Con
toda probabilidad, un psicoanálisis de las artes plásticas tendría que
considerar el embalsamamiento como un hecho fundamental en su génesis.
Encontraría en el origen de la pintura y de la escultura el “complejo” de la
momia. La religión egipcia, polarizada en su lucha contra la muerte, hacía
depender la supervivencia de la perennidad material del cuerpo, con lo que
satisfacía una necesidad fundamental de la psicología humana: escapar a la
inexorabilidad del tiempo. La muerte no es más que la victoria del tiempo. Y
fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser supone sacarlo de la
corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida. Para la mentalidad
egipcia esto se conseguía salvando las apariencias mismas del cadáver, salvando
su carne y sus huesos. La primera estatua egipcia es la momia de un hombre
conservado y petrificado en un bloque de carbonato de sosa. Pero las pirámides
y el laberinto de corredores no eran garantía suficiente contra una eventual
violación del sepulcro; se hacía necesario adoptar además otras precauciones
previniendo cualquier eventualidad, multiplicando las posibilidades de
permanencia. Se colocaban por eso cerca del sarcófago, además del trigo
destinado al alimento del difunto, unas cuantas estatuillas de barro, a manera
de momias de repuesto, capaces de reemplazar al cuerpo en el caso de que fuera
destruido. Se descubre así, en sus orígenes religiosos, la función primordial
de la escultura: salvar al ser por las apariencias. Y sin duda puede también
considerarse como otro aspecto de la misma idea, orientada hacia la efectividad
de la caza, el oso de arcilla acribillado a flechazos de las cavernas
prehistóricas, sustitutivo mágico, identificado con la fiera viva.
No
es difícil comprender cómo la evolución paralela del arte y de la civilización
ha separado a las artes plásticas de sus funciones mágicas (Luis XIV no se hace
ya embalsamar: se contenta con un retrato pintado por Lebrum). Pero esa
evolución no podía hacer otra cosa que sublimar, a través de la lógica, la
necesidad incoercible de exorcizar el tiempo. No se cree ya en la identidad
ontológica entre modelo y retrato, pero se admite que éste nos ayuda a
acordarnos de aquél y a salvarlo, por tanto, de una segunda muerte espiritual.
La fabricación de la imagen se ha librado incluso de todo utilitarismo
antropocéntrico. No se trata ya de la supervivencia del hombre, sino –de una
manera más general- de la creación de un universo ideal en el que la imagen de
lo real alcanza un destino temporal autónomo. ¡”Qué vanidad la de la pintura”
si no se descubre bajo nuestra absurda admiración la necesidad primitiva de
superar el tiempo gracias a la perennidad de la forma! Si la historia de las
artes plásticas no se limita a la estética sino que se entronca con la
psicología, es preciso reconocer que está esencialmente unida a la cuestión de
la semejanza o, si se prefiere, del realismo.
La
fotografía y el cine, situados en estas perspectivas sociológicas, explicarían
con la mayor sencillez la gran crisis espiritual y técnica e la pintura moderna
que comienza hacia la mitad del siglo pasado.
En
su artículo de “Verve”, André Malraux escribía que “el cine no es más que el
aspecto más desarrollado del realismo plástico que comenzó con el Renacimiento
y encontró su expresión límite en la pintura barroca”.
Es
cierto que la pintura universal había utilizado fórmulas equilibradas entre el
simbolismo y el realismo de las formas, pero en el siglo XV la pintura
occidental comenzó a despreocuparse de la expresión de una realidad espiritual
con medios autónomos, para tender a la imitación más o menos completa del mundo
exterior. El acontecimiento decisivo fue sin duda la invención de la
perspectiva: un sistema científico y también –en cierta manera- mecánico (la
cámara oscura de Vinci prefiguraba la de Niepce), que permitía al artista crear
la ilusión de un espacio con tres dimensiones donde los objetos pueden situarse
como en nuestra percepción directa.
A
partir de entonces la pintura se encontró dividida entre dos aspiraciones: una
propiamente estética –la expresión de realidades espirituales donde el modelo
queda trascendido por el simbolismo de las formas- y otra que no es más que un
deseo totalmente psicológico de reemplazar el mundo exterior por su doble. Esta
última tendencia, que crecía tan rápidamente como iba siendo satisfecha, devoró
poco a poco las artes plásticas. Sin embargo, como la perspectiva había
resuelto el problema de las formas pero no el del movimiento, el realismo tenía
que prolongarse de una manera natural mediante una búsqueda de la expresión
dramática instantaneizada, a manera de cuarta dimensión psíquica, capaz de
sugerir la vida en la inmovilidad torturada del arte barroco2.
2 Sería interesante, desde este punto de vista, seguir en
los diarios ilustrados de 1890 a 1910 la competencia entre el reportaje
fotográfico, todavía en sus balbuceos, y el dibujo. Este último satisfacía
sobre todo la necesidad barroca de dramatismo (cfr. “Le Petit Journal
Illustré”). El sentido del documento fotográfico se ha ido imponiendo muy lentamente.
Se observa también, cuando se llega a una cierta saturación, una vuelta al
dibujo dramático del tipo “Radar”.
Es
cierto que los grandes artistas han realizado siempre la síntesis de estas dos
tendencias: la han jerarquizado, dominando la realidad y reabsorbiéndola en el
arte. Pero también sigue siendo cierto que nos encontramos ante dos fenómenos
esencialmente diferentes que una crítica objetiva tiene que saber disociar para
entender la evolución de la pintura. Lo que podríamos llamar la “necesidad de
la ilusión” no ha dejado de minar la pintura desde el siglo XVI. Necesidad
completamente ajena a la estética, y cuyo origen habría que buscarlo en la
mentalidad mágica: y necesidad, sin embargo, efectiva, cuya atracción ha
desorganizado profundamente el equilibrio de las artes plásticas.
El
conflicto del realismo en el arte procede de este malentendido, de la confusión
entre lo estético y lo psicológico, entre el verdadero realismo, que entraña la
necesidad de expresar a la vez la significación concreta y esencial del mundo,
y el pseudorrealismo, que se satisface con la ilusión de las formas3.
3 En particular, quizá la crítica comunista debería, antes
de dar tanta importancia al expresionismo realista en la pintura, dejar de
hablar de éste como se hubiera podido hacer en el siglo XVIII, antes de la
fotografía y el cine. Quizá importa muy poco que Rusia nos ofrezca pésimas
realizaciones pictóricas si hace, por el contrario, buen cine: Einsenstein es
Tintoretto. Resulta absurdo, en cambio, que Aragon quiera convencernos de que
es Repine.
Así
se entiende por qué el arte medieval, por ejemplo, no ha padecido ese
conflicto; siendo a la vez violentamente realista y altamente espiritual,
ignoraba el drama que las posibilidades técnicas han puesto de manifiesto. La
perspectiva ha sido el pecado original de la pintura occidental.
Niepce
y Lumière han sido por el contrario sus redentores. La fotografía, poniendo
punto final al barroco, ha librado a las artes plásticas de su obsesión por la
semejanza. Porque la pintura se esforzaba en vano por crear una ilusión y esta
ilusión era suficiente en arte; mientras que la fotografía y el cine son
invenciones que satisfacen definitivamente y en su esencia misma la obsesión del realismo. Por
muy hábil que fuera el pintor, su obra estaba siempre bajo la hipoteca de una
subjetivización inevitable. Quedaba siempre la duda de lo que la imagen debía a
la presencia del hombre. De ahí que el fenómeno esencial en el paso de la
pintura barroca a la fotografía no reside en un simple perfeccionamiento
material (la fotografía continuará siendo durante mucho tiempo inferior a la
pintura en la imitación de los colores), sino en un hecho psicológico: la
satisfacción completa de nuestro deseo de semejanza por una reproducción
mecánica de la que el hombre queda excluido. La solución no estaba tanto en el
resultado como en la génesis4.
4 Habría que estudiar sin embargo la psicología de las
artes plásticas menores, como por ejemplo las mascarillas mortuorias que
presentan también un cierto automatismo en la reproducción. En ese sentido
podría considerarse la fotografía como un modelado, una huella del objeto por
medio de la luz.
De
ahí que el conflicto entre el estilo y la semejanza sea un fenómeno
relativamente moderno y del que apenas se encuentran indicios antes de la
invención de la placa sensible. Vemos con claridad que la fascinante
objetividad de Chardin no es en absoluto la del fotógrafo. Es en el siglo XIX
cuando comienza verdaderamente la crisis del realismo, cuyo mito es actualmente
Picasso y que pondrá en entredicho tanto las condiciones de a existencia misma
de las artes plásticas como sus fundamentos sociológicos. Liberado de complejo
del “parecido” el pintor moderno abandona el realismo a la masa5 que en lo sucesivo lo identifica por
una parte con la fotografía y por otra con la pintura que sigue ocupándose de
él.
5 ¿Ha sido realmente la masa en cuanto tal el punto de
partida del divorcio entre el estilo y la semejanza, que constatamos hoy como
un hecho efectivo? ¿No se identifica quizá más con la aparición del “espíritu
burgués” nacido con la industria, y que precisamente ha servido de apoyo a los
artistas del siglo XIX, espíritu que podría definirse por la reducción del arte
a sus componentes psicológicos? También es cierto quela fotografía no es
históricamente de una manera directa la sucesora del realismo barroco; y
Malraux hace notar con agudeza que en principio la fotografía no tuvo otra
preocupación que la de “imitar al arte” copiando ingenuamente el estilo
pictórico. Niepce y la mayor parte de los pioneros de la fotografía buscaban
ante todo reproducir los grabados por este medio. Soñaban con producir obras de
arte sin ser artistas, por calcomanía. Proyecto típico y esencialmente burgués,
pero que confirma nuestra tesis elevándola en cierta manera al cuadrado. Era
natural que el modelo más digno de imitación para el fotógrafo fuera en un
principio el objeto de arte, ya que, a sus ojos imitaba la naturaleza pero
“mejorándola”. Hacía falta un cierto tiempo para que, convirtiéndose en
artista, el fotógrafo llegara a entender que no podía copiar más que la misma
naturaleza.
André Bazin - Qué es el cine
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