente intimista lo pulsa el austríaco Paul Cizner, especialista en análisis de la psicología femenina, que dirige a su esposa Elisabeth Bergner en Ariane, la joven rusa (Ariane, 1931), sobre la novela de Claude Anet. Y en su vertiente frívola culmina con la superopereta El Congreso se divierte (Der Kongress Tanzt, 1932), de Erik Charrell, que sitúa en el célebre Congreso de 1814, en la imperial Viena, los amores del zar Alejandro de Rusia (Willy Fritsch) y de una gentil guantera (Lilian Harvey), film que sería prohibido por Hitler en 1937. La inmensa popularidad de El Congreso se divierte sólo será igualada por Vuelan mis canciones (Leise flehen meine Lider, 1933), realizada por el austríaco Willy Forst para la mayor gloria vocal de Martha Eggerth.
Forst se convertirá en uno de los puntales del cine austriaco, con su brillante ejercicio de estilo en Mascarada (Maskerade, 1934), que gira en torno a un cínico pintor, un adulterio y un retrato de mujer comprometedor, temas banales que adquieren consistencia por la grácil liviandad de un estilo. La obra de Forst, que ofrecía una imagen del mundo elegante de Viena con una perspectiva opuesta a la de Stroheim, no pasó de ahí y se quedó en promesa, cosa que no ocurrió con su compatriota Max Ophüls, que llegará a convertirse, valga la paradoja, en el gigante del género liviano.

Enamorado de la Belle Époque, romántico, nostálgico, irónico, barroco y hasta manierista, obtiene su primer éxito con Amoríos (Liebelei, 1932), adaptación de una pieza de Arthur Schnitzler y que narra los amores de dos muchachas con dos oficiales de Caballería. Una (Luise Ulrich) desenvuelta y divertida, otra (Magda Schneider) tímida y retraída, pero cuando se entere de la muerte de su amante en un lance de honor, se matará arrojándose por una ventana. La historia agridulce de estos amoríos vieneses, con pasos de vals y paseos en trineo, señala la culminación histórica y el final de un estilo, el apogeo y muerte de la efímera escuela vienesa que decapitada por el nacionalsocialismo será continuada y aún superada, en un trasplante parisino, con el regreso de Max Ophüls a Francia (1950) desde su exilio americano.

Historia del cine - Roman Gubern
CINE SONORO

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