sábado, 21 de diciembre de 2013
Alemania al borde del nazismo - Roman Gubern (1)
Alemania
al borde del nazismo
La
revolución del cine sonoro benefició a Alemania, en primer lugar porque disponía
de patentes nacionales de registro y reproducción de sonido, y en segundo lugar
porque reabsorbió una buena parte del censo artístico alemán emigrado a
Hollywood, cuyo marcado acento extranjero le impidió continuar allí su carrera.
Artistas
de categoría de Emil Jannings y Conrad Veidt retornaron a trabajar para
la U.F.A., y entre los recién llegados estuvo el austríaco Josef von Sternberg, que iba a asombrar al mundo con la sensacional
revelación de El ángel azul (Der blaue Engel, 1930).
El argumento
de El ángel azul procede de la novela
Profesor Unrath de Heinrich Mann (hermano
de Thomas Mann), implacable fustigador de los vicios de la sociedad burguesa
alemana de su tiempo, y narra la tragedia del solterón, severo y metódico
profesor Rath (Emil Jannings), que
acude a reprender a la provocativa cantante Lola-Lola (Marlene Dietrich), que con sus actuaciones en el tugurio “El ángel
azul” tiene alborotados a sus alumnos.
Pero el
profesor cae en las redes de encantamiento de la bella Lola-Lola y llega a
casarse con ella, por lo que es expulsado del colegio. Los años que siguen son
de continua humillación y degradación moral para Rath convertido en payaso, y
al que sus discípulos han apodado Unrath
(basura, en alemán), produciéndose el
colmo de la humillación al regresar la compañía ambulante a “El ángel azul”, en
donde Rath debe actuar ante sus antiguos conciudadanos. Pero en el momento de
su actuación, ante el público regocijado, tiene un acceso de locura, intenta
estrangular a Lola y va a morir asido a un pupitre de su antigua clase.
Sternberg había titubeado largamente antes de decidir qué
actriz debería interpretar el papel de Lola-Lola, pero su casual descubrimiento
de la entonces conocida Marlene Dietrich (Maria Magdalena von Losch, de
verdadero nombre), cuando actuaba en la pieza de Georg Kaiser Zwei Krawatten, fue una baza decisiva
que contribuyó al éxito de esta película, excepcional por muchos motivos.
El ángel azul era la primera película importante del cine sonoro
alemán y fue, además, una de las más decisivas aportaciones a la nueva y
titubeante estética del cine audiovisual.
Su utilización dramática del sonido (la voz ronca, sensual de la cantante, el
desgarrado “kikirikí” que emite en escena el profesor convertido en payaso, las
risas y retazos de canciones cuyo volumen varía al abrirse y cerrarse las
puertas, etc.), su turbio erotismo, con la provocativa belleza de Lola-Lola
exhibiendo sus espléndidas piernas enfundadas en medias de seda, subrayada por
el lujurioso punto de vista de la cámara baja, y su sadismo implícito, que
hurga sin piedad en la llaga de la degeneración física y moral del antiguo
profesor, fueron los factores que más contribuyeron a su éxito universal,
convirtiendo esta película, desde el día de su estreno, en un “clásico” del
cine sonoro.
Su argumento,
si bien se mira, tiene muy poco de original y reincide en la mitología clásica
de la vamp devoradora de hombres, sin
olvidar el ejemplar castigo final que condena la pasión carnal. Pero la
película también, como ha observado Sadoul, “la
imagen de la decadencia de ciertas capas burguesas alemanas que proporcionaban
al nazismo una parte de sus efectivos”. Y todo ello expuesto con el
característico y asfixiante barroquismo
escenográfico de Sternberg, herencia del Kammerspielfilm, en el que los objetos adquieren valor dramático,
con su enervante pesadez de atmósfera y con su proverbial refinamiento fotográfico.
Esta obra
maestra del “realismo fantástico” de Sternberg obtuvo tal éxito que, mientras
en París se abría un club nocturno bautizado “El ángel azul”, Sternberg y
Marlene Dietrich, convertida de la noche a la mañana en un mito erótico
universal, embarcaban rumbo a América contratados por la Paramount.
Al partir
Sternberg, quedaban en Alemania G. W.
Pabst y Fritz Lang como las dos
personalidades dominantes del cine germano.
Pabst
prosiguió su trayectoria polémica con Cuatro
de infantería (Westfront 1918,
1930), película antibelicista que exponía con gran realismo las penalidades de
cuatro soldados en las trincheras alemanas de primera línea, durante la primera
guerra mundial. No faltaron, ciertamente, los deslices melodramáticos tan caros
a Pabst, como en la escena en que el soldado de permiso encuentra a su esposa
en brazos del carnicero, que en compensación le suministra raciones
extraordinarias de carne.
Sectores de
la crítica europea de izquierdas fueron severos con la película, reprochándole
su ambigüedad y timidez en la explicitación de las causas de la guerra, pero se
exhibió con éxito en Alemania por los mismos días en que aparecía Sin novedad en el frente (All quiet on the western front, 1930), de
Lewis Milestone, sobre la novela de
Erich María Remarque, que al ser presentada en Berlín promovió manifestaciones
de protesta, que degeneraron en choques entre los nazis, que pedían su
prohibición, y los comunistas, que la defendían. Finalmente, su exhibición fue
prohibida en Alemania
Después
abordó Pabst una adaptación de la sátira social de Bertolt Brecht La ópera de cuatro cuartos en La comedia de la vida (Die Dreigroschenoper, 1931), contubernio
festivo del hampa y de la poesía londinense que obtuvo un éxito mundial, a
pesar de la repulsa de Brecht, que descontento de la adaptación promovió un
pleito contra la Nero Film, fallado
en contra del dramaturgo. En el mismo año rodó Pabst el film minero Carbón (Kameradschaft, 1931), inspirado en un hecho real y que Pabst dedicó
“a los mineros de todo el mundo”. En esta película coral y sin protagonistas
individuales, en la tradición del mejor realismo
soviético (se reconstruyeron en los estudios galerías de mina utilizando
auténticos bloques de carbón), mostraba Pabst una catástrofe en el interior de
una mina fronteriza francesa, que provocaba la ayuda de sus camaradas alemanes,
que para salvar a los mineros franceses rompían la reja subterránea de
separación fronteriza establecida en 1919.
En este drama
colectivo sobre la solidaridad obrera,
por encima de las convencionales barreras geográficas y políticas, hizo Pabst
que los personajes hablasen su propio idioma. Esta exigencia realista tuvo
afortunadas proyecciones dramáticas, como en la escena en que un minero francés
semi desvanecido ve llegar a un hombre con una careta antigás que habla alemán,
haciéndole enloquecer al creer revivir los episodios de la guerra.
Algunos críticos franceses
interpretaron la simbólica rotura de la reja fronteriza como una reivindicación
de Alemania sobre la Alsacia-Lorena, pero lo cierto es que la película, a pesar
de la ingenuidad de los discursos finales, que condenan “el gas y la guerra” como los enemigos de la clase obrera,
está animada por el generoso aliento humanitario y pacifista del mejor cine realista de Pabst. El contundente
plano final, que muestra la reposición de la sólida reja fronteriza, fue
amputado por las censuras de varios países.Historia del cine - Roman Gubern
CINE SONORO
Alemania al borde del nazismo - Roman Gubern (2)
La subida de
Hitler al poder en 1933 provocará una desbandada, el segundo gran éxodo del
cine alemán, en el que encontraremos a Pabst,
Fritz Lang, Max Reinhardt, Conrad Veidt,
Max Ophüls, Paul Czisner, Elisabeth
Bergner, Joe May, Peter Lorre, Robert Siodmark, Leontine
Sagan, Eugene Schüftan, Alexis Granowsky, Billy Wilder, Fred Zinnemann
y Slatan Th. Dudow, que cometieron el
grave delito de nacer judíos o, simplemente, de tener ideas democráticas.
Muchos de los fugitivos acabarán por converger en Hollywood, pero no será ése
el caso de Pabst, que tras un vagabundeo por Francia, en donde realizó una
sorprendente y discutible versión de Don
Quijote (Don Quichotte, 1933)
–con fragmentos cantados por el bajo Feodor Chaliapane disfrazado de caballero
de la triste figura y con un sabor figurativo a lo Gustave Doré- y tras una
fugacísima visita a Hollywood, retornó a la Alemania nazi en 1941.
En estos años
en que se masca la próxima tragedia que se abatirá sobre Alemania, una parte de
su cine aparece vivamente sensibilizada por la situación política. Acabamos de
verlo en la obra de Pabst y lo veremos también en Hampa (Berlin-Alexanderplatz,
1931), de Phil Jutzi, que a pesar de
su equívoco título español es un testimonio social y un aguafuerte de la
sordidez del barrio berlinés de Alexanderplatz, con los mendigos, prostitutas y
gentes miserables que pulula sobre el asfalto. Es un trozo de la dolorida
Alemania que, buscando una panacea para sus males, se arrojará de un modo
suicida a los brazos de un antiguo pintor de brocha gorda que lleva en su
bolsillo el carnet número siete del partido nazi.
Pero antes de
que esto suceda, el sector más sensible del cine alemán lo está profetizando en
sus obras. Véanse Muchachas de uniforme (Mädchen in uniform, 1931), la excelente
película que Leontine Sagan realiza
sobre una novela de Christa Winsloe, que obtuvo además un gran éxito popular,
lo que significa que la Sagan no anda predicando en el desierto. Interpretada
únicamente por mujeres, Muchachas de
uniforme es una denuncia de la rigidez prusiana que impera en un internado
para hijas de oficiales, tejida a través de un conflicto de fondo lesbiano, que
empuja a la hipersensible protagonista (Herta Thiele) hacia el suicidio. Tratando
con extraordinaria delicadeza un problema pedagógico y sexual bastante común
(el amor de una adolescente hacia su profesora), Leontine Sagan denunció el
“espíritu de Postdam” encarnado en la severa directora del internado,
materialización femenina del fantasma de Federico el Grande. Y todo esto
expuesto con una finura psicológica y con una sutileza que no es común en el
cine (claro que tampoco es común que las películas sean dirigidas por mujeres),
virtudes que no servirán de atenuantes a la hora del desastre político, en que
la Sagan tendrá que huir del país para refugiarse en Inglaterra.
La nota más
aguda del realismo del realismo social y
político la dio en 1932, el búlgaro Slatan
Th. Dudow al rodar Kühle Wampe,
con guión de Bertolt Brecht y Ernst
Ottwald y música de Hans Eisler. Kühle
Wampe era el nombre de una colonia de barracones en las afueras de Berlín,
poblada por obreros desocupados, en donde transcurría la acción. La película
fue prohibida por la censura alemana alegando que atacaba al jefe de estado, a
la administración de la justicia y a la religión -¿qué más puede decirse?-,
pero circuló profusamente por los cine-clubs extranjeros, en sesiones
organizadas por el Socorro Rojo Internacional.
Fritz
Lang, en cambio, dio su mensaje social a través de las sinuosidades de dos
importantes obras policíacas, género que es uno de sus predilectos por
permitirle exponer el drama del hombre acosado, una de sus obsesiones más
constantes. En M o El vampiro de
Düsseldorf (M, 1931) llevó a cabo
un penetrante estudio sobre una colectividad conmovida por un caso de
criminalidad patológica, tan abundante en la Alemania de esos años (recuérdense
los nombres de Peter Kürten, Haarman, Grossman y Denke). Peter Lorre encarnó
magistralmente al asesino de niños que con sus crímenes sádicos conmueve a la
sociedad, provocando una reacción en cadena. La policía multiplica sus
operaciones de búsqueda, lo que perturba la actividad habitual del hampa, de
modo que ésta decide movilizar todas las fuerzas de los bajos fondos para cazar
al criminal. Un mendigo ciego le localiza y le marca con una M (Mörder:
asesino) en la espalda. Finalmente acorralado y capturado, es conducido a una
fábrica abandonada para ser juzgado por el hampa.
La
película fue a la vez la exposición de la tragedia interior de un obseso sexual
y una corrosiva visión crítica de la sociedad en que vive, con regusto
brechtiano: coincidencia de objetivos de la policía y del hampa cuando sus
actividades rutinarias se ven perturbadas, la caricatura del juicio oficial,
con las voces que reclaman el exterminio físico de los seres anormales… Fritz
Lang pensó en titular el film “Asesinos entre nosotros”, pero el partido nazi
se sintió aludido y amenazó con boicotear el film, por lo que Lang cedió a sus
presiones y lo cambió.
Después,
Lang recurrió a un viejo conocido, el diabólico doctor Mabuse, que creado por la pluma de Norbert Jacques había
inmortalizado llevándolo por primera vez a la pantalla en 1922, con el serial El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der Spieler). Ahora, cuando Hitler está a punto de
asaltar el poder, resucita oportunamente a este Genio del Mal en El testamento del doctor Mabuse (Das testament des Dr. Mabuse, 1932), que
con su capacidad hipnótica sobrehumana dirige una vasta y bien organizada red
criminal, presagio de la larga noche de terror que se avecina.
También
Fritz Lang abandonará en 1933 su país y a su esposa nazi, rechazando el alto puesto
oficial que le ofrecía Goebbels, gran admirador (como Hitler) de su Metrópolis y Los nibelungos, para conocer el exilio en América, tras una breve
estancia en Francia, donde adaptó la pieza de Ferenc Molnar Liliom (Liliom, 1933), film menor que mostraba el dilema de la culpabilidad
o inocencia de su protagonista fallecido. ¿Irá al infierno o al purgatorio? El tema de la culpabilidad, verdadera o
falsa, es uno de los ejes de toda la obra de Lang.
Mientras
Pabst y Lang, por caminos muy distintos, daban con su obra testimonio de una
realidad social y política asfixiante, otros cineastas tomaban caminos muy
diversos.
El
geólogo Arnold Fanck, por ejemplo, cantaba la épica montañera y la fotogenia de
la naturaleza en las altas cumbres heladas en Prisioneros de la montaña (Die
wiese Höllo von Piz Pallü, 1929), que realizó en colaboración con G. W.
Pabst, y en Tempestad en el Mont Blanc
(Stúrme úber der Montblanc, 1930),
cuyos rodajes entre los glaciares alpinos eran toda una gesta y que constituían
a la vez un himno panteísta a la naturaleza y un canto prometeico a los héroes
que se atrevían a conquistar sus cimas, con resonancias entre paganas y
fascistas, reforzadas en esta última película –la primera sonora de la serie-
con fragmentos de Bach y Beethoven, emitidos por una radio abandonada en el
Mont Blanc, para orquestarse con los rugidos de la tormenta.
El
género creado por el doctor Fanck culminó con Leni Riefenstahl (que había debutado en 1925 como actriz de sus
películas en Luz azul o El monte de los muertos (Das
blaue Licht, 1932), en donde aparece como intérprete y directora, con un
guión de Bèla Balàzs y una espléndida
fotografía de Hans Schneeberger. Es la historia de la joven Yunta, que descubre
el secreto de la luz azul del Monte Cristallo que tiene atemorizados a los
campesinos y que es debida al brillo de los cristales de roca de una gruta en
las noches de luna llena. Cuando su amante descubra la secreta gruta de los
campesinos, Yunta morirá despeñada por un precipicio…
El
frenético romanticismo del alma alemana domina el ciclo montañero, con su
imponente solemnidad formal, épica y wagneriana. Pero el romanticismo tiene un
registro muy amplio y en su vertiente intimista lo pulsa el austríaco Paul Cizner, especialista en análisis de
la psicología femenina, que dirige a su esposa Elisabeth Bergner en Ariane, la joven rusa (Ariane, 1931), sobre la novela de Claude
Anet. Y en su vertiente frívola culmina con la superopereta El Congreso se divierte (Der Kongress Tanzt, 1932), de Erik
Charrell, que sitúa en el célebre Congreso de 1814, en la imperial Viena, los
amores del zar Alejandro de Rusia (Willy Fritsch) y de una gentil guantera
(Lilian Harvey), film que sería prohibido por Hitler en 1937. La inmensa
popularidad de El Congreso se divierte
sólo será igualada por Vuelan mis
canciones (Leise flehen meine Lider,
1933), realizada por el austríaco Willy
Forst para la mayor gloria vocal de Martha Eggerth.
Forst
se convertirá en uno de los puntales del cine austriaco, con su brillante
ejercicio de estilo en Mascarada (Maskerade, 1934), que gira en torno a un
cínico pintor, un adulterio y un retrato de mujer comprometedor, temas banales
que adquieren consistencia por la grácil liviandad de un estilo. La obra de
Forst, que ofrecía una imagen del mundo elegante de Viena con una perspectiva
opuesta a la de Stroheim, no pasó de ahí y se quedó en promesa, cosa que no
ocurrió con su compatriota Max Ophüls,
que llegará a convertirse, valga la paradoja, en el gigante del género liviano.
Enamorado
de la Belle Époque, romántico, nostálgico, irónico, barroco y hasta manierista,
obtiene su primer éxito con Amoríos
(Liebelei, 1932), adaptación de una
pieza de Arthur Schnitzler y que narra los amores de dos muchachas con dos
oficiales de Caballería. Una (Luise Ulrich) desenvuelta y divertida, otra
(Magda Schneider) tímida y retraída, pero cuando se entere de la muerte de su
amante en un lance de honor, se matará arrojándose por una ventana. La historia
agridulce de estos amoríos vieneses, con pasos de vals y paseos en trineo, señala
la culminación histórica y el final de un estilo, el apogeo y muerte de la
efímera escuela vienesa que decapitada por el nacionalsocialismo será
continuada y aún superada, en un trasplante parisino, con el regreso de Max
Ophüls a Francia (1950) desde su exilio americano.
Historia del cine - Roman Gubern
CINE SONORO
André Bazin – Crítico de cine
«Si el cine ha nacido ha sido por
la convergencia de su obsesión, es decir, un mito: el del cine total»
André Bazin
«Un artículo negativo escrito por
Bazin describe mejor una película que un artículo elogioso escrito por uno de
nosotros»
François Truffaut
SI existe un
nombre al que identificamos inmediatamente con la crítica y el análisis
cinematográfico éste sería quizás el de André Bazin. Sus escritos siguen
conservando una frescura asombrosa después de casi cinco décadas. Era un
teórico elegante, honesto, de precoz madurez intelectual y con una visión
crítica profunda y apasionada. Amable y flexible en sus argumentaciones y
profundamente humano en su trato. Desempeñó su labor teórica durante quince
años hasta su prematura muerte en 1958.
Definido como "el mejor
crítico francés de la posguerra" por George Sadoul, en Bazin nada era
forzado, ni vehemente, sino reflexivo, incluso, a veces, cauto en sus
apreciaciones y humilde en su devoción por el cine.
Desde sus primeros escritos,
Bazin se empeñará en realizar una "crítica cinematográfica en
relieve", es decir, una crítica que profundice en la esencia misma del
cine. «Bazin —escribía Truffaut— no ha sido el único en analizar el
valor de la imagen, su naturaleza. No obstante, tengo la impresión de que fue
el único en preguntarse realmente sobre la función de la crítica» (1).
Así, dejando de lado la
superficialidad que generalizaba a la crítica de su época, Bazin entiende que
debe darse al público algo más, se ha de atender al proceso técnico, y que el
espectador cinematográfico se interese por la luz, los decorados, el montaje,
la música, el guión... tanto como en las circunstancias históricas en las que
se desarrolla cada etapa de la historia del cine. Esto es lo que realmente
llevará al espectador a entender el cine.
Y es que para Bazin, el cine
camina estrechamente vinculado al desarrollo tecnológico y a las circunstancias
sociales, políticas, en fin, a las circunstancias propias de cada periodo
histórico. El cine nace y se transforma (del cine mudo al sonoro, del blanco y
negro al color) debido a la influencia del entorno. Y así, en contra de los
estudiosos que defienden que la única forma de cine puro es el cine mudo, Bazin
entendía que, al contrario, el sonido viene a completar al cine mudo, en lo que
será su evolución natural.
Defensor de un lenguaje propio
del cine y del cine como lenguaje. No dudaba en afirmar: «El cine es un
lenguaje». Y será este lenguaje, más que cualquier convención social, la
que determinará lo que se entiende por el "cine clásico".
Para Bazin el mito que dirige la
invención del cine es el del "realismo integral", es decir la
recreación del mundo a su imagen, una técnica de reproducción de la realidad
como lo fueron antes la fotografía o el fonógrafo. «Una imagen —dirá Bazin— sobre la que no pesaría la hipoteca
de la libertad de interpretación del artista ni la irreversibilidad del tiempo. Un arte total, lo que llamará "el
mito del cine total"» (2).
Bazin exaltaba el cine, bueno o
malo, del que siempre tenía la posibilidad de reflexionar y extraer
conclusiones. A este respecto, J. Francisco Aranda, en su magnífico libro Luis Buñuel. Biografía crítica, recogía la siguiente reflexión de
Man Ray: «Los peores films que haya podido ver, aquellos que me hacen dormir
profundamente, contienen siempre cinco minutos maravillosos, y los mejores, los
más celebrados, cuentan solamente con cinco minutos que valgan la pena: o sea,
que tanto en los buenos como en los malos films, y por encima y a pesar de las
buenas intenciones de sus realizadores, la poesía cinematográfica pugna por
salir a la superficie y manifestarse» (3).
Esto es justo lo que Bazin pensaba sobre las películas. Con un riguroso y
profundo análisis sobre la imagen, Bazin, por ejemplo, comprende a través de la
obra de Hitchcock, que guión y dirección son indisociables, agradece que Ciudadano Kane recupere definitivamente el camino
hacia el realismo a través de su deslumbrante puesta en escena. Pone la
atención en los secretos escondidos en el film de Rossellini, Paisà, la maestría de De Sica en cada plano
de El ladrón de bicicletas y el estilo único de Renoir en su
película, La regla del juego.
Como recordará Truffaut, las
películas que más influyeron en Bazin fueron,Le jour se lève de Marcel Carné, Monsieur Verdoux de Chaplin, La regla del juego de Renoir y la película de Welles, Ciudadano Kane.
En 1952, Bazin funda junto al
crítico y realizador Jacques Doniol-Valcroze (1920-1989) y a un grupo de
jóvenes críticos la mítica revista Cahiers
du cinéma que continuaba la
labor de la desaparecida La
revue du cinéma.
Durante la década de los
cincuenta, la revista marcó sus pautas en materia de crítica y análisis
cinematográfico y consolidó la enorme importancia e influencia que llegará a
tener. Bazin se mantendrá ligado a ella hasta el año de su muerte. Cahiers se caracterizaba por su interés en
el cine italiano y el neorrealismo y recuperó para el espectador el, por
entonces algo denostado por los demás sectores de la crítica, cine
norteamericano. Así, devuelven el lugar que les correspondía a las películas de
Hitchcock, Lang, Fuller y sobre todo exaltan la obra del cineasta Nicholas Ray.
En sus páginas se formaron
algunos de los cineastas más importantes de las décadas de los cincuenta y
sesenta como Truffaut, Godard, Rivette, Chabrol, Rohmer... aquellos jóvenes
críticos, seguidores y discípulos de Bazin, unos pocos años después formarán lo
que se denominará Nouvelle
Vague, la nueva ola (4).
Con ellos dará comienzo uno de los periodos más interesantes y personales de la
cinematografía gala.
Estos cineastas no han dudado en
expresar lo mucho que Bazin influyó en ellos. Y es que desde las páginas de Cahiers, Bazin reflexionó sobre
todos los aspectos del cine, formulando sus ya conocidas teorías sobre la
imagen.
No sólo era el alma de Cahiers donde desarrolla una intensa
actividad como crítico, sino que también publica entre 1958 y 1962 cuatro
volúmenes de su más famoso libro, ¿Qué
es el cine? Probablemente sea
uno de los libros más traducidos y reeditados en el mundo sobre cine. También
escribe libros monográficos sobre Orson Welles, Vittorio de Sica y Jean Renoir,
tres de sus más admirados directores.
En 1959, un año después de su
muerte, François Truffaut dedica a André Bazin su película Los cuatrocientos golpes.
Bazin amaba al cine por el cine,
admiraba a Stroheim, a Welles y a Flaherty, le gustaba el western y la comedia americana y sobre todo
admiraba a su gran amigo Jean Renoir. Fue también amigo de alguno de los
realizadores más importantes de su época; Welles, Rossellini, Truffaut, Cocteau
y Fellini.
Truffaut finaliza el prefacio del
libro de Dudley Andrew con estas palabras:«Añoramos a Bazin». Nosotros, los cinéfilos sin
remedio, los amantes de la imagen, añoramos hoy día a críticos como André
Bazin. Porque Bazin, desde su inmensa sensibilidad, manifestaba que el cine era
el arte propio del amor. «No se podría comprender enteramente el arte de un
Flaherty, de un Renoir, de un Vigo, y sobre todo, de un Chaplin, si no se busca
antes qué variedad particular de ternura, qué clase de afecto sensual o
sentimental se refleja en sus films. Creo que más que cualquier otro arte, el
cine es el arte propio del amor» (5).
Bazin consiguió algo no sólo
difícil dentro de la crítica en general sino en especial en la crítica
cinematográfica donde casi siempre priman intereses más comerciales que artísticos,
Bazin consiguió "encender una luz", una luz que todavía hoy día es
capaz de iluminar con los más bellos resplandores.
(1) Andrew, Dudley, André Bazin. Éditions de L´Étoile. Febrero,
1983. Prefacio de François Truffaut. Añoramos a André Bazin. Recogido en François
Truffaut, El placer de la mirada.Ediciones
Paidós Ibérica, S.A. Barcelona, 1999, pág. 61.
(3) Aranda,
Francisco J. Luis Buñuel. Biografía crítica. Editorial Lumen. Barcelona,
1969, pág. 334.
(4) En 1957
aparece por primera vez el término Nouvelle Vague ("Nueva ola") en el semanal
francés "L´Express". Acuñó el término la periodista Françoise Giroud.
Texto 95: André Bazin reflexiona sobre
la función social del cine
Lautréamont, o Van Gogh han podido crear, incomprendidos o ignorados por
su época. El cine no puede existir sin un mínimo (y este mínimo es inmenso) de
espectadores inmediatos. Incluso cuando el cineasta se enfrenta con los gustos
del público, su audacia es válida solo en cuanto es posible admitir que el
espectador se equivoque sobre lo que debería gustarle, y lo que ahora no le
gusta llegue a gustarle un día. La única posible semejanza contemporánea con el
cine habría que buscarla en la arquitectura, porque una casa solo tiene sentido
si es habitable. El cine también es un arte funcional.
André Bazin.
Este texto pertenece al crítico francés André
Bazin, fundador de la reconocida revista Carhiers du Cinema que acogió a
críticos (también cineastas) de la talla de François Truffaut, Claude Chabrol,
Eric Rohmer, Jean Luc Godard entre otros tantos. El texto forma parte de un
estudio publicado en España por la editorial Rialp en el año 1.966, cuyo
original se publicó en París por Editions du Cerf y que obra bajo el título de "A favor de un cine impuro".
El cine no tiene sentido sin los espectadores.
Necesita de ellos para ser lo que es. El cine es esencialmente comunicación. Y
en consecuencia carece de sentido eso que suelen decir muchos cineastas que las
películas las hacen para sí mismos. En el mundo de la arquitectura, la
construcción de una casa, una vivienda, un chalet, o un adosado están ordenados
a cumplir con su función esencial de ser habitables. Si estas construcciones no
lo fueran, devendrían fatalmente inservibles, inútiles y contrarios a los fines
intrínsecos de la ciencia de la arquitectura. Una casa en la que no se puede
vivir no es una casa. Y de la misma manera una película que no satisface el
gusto de los espectadores no cumple con la función social para la que fue
concebida. Al cine no le es dado vulnerar sus esenciales fines, a no ser que se
ponga en peligro aquello mismo que le confiere consistencia. El cine como
cualquier forma de arte conlleva una función social inexorable.
André Bazin fue uno de los fundadores de la prestigiosa revista de cine Cahiers du Cinema en 1951, con varios libros en su
haber sobre cine y un amplio caudal de artículos en torno al mismo tema.
Disciplinado y entusiasta crítico y teórico del cine, murió en 1958, dejando
para la posteridad su influyente figura y su legado. También una lista de lo
que para él fueron las mejores películas de la historia. Esa es la que os
dejamos por aquí abajo.
Ontología de la imagen fotográfica - André Bazin (1)
Con
toda probabilidad, un psicoanálisis de las artes plásticas tendría que
considerar el embalsamamiento como un hecho fundamental en su génesis.
Encontraría en el origen de la pintura y de la escultura el “complejo” de la
momia. La religión egipcia, polarizada en su lucha contra la muerte, hacía
depender la supervivencia de la perennidad material del cuerpo, con lo que
satisfacía una necesidad fundamental de la psicología humana: escapar a la
inexorabilidad del tiempo. La muerte no es más que la victoria del tiempo. Y
fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser supone sacarlo de la
corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida. Para la mentalidad
egipcia esto se conseguía salvando las apariencias mismas del cadáver, salvando
su carne y sus huesos. La primera estatua egipcia es la momia de un hombre
conservado y petrificado en un bloque de carbonato de sosa. Pero las pirámides
y el laberinto de corredores no eran garantía suficiente contra una eventual
violación del sepulcro; se hacía necesario adoptar además otras precauciones
previniendo cualquier eventualidad, multiplicando las posibilidades de
permanencia. Se colocaban por eso cerca del sarcófago, además del trigo
destinado al alimento del difunto, unas cuantas estatuillas de barro, a manera
de momias de repuesto, capaces de reemplazar al cuerpo en el caso de que fuera
destruido. Se descubre así, en sus orígenes religiosos, la función primordial
de la escultura: salvar al ser por las apariencias. Y sin duda puede también
considerarse como otro aspecto de la misma idea, orientada hacia la efectividad
de la caza, el oso de arcilla acribillado a flechazos de las cavernas
prehistóricas, sustitutivo mágico, identificado con la fiera viva.
No
es difícil comprender cómo la evolución paralela del arte y de la civilización
ha separado a las artes plásticas de sus funciones mágicas (Luis XIV no se hace
ya embalsamar: se contenta con un retrato pintado por Lebrum). Pero esa
evolución no podía hacer otra cosa que sublimar, a través de la lógica, la
necesidad incoercible de exorcizar el tiempo. No se cree ya en la identidad
ontológica entre modelo y retrato, pero se admite que éste nos ayuda a
acordarnos de aquél y a salvarlo, por tanto, de una segunda muerte espiritual.
La fabricación de la imagen se ha librado incluso de todo utilitarismo
antropocéntrico. No se trata ya de la supervivencia del hombre, sino –de una
manera más general- de la creación de un universo ideal en el que la imagen de
lo real alcanza un destino temporal autónomo. ¡”Qué vanidad la de la pintura”
si no se descubre bajo nuestra absurda admiración la necesidad primitiva de
superar el tiempo gracias a la perennidad de la forma! Si la historia de las
artes plásticas no se limita a la estética sino que se entronca con la
psicología, es preciso reconocer que está esencialmente unida a la cuestión de
la semejanza o, si se prefiere, del realismo.
La
fotografía y el cine, situados en estas perspectivas sociológicas, explicarían
con la mayor sencillez la gran crisis espiritual y técnica e la pintura moderna
que comienza hacia la mitad del siglo pasado.
En
su artículo de “Verve”, André Malraux escribía que “el cine no es más que el
aspecto más desarrollado del realismo plástico que comenzó con el Renacimiento
y encontró su expresión límite en la pintura barroca”.
Es
cierto que la pintura universal había utilizado fórmulas equilibradas entre el
simbolismo y el realismo de las formas, pero en el siglo XV la pintura
occidental comenzó a despreocuparse de la expresión de una realidad espiritual
con medios autónomos, para tender a la imitación más o menos completa del mundo
exterior. El acontecimiento decisivo fue sin duda la invención de la
perspectiva: un sistema científico y también –en cierta manera- mecánico (la
cámara oscura de Vinci prefiguraba la de Niepce), que permitía al artista crear
la ilusión de un espacio con tres dimensiones donde los objetos pueden situarse
como en nuestra percepción directa.
A
partir de entonces la pintura se encontró dividida entre dos aspiraciones: una
propiamente estética –la expresión de realidades espirituales donde el modelo
queda trascendido por el simbolismo de las formas- y otra que no es más que un
deseo totalmente psicológico de reemplazar el mundo exterior por su doble. Esta
última tendencia, que crecía tan rápidamente como iba siendo satisfecha, devoró
poco a poco las artes plásticas. Sin embargo, como la perspectiva había
resuelto el problema de las formas pero no el del movimiento, el realismo tenía
que prolongarse de una manera natural mediante una búsqueda de la expresión
dramática instantaneizada, a manera de cuarta dimensión psíquica, capaz de
sugerir la vida en la inmovilidad torturada del arte barroco2.
2 Sería interesante, desde este punto de vista, seguir en
los diarios ilustrados de 1890 a 1910 la competencia entre el reportaje
fotográfico, todavía en sus balbuceos, y el dibujo. Este último satisfacía
sobre todo la necesidad barroca de dramatismo (cfr. “Le Petit Journal
Illustré”). El sentido del documento fotográfico se ha ido imponiendo muy lentamente.
Se observa también, cuando se llega a una cierta saturación, una vuelta al
dibujo dramático del tipo “Radar”.
Es
cierto que los grandes artistas han realizado siempre la síntesis de estas dos
tendencias: la han jerarquizado, dominando la realidad y reabsorbiéndola en el
arte. Pero también sigue siendo cierto que nos encontramos ante dos fenómenos
esencialmente diferentes que una crítica objetiva tiene que saber disociar para
entender la evolución de la pintura. Lo que podríamos llamar la “necesidad de
la ilusión” no ha dejado de minar la pintura desde el siglo XVI. Necesidad
completamente ajena a la estética, y cuyo origen habría que buscarlo en la
mentalidad mágica: y necesidad, sin embargo, efectiva, cuya atracción ha
desorganizado profundamente el equilibrio de las artes plásticas.
El
conflicto del realismo en el arte procede de este malentendido, de la confusión
entre lo estético y lo psicológico, entre el verdadero realismo, que entraña la
necesidad de expresar a la vez la significación concreta y esencial del mundo,
y el pseudorrealismo, que se satisface con la ilusión de las formas3.
3 En particular, quizá la crítica comunista debería, antes
de dar tanta importancia al expresionismo realista en la pintura, dejar de
hablar de éste como se hubiera podido hacer en el siglo XVIII, antes de la
fotografía y el cine. Quizá importa muy poco que Rusia nos ofrezca pésimas
realizaciones pictóricas si hace, por el contrario, buen cine: Einsenstein es
Tintoretto. Resulta absurdo, en cambio, que Aragon quiera convencernos de que
es Repine.
Así
se entiende por qué el arte medieval, por ejemplo, no ha padecido ese
conflicto; siendo a la vez violentamente realista y altamente espiritual,
ignoraba el drama que las posibilidades técnicas han puesto de manifiesto. La
perspectiva ha sido el pecado original de la pintura occidental.
Niepce
y Lumière han sido por el contrario sus redentores. La fotografía, poniendo
punto final al barroco, ha librado a las artes plásticas de su obsesión por la
semejanza. Porque la pintura se esforzaba en vano por crear una ilusión y esta
ilusión era suficiente en arte; mientras que la fotografía y el cine son
invenciones que satisfacen definitivamente y en su esencia misma la obsesión del realismo. Por
muy hábil que fuera el pintor, su obra estaba siempre bajo la hipoteca de una
subjetivización inevitable. Quedaba siempre la duda de lo que la imagen debía a
la presencia del hombre. De ahí que el fenómeno esencial en el paso de la
pintura barroca a la fotografía no reside en un simple perfeccionamiento
material (la fotografía continuará siendo durante mucho tiempo inferior a la
pintura en la imitación de los colores), sino en un hecho psicológico: la
satisfacción completa de nuestro deseo de semejanza por una reproducción
mecánica de la que el hombre queda excluido. La solución no estaba tanto en el
resultado como en la génesis4.
4 Habría que estudiar sin embargo la psicología de las
artes plásticas menores, como por ejemplo las mascarillas mortuorias que
presentan también un cierto automatismo en la reproducción. En ese sentido
podría considerarse la fotografía como un modelado, una huella del objeto por
medio de la luz.
De
ahí que el conflicto entre el estilo y la semejanza sea un fenómeno
relativamente moderno y del que apenas se encuentran indicios antes de la
invención de la placa sensible. Vemos con claridad que la fascinante
objetividad de Chardin no es en absoluto la del fotógrafo. Es en el siglo XIX
cuando comienza verdaderamente la crisis del realismo, cuyo mito es actualmente
Picasso y que pondrá en entredicho tanto las condiciones de a existencia misma
de las artes plásticas como sus fundamentos sociológicos. Liberado de complejo
del “parecido” el pintor moderno abandona el realismo a la masa5 que en lo sucesivo lo identifica por
una parte con la fotografía y por otra con la pintura que sigue ocupándose de
él.
5 ¿Ha sido realmente la masa en cuanto tal el punto de
partida del divorcio entre el estilo y la semejanza, que constatamos hoy como
un hecho efectivo? ¿No se identifica quizá más con la aparición del “espíritu
burgués” nacido con la industria, y que precisamente ha servido de apoyo a los
artistas del siglo XIX, espíritu que podría definirse por la reducción del arte
a sus componentes psicológicos? También es cierto quela fotografía no es
históricamente de una manera directa la sucesora del realismo barroco; y
Malraux hace notar con agudeza que en principio la fotografía no tuvo otra
preocupación que la de “imitar al arte” copiando ingenuamente el estilo
pictórico. Niepce y la mayor parte de los pioneros de la fotografía buscaban
ante todo reproducir los grabados por este medio. Soñaban con producir obras de
arte sin ser artistas, por calcomanía. Proyecto típico y esencialmente burgués,
pero que confirma nuestra tesis elevándola en cierta manera al cuadrado. Era
natural que el modelo más digno de imitación para el fotógrafo fuera en un
principio el objeto de arte, ya que, a sus ojos imitaba la naturaleza pero
“mejorándola”. Hacía falta un cierto tiempo para que, convirtiéndose en
artista, el fotógrafo llegara a entender que no podía copiar más que la misma
naturaleza.
André Bazin - Qué es el cine
Ontología de la imagen fotográfica - André Bazin (2)
La
originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por tanto en su
esencial objetividad. Tanto es así que el conjunto de lentes que en la cámara
sustituye al ojo humano recibe precisamente el nombre de “objetivo”.
Por
vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más
que otro objeto. Por vez primera una imagen del mundo exterior se forma
automáticamente sin intervención creadora por parte del hombre, según un
determinismo riguroso. La personalidad del fotógrafo sólo entra en juego en lo
que se refiere a la elección, orientación y pedagogía del fenómeno; por muy
patente que aparezca al término de la obra, no lo hace con el mismo título que
el pintor. Todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan sólo
en la fotografía gozamos de su ausencia. La fotografía obra sobre nosotros como
fenómeno “natural”, como una flor o un cristal de nieve en donde la belleza es
inseparable del origen vegetal o telúrico.
Esta
génesis automática ha trastocado radicalmente la psicología de la imagen. La
objetividad de la fotografía le da una potencia de credibilidad ausente de toda
obra pictórica. Sean cuales fueren las objeciones de nuestro espíritu crítico
nos vemos obligados a creer en la existencia del objeto representado,
re-presentado efectivamente, es decir, hecho presente en el tiempo y en el
espacio. La fotografía se beneficia con una transfusión e realidad de la cosa a
su reproduccion6.. Un dibujo absolutamente fiel podrá quizá darnos
más indicaciones acerca el modelo, pero no poseerá jamás, a pesar de nuestro
espíritu crítico, el poder irracional de la fotografía que nos obliga a creer en ella.
6 Habría que introducir aquí una psicología de la reliquia
y del souvenir que se benefician
también de una sobrecarga del realismo procedente del “complejo de la momia”.
Señalamos tan sólo que el Santo Sudario de Turín realiza la síntesis de la
reliquia y de la fotografía.
La
pintura se convierte así en una técnica inferior en lo que a semejanza se
refiere. Tan sólo el objetivo satisface plenamente nuestros deseos
inconscientes; en lugar de un calco aproximado nos da el objeto mismo, pero
liberado de las contingencias temporales. La imagen puede ser borrosa, estar
deformada, descolorida, no tener valor documental; sin embargo, procede siempre
por su génesis de la ontología del modelo. De ahí el encanto de las fotografías
de los álbumes familiares. Esas sombras grises o de color sepia,
fantasmagóricas, casi ilegibles, no son ya los tradicionales retratos de
familia, sino la presencia turbadora de vidas detenidas en su duración,
liberadas de su destino, no por el prestigio del arte, sino en virtud de una
mecánica impasible; porque la fotografía no crea –como el arte- la eternidad,
sino que embalsama el tiempo; se limita a sustraerlo a su propia corrupción.
En
esta perspectiva, el cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la
objetividad fotográfica. El film no se limita a conservarnos el objeto detenido
en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos
de una era remota, sino que libera el arte barroco de su catalepsia convulsiva.
Por vez primera, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así
como la momificación del cambio.
Las
categorías7 de la semejanza que especifican la imagen fotográfica
determinan también su estética con relación a la pintura. Las virtualidades
estéticas de la fotografía residen en su poder de revelarnos lo real. No
depende ya de mí el distinguir en el tejido del mundo exterior el reflejo en
una acera mojada, el gesto de un niño; sólo la impasibilidad del objetivo,
despojado al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le
añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo
capaz de mi amor.
7 Empleo el término de “categoría” en la acepción que le da M. Gouhier en su libro sobre el
teatro, cuando distingue las categorías dramáticas de las estéticas. Del mismo
modo que la tensión dramática no encierra ningún valor artístico, la perfección
de la imitación no se identifica con la belleza; constituye tan sólo una
materia prima a inscribirse el hecho artístico.
En
la fotografía, imagen natural de un mundo que no conocíamos o no podíamos ver,
la naturaleza hace algo más que imitar el arte: imita al artista.
Puede
incluso sobrepasarle en su poder creador. El universo estético del pintor es
siempre heterogéneo con relación al universo que le rodea. El cuadro encierra
un microcosmos sustancial y esencialmente diferente. La existencia del objeto
fotográfico participa por el contrario de la existencia del modelo como una
huella digital. Por ello se une realmente a la creación natural en lugar de
sustituirla por otra distinta.
El
surrealismo lo había intuido cuando utilizó la gelatina de la placa sensible
para engendrar su tetratología plástica. Y es que para el surrealismo el fin
estético es inseparable de la eficacia mecánica de la imagen sobre nuestro
espíritu. La distinción lógica entre lo imaginario y lo real tiende a
desaparecer. Toda imagen debe ser sentida como objeto y todo objeto como
imagen. La fotografía representaba por tanto una técnica privilegiada de la
creación surrealista, ya que da origen a una imagen que participa de la
naturaleza: crea una alucinación verdadera. La utilización de la ilusión óptica
y a precisión meticulosa de los detalles en la pintura surrealista vienen a
confirmarlo.
La
fotografía se nos aparece así como el acontecimiento más importante de la
historia de las artes plásticas. Siendo a la vez una liberación y una
culminación, ha permitido a la pintura occidental liberarse definitivamente de
la obsesión realista y recobrar su autonomía estética. El realismo impresionista,
a pesar de sus coartadas científicas, es lo más opuesto al afán de reproducir
las apariencias. El color tan sólo podía devorar la forma si ésta había dejado
de tener importancia imitativa. Y cuando, con Cézanne, la forma toma nuevamente
posesión de la tela, no lo hará ya atendiendo a la geometría ilusionista de la
perspectiva. La imagen mecánica, haciéndole una competencia que, más allá del
parecido barroco, iba hasta la identidad con el modelo, obligó a la pintura a
convertirse en objeto.
Desde
ahora el juicio condenatorio de Pascal pierde su razón de ser, ya que la
fotografía nos permite admirar en su reproducción el original que nuestros ojos
no habrían sabido amar; y la pintura ha pasado a ser un puro objeto cuya razón
de existir no es ya la referencia a la naturaleza.
Por otra parte, el cine es un lenguaje.
André Bazin - Qué es el cine
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