El cine aprende a hablar
En 1926, año de plenitud del arte
cinematográfico mudo, Hollywood vivía tiempos dorados de prosperidad y la
demanda del público no exigía más de lo que por entonces la producción de los
estudios le ofrecía. No pedía, por ejemplo, que las sombras de la pantalla
rompiesen a hablar, porque le satisfacía plenamente el lenguaje visual al que
estaba acostumbrado. Pero los hermanos Warner, cuyos negocios bailaban sobre la
cuerda floja de la bancarrota, pensaron que tal vez podrían alejarse del fantasma
del crack si lanzaban al mercado la golosa
novedad del cine sonoro.
¿Una novedad el cine sonoro? Relativa, pues
ya vimos que Edison y Pathé, y otros tras ellos, se aplicaron a obtener la sincronización
de las imágenes con discos o rodillos gramofónicos aunque, todo hay que
decirlo, sus trabajos no pasaron de ser una curiosa aventura experimental. Pero
en 1907, el ingeniero americano Lee de Forest había inventado su válvula
amplificadora triodo, de
modo que el problema de la amplificación del sonido a los niveles exigidos por
una sala de grandes dimensiones había sido resuelto. Hizo falta que el espectro
de la quiebra se abatiese sobre la Warner
Bros para que esta novedad técnica se
incorporase a la producción comercial, primero con cierta timidez, con el Don
Juan (Don Juan, 1926), de Alan
Crosland e interpretado por John Barrymore, sincronizado con música grabada con
motivos de la ópera de Mozart; luego con Orgullo
de raza (Oíd San Francisco,
1927), también de Crosland, que incorporaba por
vez primera los ruidos y efectos sonoros, y finalmente con el
fortissimo de El cantante de jazz
(The jazz singer, 1927),
en el que, tras una canción, Al Jolson se dirigía al público estupefacto y le
decía: “Esperen un momento, pues todavía no han oído nada. Escuchen ahora”. La
platea del teatro Warner se conmovió como sacudida por un terremoto la noche
histórica del 6 de octubre de 1927 en que por vez primera pronunció la imagen
de Jolson esta frase premonitoria ante las masas, gracias a
la magia blanca del Vitaphone.
Efectivamente,
los espectadores apenas habían oído nada, y no por el celebrado Ma-a-a-mee que
entona este hijo de un rabino, que había proferido sus primeros gorgoritos
cantando en la sinagoga y que ahora aparece ante las multitudes, con la cara
embetunada e interpretando al hijo de un cantor religioso judío aficionado al
jazz, que sigue su vocación a pesar de la oposición familiar y triunfa en los
escenarios, sino por toda una nueva era del cine que se inaugura con este punto
y aparte decisivo. Ya veremos el chaparrón de películas musicales que se nos
vendrá encima a partir del éxito de El cantante de jazz, obra mediocre del muy
mediocre Alan Crosland, que costó medio millón de dólares y reportó cinco
veces más. Pero, entretanto, los hombres de negocios afilan sus espadas y toman
posiciones para la batalla que se avecina. El gigantesco pulpo de la American
Telephone and Telegraph Company, hijo financiero de la Banca Morgan, pasó a
ejercer el dominio absoluto en el terreno de la fabricación de aparatos, a
través de su filial Western Electric, propietaria de la patente del sistema
Vitaphone, creado por Case y Sponable, que al principio utilizaba discos
gramofónicos, pero que luego empleó el sistema actual de fotografiar las
oscilaciones sonoras sobre película.
Por su
parte, el Chase National Bank, feudo de Rockefeller, que tampoco es grano de
anís, detentaba los derechos de la patente Photophone a través de su filial
Radio Corporation of America, y para explotarla absorbió un gran circuito de exhibición,
el Keith Orpheum Theatre Circuit, lo que hizo nacer un nuevo trust
cinematográfico: el Radio Keith Orpheum Corporation o R.K.O. La Banca Morgan y
Rockefeller, en consecuencia, pasaron a controlar la industria del cine sonoro
americano a través de sus patentes. En Alemania, a su vez, los trabajos de Hans
Vogt, Joe Engl y Josef Massolle, condujeron al monopolio de los aparatos de
registro por la Tonbild Syndikat A. G. «Tobis» y de los aparatos de
reproducción de sonido por la Klangfüm G.m.b.h., dependiente de Siemens y
Halke. Ni que decir tiene que en esta frondosa guerra de patentes, los
tiburones de los negocios sacaron mucha mejor tajada que los inventores e ingenieros.
La
implantación del cine sonoro duplicó en poco tiempo el número de espectadores
cinematográficos e introdujo cambios revolucionarios en la técnica y en la
expresión cinematográfica. Los cambios, al principio, fueron decididamente
negativos. Encerrada en pesados blindajes insonoros, la cámara retrocedió al anquilosamiento
e inmovilidad del protohistórico “teatro filmado”; además, el ritmo de sus
encuadres fijos, como las viejas estampitas de Méliés, vio su fluir bruscamente
frenado por su sujeción a interminables canciones o diálogos. Los productores,
atacando la línea de menor resistencia del público, convirtieron el cine en una
curiosidad para papanatas, anunciando muy ufanos sus películas “cien por cien
habladas”, en donde las voces y ruidos esclavizaban a la imagen, convertida en
insípida ilustración gráfica de los dictados del gramófono. Fueron los años del
furor del cine musical, que tuvo su culminación en El desfile del amor (The love parade, 1929), sátira de las viejas
monarquías europeas, con sus majestades Jeanette Mac Donald (“la voz de oro de
la pantalla”) y Maurice Chevalier cantando unas melodías de Víctor Schertzinger
con las que el astuto Lubitsch se puso las botas. Y tras él avanzó un nutrido
pelotón de canciones y de disciplinadas chicas de conjunto: Broadway Melody (Broadway Melody, 1929) de Harry Beaumont, Fox Follies de 1929 (Fox
Movietone Follies of 1929) de David Butler, El rey del jazz (The king of jazz, 1930) de John Murray Anderson,
Río Rita (Rio Rita, 1930) de Luther
Reed... En Europa, la tradición austrogermana de la opereta llegó también al
cine con Al compás del tres por cuatro
(Zwei Herzen im 3/4 takt, 1930) de Geza von Bolvary y se impuso
definitivamente con El trío de la bencina
(Der drei von tankstelle, 1930) de Wilhelm Thiele y con Lilian Harvey.
Abrumados
por aquella ruidosa avalancha que hacía tabula
rasa del complejo y rico lenguaje visual elaborado trabajosamente por el
arte mudo, los artistas más responsables declararon de modo inequívoco su
hostilidad hacia lo que ellos llamaban el “sonido en conserva”. Chaplin, por
ejemplo, declarando que los talkies habían asesinado al arte más antiguo del
mundo, al arte de la pantomima, afirmó solemnemente que jamás haría una película
sonora y que, si la hacía, interpretaría en ella el papel de un sordomudo. Más
cauto, Rene Clair afirmó: “El cine hablado no es lo que nos asusta, sino el
deplorable uso que nuestros industriales van a hacer de él”. Los maestros del
cine soviético publicaron un célebre manifiesto en 1928, firmado por Eisenstein,
Pudovkin y Alexandrov, señalando el peligro de que la palabra y el diálogo, de
duración concreta, esclavizasen la libertad creadora del montaje, pilar del
arte cinematográfico. Por ello proponían como solución el empleo
antinaturalista y asincrónico del sonido.
Todos
los portavoces de la intelligentzia cinematográfica coincidieron en su crítica
acerba del sonido. El teórico alemán Rudolf Arnheim, por ejemplo, dio por estos
años coherencia doctrinal a la estética del cine mudo, al señalar que el arte
nace precisamente de las limitaciones técnicas que obligan a deformar la
representación de la realidad, impidiendo caer en un puro calco mecánico. Para
Arnheim, las posibilidades expresivas del cine nacían de las siguientes “limitaciones”:
limitación de la superficie por el marco rectangular de la pantalla, abolición
de volúmenes y de la profundidad por la superficie plana de la pantalla,
ausencia del color, abolición de la continuidad espacial y temporal por el
montaje y abolición del mundo sensible no óptico (sonido, olor, etc.).
Consecuente con su teoría, declara Arnheim que el cine sonoro, en color y en
relieve es, simplemente, el teatro.
Pero a
medida que la curiosidad del público fue cediendo y el “sonido en conserva”
dejó de ser una novedad, se fue revelando que el cine sonoro podía ser algo
más que un pariente pobre del music-hall y de la opereta. La cámara volvió a
caminar, aunque lentamente y con dificultades. William Fox fue el primero que
se atrevió a abordar un talkie rodado en exteriores: En el viejo Arízona (In oíd Atizona, 1928), que inició Raoul Walsh,
pero que, al sufrir un accidente en el que perdió el ojo derecho, concluyó
Irving Cummings. Michael Curtiz, valiéndose de una plataforma con las ruedas
bien engrasadas, se atrevió a hacer los primeros travellings del cine sonoro en
The gamblers (1929).
Estos
difíciles movimientos, que se nos antojan tan delicados como los primeros pasos
de un bebé, adquirieron mayor soltura gracias a Rouben Mamoulian, un caucasiano
procedente del teatro que llegó a Hollywood en el momento de transición del
mudo al sonoro, atraído como tantos otros prohombres de la escena (George
Cukor, Ben Hecht), por el S.O.S., que el nuevo Hollywood parlante lanzó a
Broadway. En Aplauso (Applause,
1929), Mamoulian disoció el micrófono de la cámara tomavistas, de modo que
ambos pudieron moverse con libertad y asombraron al público en el largo paseo
de los protagonistas por el puente de Brooklyn, reconstruido en los estudios
Paramount, en un amanecer neoyorkino. Será también el sensible Mamoulian quien,
seis años más tarde, inaugure los derroteros estéticos del cine en color con La feria de la vanidad (Becky Sharp,
1935), rodada íntegramente en el estudio, con el sistema Technicolor
tricrómico. Otro paso importante en esta liberación lo dio Lewis Milestone, que
al adaptar la obra teatral de Ben Hecht y Charles Mac Arthur The front page (1931), cuya acción,
repleta de diálogos, transcurría casi únicamente en una redacción de
periódico, se encontró —como le había ocurrido antes a Murnau— con la necesidad
de agilizar la monotonía espacial del relato con una cámara en perpetua
movilidad, valiéndose del travelling, de la grúa y del montaje.
Paradójicamente,
fueron las revistas musicales las que acabaron de liberar la cámara, en su
exigencia de seguir las evoluciones coreográficas y trenzar arabescos sobre
los escenarios. Para el rodaje de Broadway
(Broadway, 1929), Paul Fejos hizo construir una grúa gigante para la toma
de vistas que costó 25.000 dólares y con la que la cámara pudo finalmente
volver a volar.
En 1930
aparecieron tres películas capitales en tres países distintos, que demostraban
que la nueva técnica caminaba ya por un sendero de plena madurez artística. Se
trataba de Aleluya en los Estados
Unidos, Bajo los techos de París en
Francia y El ángel azul en Alemania,
de las que nos ocuparemos en su momento. Pero en otras películas más banales
comenzaban a apuntar también los hallazgos que preludiaban las posibilidades
de! nuevo cine sonoro. Así, por ejemplo, en la celebrada Broadway Melody, en una escena se veía cómo el rostro de Bessie
Love se entristecía mientras se oía (sin verse) el ruido de una portezuela al
cerrarse y la partida de un automóvil. Esta misma escena hubiera necesitado por
lo menos tres planos para ser expresada en cine mudo: uno de la actriz mirando,
otro del coche que arranca y nuevamente otro de la actriz entristecida. En otra
escena aparecía Bessie Love acostada, triste y pensativa, a punto de llorar.
Pero cuando su rostro comenzaba a contraerse, la imagen fundía en negro y de
la pantalla oscura surgía un sollozo.
La
controversia en torno al cine sonoro no se liquidó de un plumazo. En plena era
del cine parlante veremos todavía brotes de rebeldía que se resisten a aceptar
la “impureza” de la palabra hablada, fiando únicamente (o casi) en la
expresividad de la imagen, la música y los sonidos. A este capítulo, que
resulta curioso más que convincente, pertenecen películas como María, leyenda húngara (Marte, légende
hongroisc, 1932) de Paul Fejos, Extasis
(Ekstase, 1933) de Gustav Machaty, Rapto
(Rapt, 1933), rodada en exteriores suizos por Dimitri Kirsanov y El espía (The thief, 1952) de Russell
Rouse.
Pero al
aquietarse las aguas de la polémica podrá valorarse todo lo que, en el plano
estético, ha aportado el sonido. En primer lugar, una mayor continuidad
narrativa, al eliminar los rótulos literarios que antaño salpicaban la
narración visual y a los que, con criterio justo, los artífices del
Kammerspielfilm desterraron como elementos perturbadores. El advenimiento del
sonido supuso un duro golpe a la estética del cine-montaje, al permitir una
gran economía de planos, eliminando las abundantes imágenes explicativas y
metafóricas del lenguaje visual mudo y facilitando, además, representar
porciones de la realidad que estuvieran fuera del encuadre por la única presencia
de su sonido (sonido en off), como el ejemplo citado de Broadway Melody. Como consecuencia de todo ello se redujo
considerablemente el número de planos de las películas y aumentó la longitud de
los mismos, que pasó a depender de un elemento de duración concreta hasta
entonces desconocido: el diálogo de los actores. No faltará quien, cogiendo el
rábano por las hojas, crea con Marcel Pagnol que “el film mudo era el arte de
imprimir, fijar y difundir la pantomima y el film parlante es el arte de
imprimir, fijar y difundir el teatro”. No es éste el camino del cine sonoro
que, entre otras cosas, ha descubierto como nuevo elemento dramático algo muy
importante y desconocido por el cine mudo, precisamente por serlo: el
silencio.
Pero no
hay que asombrarse de nada porque en estos años de búsqueda y desorientación se
verán las más sorprendentes piruetas, como la que se le ocurre al ingenioso
Walter Ruttmann, que decidido a explorar el nuevo medio sin prejuicios ni purismos
compone Weekend (1930), una película
en donde sólo hay sonidos, pero no imágenes, que le son sugeridas al espectador
(¿hay que llamarle así?) por aquéllos. Sin darse cuenta, Ruttmann acaba de
reinventar la radio.
Lo que
sí constituyó un obstáculo serio a la difusión universal del cine sonoro fue
la diversidad idiomática, que se trató de resolver con el rodaje de diferentes
versiones de cada película en varios idiomas. En ese momento crucial el cine
español perdió una oportunidad única para potenciar su desarrollo a través del
mundo hispanoparlante, pues el Congreso de la Unión Cinematográfica
Hispanoamericana celebrado en Madrid (1931) no llegó a ningún resultado
práctico y Hollywood comenzó a importar masivamente artistas y técnicos
españoles, para intervenir en las versiones castellanas de su producción, tales
como Juan de Landa, Catalina Barcena, Conchita Montenegro, Miguel Ligero, Raquel
Meller, Rosita Moreno, Julio Peña, José Nieto, Ernesto Vilches, Enrique Jardiel
Poncela, Martínez Sierra, Benito Perojo y López Rubio. Un poco más tarde
comenzaría a difundirse la práctica de la traducción de los diálogos mediante
subtítulos y, en algunos países, del doblaje.
A
finales de 1930 el cine sonoro se había generalizado en casi todo el mundo y se
estaba superando el sarampión de las comedias y revistas musicales filmadas. La
perspectiva histórica nos muestra hoy, bien a las claras, que la evolución
estética fue lógica y que las últimas obras mudas de Stroheim, Dreyer, Murnau o
Clair tendían vocacionalmente en su madurez a la incorporación del sonido, al
tiempo que repudiaban el rótulo escrito, intruso en el mundo de las imágenes,
por mucho ingenio gráfico que quisiera echársele a sus letras. Y al incorporar
la palabra, el cine se veía capaz de abordar conflictos y personajes mucho más sutiles
y complejos que los que permitía la sola imagen, cuyo lenguaje visual había
llegado al límite de su evolución y madurez creadora en la obra de los grandes
maestros.
El cine
ha conquistado la palabra y no cesará de evolucionar y de progresar. Las
primeras creaciones del nuevo cine sonoro se proyectaban sincronizadas con
frágiles e incómodos discos. Pero Eugene Lauste había demostrado que las
vibraciones del sonido se podían fotografiar sobre película, incorporándose a
una banda sonora paralela y contigua a las imágenes y sobre el mismo
soporte.(*) A partir de ahí pudo descomponerse la banda de sonido en sus tres
componentes fundamentales -diálogos, música y efectos sonoros- que se fundían
en la banda sonora definitiva mediante la operación de mezcla. A su vez, las
bandas de música y de efectos mezclados pasaron a constituir el sound-track o
banda internacional que se exporta con las películas para permitir su doblaje a
otro idioma. Más tarde, la grabación magnética de sonido, perfeccionada
durante la guerra por los servicios de escucha de la Gestapo, comenzará a
introducirse en el cine a partir de 1950.
La
revolución tecnológica del siglo veinte nos ha llevado del silencioso parpadeo
de las imágenes de Lumiére a la ruidosa era de los talkies. Veamos ahora qué es
lo que han hecho los artistas con este nuevo y sensible instrumento que les permite
una más fiel y completa reproducción del mundo real.
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