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Europeos en la capital del cine (2)
El romanticismo anarquista de Sternberg,
su gusto por los ambientes turbios y equívocos y su barroquismo formal serán
también características que aparecerán en la obra de otro austríaco de tremenda personalidad, Erich von Stroheim, uno de los grandes
titanes del cine mudo, al que la industria de Hollywood acallará para siempre en
1928, después de hacer añicos su obra y en la plenitud de su madurez
creadora. La
aventura cinemato gráfica de Erich Oswald Stroheim es una de las más apasionantes, comenzando
por sus inciertos orígenes, ya que después de haberse creído durante muchos
años que procedía de la alta nobleza austríaca -hijo del coronel del 6°
Regimiento de Dragones y de una dama de la emperatriz de
Austria- y que había emigrado a los Estados Unidos por un asunto de honor, recientes
investigaciones parecen confirmar que nació en Viena en 1885, hijo de un
comerciante judío dedicado a la fabricación de sombreros de fieltro y de paja.
Lo que sí sabemos, es que, por oscuras razones marchó a los
Estados Unidos hacia 1909, en donde vivió los azares de la emigración,
empleándose en los oficios más variados y sorprendentes. Fue, entre otras
cosas, vendedor de globos, profesor de equitación, charlatán en un restaurante
bávaro, empaquetador, soldado, mozo de cuadra, representante de una marca de
papel matamoscas, recepcionista de hotel y capitán del ejército mexicano. Este
pintoresco catálogo de quehaceres, que le empujaron de un extremo a otro del
país, le permitió profundizar en el
conocimiento de la
naturaleza humana , con sus debilidades, sus lacras y sus
mezquindades, que aparecerían luego en el amargo e impresionante retablo de su
obra. Su errabundo itinerario le llevó a recalar en el Hollywood de los
años heroicos, al que llegó Stroheim
después de haber tanteado sin buenos resultados la for tuna literaria, comenzando
a trabajar como humilde extra en 1914. De simple figurante ascendió pronto a stunt-man, es decir, a doble especializado en escenas de riesgo
físico, y a asesor militar, empleo que ejerció en varias ocasiones junto a
D. W. Griffith, que le utilizó como
figurante en un papel minúsculo de El nacimiento de una nación y como
ayudante de dirección y actor (en un papel de fariseo) en Intoleracia.
Metido de lleno en el remolino del
naciente Hollywood, Stroheim comenzó a destacar como actor al que la dureza de
sus rasgos físicos le encasilló en papeles de personajes crueles, con
frecuencia como oficial alemán, etiquetado con el slogan «el hombre que a usted le gusta odiar» y con terribles leyendas tejidas
en torno a su figura, como la de que bebía una taza de sangre para desayunar.
Pero las aspiraciones de Stroheim
apuntaban mucho más alto y en 1918 convenció a Carl Laemmle, emigrante centroeuropeo
como él, para que le diese la oportunidad de dirigir Blind husbands, que
prefigura ya muchos aspectos de su gran obra posterior.
La acción de Blind husbands se sitúa, como varias de sus películas, en Europa
Central, en una aldea austríaca de montaña, antes de 1914, y además de su función
de director Stroheim encarna al oficial Erich von Steuben, que fiel a su
repulsivo arquetipo es un conquistador impenitente que trata de seducir a la
esposa de un médico americano y que finalmente muere destrozado entre los
peñascos de los Alpes Dolomitas. La película obtuvo tan buenas recaudaciones
que Laemmle no vaciló en darle carta blanca para la realización de Esposas
frívolas (Foolish wives, 1921),
para cuyo rodaje reconstruyó en el estudio el Casino de Montecarlo y sus
alrededores, con toda meticulosidad, ante la mirada complaciente de su
productor, que anuncia muy ufano su obra como «el primer film del millón de dólares» y hace poner dos barras
verticales a la inicial de su realizador, transformándola en la divisa del
dólar.
Todo fue sobre ruedas hasta que Irving Thalberg fue promovido a un
alto cargo ejecutivo en la
Universal y decidió frenar el impetuoso genio creador de
Stroheim. Comenzó por podar la película reduciéndola de veintiún rollos a
catorce. Stroheim aceptó a regañadientes los cortes y la película así amputada
inició una carrera comercial salpicada de incidentes y furiosas voces de
protesta. El universo contenido en estado embrionario en Blind husbands se
expandía aquí con enorme fuerza, componiendo un estremecedor retablo de la
depravación de la elegante y decadente aristocracia que frecuentaba el lujoso
mundo de Montecarlo. El propio Stroheim interpretó el papel del repugnante
conde Wladislas Sergius Karamzin, cuyo cadáver es al final arrojado
simbólicamente a una cloaca.
Se elevó un coro de protestas en
torno al film. «Yo mataría a quien fuera
capaz de llevar a mis hijos a verlo», escribió un periodista. El crítico de
Photoplay lo calificó de «un insulto a los
ideales americanos y a la femineidad». Naturalmente, intervinieron los
arreglos para endulzar la versión. El embajador americano que aparece en la
película pasó a convertirse en un simple millonario. Pero a pesar de estos
apaños, Esposas frívolas se revelaba como la más feroz e implacable
acusación llevada jamás al cine del turbio mundo de bajas pasiones que se
esconde hipócritamente bajo el oropel de las plumas, joyas y uniformes del gran
mundo, expuesta con el más violento naturalismo. «Dirán algunos que tengo tendencia a ver lo sórdido —declarará
Stroheim— . No. Lo que ocurre es que hablo también de lo que pasa detrás de las
cortinas que bajaron, detrás de los cerrojos corridos; de lo que la cortesía y
el buen tono quieren que no se hable, porque lo que se hace a escondidas
explica el comportamiento a plena luz y no es posible disociarlos.»
En la plenitud de su prestigio,
formado por el escándalo y las altas recaudaciones, Stroheim abordó Los amores de un príncipe o el carrusel de la vida (Merry-go-round,
1922), que transcurría en la Vierna anterior a 1914.
Pero Thalberg, pragmático hombre de
negocios y poco amigo de los genios, interrumpió el rodaje, despidió a Stroheim e hizo que la película fuese
concluida por el mediocre Rupert Julián,
a pesar de lo cual la película conservó incisivos apuntes críticos sobre la
aristocracia vienesa anterior a la primera guerra mundial. Malos resultados da
el ser genio en la Meca
del cine. Lo estamos viendo con Stroheim
y lo veremos luego con Chaplin y con
Orson Welles. Pero a pesar de su
fama de extravagante y despilfarrador, la
Me tro se decidió a jugar la carta de la genialidad y
contrató al pobre Stroheim —bien que
le iba a pesar— para adaptar al cine en Avaricia (Creed, 1923) la novela naturalista Mac Teague,
del escritor norteamericano Frank Norris, seguidor de Zola.
El argumento de Avaricia expone cómo el joven Mac Teague (Gibson Gowland) abandona
su oficio de minero para instalarse como dentista en San Francisco. Allí conoce
y se enamora de Trina Sieppe (Zasu Pitts), novia de su amigo Marcus (Jean
Hersholt). Mac Teague y Trina se casan, por lo que Marcus, rencoroso, le
denuncia por ejercer como dentista sin tener diploma. Las relaciones entre los
esposos se hacen tensas, agravadas por las consecuencias económicas del
desempleo. En ella se despierta un creciente sentido de la avaricia, mientras
su marido se entrega al alcohol y la maltrata. Un día asesina a su esposa y
huye con el dinero que ella guardaba celosamente. La policía averigua que ha
huido al Valle de la Muerte
y Marcus, acuciado por el rencor y por la recompensa ofrecida, parte en su busca
y le halla en pleno desierto. Encadena una de sus muñecas a la de Mac Teague con unas esposas, pero en el curso de la
pelea Mac Teague mata a Marcus y, perdida la llave de las esposas, queda unido
a su cadáver en la abrasadora soledad del Valle de la Muerte.
En Avaricia podía dar Stroheim rienda suelta a su desenfrenada
pasión naturalista, a su amor por el detalle verdadero y exacto, que le había
llevado al extremo, en Esposas frívolas, de colocar timbres auténticos en
las habitaciones a pesar de ser una película muda. Decidió que Avaricia
debía rodarse en los mismos lugares que describe la novela, por lo que,
anticipándose a los maestros del cine ruso y preludiando las técnicas del
neorrealismo, alquiló una auténtica mina abandonada, llevó su equipo al
tórrido Valle de la Muerte
y rodó los interiores en una casa del barrio viejo de San Francisco, sin
eliminar los techos, innovación técnica que sería abandonada hasta la
aparición de Ciudadano Kane (1941)
de Welles.
Con el
material rodado durante nueve meses montó Stroheim
una copia de cuarenta y dos rollos, es decir, de más de ocho horas de
proyección. Pero los dirigentes de la
Metro juzgaron que
tan desmesurada longitud impedía su explotación y el propio Stroheim la redujo a treinta rollos. Los
hombres de negocios no se sintieron satisfechos y exigieron una nueva poda, y
luego otra, y otra, con la intervención de las
manos pecadoras de Rex Ingram y de June Mathis. Se dice que Stroheim "lloró como un niño ante aquellos
crueles tijeretazos que le arrancaban parte de sus entrañas”. La versión
comercial definitiva, que Stroheim no
aceptó, quedó reducida a diez rollos (2 h, 45 min.). Con
razón podría decir: «Lo que yo hago en
dos años de intenso trabajo, me lo destroza un hombre que cobra cincuenta
dólares y que no tiene en la cabeza más que un sombrero, en dos semanas.»
A pesar de
sus bárbaras mutilaciones, Avaricia nos sigue pareciendo
hoy como una gran obra maestra, mojón
capital en la historia del realismo cinematográfico. Con fidelísimo respeto
a la novela original, Stroheim
estructuró su película sobre la evolución minuciosamente examinada de la
psicología de los personajes, bajo la influencia de la sordidez del medio y de
sus mutuas relaciones. Esta gradual transformación de los caracteres, técnica
novelística que por primera vez se aplicaba a la narrativa cinematográfica,
explica la gran longitud requerida por Stroheim
para componer su impresionante retablo sobre
la degradación humana, y la pasión por el dinero, que además de ser un estudio
de conductas era un veraz retrato de la condición del proletariado y de la
pequeña burguesía de una gran ciudad norteamericana de finales de siglo.
Película psicológica y social, a la vez, en su exigencia de vincular los individuos al
medio ambiente utilizó magistralmente la fotografía con gran profundidad de
campo, que en la sensacional escena de la boda de Trina y Mac Teague permite
mostrar en último término, a través de la ventana, el paso de un cortejo
fúnebre por la calle. También este recurso expresivo no sería plenamente
reactualizado hasta la aparición de Orson Welles, dieciocho años más tarde.
Pero la carrera de Stroheim estaba destinada a tropezar
sistemáticamente con la incomprensión de los productores, los censores, los
críticos y las ligas puritanas. Avaricia fue un fracaso comercial y
para poder subsistir, aceptó Stroheim
llevar a la pantalla una versión de La viuda alegre (The merry widow, 1925), con Mae Murray, la que hacía
temblar al león de la Metro.
Du rante el rodaje del film, Stroheim disputó con Mae Murray y los dirigentes de la Metro decidieron sustituir
al realizador por Monta Bell, pero el equipo se negó a seguir trabajando sin Stroheim y así pudo concluir el film.
Con sus incisivas anotaciones críticas sobre la aristocracia vienesa, esta película
puede hacer pensar en las sátiras del mundo elegante de Lubitsch, aunque sus estilos se diferencian en la medida que, como
ha señalado el propio Stroheim, aquél nos muestra a un rey en su trono antes
de llevarle al dormitorio, mientras que Stroheim
nos lo enseña primero en el dormitorio, para que cuando lo veamos en su trono
no nos hagamos ninguna ilusión sobre él.
La viuda alegre fue un éxito de taquilla, que
permitió a Stroheim realizar La
marcha nupcial (The wedding march, 1927),
otra obra maestra que debía durar tres horas, pero que tuvo también tropiezos
con la producción, quedando amputada de su segunda parte Luna de mil (Honeymoon),
que montó Josef von Sternberg y no
se exhibió en los Estados Unidos. Stroheim encarnaba aquí al príncipe austríaco
Nikki, por una vez no convertido en monstruo de perversión, sino en el producto
y víctima de una sociedad corrompida y de unos padres que le hacen rechazar a
la mujer humilde que ama (Fay Wray) para aceptar el matrimonio de intereses
con la cojita. Cecilia Schweisser (Zasu Fitts), hija de un acaudalado
fabricante de callicidas. Tampoco pudo concluir Stroheim La reina Kelly (Queen Kelly, 1928),
de cuyos residuos emergen con poderosísima fuerza sus obsesiones personales: la
colegiala (Gloria Swanson) a la que se le caen las bragas ante todo un
escuadrón de dragones, la barroca alcoba de la libidinosa reina (Seéna Owen)
con sus Cupidos, su champagne y, sobre la mesita de noche, el crucifijo junto al
Decamerón y la morfina.
Con el desastre de La
reina Kelly; interrumpido por orden de su productora y protagonista (Gloria
Swanson, se quebró para siempre la carrera
de uno de los más gigantescos creadores del séptimo arte. Por ser un
implacable moralista, tropezó una y otra vez con los prejuicios de la moral convencional
y pacata. Nunca se vio ni se verá tanta
ferocidad en la descripción de la mezquindad y bajezas humanas como en la obra
de Stroheim. Cierto es que su
actitud moralista se limita, casi siempre, a una virulenta crítica de costumbres. No es un crítico revolucionario
al estilo de Buñuel, con quien a veces se le ha comparado, y el mundo
que critica es siempre demasiado excepcional. Para Buñuel, por ejemplo, el amor
se convierte en un sentimiento liberador y revolucionario, pero Stroheim, que es un necrómano social, casi siempre lo contempla desde el ángulo
de la perversión sexual y la aberración patológica.
Su arrolladora pasión naturalista,
que le llevaba a acumular detalles y más detalles en los decorados y en la
caracterización de los personajes, convertía sus escenografías en cuadros barrocos,
que trascendían el realismo para aproximarse al expresionismo. En sus obras
convergen muchas resonancias estilísticas. Ya hemos citado el mundo elegante de
Lubitsch. Podría asociarse el nombre
de Pabst a su gusto por la sordidez
como material dramático y su uso de lo «ornamental
expresivo», y el de Sternberg
por su barroquismo escénico y su interés por los temas sexuales. Con Stroheim culmina y se destruye la
estética del cine mudo. André Bazin ha escrito un juicio certero sobre su obra:
«Es necesario que un lenguaje exista para
que destruirlo sea un progreso. La obra de Stroheim
es la negación de todos los valores cinematográficos de su época.» En
efecto, a la discontinuidad del cine mudo, basado en el arte del montaje y en
la hipertrofia significativa del plano, Stroheim
opuso —como Murnau— la continuidad y
coherencia espacio-temporal de las escenas, convertidas en unidades de acción
dramática. Este paso de gigante no hace sino anunciar, de un modo profético, la
estructura narrativa propia del cine sonoro que ya está a punto de nacer.
Erich von Stroheim |
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