sábado, 25 de agosto de 2012

El abanico de Lady Windermere (1925) - Ernst Lubitsch


The cat and the canary (1927) - Paul Leni


Anna Christie (1930) - Jacques Feyder


El beso (1929) - Jacques Feyder


El torrente (1926) - Monta Bell - Greta Garbo


El viento (1928) - Victor Sjöström


Soledad (1928) - Paul Fejos


El arca de Noé (1928) - Michael Curtiz


miércoles, 22 de agosto de 2012

Los maestros del período mudo - Texto

David Wark Griffith fue el gran creador del lenguaje cinematográfico.
Consiguió “revolucionar” el séptimo arte con su peculiar forma de narrar las historias. En sus obras maestras "El nacimiento de una nación" (1914) e "Intolerancia" (1915), dividía el film en secuencias, mostraba acciones en paralelo, cambiaba el emplazamiento y el ángulo de la cámara, variaba los planos, usaba el flash-back o “salto atrás”. Pero, sobre todo, asumió que el montaje era el instrumento expresivo más importante con que contaba el cine; que no servía sólo para ordenar secuencias y planos, sino también para emocionar al espectador. Esa fue su principal aportación técnica al naciente arte.
Griffith consiguió influir a jóvenes cineastas tan lejanos, geográficamente, de los EEUU, como es Rusia. El triunfo de la revolución rusa en 1917 hizo pensar a sus dirigentes que el cine podía tener un destacado papel de adoctrinamiento ideológico y propagandístico. Así que pusieron manos a la obra para crear una cinematografía rusa con más tintes políticos que artísticos. Entre estos nuevos cineastas destacaron Dziga Vertov, Serguei M. Eisenstein -quien sorprendió al mundo con la fuerza de las imágenes y la magistral utilización del montaje en su película "El acorazado Potemkin" (1925)-, V. Pudovkin, autor de "La madre" (1926), y A. Dovzhenko, director de "La tierra" (1930). Se trata de productos de vanguardia y de experimentación formal.

En estas primeras décadas de cine surgen nuevos cineastas que están convencidos de que este nuevo medio de comunicación de masas también puede servir como vehículo de expresión de lo más íntimo del ser humano: sus anhelos, sentimientos, angustias o fantasías. Y además lo expresan con una estética innovadora, de auténtica "vanguardia". En Alemania, los estilos "expresionista" y kammerspiel sorprenden por sus productos ambientados en escenarios irreales o futuristas. "El gabinete del Dr.Caligari" (1919), de Robert Wiene, "Nosferatu"(1922), de F. W. Murnau, "Metrópolis" (1926), de Fritz Lang, o "M, el vampiro de Düsseldorf" (1931), también de Lang, son los títulos más representativos.
Este cine aparecido tras la derrota de los alemanes en la Primera Guerra Mundial (1914-1917) refleja sus angustias, desolaciones y contradicciones.
El país vive bajo la inestabilidad de la República de Weimar y de una gran crisis económica. El énfasis que pusieron en la iluminación -llena de contrastes entre el claro-oscuro, la luz y la sombra- será uno de los aspectos plásticos más innovadores.
Por el contrario, los cineastas nórdicos huyen de los interiores angustiosos y hacen de los exteriores, del paisaje, el escenario natural para sus dramas.
Destacaron gente como Sjöström, Stiller o Dreyer; éste último dirigió la obra maestra "La pasión de Juana de Arco" (1928). En el caso de Francia, Louis Delluc fue el principal promotor del impresionismo cinematográfico galo, corriente de vanguardia a la cual contribuyeron L'Herbier, Dulac y Epstein; éste último dirigió "La caída de la casa Usher" (1927). Al margen de este movimiento destacan también Abel Gance, autor de "Napoleón" (1927), y Jacques Feyder, director de "La Atlántida" (1921).
Por otra parte, el estilo "surrealista" busca expresar el subconsciente de manera poética. A este cine vanguardista contribuyeron dos españoles importantes: el cineasta Luis Buñuel y el pintor Salvador Dalí.
El cine americano apuesta más por el beneficio material que por la estética o la poesía visual. Una pequeña ciudad del Oeste americano, Hollywood, se había convertido en poco tiempo en el centro industrial cinematográfico más próspero de los EE.UU. Grandes empresas se reunieron levantando sus estudios donde, además de filmarse las películas, se "fabrican" las estrellas para interpretarlas. Un ingenioso sistema de publicidad crea una atmósfera de leyenda alrededor de los ídolos del público; los actores y las actrices se convierten en mitos. Es el caso de Lilian Gish, Gloria Swanson, John Barrymore, Lon Chaney, John Gilbert, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Mae West o Rodolfo Valentino. Se trata del Star System, sistema de producción basado en la popularidad de los actores por medio del cual consiguieron más beneficios. De aquí arranca la gran industria del cine estadounidense.
Durante la Guerra y aprovechando el descenso de producción en Europa, Hollywood se dedicó a dominar los mercados mundiales. La década de los años 20 fue la época dorada del cine mudo americano: espectáculo, grandes actores, diversidad de géneros... Entre éstos destacó el cine cómico: escenas con los famosos pasteles de nata, locas persecuciones, golpes de todo tipo, las bañistas...; todo ello invento de Mack Sennett que descubrió a Chaplin, Lloyd, Turpin, Langdon... Quizás como una reacción a las estrecheces que caracterizaron aquella época ten difícil marcada por las consecuencias de la Guerra. Pero serán dos cómicos concretos quienes harán universal el arte de hacer reír en la pantalla: Charlot y Keaton.
Payasos geniales y, a la vez, críticos con la sociedad tan deshumanizada en la que les tocó vivir, sus gags han hecho reír a niños y a adultos de diversas generaciones, en todo el mundo. De Charlot es "La quimera del oro" (1925) y de Buster Keaton "El maquinista de la General" (1926), entre otros muchos títulos destacados.
De los grandes estudios salen grandes producciones, algunas de ellas muy espectaculares como las que hacía el gran director Cecil B. de Mille, "Los diez mandamientos" (1923) o "Rey de Reyes" (1927); o bien obras maestras de cineastas extranjeros que se establecieron en Hollywood, como Erich Von Stroheim, autor de “Avaricia” (1924). Al gran De Mille lo veremos décadas más tarde repitiendo importantes títulos ya en cine sonoro.

Miguel Ángel Pérez Vidondo.
Pamplona, Enero de 2008















Los maestros del cine mudo - Video

martes, 21 de agosto de 2012

El arte mudo - Europeos en la capital del cine (1) - Roman Gubern


Europeos en la capital del cine  (1)

El apogeo comercial de Hollywood le ha convertido en un crisol en donde se funden emigrantes llegados de los cuatro pun­tos cardinales. Ya vimos cómo a lo largo de los años veinte lo mejor del cine alemán fue a parar a los Estados Unidos, en hábil maniobra del banquero Morgan y de sus acólitos, y cómo de la hecatombe del cine sueco fueron a dar Sjóstróm, Stiller y la Garbo con sus huesos en Hollywood. Pero tampoco es de despre­ciar la hornada de húngaros que por estos años irán arribando a la Meca del cine, como Bela Lugosi (1921), Paul Fejos (1923), Lya de Putti (1926), Alexander Korda (1926) y Michael Curtiz (1926). Procedentes de Francia llegan también William Wyler (1921) y Jacques Feyder (1929) y de Inglaterra James Whale (1929), que alcanzará la fama dando vida al monstruo de Frankenstein, no en el laboratorio como quiso Mary W. Shelley, sino en la pantalla. Alemanes, austríacos, húngaros, belgas, polacos y rusos se fundefen en la nueva Babel, atraídos por prometedores contratos o, simplemente, cediendo a la tentación de probar for­tuna en la feria del cine.
De todo hay entre estos emigrantes, pero en conjunto la apor­tación europea no resultará nada desdeñable a la hora del balance histórico. De los húngaros veremos a Curtiz seguir puntualmente los pasos de De Mille con El arca de Noé (Noah's ark, 1928), película que se sitúa en el marco de la primera guerra mundial, pero que retrotrae sus personajes a la época de la catástrofe bíbli­ca, y cuyo descomunal Diluvio atraviesa fácilmente las capas de la sensibilidad popular, permeables a los fastos de las grandes reconstrucciones bíblicas. Por el momento, la obra de Paul Fejos tiene superior interés. Con sólo cinco mil dólares realizó The last moment (1927), película experimental que desarrollaba en imá­genes la teoría de que los ahogados, en sus últimos momentos, recuerdan detalladamente todos los hechos de su vida. El público americano recibió muy mal este ensayo psicoanalítico y vanguar­dista, pero Chaplin lo defendió públicamente con encendidos elo­gios y así pudo Fejos rodar Soledad (Lonesome, 1928) que sería la mejor pieza de su irregular carrera.
La acción de Soledad transcurre entre la tarde del sábado y el amanecer del domingo, casi íntegramente en el parque de atracciones del Luna Park neoyorkino, en donde se conocen y viven un intenso idilio el mecánico Jim (Glenn Tryon) y la tele­fonista Mary (Barbara Kent). Pero la multitud les separa acciden­talmente y regresan consternados a sus hogares, sin saber que el uno vive al lado del otro. Cuando Jim evoque su breve historia de amor poniendo en su tocadiscos la melodía de moda Always, descubrirán los dos su casual vecindad. No puede pedirse mayor simplicidad argumental (ni siquiera existe el clásico triángulo) a esta obra poética y delicadamente intimista, que sorprende tam­bién por su veraz y penetrante observación de las costumbres y diversiones de los pequeños empleados de una gran ciudad ame­ricana. Su calidad poética y su valor documental hacen que olvi­demos de buena gana sus envejecidos efectismos técnicos (sobreimpresiones, efectos de montaje rápido) y la inoportuna banda sonora que, por razones comerciales, se añadió para su explota­ción.
De los suecos, quien se llevará la palma será Greta Garbo, mientras su descubridor y maestro, el pobre Stiller, se hundía en la mediocridad, sin conseguir dirigir una sola de las películas norteamericanas de la estrella. Toda la potencia industrial de Ho­llywood y el genio de Erich Pommer, que para el rodaje de Hotel Imperial (Hotel Imperial, 1926) hizo levantar un enorme com­plejo de ocho habitaciones y proporcionó a Stiller varias cámaras para que funcionaran simultáneamente, no servirán sino para de­mostrar que el alma de los poetas se acomoda mal a los métodos super industrializados de la producción de Hollywood. Veremos lo mismo con el otro titán del cine sueco, Víctor Sjóstróm, que con la notable excepción de El viento (The wind, 1928), con Lillian Gish azotada por el viento que barre las desiertas planicies de Arizona, anda dando penosos traspiés y pasos en falso por los inmensos estudios de la Metro.
Stiller falleció en 1928, a tiempo para ver que su criatura ascendía hasta situarse como un astro solitario en el firmamento de Hollywood. Refugiada en su enigmática soledad, con el estigma de la —real o supuesta— frigidez sexual tejido en torno a su figura, la Garbo llenó con su etapa americana toda una era del cine romántico de Hollywood, que se inició con El torrente (The torrent, 1926), de Monte Blue, adaptación de Entre naran­jos, de Blasco Ibáñez, y concluyó con La mujer de las dos caras (Two faced woman, 1940), de George Cukor. Su famoso «¡Quiero estar sola!» y su independencia de los hombres se plasmó en su mito con una clara preferencia hacia los papeles de mujer soltera, es decir, de mujer libre y con una ambigüedad femenino-masculina que tal vez tuvo su mejor muestra en La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1934), de Rouben Mamoulian. Hoy comienza a discutirse si la Garbo era realmente una gran actriz o, simplemente, un caso monstruoso de fotogenia. Sea como fuere, esta prodigiosa encarnación de uno de los más perdurables espasmos del Romanticismo literario del siglo XIX creó un mito universal al que sólo consiguió hacer sombra otra estrella europea, enfrentándose las dos en la rivalidad de los públicos, el provocativo erotismo carnal de Marlene Dietrich (Paramount) al etéreo misticismo erótico de la «divina Greta» (Metro).
Gracias a la Garbo, Louis B. Mayer fue uno de los produc­tores que mayor tajada sacó de la emigración europea. Fue él también quien importó al belga Jacques Feyder, tránsfugo de los estudios de Viena, Suiza, París y Berlín, que se limitó a dirigir a la Garbo en El beso (The kiss, 1929) y en la versión alemana de Ana Christie (Anna Christie, 1930), para regresar a Francia después de unos trabajos de mero artesanato.
No ha de extrañar que los directores europeos, acostumbra­dos a una relativa libertad artística, encajen mal en la complicada maquinaria industrial de Hollywood, que crea sus productos a la mayor gloria del dólar y con métodos de producción en cadena. «Producir películas con la regularidad de una máquina de hacer salchichas —declarará Stroheim— forzosamente tiene que hacerlas tan parecidas como salchichas.» Y así veremos a gentes de la capacidad de Paul Leni —que creará para la Universal y a partir de El legado tenebroso (The cat and the canary, 1927) la Mystery Comedy de gusto expresionista y con pinceladas de hu­mor—, Erich Pommer o E.A. Dupont convertirse en grises ope­rarios de esta inmensa fábrica de embutidos cinematográficos, luchando a brazo partido para imprimir siquiera sea un asomo de su sello personal a sus productos made in Hollywood.
De entre los que mejor resistieron esta delicada operación de trasplante artístico estuvo el ladino Lubitsch, que llegó a Califor­nia requerido por Mary Pickford y a quien Una mujer de París  de Chaplin hizo abrir los ojos y le orientó hacia la alta comedia mundana, género frívolo de procedencia europea del que se con­vertirá en su más consumado especialista, bordeando las escabro­sidades gracias a la maestría del «toque Lubitsch» (the Lubitsch touch), empleo de sugerencias y elipsis que ha aprendido de la lección chapliniana, alusiones visuales reveladoras —el pars pro toto o sinécdoque del arte retórico— que trenzan y destrenzan sus elegantes enredos ocultados y sugeridos tras puertas que siempre se abren o cierran. Lubitsch fue el fundador de la come­dia ligera americana, ligeramente satírica y ligeramente erótica, que desplazó el humor de sal gruesa y de porrazos creado por Sennett. Durante el período mudo realizó Los peligros del flirt (The marriage circle, 1924), La frivolidad de una dama (Forbidden paradise, 1924) -—ambas con un Adolphe Menjou que pro­cede en línea directa de Una mujer de París—Divorciémonos ( Kiss me again, 1925), El abanico de Lady Windermere (Lady Windermere's fan, 1925), según la obra de Oscar Wilde, y La locura del charlestón (So this is Paris, 1926). Toda una genera­ción de realizadores americanos —Monta Bell, Malcom St. Clair, Frank Tuttle, Harry Beaumont, Roy del Ruth— se coló por esta puerta abierta por Lubitsch, para hacer de la comedia ligera uno de los géneros más cotizados en el país.
William Fox, por su parte, se sintió orgulloso de haber con­seguido atraer a Hollywood a F. W. Murnau, gran maestro del cine alemán, y le dio carta blanca para el rodaje de Amanecer (Sunrise, 1927), sobre un guión de Carl Mayer que adaptaba la novela Viaje a Tilsit, de Hermann Sudermann. De acuerdo con los métodos alemanes de trabajo, construyó Rochus Gliese, junto al lago Arrowhead, los inmensos decorados de la ciudad donde transcurre parte de la película. Nada se escatimó para conseguir la brillantísima factura y el desenfrenado refinamiento estético de tan elemental melodrama. Su argumento, como en las obras de teatro, estaba dividido en tres actos muy bien delimitados, el primero y el tercero desarrollados en clave dramática, de filia­ción expresionista, mientras el segundo era un inserto de come­dia americana, de corte realista y con su correspondiente happy end. Veamos su asunto: un joven campesino (George O'Brien) tiene una aventura amorosa con una mujer de la ciudad (Margaret Livingstone), que le incita a matar a su esposa (Janet Gaynor), planeando llevar a cabo el asesinato en el curso de la travesía del lago, camino de la ciudad. Durante el viaje en barco él titu­bea y su mujer intuye la situación. Su mirada angustiada le hace desistir del intento. Segundo acto: van juntos a la ciudad y su viaje se convierte en una especie de itinerario sentimental, en el curso del cual los esposos van redescubriendo su amor, entre el bullicio y las diversiones ciudadanas. Tercer acto: al caer la tarde regresan a la aldea, pero cuando están atravesando el lago estalla una tempestad, la barca se hunde y el marido, desesperado, cree perder a su esposa, que finalmente es hallada con vida por unos pescadores al amanecer.
Amanecer resulta ser una curiosa componenda artística entre el expresionismo y simbolismo del cine alemán y el realismo americano, con su exigencia comercial de «final feliz». Expresio­nista es la maniquea y simplicísima división, de los personajes, con todas las virtudes del lado de la joven campesina (the country girl) y toda la perversidad de parte de la chica de la ciudad (the city girl). Simbolista es todo el canto idealista al Hombre y a la Mujer y ese «amanecer» de la conciencia al amor. Pero es tam­bién durante un amanecer real cuando la mujer es hallada con vida, y es asimismo realista, con penetrantes observaciones psi­cológicas, toda la parte central que transcurre en la ciudad, de­sarrollada con agudos toques impresionistas.
Murnau navegó entre estas dos aguas con su proverbial maes­tría, dando vida a un brillantísimo concierto de imágenes que, aunque puede tacharse de frío en muchas ocasiones, contiene al­gunos fragmentos de antología. Tal es el caso del virtuoso y complicado travelling que muestra al protagonista acudiendo a una cita nocturna con su amante: la cámara, convertida en sujeto dramático, va precediendo al hombre a través de un paisaje bru­moso, pero luego le abandona y avanza rápidamente para llegar a un claro en donde descubre a su amante aguardándole, que al oír los pasos que se acercan se arregla precipitadamente.
Con tres Oscar a cuestas por su aplaudido Amanecer, F. W. Murnau defraudó con sus dos siguientes películas, Los cuatro diablos (Four devils, 1928) y El pan nuestro de cada día (Our daily bread, 1929), pero volvió a encontrar su inspiración en los mares polinesios, de donde regresó con su obra maestra Tabú (que examinaremos en el apartado del cine documental) y con una maldición pagana sobre su cabeza que, al decir de los supers­ticiosos, le segó la vida a poco de concluir la película.
Mientras Murnau entonaba su canto del cisne, el hebreo aus­tríaco Josef von Sternberg, de padres húngaro-polacos, se afian­zaba como una de las grandes promesas del cine americano. Llega al cine, después de doctorarse en Filosofía, con una pelí­cula experimental, ramificación americana del Kammerspielfilm, financiada por el actor George K. Arthur: The salvation hunters (1925). Rodada en las marismas de San Pedro, al sur de los mue­lles de Los Angeles, The salvation hunters se alineaba, junto a Avaricia, como uno de los primeros aguafuertes de sordidez so­cial realizados en América y costó sólo 5.000 dólares.
Una aventura artística de esta naturaleza resulta siempre insó­lita y peligrosa en la metalizada América, pero de nuevo la voz de Chaplin se alza públicamente en defensa de esta sórdida historia de una prostituta y su amante, y Sternberg puede iniciar su carrera comercial en Hollywood, no tardando en dar su primera campanada con La ley del hampa (Underworld, 1927), cuyo éxito inauguró en el cine americano el gran capítulo del cine de gángsters.
La famosa «Ley seca», nacida de la puritana enmienda 18 de la Constitución americana (1919), tuvo el efecto paradójico de desencadenar una ola de corrupción y delincuencia organizada en las grandes ciudades, en donde los miembros de la mafia italo-americana instalaron sus prósperos negocios clandestinos de bebidas alcohólicas, juego y trata de blancas. Algunos gigantes del hampa —como Al Capone en Chicago y Lucky Luciano en Nueva York— pasaron al primer plano de la mitología popular y era lógico que el cine, el medio de expresión más receptivo a la sensibilidad de las masas, se adueñase de aquel sugestivo v turbio inframundo para elevarlo a las pantallas.
En La ley del hampa Sternberg exponía el drama del gángster Bull Weed (George Bancroft), que se halla en presidio conde­nado por el homicidio de su rival Buck Mulligan (Fred Kohler), y al que ayudan a escapar Rolls Royce (Clive Btook) y su amiguita Feuther (Plumitas) McCoy (Evelyn Brent), antigua amante de Bull Weed. Sin embargo, Bull Weed es localizado y acosado por la policía en su refugio y cuando acuden a ayudarle Rolls Royce y Plumitas, dándose cuenta de que se quieren, les pide que le abandonen.
La ley del hampa aparece dominada por una visión heroica del personaje del gángster, exaltación romántica de la rebeldía del individuo contra la sociedad que le oprime. Esta original perspectiva anarquista es típicamente sternbergiana, como lo es el penetrante estudio del turbio medio social y de los caracteres que componen los bajos fondos. Su densidad dramática derivó también de su construcción en largas escenas, según las leyes de continuidad del cine sonoro, a pesar de ser una cinta muda, de­bido tal vez a la presencia del comediógrafo Ben Hecht como argumentista, que por tal labor recibió el Oscar de 1928.
El gran éxito de La ley del hampa inauguró uno de los géne­ros mayores del cine americano, que alcanzará su plenitud en los años del sonoro. El propio Sternberg avanzó por este sendero de violencia desatada con La redada (The dragnet, 1928) —en donde George Bancroft invirtió su papel, pasando a ser el he­roico policía que lucha contra los gángsters-, Los muelles de Nueva York (The docks of New York, 1928), en donde fiel a su estética personal, Sternberg reconstruyó en los estudios parte de los muelles de Nueva York y barrios adyacentes, con sus bares y cabaretuchos, consiguiendo efectos plásticos de elaborada be­lleza, y Thunderboll (1929), su primera cinta sonora que iniciaba el ciclo de los gángsters en derrota, destinados a concluir sus días en la silla eléctrica.

El arte mudo - Europeos en la capital del cine (2) - Roman Gubern (2)

Jacques Feyder y Greta Garbo
Victor Sjöström
Paul Leni
Josef von Sternberg
Ernst Lubitsch
F. W. Murnau

Europeos en la capital del cine (2)

El romanticismo anarquista de Sternberg, su gusto por los ambientes turbios y equívocos y su barroquismo formal serán también características que aparecerán en la obra de otro austríaco de tremenda personalidad, Erich von Stroheim, uno de los grandes titanes del cine mudo, al que la industria de Hollywood acallará para siempre en 1928, después de hacer añicos su obra y en la plenitud de su madurez creadora. La aventura cinemato­gráfica de Erich Oswald Stroheim es una de las más apasionan­tes, comenzando por sus inciertos orígenes, ya que después de haberse creído durante muchos años que procedía de la alta nobleza austríaca -hijo del coronel del 6° Regimiento de Drago­nes y de una dama de la emperatriz de Austria- y que había emigrado a los Estados Unidos por un asunto de honor, recientes investigaciones parecen confirmar que nació en Viena en 1885, hijo de un comerciante judío dedicado a la fabricación de som­breros de fieltro y de paja.
Lo que sí sabemos, es que, por oscuras razones marchó a los Estados Unidos hacia 1909, en donde vivió los azares de la emigración, empleándose en los oficios más variados y sorprendentes. Fue, entre otras cosas, vendedor de globos, profesor de equitación, charlatán en un restaurante bávaro, empaquetador, soldado, mozo de cuadra, representante de una marca de papel matamoscas, recepcionista de hotel y capitán del ejército mexica­no. Este pintoresco catálogo de quehaceres, que le empujaron de un extremo a otro del país, le permitió profundizar en el conoci­miento de la naturaleza humana, con sus debilidades, sus lacras y sus mezquindades, que aparecerían luego en el amargo e impre­sionante retablo de su obra. Su errabundo itinerario le llevó a recalar en el Hollywood de los años heroicos, al que llegó Stroheim después de haber tanteado sin buenos resultados la for­tuna literaria, comenzando a trabajar como humilde extra en 1914. De simple figurante ascendió pronto a stunt-man, es decir, a doble especializado en escenas de riesgo físico, y a asesor mi­litar, empleo que ejerció en varias ocasiones junto a D. W. Griffith, que le utilizó como figurante en un papel minúsculo de El nacimiento de una nación y como ayudante de dirección y actor (en un papel de fariseo) en Intoleracia.
Metido de lleno en el remolino del naciente Hollywood, Stroheim comenzó a destacar como actor al que la dureza de sus rasgos físicos le encasilló en papeles de personajes crueles, con frecuencia como oficial alemán, etiquetado con el slogan «el hombre que a usted le gusta odiar» y con terribles leyendas teji­das en torno a su figura, como la de que bebía una taza de sangre para desayunar. Pero las aspiraciones de Stroheim apuntaban mu­cho más alto y en 1918 convenció a Carl Laemmle, emigrante centroeuropeo como él, para que le diese la oportunidad de diri­gir Blind husbands, que prefigura ya muchos aspectos de su gran obra posterior.
La acción de Blind husbands se sitúa, como varias de sus películas, en Europa Central, en una aldea austríaca de montaña, antes de 1914, y además de su función de director Stroheim encarna al oficial Erich von Steuben, que fiel a su repulsivo arque­tipo es un conquistador impenitente que trata de seducir a la es­posa de un médico americano y que finalmente muere destrozado entre los peñascos de los Alpes Dolomitas. La película obtuvo tan buenas recaudaciones que Laemmle no vaciló en darle carta blanca para la realización de Esposas frívolas (Foolish wives, 1921), para cuyo rodaje reconstruyó en el estudio el Casino de Montecarlo y sus alrededores, con toda meticulosidad, ante la mirada complaciente de su productor, que anuncia muy ufano su obra como «el primer film del millón de dólares» y hace poner dos barras verticales a la inicial de su realizador, transformándola en la divisa del dólar.
Todo fue sobre ruedas hasta que Irving Thalberg fue promo­vido a un alto cargo ejecutivo en la Universal y decidió frenar el impetuoso genio creador de Stroheim. Comenzó por podar la película reduciéndola de veintiún rollos a catorce. Stroheim aceptó a regañadientes los cortes y la película así amputada ini­ció una carrera comercial salpicada de incidentes y furiosas voces de protesta. El universo contenido en estado embrionario en Blind husbands se expandía aquí con enorme fuerza, compo­niendo un estremecedor retablo de la depravación de la elegante y decadente aristocracia que frecuentaba el lujoso mundo de Montecarlo. El propio Stroheim interpretó el papel del repug­nante conde Wladislas Sergius Karamzin, cuyo cadáver es al fi­nal arrojado simbólicamente a una cloaca.
Se elevó un coro de protestas en torno al film. «Yo mataría a quien fuera capaz de llevar a mis hijos a verlo», escribió un periodista. El crítico de Photoplay lo calificó de «un insulto a los ideales americanos y a la femineidad». Naturalmente, intervinieron los arreglos para endulzar la versión. El embajador americano que aparece en la película pasó a convertirse en un simple millonario. Pero a pesar de estos apaños, Esposas frívolas se re­velaba como la más feroz e implacable acusación llevada jamás al cine del turbio mundo de bajas pasiones que se esconde hipócritamente bajo el oropel de las plumas, joyas y uniformes del gran mundo, expuesta con el más violento naturalismo. «Dirán algunos que tengo tendencia a ver lo sórdido —declarará Stroheim— . No. Lo que ocurre es que hablo también de lo que pasa detrás de las cortinas que bajaron, detrás de los cerrojos corridos; de lo que la cortesía y el buen tono quieren que no se hable, porque lo que se hace a escondidas explica el comportamiento a plena luz y no es posible disociarlos.»
En la plenitud de su prestigio, formado por el escándalo y las altas recaudaciones, Stroheim abordó Los amores de un prín­cipe o el carrusel de la vida (Merry-go-round, 1922), que transcurría en la Vierna anterior a 1914. Pero Thalberg, pragmático hombre de negocios y poco amigo de los genios, interrumpió el rodaje, despidió a Stroheim e hizo que la película fuese concluida por el mediocre Rupert Julián, a pesar de lo cual la película conservó incisivos apuntes críticos sobre la aristocracia vienesa anterior a la primera guerra mundial. Malos resultados da el ser genio en la Meca del cine. Lo estamos viendo con Stroheim y lo veremos luego con Chaplin y con Orson Welles. Pero a pesar de su fama de extravagante y despilfarrador, la Me­tro se decidió a jugar la carta de la genialidad y contrató al pobre Stroheim —bien que le iba a pesar— para adaptar al cine en Avaricia (Creed, 1923) la novela naturalista Mac Teague, del escritor norteamericano Frank Norris, seguidor de Zola.
El argumento de Avaricia expone cómo el joven Mac Teague (Gibson Gowland) abandona su oficio de minero para instalarse como dentista en San Francisco. Allí conoce y se enamora de Trina Sieppe (Zasu Pitts), novia de su amigo Marcus (Jean Hersholt). Mac Teague y Trina se casan, por lo que Marcus, rencoroso, le denuncia por ejercer como dentista sin tener diploma. Las relaciones entre los esposos se hacen tensas, agravadas por las consecuencias económicas del desempleo. En ella se des­pierta un creciente sentido de la avaricia, mientras su marido se entrega al alcohol y la maltrata. Un día asesina a su esposa y huye con el dinero que ella guardaba celosamente. La policía averigua que ha huido al Valle de la Muerte y Marcus, acuciado por el rencor y por la recompensa ofrecida, parte en su busca y le halla en pleno desierto. Encadena una de sus muñecas a la de Mac Teague con unas esposas, pero en el curso de la pelea Mac Teague mata a Marcus y, perdida la llave de las esposas, queda unido a su cadáver en la abrasadora soledad del Valle de la Muerte.
En Avaricia podía dar Stroheim rienda suelta a su desenfre­nada pasión naturalista, a su amor por el detalle verdadero y exacto, que le había llevado al extremo, en Esposas frívolas, de colocar timbres auténticos en las habitaciones a pesar de ser una película muda. Decidió que Avaricia debía rodarse en los mis­mos lugares que describe la novela, por lo que, anticipándose a los maestros del cine ruso y preludiando las técnicas del neorrea­lismo, alquiló una auténtica mina abandonada, llevó su equipo al tórrido Valle de la Muerte y rodó los interiores en una casa del barrio viejo de San Francisco, sin eliminar los techos, inno­vación técnica que sería abandonada hasta la aparición de Ciudadano Kane (1941) de Welles.
Con el material rodado durante nueve meses montó Stroheim una copia de cuarenta y dos rollos, es decir, de más de ocho horas de proyección. Pero los dirigentes de la Metro juzgaron que tan desmesurada longitud impedía su explotación y el propio Stroheim la redujo a treinta rollos. Los hombres de negocios no se sintieron satisfechos y exigieron una nueva poda, y luego otra, y otra, con la intervención de las manos pecadoras de Rex In­gram y de June Mathis. Se dice que Stroheim "lloró como un niño ante aquellos crueles tijeretazos que le arrancaban parte de sus entrañas”. La versión comercial definitiva, que Stroheim no aceptó, quedó reducida a diez rollos (2 h, 45 min.). Con razón podría decir: «Lo que yo hago en dos años de intenso trabajo, me lo destroza un hombre que cobra cincuenta dólares y que no tiene en la cabeza más que un sombrero, en dos semanas.»
A pesar de sus bárbaras mutilaciones, Avaricia nos sigue pa­reciendo hoy como una gran obra maestra, mojón capital en la historia del realismo cinematográfico. Con fidelísimo respeto a la novela original, Stroheim estructuró su película sobre la evo­lución minuciosamente examinada de la psicología de los personajes, bajo la influencia de la sordidez del medio y de sus mutuas relaciones. Esta gradual transformación de los caracteres, técnica novelística que por primera vez se aplicaba a la narrativa cinematográfica, explica la gran longitud requerida por Stroheim para componer su impresionante retablo sobre la degradación humana, y la pasión por el dinero, que además de ser un estudio de con­ductas era un veraz retrato de la condición del proletariado y de la pequeña burguesía de una gran ciudad norteamericana de fina­les de siglo. Película psicológica y social, a la vez, en su exigencia de vincular los individuos al medio ambiente utilizó magistralmente la fotografía con gran profundidad de campo, que en la sensacional escena de la boda de Trina y Mac Teague permite mostrar en último término, a través de la ventana, el paso de un cortejo fúnebre por la calle. También este recurso expresivo no sería plenamente reactualizado hasta la aparición de Orson Welles, dieciocho años más tarde.
Pero la carrera de Stroheim estaba destinada a tropezar siste­máticamente con la incomprensión de los productores, los censo­res, los críticos y las ligas puritanas. Avaricia fue un fracaso co­mercial y para poder subsistir, aceptó Stroheim llevar a la panta­lla una versión de La viuda alegre (The merry widow, 1925), con Mae Murray, la que hacía temblar al león de la Metro. Du­rante el rodaje del film, Stroheim disputó con Mae Murray y los dirigentes de la Metro decidieron sustituir al realizador por Monta Bell, pero el equipo se negó a seguir trabajando sin Stroheim y así pudo concluir el film. Con sus incisivas anotacio­nes críticas sobre la aristocracia vienesa, esta película puede ha­cer pensar en las sátiras del mundo elegante de Lubitsch, aunque sus estilos se diferencian en la medida que, como ha señalado el propio Stroheim, aquél nos muestra a un rey en su trono antes de llevarle al dormitorio, mientras que Stroheim nos lo enseña primero en el dormitorio, para que cuando lo veamos en su trono no nos hagamos ninguna ilusión sobre él.
La viuda alegre fue un éxito de taquilla, que permitió a Stroheim realizar La marcha nupcial (The wedding march, 1927), otra obra maestra que debía durar tres horas, pero que tuvo también tropiezos con la producción, quedando amputada de su segunda parte Luna de mil (Honeymoon), que montó Josef von Sternberg y no se exhibió en los Estados Unidos. Stroheim encarnaba aquí al príncipe austríaco Nikki, por una vez no convertido en monstruo de perversión, sino en el producto y víctima de una sociedad corrompida y de unos padres que le hacen rechazar a la mujer humilde que ama (Fay Wray) para aceptar el ma­trimonio de intereses con la cojita. Cecilia Schweisser (Zasu Fitts), hija de un acaudalado fabricante de callicidas. Tampoco pudo concluir Stroheim La reina Kelly (Queen Kelly, 1928), de cuyos residuos emergen con poderosísima fuerza sus obsesiones personales: la colegiala (Gloria Swanson) a la que se le caen las bragas ante todo un escuadrón de dragones, la barroca alcoba de la libidinosa reina (Seéna Owen) con sus Cupidos, su champagne y, sobre la mesita de noche, el crucifijo junto al Decamerón y la morfina.
Con el desastre de La reina Kelly; interrumpido por orden de su productora y protagonista (Gloria Swanson, se quebró para siempre la carrera de uno de los más gigantescos creadores del séptimo arte. Por ser un implacable moralista, tropezó una y otra vez con los prejuicios de la moral convencional y pacata. Nunca se vio ni se verá tanta ferocidad en la descripción de la mezquin­dad y bajezas humanas como en la obra de Stroheim. Cierto es que su actitud moralista se limita, casi siempre, a una virulenta crítica de costumbres. No es un crítico revolucionario al estilo de Buñuel, con quien a veces se le ha comparado, y el mundo que critica es siempre demasiado excepcional. Para Buñuel, por ejemplo, el amor se convierte en un sentimiento liberador y revolucionario, pero Stroheim, que es un necrómano social, casi siempre lo contempla desde el ángulo de la perversión sexual y la aberración patológica.
Su arrolladora pasión naturalista, que le llevaba a acumular detalles y más detalles en los decorados y en la caracterización de los personajes, convertía sus escenografías en cuadros barro­cos, que trascendían el realismo para aproximarse al expresionis­mo. En sus obras convergen muchas resonancias estilísticas. Ya hemos citado el mundo elegante de Lubitsch. Podría asociarse el nombre de Pabst a su gusto por la sordidez como material dramático y su uso de lo «ornamental expresivo», y el de Sternberg por su barroquismo escénico y su interés por los temas se­xuales. Con Stroheim culmina y se destruye la estética del cine mudo. André Bazin ha escrito un juicio certero sobre su obra: «Es necesario que un lenguaje exista para que destruirlo sea un progreso. La obra de Stroheim es la negación de todos los valo­res cinematográficos de su época.» En efecto, a la discontinuidad del cine mudo, basado en el arte del montaje y en la hipertrofia significativa del plano, Stroheim opuso —como Murnau— la continuidad y coherencia espacio-temporal de las escenas, con­vertidas en unidades de acción dramática. Este paso de gigante no hace sino anunciar, de un modo profético, la estructura narra­tiva propia del cine sonoro que ya está a punto de nacer. 

Erich von Stroheim

lunes, 20 de agosto de 2012

El séptimo cielo – Frank Borzage


Seventh Heaven
Director: Frank Borzage.
Guión: Benjamin F. Glazer, basado en la obra homónima de Austin Strong.
Productora: Frank Borzage para William Fox-Fox Film Corporation.
Estreno: 25 de mayo de 1927.
País: EEUU.

Chico Robas trabaja como alcantarillero en los suburbios de París. Al salir a almorzar, ve cómo una muchacha, Diana, está siendo estrangulada por otra, que resulta ser su hermana alcohólica Nana. Chico pone en fuga a Nana, la cual, detenida más tarde en una redada denuncia a Diana. Para salvarla, Chico declara a los guardias que es su mujer y se la lleva a su buhardilla. A la mañana siguiente, Chico se incorpora a su nuevo trabajo de regador de calles. Tras la llegada de un inspector de policía para verificar la declaración de Chico, éste invita a Diana a quedarse en su casa, y poco después la pide en matrimonio.
En ese momento, la multitud anuncia en la calle el estallido de la guerra y la movilización es inmediata. Antes de partir, Chico declara a Diana su amor, juntos pronuncian las palabras rituales de una boda, y él le dice que a esa hora (a las 11) todos los días estará con ella.
Los ejércitos invasores provocan una oleada de muerte, y en su avance hacia París, cruzan el Mame. El ejército francés manda requisar todos los vehículos, y los soldados son enviados al frente. Se lucha encarnizadamente. Todas las mañanas, a las 11, Chico y Diana piensan el uno en el otro.
Pasan los años. Los combates se suceden y en una batalla Chico es malherido. El día del armisticio, Diana es informada de la muerte de su amado. La muchacha se desespera, pero en su interior algo le dice que su amado vive. Efectivamente, al dar las 11, Chico aparece en la casa; esta ciego, pero su fe en Dios le ha guiado por entre la muchedumbre hasta ella. Ambos se funden en un apasionado abrazo.

Frank Borzage comienza su carrera cinematográfica como actor, y hasta 1916 no se convierte en director de cine. En 1920 obtiene con Humoresque su primer éxito importante y en 1926 firma un contrato con la Fox, la compañía en la que va a desarrollar todo su talento.
Seventh Heaven es un melodrama en el que están incluidos todos los elementos que van a definir la obra posterior del realizador, características que convertirán a Borzage en el cineasta favorito del público americano del momento. En un París idealizado, el director nos refiere su poética visión de dos seres marginales, que se mueven en un pequeño mundo, ajenos a la metrópoli que les rodea. Su limitado espacio va desde las alcantarillas hasta una mísera buhardilla.
La idealización, que de la pequeña morada realiza la pareja, nos describe perfectamente tanto su mentalidad provinciana como la intensidad de su amor, al transformar su hogar, un ático próximo a las estrellas, en el séptimo cielo. La exaltación romántica de la pasión se convierte, de ese modo, en la esencia principal del film. El sentimiento que sienten el uno por el otro es la base de su existencia y está más allá de la vida terrena; hasta el punto de no conceder, en su fortaleza, ni tan siquiera a la muerte, la posibilidad de separarlos.

Tras un preestreno el 6 de mayo de 1927 en el Carthay Circle Theatre de Los Angeles, la película se estrena oficialmente el 25 de mayo en el Sam H. Harris Theatre de Nueva York, con banda sonora acoplada y precedida de unos cortos sonoros de Raquel Meller y Gertrude Lawrence.
El film obtiene el beneplácito de la crítica y una enorme resonancia popular. La industria cinematográfica se suma a su éxito, concediendo a la película tres Premios de la Academia, correspondientes al mejor director, Frank Borzage; mejor actriz, Janet Gaynor; y mejor guión adaptado. En 1937, Henry King realizará un interesante remake con James Stewart y Simone Simon, que sin embargo, no va a alcanzar la calidad ni el éxito de su precedente.








...Y el mundo marcha - King Vidor


The Crowd
Director: King Vidor.
Guión: King Vidor, John V.A. Weaver, Harry Behn, según un argumento de King Vidor.
Productora: King Vidor, Irving Thalberg para Metro Goldwyn Mayer.
Estreno: 18 de febrero de 1928.
País: EEUU.

4 de Julio de 1890. Día de la Fiesta Nacional. La señora Sims muere al dar a luz a su hijo John. Doce años más tarde, el pequeño recibe la noticia de la muerte de su padre.
1921. El joven John, que llega a Nueva York lleno de ilusiones y expectativas, consigue un empleo en una enorme oficina. Su compañero Bert le presenta a Mary y a otra amiga. Los cuatro pasan juntos un día de asueto en Coney Island. John y Mary se enamoran. Tiempo después, un gentío despide a la pareja cuando parten con destino a Niágara a pasar su luna de miel.
Con la rutina comienzan los problemas. Un día de Nochebuena, durante la visita de su suegra y sus dos cuñados, John sale a comprar bebida, se encuentra con Bert y regresa borracho. Las fricciones entre el matrimonio aumentan día a día, aunque se alivian ligeramente tras el nacimiento en octubre de su hijo. En los siguientes cinco años les ocurren dos acontecimientos importantes: el nacimiento de una niña y una subida salarial de ocho dólares. Su suerte parece cambiar cuando John consigue el primer premio en un concurso de slogans y quinientos dólares, pero durante la celebración, un camión atropella a la niña y la mata. John entonces se desploma.
Incapaz de concentrarse en su trabajo, es amonestado por ello, por lo que, furioso, se despide. Desmotivado, no le satisface ninguno de los empleos que se le presentan, incluso rechaza el ofrecimiento de sus cuñados, lo que hace que Mary se plantee abandonarle. John desesperado, intenta lanzarse a un tren, pero le falta valor. De vuelta a casa, encuentra un empleo como hombre-anuncio. Puede ser la oportunidad para comenzar de nuevo. John, Mary y el niño ríen juntos presenciando un espectáculo de vodevil.

El enorme éxito alcanzado por El gran desfile (The Big Parade, 1925), otorga a King Vidor un prestigio dentro de la Metro, que lleva a Irving Thalberg a consentir al director el rodaje de un film experimental, que narra la historia de un hombre corriente intentado triunfar en la gran ciudad.
Con una narrativa excepcional, Vidor convierte un relato cotidiano, carente de lances espectaculares, en el más profundo y demoledor estudio del hombre llevado nunca a la pantalla. La fatalidad, la quiebra del sueño americano y el hastío conyugal enmarcan la vida de un hombre que lucha denodadamente por destacar entre «la multitud», esa marabunta fría y deshumanizada que puebla las grandes ciudades y cuyo poder devastador, será conocido por el individuo luego de su fracaso. En última instancia y sumido en la más absoluta desesperación, el hombre encuentra las fuerzas suficientes para luchar, y así reintegrarse en la masa de la que siempre soñó salir. Aunque se proponen varios finales alternativos, el amargo optimismo que desprende el elegido, difícilmente podría haber sido superado por ningún otro.
No limitándose a ser portadora de un discurso sobrecogedor, la película enmarca éste impecablemente. En una de las escenas iniciales, se retrata la insignificancia del individuo ante la urbe de una manera implacable.
Mostrándonos en un contrapicado un enorme rascacielos, la cámara asciende hacia él y se introduce por una de sus ventanas. Se nos aparece una oficina gigante repleta de mesas dispuestas en hileras y finalmente se acerca a una de ellas: la que ocupa el protagonista. Mediante esta genialidad técnica, el hombre queda integrado en la multitud.
Un demoledor colectivo, que ya está dispuesto a convertir sus sueños en pesadillas, sin ni siquiera inmutarse por ello.
El film se estrena el 18 de febrero de 1918 en el Capitol de Nueva York. A pesar de no obtener un gran éxito comercial, la crítica acoge a The Crowd con entusiasmo, calificándola de una de las obras cumbres de la cinematografía  de todos tiempos y atisbando los valores de la que es, sin duda, «excepcional».