sábado, 25 de agosto de 2012
miércoles, 22 de agosto de 2012
Los maestros del período mudo - Texto
David
Wark Griffith fue el gran creador del lenguaje cinematográfico.
Consiguió “revolucionar” el séptimo arte con
su peculiar forma de narrar las historias. En sus obras maestras "El nacimiento de una nación"
(1914) e "Intolerancia"
(1915), dividía el film en secuencias, mostraba acciones en paralelo, cambiaba
el emplazamiento y el ángulo de la cámara, variaba los planos, usaba el
flash-back o “salto atrás”. Pero, sobre todo, asumió que el montaje era el
instrumento expresivo más importante con que contaba el cine; que no servía
sólo para ordenar secuencias y planos, sino también para emocionar al
espectador. Esa fue su principal aportación técnica al naciente arte.
Griffith consiguió influir a jóvenes
cineastas tan lejanos, geográficamente, de los EEUU, como es Rusia. El triunfo
de la revolución rusa en 1917 hizo pensar a sus dirigentes que el cine podía
tener un destacado papel de adoctrinamiento ideológico y propagandístico. Así
que pusieron manos a la obra para crear una cinematografía rusa con más tintes
políticos que artísticos. Entre estos nuevos cineastas destacaron Dziga Vertov, Serguei M. Eisenstein
-quien sorprendió al mundo con la fuerza de las imágenes y la magistral
utilización del montaje en su película "El
acorazado Potemkin" (1925)-, V.
Pudovkin, autor de "La
madre" (1926), y A. Dovzhenko,
director de "La tierra"
(1930). Se trata de productos de vanguardia y de experimentación formal.
En estas primeras décadas de cine surgen
nuevos cineastas que están convencidos de que este nuevo medio de comunicación
de masas también puede servir como vehículo de expresión de lo más íntimo del
ser humano: sus anhelos, sentimientos, angustias o fantasías. Y además lo
expresan con una estética innovadora, de auténtica "vanguardia". En
Alemania, los estilos "expresionista" y kammerspiel sorprenden por
sus productos ambientados en escenarios irreales o futuristas. "El gabinete del Dr.Caligari" (1919),
de Robert Wiene, "Nosferatu"(1922), de F. W. Murnau, "Metrópolis" (1926), de Fritz Lang, o "M, el
vampiro de Düsseldorf" (1931), también de Lang, son los títulos más
representativos.
Este cine aparecido tras la derrota de los
alemanes en la Primera
Guerra Mundial (1914-1917) refleja sus angustias,
desolaciones y contradicciones.
El país vive bajo la inestabilidad de la República de Weimar y de
una gran crisis económica. El énfasis que pusieron en la iluminación -llena de contrastes
entre el claro-oscuro, la luz y la sombra- será uno de los aspectos plásticos
más innovadores.
Por el contrario, los cineastas nórdicos
huyen de los interiores angustiosos y hacen de los exteriores, del paisaje, el
escenario natural para sus dramas.
Destacaron gente como Sjöström, Stiller o Dreyer; éste último dirigió la obra
maestra "La pasión de Juana de Arco"
(1928). En el caso de Francia, Louis
Delluc fue el principal promotor del impresionismo cinematográfico galo,
corriente de vanguardia a la cual contribuyeron L'Herbier, Dulac y Epstein;
éste último dirigió "La caída de la
casa Usher" (1927). Al margen de este movimiento destacan también Abel Gance, autor de "Napoleón" (1927), y Jacques Feyder, director de "La Atlántida " (1921).
Por otra parte, el estilo
"surrealista" busca expresar el subconsciente de manera poética. A
este cine vanguardista contribuyeron dos españoles importantes: el cineasta Luis Buñuel y el pintor Salvador Dalí.
El cine americano apuesta más por el
beneficio material que por la estética o la poesía visual. Una pequeña ciudad
del Oeste americano, Hollywood, se había convertido en poco tiempo en el centro
industrial cinematográfico más próspero de los EE.UU. Grandes empresas se
reunieron levantando sus estudios donde, además de filmarse las películas, se
"fabrican" las estrellas para interpretarlas. Un ingenioso sistema de
publicidad crea una atmósfera de leyenda alrededor de los ídolos del público;
los actores y las actrices se convierten en mitos. Es el caso de Lilian Gish, Gloria Swanson, John Barrymore, Lon Chaney,
John Gilbert, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Mae West o Rodolfo Valentino. Se trata
del Star System, sistema de producción basado en la popularidad de los actores
por medio del cual consiguieron más beneficios. De aquí arranca la gran
industria del cine estadounidense.
Durante la Guerra y aprovechando el descenso de producción
en Europa, Hollywood se dedicó a dominar los mercados mundiales. La década de
los años 20 fue la época dorada del cine mudo americano: espectáculo, grandes actores,
diversidad de géneros... Entre éstos destacó el cine cómico: escenas con los
famosos pasteles de nata, locas persecuciones, golpes de todo tipo, las
bañistas...; todo ello invento de Mack Sennett que descubrió a Chaplin, Lloyd, Turpin, Langdon...
Quizás como una reacción a las estrecheces que caracterizaron aquella época ten
difícil marcada por las consecuencias de la Guerra. Pero serán
dos cómicos concretos quienes harán universal el arte de hacer reír en la
pantalla: Charlot y Keaton.
Payasos geniales y, a la vez, críticos con la
sociedad tan deshumanizada en la que les tocó vivir, sus gags han hecho reír a
niños y a adultos de diversas generaciones, en todo el mundo. De Charlot es "La quimera del oro" (1925) y
de Buster Keaton "El maquinista de la General " (1926),
entre otros muchos títulos destacados.
De los grandes estudios salen grandes
producciones, algunas de ellas muy espectaculares como las que hacía el gran
director Cecil B. de Mille, "Los diez
mandamientos" (1923) o "Rey
de Reyes" (1927); o bien obras maestras de cineastas extranjeros que
se establecieron en Hollywood, como Erich
Von Stroheim, autor de “Avaricia”
(1924). Al gran De Mille lo veremos décadas más tarde repitiendo importantes
títulos ya en cine sonoro.
Miguel Ángel Pérez
Vidondo.
Pamplona,
Enero de 2008
martes, 21 de agosto de 2012
El arte mudo - Europeos en la capital del cine (1) - Roman Gubern
Europeos en la
capital del cine (1)
El apogeo comercial de Hollywood le ha convertido en un crisol en donde
se funden emigrantes llegados de los cuatro puntos cardinales. Ya vimos cómo a
lo largo de los años veinte lo mejor del cine alemán fue a parar a los Estados
Unidos, en hábil maniobra del banquero Morgan y de sus acólitos, y cómo de la
hecatombe del cine sueco fueron a dar Sjóstróm,
Stiller y la Garbo con sus huesos en
Hollywood. Pero tampoco es de despreciar la hornada de húngaros que por estos
años irán arribando a la Meca
del cine, como Bela Lugosi (1921), Paul Fejos (1923), Lya de Putti (1926),
Alexander Korda (1926) y Michael Curtiz (1926). Procedentes de Francia llegan
también William Wyler (1921) y Jacques Feyder (1929) y de Inglaterra James Whale
(1929), que alcanzará la fama dando vida al monstruo de Frankenstein, no en el
laboratorio como quiso Mary W. Shelley, sino en la pantalla. Alemanes,
austríacos, húngaros, belgas, polacos y rusos se fundefen en la nueva Babel,
atraídos por prometedores contratos o, simplemente, cediendo a la tentación de
probar fortuna en la feria del cine.
De todo hay entre estos emigrantes, pero en conjunto la aportación
europea no resultará nada desdeñable a la hora del balance histórico. De los
húngaros veremos a Curtiz seguir
puntualmente los pasos de De Mille con El arca de Noé (Noah's ark, 1928), película que se sitúa en el marco de la primera
guerra mundial, pero que retrotrae sus personajes a la época de la catástrofe
bíblica, y cuyo descomunal Diluvio atraviesa fácilmente las capas de la
sensibilidad popular, permeables a los fastos de las grandes reconstrucciones
bíblicas. Por el momento, la obra de Paul
Fejos tiene superior interés. Con sólo cinco mil dólares realizó The last moment (1927), película
experimental que desarrollaba en imágenes la teoría de que los ahogados, en
sus últimos momentos, recuerdan detalladamente todos los hechos de su vida. El
público americano recibió muy mal este ensayo psicoanalítico y vanguardista,
pero Chaplin lo defendió públicamente con encendidos elogios y así pudo Fejos rodar Soledad (Lonesome, 1928) que sería
la mejor pieza de su irregular carrera.
La acción de Soledad transcurre
entre la tarde del sábado y el amanecer del domingo, casi íntegramente en el
parque de atracciones del Luna Park neoyorkino, en donde se conocen y viven un
intenso idilio el mecánico Jim (Glenn Tryon) y la telefonista Mary (Barbara
Kent). Pero la multitud les separa accidentalmente y regresan consternados a
sus hogares, sin saber que el uno vive al lado del otro. Cuando Jim evoque su
breve historia de amor poniendo en su tocadiscos la melodía de moda Always, descubrirán
los dos su casual vecindad. No puede pedirse mayor simplicidad argumental (ni
siquiera existe el clásico triángulo) a esta obra poética y delicadamente
intimista, que sorprende también por su veraz y penetrante observación de las
costumbres y diversiones de los pequeños empleados de una gran ciudad americana.
Su calidad poética y su valor documental
hacen que olvidemos de buena gana sus envejecidos efectismos técnicos (sobreimpresiones,
efectos de montaje rápido) y la inoportuna banda sonora que, por razones
comerciales, se añadió para su explotación.
De los suecos, quien se llevará la palma será Greta Garbo, mientras su descubridor y maestro, el pobre Stiller, se hundía en la mediocridad,
sin conseguir dirigir una sola de las películas norteamericanas de la estrella.
Toda la potencia industrial de Hollywood y el genio de Erich Pommer, que para el rodaje de Hotel Imperial (Hotel Imperial, 1926) hizo
levantar un enorme complejo de ocho habitaciones y proporcionó a Stiller
varias cámaras para que funcionaran simultáneamente, no servirán sino para demostrar
que el alma de los poetas se acomoda mal a los métodos super industrializados
de la producción de Hollywood. Veremos lo mismo con el otro titán del cine
sueco, Víctor Sjóstróm, que con la
notable excepción de El viento (The wind, 1928), con Lillian Gish azotada por el viento que barre las
desiertas planicies de Arizona, anda dando penosos traspiés y pasos en falso
por los inmensos estudios de la
Metro.
Stiller falleció en
1928, a
tiempo para ver que su criatura ascendía hasta situarse como un astro solitario
en el firmamento de Hollywood. Refugiada en su enigmática soledad, con el estigma
de la —real o supuesta— frigidez sexual tejido en torno a su figura, la Garbo
llenó con su etapa americana toda una era del cine romántico de Hollywood, que
se inició con El torrente (The
torrent, 1926), de Monte Blue, adaptación de Entre naranjos,
de Blasco Ibáñez, y concluyó con La mujer de las dos caras (Two faced woman, 1940), de George Cukor. Su famoso «¡Quiero estar sola!» y su independencia
de los hombres se plasmó en su mito con una clara preferencia hacia los papeles
de mujer soltera, es decir, de mujer libre y con una ambigüedad
femenino-masculina que tal vez tuvo su mejor muestra en La reina Cristina de Suecia (Queen
Christina, 1934), de Rouben Mamoulian. Hoy comienza a
discutirse si la Garbo
era realmente una gran actriz o, simplemente, un caso monstruoso de
fotogenia. Sea como fuere, esta prodigiosa encarnación de uno de los más
perdurables espasmos del Romanticismo literario del siglo XIX creó un mito
universal al que sólo consiguió hacer sombra otra estrella europea,
enfrentándose las dos en la rivalidad de los públicos, el provocativo erotismo
carnal de Marlene Dietrich (Paramount) al etéreo
misticismo erótico de la «divina Greta»
(Metro).
Gracias a la Garbo ,
Louis B. Mayer fue uno de los productores que mayor tajada sacó de la emigración
europea. Fue él también quien importó al belga Jacques Feyder, tránsfugo de los estudios de Viena, Suiza, París y
Berlín, que se limitó a dirigir a la
Garbo en El beso (The kiss, 1929) y en la versión alemana de Ana Christie (Anna Christie, 1930), para
regresar a Francia después de unos trabajos de mero artesanato.
No ha de extrañar que los directores europeos, acostumbrados
a una relativa libertad artística, encajen mal en la complicada maquinaria
industrial de Hollywood, que crea sus productos a la mayor gloria del dólar y
con métodos de producción en cadena. «Producir
películas con la regularidad de una máquina de hacer salchichas —declarará Stroheim— forzosamente tiene que hacerlas
tan parecidas como salchichas.» Y así veremos a gentes de la capacidad de Paul Leni —que creará para la Universal y a partir de El legado tenebroso (The cat and the
canary, 1927) la Mystery
Comedy de
gusto expresionista y con pinceladas de humor—, Erich
Pommer o E.A. Dupont convertirse en grises
operarios de esta inmensa fábrica de embutidos cinematográficos, luchando a
brazo partido para imprimir siquiera sea un asomo de su sello personal a sus
productos made in Hollywood.
De entre los que mejor resistieron esta delicada operación de trasplante
artístico estuvo el ladino Lubitsch,
que llegó a California requerido por Mary
Pickford y a quien Una mujer de París
de Chaplin hizo abrir los ojos y le
orientó hacia la alta comedia mundana,
género frívolo de procedencia europea del que se convertirá en su más
consumado especialista, bordeando las escabrosidades gracias a la maestría del
«toque
Lubitsch» (the Lubitsch touch), empleo de sugerencias y elipsis que ha
aprendido de la lección chapliniana, alusiones visuales reveladoras —el pars pro toto o sinécdoque del arte retórico—
que trenzan y destrenzan sus elegantes enredos ocultados y sugeridos tras
puertas que siempre se abren o cierran. Lubitsch
fue el fundador de la comedia ligera americana, ligeramente satírica y
ligeramente erótica, que desplazó el humor de sal gruesa y de porrazos creado
por Sennett. Durante el período mudo realizó Los peligros del flirt (The marriage circle, 1924), La frivolidad de una dama (Forbidden
paradise, 1924) -—ambas con un Adolphe Menjou que procede en línea
directa de Una mujer de París—Divorciémonos ( Kiss me again, 1925), El abanico de Lady Windermere (Lady Windermere's
fan, 1925), según la obra de Oscar Wilde, y La locura del charlestón (So this is Paris, 1926). Toda una
generación de realizadores americanos —Monta Bell, Malcom St. Clair, Frank
Tuttle, Harry Beaumont, Roy del Ruth— se coló por esta puerta abierta por
Lubitsch, para hacer de la comedia ligera uno de los géneros más cotizados en
el país.
William Fox,
por su parte, se sintió orgulloso de haber conseguido atraer a Hollywood a F. W. Murnau, gran maestro del cine
alemán, y le dio carta blanca para el rodaje de Amanecer (Sunrise, 1927),
sobre un guión de Carl Mayer que adaptaba la novela Viaje a Tilsit, de Hermann
Sudermann. De acuerdo con los métodos alemanes de trabajo, construyó Rochus
Gliese, junto al lago Arrowhead, los inmensos decorados de la ciudad donde
transcurre parte de la película. Nada se escatimó para conseguir la
brillantísima factura y el desenfrenado refinamiento estético de tan elemental
melodrama. Su argumento, como en las obras de teatro, estaba dividido en tres
actos muy bien delimitados, el primero y el tercero desarrollados en clave
dramática, de filiación expresionista, mientras el segundo era un inserto de
comedia americana, de corte realista y con su correspondiente happy end.
Veamos su asunto: un joven campesino (George O'Brien) tiene una aventura
amorosa con una mujer de la ciudad (Margaret Livingstone), que le incita a
matar a su esposa (Janet Gaynor), planeando llevar a cabo el asesinato en el
curso de la travesía del lago, camino de la ciudad. Durante el viaje en barco
él titubea y su mujer intuye la situación. Su mirada angustiada le hace
desistir del intento. Segundo acto: van juntos a la ciudad y su viaje se
convierte en una especie de itinerario sentimental, en el curso del cual los
esposos van redescubriendo su amor, entre el bullicio y las diversiones
ciudadanas. Tercer acto: al caer la tarde regresan a la aldea, pero cuando
están atravesando el lago estalla una tempestad, la barca se hunde y el marido,
desesperado, cree perder a su esposa, que finalmente es hallada con vida por
unos pescadores al amanecer.
Amanecer resulta ser una curiosa componenda artística entre el expresionismo y
simbolismo del cine alemán y el realismo americano, con su exigencia comercial
de «final feliz». Expresionista es la maniquea y simplicísima división, de los
personajes, con todas las virtudes del lado de la joven campesina (the country
girl) y toda la perversidad de parte de la chica de la ciudad (the city girl).
Simbolista es todo el canto idealista al Hombre y a la Mujer y ese «amanecer» de la
conciencia al amor. Pero es también durante un amanecer real cuando la mujer
es hallada con vida, y es asimismo realista, con penetrantes observaciones psicológicas,
toda la parte central que transcurre en la ciudad, desarrollada con agudos
toques impresionistas.
Murnau navegó entre estas dos aguas
con su proverbial maestría, dando vida a un brillantísimo concierto de
imágenes que, aunque puede tacharse de frío en muchas ocasiones, contiene algunos
fragmentos de antología. Tal es el caso del virtuoso y complicado travelling
que muestra al protagonista acudiendo a una cita nocturna con su amante: la
cámara, convertida en sujeto dramático, va precediendo al hombre a través de un
paisaje brumoso, pero luego le abandona y avanza rápidamente para llegar a un
claro en donde descubre a su amante aguardándole, que al oír los pasos que se
acercan se arregla precipitadamente.
Con tres Oscar a cuestas por su
aplaudido Amanecer, F. W. Murnau
defraudó con sus dos siguientes películas, Los cuatro diablos (Four devils, 1928) y El pan nuestro de cada día (Our
daily bread, 1929), pero
volvió a encontrar su inspiración en los mares polinesios, de donde regresó con
su obra maestra Tabú (que examinaremos en el apartado del cine documental) y con una maldición pagana sobre su cabeza que, al
decir de los supersticiosos, le segó la vida a poco de concluir la película.
Mientras Murnau entonaba su canto
del cisne, el hebreo austríaco Josef von
Sternberg, de padres húngaro-polacos, se afianzaba como una de las grandes
promesas del cine americano. Llega al cine, después de doctorarse en Filosofía,
con una película experimental, ramificación americana del Kammerspielfilm,
financiada por el actor George K. Arthur: The salvation hunters (1925). Rodada
en las marismas de San Pedro, al sur de los muelles de Los Angeles, The
salvation hunters se alineaba, junto a Avaricia, como uno de los primeros aguafuertes de sordidez social
realizados en América y costó sólo 5.000 dólares.
Una aventura artística de esta
naturaleza resulta siempre insólita y peligrosa en la metalizada América ,
pero de nuevo la voz
de Chaplin se alza públicamente en defensa de esta sórdida historia de una
prostituta y su amante, y Sternberg
puede iniciar su carrera comercial en Hollywood, no tardando en dar su primera
campanada con La ley del hampa (Underworld, 1927), cuyo éxito inauguró en el cine americano el gran capítulo
del cine de gángsters.
En La ley del hampa Sternberg
exponía el drama del gángster Bull Weed (George Bancroft), que se halla en
presidio condenado por el homicidio de su rival Buck Mulligan (Fred Kohler), y
al que ayudan a escapar Rolls Royce (Clive Btook) y su amiguita Feuther
(Plumitas) McCoy (Evelyn Brent), antigua amante de Bull Weed. Sin embargo, Bull
Weed es localizado y acosado por la policía en su refugio y cuando acuden a ayudarle
Rolls Royce y Plumitas, dándose cuenta de que se quieren, les pide que le
abandonen.
La ley del hampa aparece dominada por una visión
heroica del personaje del gángster,
exaltación romántica de la rebeldía del individuo contra la sociedad que le
oprime. Esta original perspectiva anarquista es típicamente sternbergiana,
como lo es el penetrante estudio del turbio medio social y de los caracteres
que componen los bajos fondos. Su densidad dramática derivó también de su
construcción en largas escenas, según las leyes de continuidad del cine sonoro,
a pesar de ser una cinta muda, debido tal vez a la presencia del comediógrafo
Ben Hecht como argumentista, que por tal labor recibió el Oscar de 1928.
El gran éxito de La
ley del hampa inauguró uno de los géneros mayores del cine americano,
que alcanzará su plenitud en los años del sonoro. El propio Sternberg avanzó por este sendero de
violencia desatada con La redada (The dragnet, 1928) —en donde George Bancroft invirtió su papel, pasando a ser el
heroico policía que lucha contra los gángsters-, Los muelles de Nueva York (The
docks of New York, 1928), en
donde fiel a su estética personal, Sternberg reconstruyó en los estudios parte
de los muelles de Nueva York y barrios adyacentes, con sus bares y
cabaretuchos, consiguiendo efectos plásticos de elaborada belleza, y Thunderboll
(1929), su primera cinta sonora que
iniciaba el ciclo de los gángsters en derrota, destinados a concluir sus días
en la silla
eléctrica.
El arte mudo - Europeos en la capital del cine (2) - Roman Gubern (2)
Jacques Feyder y Greta Garbo |
Victor Sjöström |
Paul Leni |
Josef von Sternberg |
Ernst Lubitsch |
F. W. Murnau |
Europeos en la capital del cine (2)
El romanticismo anarquista de Sternberg,
su gusto por los ambientes turbios y equívocos y su barroquismo formal serán
también características que aparecerán en la obra de otro austríaco de tremenda personalidad, Erich von Stroheim, uno de los grandes
titanes del cine mudo, al que la industria de Hollywood acallará para siempre en
1928, después de hacer añicos su obra y en la plenitud de su madurez
creadora. La
aventura cinemato gráfica de Erich Oswald Stroheim es una de las más apasionantes, comenzando
por sus inciertos orígenes, ya que después de haberse creído durante muchos
años que procedía de la alta nobleza austríaca -hijo del coronel del 6°
Regimiento de Dragones y de una dama de la emperatriz de
Austria- y que había emigrado a los Estados Unidos por un asunto de honor, recientes
investigaciones parecen confirmar que nació en Viena en 1885, hijo de un
comerciante judío dedicado a la fabricación de sombreros de fieltro y de paja.
Lo que sí sabemos, es que, por oscuras razones marchó a los
Estados Unidos hacia 1909, en donde vivió los azares de la emigración,
empleándose en los oficios más variados y sorprendentes. Fue, entre otras
cosas, vendedor de globos, profesor de equitación, charlatán en un restaurante
bávaro, empaquetador, soldado, mozo de cuadra, representante de una marca de
papel matamoscas, recepcionista de hotel y capitán del ejército mexicano. Este
pintoresco catálogo de quehaceres, que le empujaron de un extremo a otro del
país, le permitió profundizar en el
conocimiento de la
naturaleza humana , con sus debilidades, sus lacras y sus
mezquindades, que aparecerían luego en el amargo e impresionante retablo de su
obra. Su errabundo itinerario le llevó a recalar en el Hollywood de los
años heroicos, al que llegó Stroheim
después de haber tanteado sin buenos resultados la for tuna literaria, comenzando
a trabajar como humilde extra en 1914. De simple figurante ascendió pronto a stunt-man, es decir, a doble especializado en escenas de riesgo
físico, y a asesor militar, empleo que ejerció en varias ocasiones junto a
D. W. Griffith, que le utilizó como
figurante en un papel minúsculo de El nacimiento de una nación y como
ayudante de dirección y actor (en un papel de fariseo) en Intoleracia.
Metido de lleno en el remolino del
naciente Hollywood, Stroheim comenzó a destacar como actor al que la dureza de
sus rasgos físicos le encasilló en papeles de personajes crueles, con
frecuencia como oficial alemán, etiquetado con el slogan «el hombre que a usted le gusta odiar» y con terribles leyendas tejidas
en torno a su figura, como la de que bebía una taza de sangre para desayunar.
Pero las aspiraciones de Stroheim
apuntaban mucho más alto y en 1918 convenció a Carl Laemmle, emigrante centroeuropeo
como él, para que le diese la oportunidad de dirigir Blind husbands, que
prefigura ya muchos aspectos de su gran obra posterior.
La acción de Blind husbands se sitúa, como varias de sus películas, en Europa
Central, en una aldea austríaca de montaña, antes de 1914, y además de su función
de director Stroheim encarna al oficial Erich von Steuben, que fiel a su
repulsivo arquetipo es un conquistador impenitente que trata de seducir a la
esposa de un médico americano y que finalmente muere destrozado entre los
peñascos de los Alpes Dolomitas. La película obtuvo tan buenas recaudaciones
que Laemmle no vaciló en darle carta blanca para la realización de Esposas
frívolas (Foolish wives, 1921),
para cuyo rodaje reconstruyó en el estudio el Casino de Montecarlo y sus
alrededores, con toda meticulosidad, ante la mirada complaciente de su
productor, que anuncia muy ufano su obra como «el primer film del millón de dólares» y hace poner dos barras
verticales a la inicial de su realizador, transformándola en la divisa del
dólar.
Todo fue sobre ruedas hasta que Irving Thalberg fue promovido a un
alto cargo ejecutivo en la
Universal y decidió frenar el impetuoso genio creador de
Stroheim. Comenzó por podar la película reduciéndola de veintiún rollos a
catorce. Stroheim aceptó a regañadientes los cortes y la película así amputada
inició una carrera comercial salpicada de incidentes y furiosas voces de
protesta. El universo contenido en estado embrionario en Blind husbands se
expandía aquí con enorme fuerza, componiendo un estremecedor retablo de la
depravación de la elegante y decadente aristocracia que frecuentaba el lujoso
mundo de Montecarlo. El propio Stroheim interpretó el papel del repugnante
conde Wladislas Sergius Karamzin, cuyo cadáver es al final arrojado
simbólicamente a una cloaca.
Se elevó un coro de protestas en
torno al film. «Yo mataría a quien fuera
capaz de llevar a mis hijos a verlo», escribió un periodista. El crítico de
Photoplay lo calificó de «un insulto a los
ideales americanos y a la femineidad». Naturalmente, intervinieron los
arreglos para endulzar la versión. El embajador americano que aparece en la
película pasó a convertirse en un simple millonario. Pero a pesar de estos
apaños, Esposas frívolas se revelaba como la más feroz e implacable
acusación llevada jamás al cine del turbio mundo de bajas pasiones que se
esconde hipócritamente bajo el oropel de las plumas, joyas y uniformes del gran
mundo, expuesta con el más violento naturalismo. «Dirán algunos que tengo tendencia a ver lo sórdido —declarará
Stroheim— . No. Lo que ocurre es que hablo también de lo que pasa detrás de las
cortinas que bajaron, detrás de los cerrojos corridos; de lo que la cortesía y
el buen tono quieren que no se hable, porque lo que se hace a escondidas
explica el comportamiento a plena luz y no es posible disociarlos.»
En la plenitud de su prestigio,
formado por el escándalo y las altas recaudaciones, Stroheim abordó Los amores de un príncipe o el carrusel de la vida (Merry-go-round,
1922), que transcurría en la Vierna anterior a 1914.
Pero Thalberg, pragmático hombre de
negocios y poco amigo de los genios, interrumpió el rodaje, despidió a Stroheim e hizo que la película fuese
concluida por el mediocre Rupert Julián,
a pesar de lo cual la película conservó incisivos apuntes críticos sobre la
aristocracia vienesa anterior a la primera guerra mundial. Malos resultados da
el ser genio en la Meca
del cine. Lo estamos viendo con Stroheim
y lo veremos luego con Chaplin y con
Orson Welles. Pero a pesar de su
fama de extravagante y despilfarrador, la
Me tro se decidió a jugar la carta de la genialidad y
contrató al pobre Stroheim —bien que
le iba a pesar— para adaptar al cine en Avaricia (Creed, 1923) la novela naturalista Mac Teague,
del escritor norteamericano Frank Norris, seguidor de Zola.
El argumento de Avaricia expone cómo el joven Mac Teague (Gibson Gowland) abandona
su oficio de minero para instalarse como dentista en San Francisco. Allí conoce
y se enamora de Trina Sieppe (Zasu Pitts), novia de su amigo Marcus (Jean
Hersholt). Mac Teague y Trina se casan, por lo que Marcus, rencoroso, le
denuncia por ejercer como dentista sin tener diploma. Las relaciones entre los
esposos se hacen tensas, agravadas por las consecuencias económicas del
desempleo. En ella se despierta un creciente sentido de la avaricia, mientras
su marido se entrega al alcohol y la maltrata. Un día asesina a su esposa y
huye con el dinero que ella guardaba celosamente. La policía averigua que ha
huido al Valle de la Muerte
y Marcus, acuciado por el rencor y por la recompensa ofrecida, parte en su busca
y le halla en pleno desierto. Encadena una de sus muñecas a la de Mac Teague con unas esposas, pero en el curso de la
pelea Mac Teague mata a Marcus y, perdida la llave de las esposas, queda unido
a su cadáver en la abrasadora soledad del Valle de la Muerte.
En Avaricia podía dar Stroheim rienda suelta a su desenfrenada
pasión naturalista, a su amor por el detalle verdadero y exacto, que le había
llevado al extremo, en Esposas frívolas, de colocar timbres auténticos en
las habitaciones a pesar de ser una película muda. Decidió que Avaricia
debía rodarse en los mismos lugares que describe la novela, por lo que,
anticipándose a los maestros del cine ruso y preludiando las técnicas del
neorrealismo, alquiló una auténtica mina abandonada, llevó su equipo al
tórrido Valle de la Muerte
y rodó los interiores en una casa del barrio viejo de San Francisco, sin
eliminar los techos, innovación técnica que sería abandonada hasta la
aparición de Ciudadano Kane (1941)
de Welles.
Con el
material rodado durante nueve meses montó Stroheim
una copia de cuarenta y dos rollos, es decir, de más de ocho horas de
proyección. Pero los dirigentes de la
Metro juzgaron que
tan desmesurada longitud impedía su explotación y el propio Stroheim la redujo a treinta rollos. Los
hombres de negocios no se sintieron satisfechos y exigieron una nueva poda, y
luego otra, y otra, con la intervención de las
manos pecadoras de Rex Ingram y de June Mathis. Se dice que Stroheim "lloró como un niño ante aquellos
crueles tijeretazos que le arrancaban parte de sus entrañas”. La versión
comercial definitiva, que Stroheim no
aceptó, quedó reducida a diez rollos (2 h, 45 min.). Con
razón podría decir: «Lo que yo hago en
dos años de intenso trabajo, me lo destroza un hombre que cobra cincuenta
dólares y que no tiene en la cabeza más que un sombrero, en dos semanas.»
A pesar de
sus bárbaras mutilaciones, Avaricia nos sigue pareciendo
hoy como una gran obra maestra, mojón
capital en la historia del realismo cinematográfico. Con fidelísimo respeto
a la novela original, Stroheim
estructuró su película sobre la evolución minuciosamente examinada de la
psicología de los personajes, bajo la influencia de la sordidez del medio y de
sus mutuas relaciones. Esta gradual transformación de los caracteres, técnica
novelística que por primera vez se aplicaba a la narrativa cinematográfica,
explica la gran longitud requerida por Stroheim
para componer su impresionante retablo sobre
la degradación humana, y la pasión por el dinero, que además de ser un estudio
de conductas era un veraz retrato de la condición del proletariado y de la
pequeña burguesía de una gran ciudad norteamericana de finales de siglo.
Película psicológica y social, a la vez, en su exigencia de vincular los individuos al
medio ambiente utilizó magistralmente la fotografía con gran profundidad de
campo, que en la sensacional escena de la boda de Trina y Mac Teague permite
mostrar en último término, a través de la ventana, el paso de un cortejo
fúnebre por la calle. También este recurso expresivo no sería plenamente
reactualizado hasta la aparición de Orson Welles, dieciocho años más tarde.
Pero la carrera de Stroheim estaba destinada a tropezar
sistemáticamente con la incomprensión de los productores, los censores, los
críticos y las ligas puritanas. Avaricia fue un fracaso comercial y
para poder subsistir, aceptó Stroheim
llevar a la pantalla una versión de La viuda alegre (The merry widow, 1925), con Mae Murray, la que hacía
temblar al león de la Metro.
Du rante el rodaje del film, Stroheim disputó con Mae Murray y los dirigentes de la Metro decidieron sustituir
al realizador por Monta Bell, pero el equipo se negó a seguir trabajando sin Stroheim y así pudo concluir el film.
Con sus incisivas anotaciones críticas sobre la aristocracia vienesa, esta película
puede hacer pensar en las sátiras del mundo elegante de Lubitsch, aunque sus estilos se diferencian en la medida que, como
ha señalado el propio Stroheim, aquél nos muestra a un rey en su trono antes
de llevarle al dormitorio, mientras que Stroheim
nos lo enseña primero en el dormitorio, para que cuando lo veamos en su trono
no nos hagamos ninguna ilusión sobre él.
La viuda alegre fue un éxito de taquilla, que
permitió a Stroheim realizar La
marcha nupcial (The wedding march, 1927),
otra obra maestra que debía durar tres horas, pero que tuvo también tropiezos
con la producción, quedando amputada de su segunda parte Luna de mil (Honeymoon),
que montó Josef von Sternberg y no
se exhibió en los Estados Unidos. Stroheim encarnaba aquí al príncipe austríaco
Nikki, por una vez no convertido en monstruo de perversión, sino en el producto
y víctima de una sociedad corrompida y de unos padres que le hacen rechazar a
la mujer humilde que ama (Fay Wray) para aceptar el matrimonio de intereses
con la cojita. Cecilia Schweisser (Zasu Fitts), hija de un acaudalado
fabricante de callicidas. Tampoco pudo concluir Stroheim La reina Kelly (Queen Kelly, 1928),
de cuyos residuos emergen con poderosísima fuerza sus obsesiones personales: la
colegiala (Gloria Swanson) a la que se le caen las bragas ante todo un
escuadrón de dragones, la barroca alcoba de la libidinosa reina (Seéna Owen)
con sus Cupidos, su champagne y, sobre la mesita de noche, el crucifijo junto al
Decamerón y la morfina.
Con el desastre de La
reina Kelly; interrumpido por orden de su productora y protagonista (Gloria
Swanson, se quebró para siempre la carrera
de uno de los más gigantescos creadores del séptimo arte. Por ser un
implacable moralista, tropezó una y otra vez con los prejuicios de la moral convencional
y pacata. Nunca se vio ni se verá tanta
ferocidad en la descripción de la mezquindad y bajezas humanas como en la obra
de Stroheim. Cierto es que su
actitud moralista se limita, casi siempre, a una virulenta crítica de costumbres. No es un crítico revolucionario
al estilo de Buñuel, con quien a veces se le ha comparado, y el mundo
que critica es siempre demasiado excepcional. Para Buñuel, por ejemplo, el amor
se convierte en un sentimiento liberador y revolucionario, pero Stroheim, que es un necrómano social, casi siempre lo contempla desde el ángulo
de la perversión sexual y la aberración patológica.
Su arrolladora pasión naturalista,
que le llevaba a acumular detalles y más detalles en los decorados y en la
caracterización de los personajes, convertía sus escenografías en cuadros barrocos,
que trascendían el realismo para aproximarse al expresionismo. En sus obras
convergen muchas resonancias estilísticas. Ya hemos citado el mundo elegante de
Lubitsch. Podría asociarse el nombre
de Pabst a su gusto por la sordidez
como material dramático y su uso de lo «ornamental
expresivo», y el de Sternberg
por su barroquismo escénico y su interés por los temas sexuales. Con Stroheim culmina y se destruye la
estética del cine mudo. André Bazin ha escrito un juicio certero sobre su obra:
«Es necesario que un lenguaje exista para
que destruirlo sea un progreso. La obra de Stroheim
es la negación de todos los valores cinematográficos de su época.» En
efecto, a la discontinuidad del cine mudo, basado en el arte del montaje y en
la hipertrofia significativa del plano, Stroheim
opuso —como Murnau— la continuidad y
coherencia espacio-temporal de las escenas, convertidas en unidades de acción
dramática. Este paso de gigante no hace sino anunciar, de un modo profético, la
estructura narrativa propia del cine sonoro que ya está a punto de nacer.
Erich von Stroheim |
lunes, 20 de agosto de 2012
El séptimo cielo – Frank Borzage
Seventh
Heaven
Director:
Frank Borzage.
Guión:
Benjamin F. Glazer,
basado en la obra homónima de Austin Strong.
Productora: Frank
Borzage para William Fox-Fox Film Corporation.
Estreno:
25 de mayo de 1927.
País:
EEUU.
Chico
Robas trabaja como alcantarillero en los suburbios de París. Al salir a
almorzar, ve cómo una muchacha, Diana, está siendo estrangulada por otra, que resulta
ser su hermana alcohólica Nana. Chico pone en fuga a Nana, la cual, detenida
más tarde en una redada denuncia a Diana. Para salvarla, Chico declara a los guardias
que es su mujer y se la lleva a su buhardilla. A la mañana siguiente, Chico se
incorpora a su nuevo trabajo de regador de calles. Tras la llegada de un
inspector de policía para verificar la declaración de Chico, éste invita a
Diana a quedarse en su casa, y poco después la pide en matrimonio.
En
ese momento, la multitud anuncia en la calle el estallido de la guerra y la
movilización es inmediata. Antes de partir, Chico declara a Diana su amor,
juntos pronuncian las palabras rituales de una boda, y él le dice que a esa
hora (a las 11) todos los días estará con ella.
Los
ejércitos invasores provocan una oleada de muerte, y en su avance hacia París,
cruzan el Mame. El ejército francés manda requisar todos los vehículos, y los soldados
son enviados al frente. Se lucha encarnizadamente. Todas las mañanas, a las 11,
Chico y Diana piensan el uno en el otro.
Pasan
los años. Los combates se suceden y en una batalla Chico es malherido. El día
del armisticio, Diana es informada de la muerte de su amado. La muchacha se desespera,
pero en su interior algo le dice que su amado vive. Efectivamente, al dar las
11, Chico aparece en la casa; esta ciego, pero su fe en Dios le ha guiado por
entre la muchedumbre hasta ella. Ambos se funden en un apasionado abrazo.
Frank
Borzage comienza su carrera cinematográfica como actor, y hasta 1916 no se
convierte en director de cine. En 1920 obtiene con Humoresque su primer
éxito importante y en 1926 firma un contrato con la Fox , la compañía en la que va
a desarrollar todo su talento.
Seventh
Heaven es un
melodrama en el que están incluidos todos los elementos que van a definir la
obra posterior del realizador, características que convertirán a Borzage en el
cineasta favorito del público americano del momento. En un París idealizado, el
director nos refiere su poética visión de dos seres marginales, que se mueven
en un pequeño mundo, ajenos a la metrópoli que les rodea. Su limitado espacio
va desde las alcantarillas hasta una mísera buhardilla.
La
idealización, que de la pequeña morada realiza la pareja, nos describe
perfectamente tanto su mentalidad provinciana como la intensidad de su amor, al
transformar su hogar, un ático próximo a las estrellas, en el séptimo cielo. La
exaltación romántica de la pasión se convierte, de ese modo, en la esencia
principal del film. El sentimiento que sienten el uno por el otro es la base de
su existencia y está más allá de la vida terrena; hasta el punto de no
conceder, en su fortaleza, ni tan siquiera a la muerte, la posibilidad de
separarlos.
Tras
un preestreno el 6 de mayo de 1927 en el Carthay Circle Theatre de Los Angeles,
la película se estrena oficialmente el 25 de mayo en el Sam H. Harris Theatre
de Nueva York, con banda sonora acoplada y precedida de unos cortos sonoros de Raquel
Meller y Gertrude Lawrence.
El
film obtiene el beneplácito de la crítica y una enorme resonancia popular. La
industria cinematográfica se suma a su éxito, concediendo a la película tres
Premios de la Academia ,
correspondientes al mejor director, Frank Borzage; mejor actriz, Janet Gaynor;
y mejor guión adaptado. En 1937, Henry King realizará un interesante remake con
James Stewart y Simone Simon, que sin embargo, no va a alcanzar la calidad ni
el éxito de su precedente.
...Y el mundo marcha - King Vidor
The
Crowd
Director: King
Vidor.
Guión: King Vidor,
John V.A. Weaver, Harry Behn, según un argumento de King Vidor.
Productora:
King Vidor, Irving Thalberg
para Metro Goldwyn Mayer.
Estreno:
18 de febrero de
1928.
País: EEUU.
4 de
Julio de 1890. Día de la
Fiesta Nacional. La señora Sims muere al dar a luz a su hijo
John. Doce años más tarde, el pequeño recibe la noticia de la muerte de su
padre.
1921.
El joven John, que llega a Nueva York lleno de ilusiones y expectativas,
consigue un empleo en una enorme oficina. Su compañero Bert le presenta a Mary
y a otra amiga. Los cuatro pasan juntos un día de asueto en Coney Island. John
y Mary se enamoran. Tiempo después, un gentío despide a la pareja cuando parten
con destino a Niágara a pasar su luna de miel.
Con
la rutina comienzan los problemas. Un día de Nochebuena, durante la visita de
su suegra y sus dos cuñados, John sale a comprar bebida, se encuentra con Bert
y regresa borracho. Las fricciones entre el matrimonio aumentan día a día, aunque
se alivian ligeramente tras el nacimiento en octubre de su hijo. En los
siguientes cinco años les ocurren dos acontecimientos importantes: el
nacimiento de una niña y una subida salarial de ocho dólares. Su suerte parece
cambiar cuando John consigue el primer premio en un concurso de slogans y
quinientos dólares, pero durante la celebración, un camión atropella a la niña
y la mata. John entonces se desploma.
Incapaz
de concentrarse en su trabajo, es amonestado por ello, por lo que, furioso, se
despide. Desmotivado, no le satisface ninguno de los empleos que se le
presentan, incluso rechaza el ofrecimiento de sus cuñados, lo que hace que Mary
se plantee abandonarle. John desesperado, intenta lanzarse a un tren, pero le falta
valor. De vuelta a casa, encuentra un empleo como hombre-anuncio. Puede
ser la oportunidad para comenzar de nuevo. John, Mary y el niño ríen juntos presenciando
un espectáculo de vodevil.
El
enorme éxito alcanzado por El gran desfile (The Big Parade, 1925),
otorga a King Vidor un prestigio dentro de la Metro , que lleva a Irving Thalberg a consentir al
director el rodaje de un film experimental, que narra la historia de un hombre corriente
intentado triunfar en la gran ciudad.
Con
una narrativa excepcional, Vidor convierte un relato cotidiano, carente de
lances espectaculares, en el más profundo y demoledor estudio del hombre llevado
nunca a la pantalla. La fatalidad, la quiebra del sueño americano y el hastío
conyugal enmarcan la vida de un hombre que lucha denodadamente por destacar
entre «la multitud», esa marabunta fría y deshumanizada que puebla las grandes
ciudades y cuyo poder devastador, será conocido por el individuo luego de su
fracaso. En última instancia y sumido en la más absoluta desesperación, el
hombre encuentra las fuerzas suficientes para luchar, y así reintegrarse en la
masa de la que siempre soñó salir. Aunque se proponen varios finales
alternativos, el amargo optimismo que desprende el elegido, difícilmente podría
haber sido superado por ningún otro.
No
limitándose a ser portadora de un discurso sobrecogedor, la película enmarca
éste impecablemente. En una de las escenas iniciales, se retrata la
insignificancia del individuo ante la urbe de una manera implacable.
Mostrándonos
en un contrapicado un enorme rascacielos, la cámara asciende hacia él y se introduce
por una de sus ventanas. Se nos aparece una oficina gigante repleta de mesas
dispuestas en hileras y finalmente se acerca a una de ellas: la que ocupa el
protagonista. Mediante esta genialidad técnica, el hombre queda integrado en la
multitud.
Un
demoledor colectivo, que ya está dispuesto a convertir sus sueños en
pesadillas, sin ni siquiera inmutarse por ello.
El
film se estrena el 18 de febrero de 1918 en el Capitol de Nueva York. A pesar
de no obtener un gran éxito comercial, la crítica acoge a The Crowd con
entusiasmo, calificándola de una de las obras cumbres de la cinematografía de todos tiempos y atisbando los valores
de la que es, sin duda, «excepcional».
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