martes, 11 de septiembre de 2012

El cine aprende a hablar - Román Gubern - Texto

El cine aprende a hablar

En 1926, año de plenitud del arte cinematográfico mudo, Ho­llywood vivía tiempos dorados de prosperidad y la demanda del público no exigía más de lo que por entonces la producción de los estudios le ofrecía. No pedía, por ejemplo, que las sombras de la pantalla rompiesen a hablar, porque le satisfacía plena­mente el lenguaje visual al que estaba acostumbrado. Pero los hermanos Warner, cuyos negocios bailaban sobre la cuerda floja de la bancarrota, pensaron que tal vez podrían alejarse del fan­tasma del crack si lanzaban al mercado la golosa novedad del cine sonoro.
¿Una novedad el cine sonoro? Relativa, pues ya vimos que Edison y Pathé, y otros tras ellos, se aplicaron a obtener la sin­cronización de las imágenes con discos o rodillos gramofónicos aunque, todo hay que decirlo, sus trabajos no pasaron de ser una curiosa aventura experimental. Pero en 1907, el ingeniero ame­ricano Lee de Forest había inventado su válvula amplificadora triodo, de modo que el problema de la amplificación del sonido a los niveles exigidos por una sala de grandes dimensiones había sido resuelto. Hizo falta que el espectro de la quiebra se abatiese sobre la Warner Bros para que esta novedad técnica se incorpo­rase a la producción comercial, primero con cierta timidez, con el Don Juan (Don Juan, 1926), de Alan Crosland e interpretado por John Barrymore, sincronizado con música grabada con mo­tivos de la ópera de Mozart; luego con Orgullo de raza (Oíd San Francisco, 1927), también de Crosland, que incorporaba por vez primera los ruidos y efectos sonoros, y finalmente con el fortissimo de El cantante de jazz (The jazz singer, 1927), en el que, tras una canción, Al Jolson se dirigía al público estupefacto y le decía: “Esperen un momento, pues todavía no han oído nada. Escuchen ahora”. La platea del teatro Warner se conmovió como sacudida por un terremoto la noche histórica del 6 de octubre de 1927 en que por vez primera pronunció la imagen de Jolson esta frase premonitoria ante las masas, gracias a la magia blanca del Vitaphone.
Efectivamente, los espectadores apenas habían oído nada, y no por el celebrado Ma-a-a-mee que entona este hijo de un rabi­no, que había proferido sus primeros gorgoritos cantando en la sinagoga y que ahora aparece ante las multitudes, con la cara embetunada e interpretando al hijo de un cantor religioso judío aficionado al jazz, que sigue su vocación a pesar de la oposición familiar y triunfa en los escenarios, sino por toda una nueva era del cine que se inaugura con este punto y aparte decisivo. Ya veremos el chaparrón de películas musicales que se nos vendrá encima a partir del éxito de El cantante de jazz, obra mediocre del muy mediocre Alan Crosland, que costó medio millón de dó­lares y reportó cinco veces más. Pero, entretanto, los hombres de negocios afilan sus espadas y toman posiciones para la batalla que se avecina. El gigantesco pulpo de la American Telephone and Telegraph Company, hijo financiero de la Banca Morgan, pasó a ejercer el dominio absoluto en el terreno de la fabricación de aparatos, a través de su filial Western Electric, propietaria de la patente del sistema Vitaphone, creado por Case y Sponable, que al principio utilizaba discos gramofónicos, pero que luego empleó el sistema actual de fotografiar las oscilaciones sonoras sobre película.
Por su parte, el Chase National Bank, feudo de Rockefeller, que tampoco es grano de anís, detentaba los derechos de la pa­tente Photophone a través de su filial Radio Corporation of America, y para explotarla absorbió un gran circuito de exhibición, el Keith Orpheum Theatre Circuit, lo que hizo nacer un nuevo trust cinematográfico: el Radio Keith Orpheum Corporation o R.K.O. La Banca Morgan y Rockefeller, en consecuencia, pasa­ron a controlar la industria del cine sonoro americano a través de sus patentes. En Alemania, a su vez, los trabajos de Hans Vogt, Joe Engl y Josef Massolle, condujeron al monopolio de los aparatos de registro por la Tonbild Syndikat A. G. «Tobis» y de los aparatos de reproducción de sonido por la Klangfüm G.m.b.h., dependiente de Siemens y Halke. Ni que decir tiene que en esta frondosa guerra de patentes, los tiburones de los negocios sacaron mucha mejor tajada que los inventores e inge­nieros.
La implantación del cine sonoro duplicó en poco tiempo el número de espectadores cinematográficos e introdujo cambios re­volucionarios en la técnica y en la expresión cinematográfica. Los cambios, al principio, fueron decididamente negativos. En­cerrada en pesados blindajes insonoros, la cámara retrocedió al anquilosamiento e inmovilidad del protohistórico “teatro filma­do”; además, el ritmo de sus encuadres fijos, como las viejas estampitas de Méliés, vio su fluir bruscamente frenado por su sujeción a interminables canciones o diálogos. Los productores, atacando la línea de menor resistencia del público, convirtieron el cine en una curiosidad para papanatas, anunciando muy ufanos sus películas “cien por cien habladas”, en donde las voces y rui­dos esclavizaban a la imagen, convertida en insípida ilustración gráfica de los dictados del gramófono. Fueron los años del furor del cine musical, que tuvo su culminación en El desfile del amor (The love parade, 1929), sátira de las viejas monarquías euro­peas, con sus majestades Jeanette Mac Donald (“la voz de oro de la pantalla”) y Maurice Chevalier cantando unas melodías de Víctor Schertzinger con las que el astuto Lubitsch se puso las botas. Y tras él avanzó un nutrido pelotón de canciones y de disciplinadas chicas de conjunto: Broadway Melody (Broadway Melody, 1929) de Harry Beaumont, Fox Follies de 1929 (Fox Movietone Follies of 1929) de David Butler, El rey del jazz (The king of jazz, 1930) de John Murray Anderson, Río Rita (Rio Rita, 1930) de Luther Reed... En Europa, la tradición austrogermana de la opereta llegó también al cine con Al compás del tres por cuatro (Zwei Herzen im 3/4 takt, 1930) de Geza von Bolvary y se impuso definitivamente con El trío de la bencina (Der drei von tankstelle, 1930) de Wilhelm Thiele y con Lilian Harvey.
Abrumados por aquella ruidosa avalancha que hacía tabula rasa del complejo y rico lenguaje visual elaborado trabajosa­mente por el arte mudo, los artistas más responsables declararon de modo inequívoco su hostilidad hacia lo que ellos llamaban el “sonido en conserva”. Chaplin, por ejemplo, declarando que los talkies habían asesinado al arte más antiguo del mundo, al arte de la pantomima, afirmó solemnemente que jamás haría una pe­lícula sonora y que, si la hacía, interpretaría en ella el papel de un sordomudo. Más cauto, Rene Clair afirmó: “El cine hablado no es lo que nos asusta, sino el deplorable uso que nuestros in­dustriales van a hacer de él”. Los maestros del cine soviético publicaron un célebre manifiesto en 1928, firmado por Eisenstein, Pudovkin y Alexandrov, señalando el peligro de que la pa­labra y el diálogo, de duración concreta, esclavizasen la libertad creadora del montaje, pilar del arte cinematográfico. Por ello proponían como solución el empleo antinaturalista y asincrónico del sonido.
Todos los portavoces de la intelligentzia cinematográfica coincidieron en su crítica acerba del sonido. El teórico alemán Rudolf Arnheim, por ejemplo, dio por estos años coherencia doctrinal a la estética del cine mudo, al señalar que el arte nace precisamente de las limitaciones técnicas que obligan a deformar la representación de la realidad, impidiendo caer en un puro calco mecánico. Para Arnheim, las posibilidades expresivas del cine nacían de las siguientes “limitaciones”: limitación de la su­perficie por el marco rectangular de la pantalla, abolición de volúmenes y de la profundidad por la superficie plana de la panta­lla, ausencia del color, abolición de la continuidad espacial y temporal por el montaje y abolición del mundo sensible no óptico (sonido, olor, etc.). Consecuente con su teoría, declara Arnheim que el cine sonoro, en color y en relieve es, simplemente, el teatro.
Pero a medida que la curiosidad del público fue cediendo y el “sonido en conserva” dejó de ser una novedad, se fue reve­lando que el cine sonoro podía ser algo más que un pariente po­bre del music-hall y de la opereta. La cámara volvió a caminar, aunque lentamente y con dificultades. William Fox fue el pri­mero que se atrevió a abordar un talkie rodado en exteriores: En el viejo Arízona (In oíd Atizona, 1928), que inició Raoul Walsh, pero que, al sufrir un accidente en el que perdió el ojo derecho, concluyó Irving Cummings. Michael Curtiz, valiéndose de una plataforma con las ruedas bien engrasadas, se atrevió a hacer los primeros travellings del cine sonoro en The gamblers (1929).
Estos difíciles movimientos, que se nos antojan tan delicados como los primeros pasos de un bebé, adquirieron mayor soltura gracias a Rouben Mamoulian, un caucasiano procedente del tea­tro que llegó a Hollywood en el momento de transición del mudo al sonoro, atraído como tantos otros prohombres de la escena (George Cukor, Ben Hecht), por el S.O.S., que el nuevo Holly­wood parlante lanzó a Broadway. En Aplauso (Applause, 1929), Mamoulian disoció el micrófono de la cámara tomavistas, de modo que ambos pudieron moverse con libertad y asombraron al público en el largo paseo de los protagonistas por el puente de Brooklyn, reconstruido en los estudios Paramount, en un amanecer neoyorkino. Será también el sensible Mamoulian quien, seis años más tarde, inaugure los derroteros estéticos del cine en color con La feria de la vanidad (Becky Sharp, 1935), rodada íntegramente en el estudio, con el sistema Technicolor tricrómico. Otro paso importante en esta liberación lo dio Lewis Milestone, que al adaptar la obra teatral de Ben Hecht y Charles Mac Arthur The front page (1931), cuya acción, repleta de diá­logos, transcurría casi únicamente en una redacción de periódico, se encontró —como le había ocurrido antes a Murnau— con la necesidad de agilizar la monotonía espacial del relato con una cámara en perpetua movilidad, valiéndose del travelling, de la grúa y del montaje.
Paradójicamente, fueron las revistas musicales las que acaba­ron de liberar la cámara, en su exigencia de seguir las evolucio­nes coreográficas y trenzar arabescos sobre los escenarios. Para el rodaje de Broadway (Broadway, 1929), Paul Fejos hizo cons­truir una grúa gigante para la toma de vistas que costó 25.000 dólares y con la que la cámara pudo finalmente volver a volar.
En 1930 aparecieron tres películas capitales en tres países distintos, que demostraban que la nueva técnica caminaba ya por un sendero de plena madurez artística. Se trataba de Aleluya en los Estados Unidos, Bajo los techos de París en Francia y El ángel azul en Alemania, de las que nos ocuparemos en su mo­mento. Pero en otras películas más banales comenzaban a apun­tar también los hallazgos que preludiaban las posibilidades de! nuevo cine sonoro. Así, por ejemplo, en la celebrada Broadway Melody, en una escena se veía cómo el rostro de Bessie Love se entristecía mientras se oía (sin verse) el ruido de una porte­zuela al cerrarse y la partida de un automóvil. Esta misma escena hubiera necesitado por lo menos tres planos para ser expresada en cine mudo: uno de la actriz mirando, otro del coche que arranca y nuevamente otro de la actriz entristecida. En otra es­cena aparecía Bessie Love acostada, triste y pensativa, a punto de llorar. Pero cuando su rostro comenzaba a contraerse, la ima­gen fundía en negro y de la pantalla oscura surgía un sollozo.
La controversia en torno al cine sonoro no se liquidó de un plumazo. En plena era del cine parlante veremos todavía brotes de rebeldía que se resisten a aceptar la “impureza” de la palabra hablada, fiando únicamente (o casi) en la expresividad de la ima­gen, la música y los sonidos. A este capítulo, que resulta curioso más que convincente, pertenecen películas como María, leyenda húngara (Marte, légende hongroisc, 1932) de Paul Fejos, Exta­sis (Ekstase, 1933) de Gustav Machaty, Rapto (Rapt, 1933), ro­dada en exteriores suizos por Dimitri Kirsanov y El espía (The thief, 1952) de Russell Rouse.
Pero al aquietarse las aguas de la polémica podrá valorarse todo lo que, en el plano estético, ha aportado el sonido. En pri­mer lugar, una mayor continuidad narrativa, al eliminar los rótu­los literarios que antaño salpicaban la narración visual y a los que, con criterio justo, los artífices del Kammerspielfilm deste­rraron como elementos perturbadores. El advenimiento del sonido supuso un duro golpe a la estética del cine-montaje, al per­mitir una gran economía de planos, eliminando las abundantes imágenes explicativas y metafóricas del lenguaje visual mudo y facilitando, además, representar porciones de la realidad que es­tuvieran fuera del encuadre por la única presencia de su sonido (sonido en off), como el ejemplo citado de Broadway Melody. Como consecuencia de todo ello se redujo considerablemente el número de planos de las películas y aumentó la longitud de los mismos, que pasó a depender de un elemento de duración con­creta hasta entonces desconocido: el diálogo de los actores. No faltará quien, cogiendo el rábano por las hojas, crea con Marcel Pagnol que “el film mudo era el arte de imprimir, fijar y difundir la pantomima y el film parlante es el arte de imprimir, fijar y difundir el teatro”. No es éste el camino del cine sonoro que, entre otras cosas, ha descubierto como nuevo elemento dramático algo muy importante y desconocido por el cine mudo, precisa­mente por serlo: el silencio.
Pero no hay que asombrarse de nada porque en estos años de búsqueda y desorientación se verán las más sorprendentes pi­ruetas, como la que se le ocurre al ingenioso Walter Ruttmann, que decidido a explorar el nuevo medio sin prejuicios ni puris­mos compone Weekend (1930), una película en donde sólo hay sonidos, pero no imágenes, que le son sugeridas al espectador (¿hay que llamarle así?) por aquéllos. Sin darse cuenta, Rutt­mann acaba de reinventar la radio.
Lo que sí constituyó un obstáculo serio a la difusión univer­sal del cine sonoro fue la diversidad idiomática, que se trató de resolver con el rodaje de diferentes versiones de cada película en varios idiomas. En ese momento crucial el cine español perdió una oportunidad única para potenciar su desarrollo a través del mundo hispanoparlante, pues el Congreso de la Unión Cinemato­gráfica Hispanoamericana celebrado en Madrid (1931) no llegó a ningún resultado práctico y Hollywood comenzó a importar masivamente artistas y técnicos españoles, para intervenir en las versiones castellanas de su producción, tales como Juan de Landa, Catalina Barcena, Conchita Montenegro, Miguel Ligero, Ra­quel Meller, Rosita Moreno, Julio Peña, José Nieto, Ernesto Vilches, Enrique Jardiel Poncela, Martínez Sierra, Benito Perojo y López Rubio. Un poco más tarde comenzaría a difundirse la práctica de la traducción de los diálogos mediante subtítulos y, en algunos países, del doblaje.
A finales de 1930 el cine sonoro se había generalizado en casi todo el mundo y se estaba superando el sarampión de las comedias y revistas musicales filmadas. La perspectiva histórica nos muestra hoy, bien a las claras, que la evolución estética fue lógica y que las últimas obras mudas de Stroheim, Dreyer, Murnau o Clair tendían vocacionalmente en su madurez a la incorporación del sonido, al tiempo que repudiaban el rótulo escrito, in­truso en el mundo de las imágenes, por mucho ingenio gráfico que quisiera echársele a sus letras. Y al incorporar la palabra, el cine se veía capaz de abordar conflictos y personajes mucho más sutiles y complejos que los que permitía la sola imagen, cuyo lenguaje visual había llegado al límite de su evolución y madurez creadora en la obra de los grandes maestros.
El cine ha conquistado la palabra y no cesará de evolucionar y de progresar. Las primeras creaciones del nuevo cine sonoro se proyectaban sincronizadas con frágiles e incómodos discos. Pero Eugene Lauste había demostrado que las vibraciones del sonido se podían fotografiar sobre película, incorporándose a una banda sonora paralela y contigua a las imágenes y sobre el mismo soporte.(*) A partir de ahí pudo descomponerse la banda de sonido en sus tres componentes fundamentales -diálogos, música y efectos sonoros- que se fundían en la banda sonora definitiva mediante la operación de mezcla. A su vez, las bandas de música y de efectos mezclados pasaron a constituir el sound-track o banda internacional que se exporta con las películas para permitir su doblaje a otro idioma. Más tarde, la grabación mag­nética de sonido, perfeccionada durante la guerra por los servi­cios de escucha de la Gestapo, comenzará a introducirse en el cine a partir de 1950.
La revolución tecnológica del siglo veinte nos ha llevado del silencioso parpadeo de las imágenes de Lumiére a la ruidosa era de los talkies. Veamos ahora qué es lo que han hecho los artistas con este nuevo y sensible instrumento que les permite una más fiel y completa reproducción del mundo real.

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