La subida de
Hitler al poder en 1933 provocará una desbandada, el segundo gran éxodo del
cine alemán, en el que encontraremos a Pabst,
Fritz Lang, Max Reinhardt, Conrad Veidt,
Max Ophüls, Paul Czisner, Elisabeth
Bergner, Joe May, Peter Lorre, Robert Siodmark, Leontine
Sagan, Eugene Schüftan, Alexis Granowsky, Billy Wilder, Fred Zinnemann
y Slatan Th. Dudow, que cometieron el
grave delito de nacer judíos o, simplemente, de tener ideas democráticas.
Muchos de los fugitivos acabarán por converger en Hollywood, pero no será ése
el caso de Pabst, que tras un vagabundeo por Francia, en donde realizó una
sorprendente y discutible versión de Don
Quijote (Don Quichotte, 1933)
–con fragmentos cantados por el bajo Feodor Chaliapane disfrazado de caballero
de la triste figura y con un sabor figurativo a lo Gustave Doré- y tras una
fugacísima visita a Hollywood, retornó a la Alemania nazi en 1941.
En estos años
en que se masca la próxima tragedia que se abatirá sobre Alemania, una parte de
su cine aparece vivamente sensibilizada por la situación política. Acabamos de
verlo en la obra de Pabst y lo veremos también en Hampa (Berlin-Alexanderplatz,
1931), de Phil Jutzi, que a pesar de
su equívoco título español es un testimonio social y un aguafuerte de la
sordidez del barrio berlinés de Alexanderplatz, con los mendigos, prostitutas y
gentes miserables que pulula sobre el asfalto. Es un trozo de la dolorida
Alemania que, buscando una panacea para sus males, se arrojará de un modo
suicida a los brazos de un antiguo pintor de brocha gorda que lleva en su
bolsillo el carnet número siete del partido nazi.
Pero antes de
que esto suceda, el sector más sensible del cine alemán lo está profetizando en
sus obras. Véanse Muchachas de uniforme (Mädchen in uniform, 1931), la excelente
película que Leontine Sagan realiza
sobre una novela de Christa Winsloe, que obtuvo además un gran éxito popular,
lo que significa que la Sagan no anda predicando en el desierto. Interpretada
únicamente por mujeres, Muchachas de
uniforme es una denuncia de la rigidez prusiana que impera en un internado
para hijas de oficiales, tejida a través de un conflicto de fondo lesbiano, que
empuja a la hipersensible protagonista (Herta Thiele) hacia el suicidio. Tratando
con extraordinaria delicadeza un problema pedagógico y sexual bastante común
(el amor de una adolescente hacia su profesora), Leontine Sagan denunció el
“espíritu de Postdam” encarnado en la severa directora del internado,
materialización femenina del fantasma de Federico el Grande. Y todo esto
expuesto con una finura psicológica y con una sutileza que no es común en el
cine (claro que tampoco es común que las películas sean dirigidas por mujeres),
virtudes que no servirán de atenuantes a la hora del desastre político, en que
la Sagan tendrá que huir del país para refugiarse en Inglaterra.
La nota más
aguda del realismo del realismo social y
político la dio en 1932, el búlgaro Slatan
Th. Dudow al rodar Kühle Wampe,
con guión de Bertolt Brecht y Ernst
Ottwald y música de Hans Eisler. Kühle
Wampe era el nombre de una colonia de barracones en las afueras de Berlín,
poblada por obreros desocupados, en donde transcurría la acción. La película
fue prohibida por la censura alemana alegando que atacaba al jefe de estado, a
la administración de la justicia y a la religión -¿qué más puede decirse?-,
pero circuló profusamente por los cine-clubs extranjeros, en sesiones
organizadas por el Socorro Rojo Internacional.
Fritz
Lang, en cambio, dio su mensaje social a través de las sinuosidades de dos
importantes obras policíacas, género que es uno de sus predilectos por
permitirle exponer el drama del hombre acosado, una de sus obsesiones más
constantes. En M o El vampiro de
Düsseldorf (M, 1931) llevó a cabo
un penetrante estudio sobre una colectividad conmovida por un caso de
criminalidad patológica, tan abundante en la Alemania de esos años (recuérdense
los nombres de Peter Kürten, Haarman, Grossman y Denke). Peter Lorre encarnó
magistralmente al asesino de niños que con sus crímenes sádicos conmueve a la
sociedad, provocando una reacción en cadena. La policía multiplica sus
operaciones de búsqueda, lo que perturba la actividad habitual del hampa, de
modo que ésta decide movilizar todas las fuerzas de los bajos fondos para cazar
al criminal. Un mendigo ciego le localiza y le marca con una M (Mörder:
asesino) en la espalda. Finalmente acorralado y capturado, es conducido a una
fábrica abandonada para ser juzgado por el hampa.
La
película fue a la vez la exposición de la tragedia interior de un obseso sexual
y una corrosiva visión crítica de la sociedad en que vive, con regusto
brechtiano: coincidencia de objetivos de la policía y del hampa cuando sus
actividades rutinarias se ven perturbadas, la caricatura del juicio oficial,
con las voces que reclaman el exterminio físico de los seres anormales… Fritz
Lang pensó en titular el film “Asesinos entre nosotros”, pero el partido nazi
se sintió aludido y amenazó con boicotear el film, por lo que Lang cedió a sus
presiones y lo cambió.
Después,
Lang recurrió a un viejo conocido, el diabólico doctor Mabuse, que creado por la pluma de Norbert Jacques había
inmortalizado llevándolo por primera vez a la pantalla en 1922, con el serial El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der Spieler). Ahora, cuando Hitler está a punto de
asaltar el poder, resucita oportunamente a este Genio del Mal en El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932), que
con su capacidad hipnótica sobrehumana dirige una vasta y bien organizada red
criminal, presagio de la larga noche de terror que se avecina.
También
Fritz Lang abandonará en 1933 su país y a su esposa nazi, rechazando el alto puesto
oficial que le ofrecía Goebbels, gran admirador (como Hitler) de su Metrópolis y Los nibelungos, para conocer el exilio en América, tras una breve
estancia en Francia, donde adaptó la pieza de Ferenc Molnar Liliom (Liliom, 1933), film menor que mostraba el dilema de la culpabilidad
o inocencia de su protagonista fallecido. ¿Irá al infierno o al purgatorio? El tema de la culpabilidad, verdadera o
falsa, es uno de los ejes de toda la obra de Lang.
Mientras
Pabst y Lang, por caminos muy distintos, daban con su obra testimonio de una
realidad social y política asfixiante, otros cineastas tomaban caminos muy
diversos.
El
geólogo Arnold Fanck, por ejemplo, cantaba la épica montañera y la fotogenia de
la naturaleza en las altas cumbres heladas en Prisioneros de la montaña (Die
wiese Höllo von Piz Pallü, 1929), que realizó en colaboración con G. W.
Pabst, y en Tempestad en el Mont Blanc
(Stúrme úber der Montblanc, 1930),
cuyos rodajes entre los glaciares alpinos eran toda una gesta y que constituían
a la vez un himno panteísta a la naturaleza y un canto prometeico a los héroes
que se atrevían a conquistar sus cimas, con resonancias entre paganas y
fascistas, reforzadas en esta última película –la primera sonora de la serie-
con fragmentos de Bach y Beethoven, emitidos por una radio abandonada en el
Mont Blanc, para orquestarse con los rugidos de la tormenta.
El
género creado por el doctor Fanck culminó con Leni Riefenstahl (que había debutado en 1925 como actriz de sus
películas en Luz azul o El monte de los muertos (Das
blaue Licht, 1932), en donde aparece como intérprete y directora, con un
guión de Bèla Balàzs y una espléndida
fotografía de Hans Schneeberger. Es la historia de la joven Yunta, que descubre
el secreto de la luz azul del Monte Cristallo que tiene atemorizados a los
campesinos y que es debida al brillo de los cristales de roca de una gruta en
las noches de luna llena. Cuando su amante descubra la secreta gruta de los
campesinos, Yunta morirá despeñada por un precipicio…
El
frenético romanticismo del alma alemana domina el ciclo montañero, con su
imponente solemnidad formal, épica y wagneriana. Pero el romanticismo tiene un
registro muy amplio y en su vertiente intimista lo pulsa el austríaco Paul Cizner, especialista en análisis de
la psicología femenina, que dirige a su esposa Elisabeth Bergner en Ariane, la joven rusa (Ariane, 1931), sobre la novela de Claude
Anet. Y en su vertiente frívola culmina con la superopereta El Congreso se divierte (Der Kongress Tanzt, 1932), de Erik
Charrell, que sitúa en el célebre Congreso de 1814, en la imperial Viena, los
amores del zar Alejandro de Rusia (Willy Fritsch) y de una gentil guantera
(Lilian Harvey), film que sería prohibido por Hitler en 1937. La inmensa
popularidad de El Congreso se divierte
sólo será igualada por Vuelan mis
canciones (Leise flehen meine Lider,
1933), realizada por el austríaco Willy
Forst para la mayor gloria vocal de Martha Eggerth.
Forst
se convertirá en uno de los puntales del cine austriaco, con su brillante
ejercicio de estilo en Mascarada (Maskerade, 1934), que gira en torno a un
cínico pintor, un adulterio y un retrato de mujer comprometedor, temas banales
que adquieren consistencia por la grácil liviandad de un estilo. La obra de
Forst, que ofrecía una imagen del mundo elegante de Viena con una perspectiva
opuesta a la de Stroheim, no pasó de ahí y se quedó en promesa, cosa que no
ocurrió con su compatriota Max Ophüls,
que llegará a convertirse, valga la paradoja, en el gigante del género liviano.
Enamorado
de la Belle Époque, romántico, nostálgico, irónico, barroco y hasta manierista,
obtiene su primer éxito con Amoríos
(Liebelei, 1932), adaptación de una
pieza de Arthur Schnitzler y que narra los amores de dos muchachas con dos
oficiales de Caballería. Una (Luise Ulrich) desenvuelta y divertida, otra
(Magda Schneider) tímida y retraída, pero cuando se entere de la muerte de su
amante en un lance de honor, se matará arrojándose por una ventana. La historia
agridulce de estos amoríos vieneses, con pasos de vals y paseos en trineo, señala
la culminación histórica y el final de un estilo, el apogeo y muerte de la
efímera escuela vienesa que decapitada por el nacionalsocialismo será
continuada y aún superada, en un trasplante parisino, con el regreso de Max
Ophüls a Francia (1950) desde su exilio americano.
Historia del cine - Roman Gubern
CINE SONORO
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