martes, 21 de agosto de 2012

El arte mudo - Europeos en la capital del cine (1) - Roman Gubern


Europeos en la capital del cine  (1)

El apogeo comercial de Hollywood le ha convertido en un crisol en donde se funden emigrantes llegados de los cuatro pun­tos cardinales. Ya vimos cómo a lo largo de los años veinte lo mejor del cine alemán fue a parar a los Estados Unidos, en hábil maniobra del banquero Morgan y de sus acólitos, y cómo de la hecatombe del cine sueco fueron a dar Sjóstróm, Stiller y la Garbo con sus huesos en Hollywood. Pero tampoco es de despre­ciar la hornada de húngaros que por estos años irán arribando a la Meca del cine, como Bela Lugosi (1921), Paul Fejos (1923), Lya de Putti (1926), Alexander Korda (1926) y Michael Curtiz (1926). Procedentes de Francia llegan también William Wyler (1921) y Jacques Feyder (1929) y de Inglaterra James Whale (1929), que alcanzará la fama dando vida al monstruo de Frankenstein, no en el laboratorio como quiso Mary W. Shelley, sino en la pantalla. Alemanes, austríacos, húngaros, belgas, polacos y rusos se fundefen en la nueva Babel, atraídos por prometedores contratos o, simplemente, cediendo a la tentación de probar for­tuna en la feria del cine.
De todo hay entre estos emigrantes, pero en conjunto la apor­tación europea no resultará nada desdeñable a la hora del balance histórico. De los húngaros veremos a Curtiz seguir puntualmente los pasos de De Mille con El arca de Noé (Noah's ark, 1928), película que se sitúa en el marco de la primera guerra mundial, pero que retrotrae sus personajes a la época de la catástrofe bíbli­ca, y cuyo descomunal Diluvio atraviesa fácilmente las capas de la sensibilidad popular, permeables a los fastos de las grandes reconstrucciones bíblicas. Por el momento, la obra de Paul Fejos tiene superior interés. Con sólo cinco mil dólares realizó The last moment (1927), película experimental que desarrollaba en imá­genes la teoría de que los ahogados, en sus últimos momentos, recuerdan detalladamente todos los hechos de su vida. El público americano recibió muy mal este ensayo psicoanalítico y vanguar­dista, pero Chaplin lo defendió públicamente con encendidos elo­gios y así pudo Fejos rodar Soledad (Lonesome, 1928) que sería la mejor pieza de su irregular carrera.
La acción de Soledad transcurre entre la tarde del sábado y el amanecer del domingo, casi íntegramente en el parque de atracciones del Luna Park neoyorkino, en donde se conocen y viven un intenso idilio el mecánico Jim (Glenn Tryon) y la tele­fonista Mary (Barbara Kent). Pero la multitud les separa acciden­talmente y regresan consternados a sus hogares, sin saber que el uno vive al lado del otro. Cuando Jim evoque su breve historia de amor poniendo en su tocadiscos la melodía de moda Always, descubrirán los dos su casual vecindad. No puede pedirse mayor simplicidad argumental (ni siquiera existe el clásico triángulo) a esta obra poética y delicadamente intimista, que sorprende tam­bién por su veraz y penetrante observación de las costumbres y diversiones de los pequeños empleados de una gran ciudad ame­ricana. Su calidad poética y su valor documental hacen que olvi­demos de buena gana sus envejecidos efectismos técnicos (sobreimpresiones, efectos de montaje rápido) y la inoportuna banda sonora que, por razones comerciales, se añadió para su explota­ción.
De los suecos, quien se llevará la palma será Greta Garbo, mientras su descubridor y maestro, el pobre Stiller, se hundía en la mediocridad, sin conseguir dirigir una sola de las películas norteamericanas de la estrella. Toda la potencia industrial de Ho­llywood y el genio de Erich Pommer, que para el rodaje de Hotel Imperial (Hotel Imperial, 1926) hizo levantar un enorme com­plejo de ocho habitaciones y proporcionó a Stiller varias cámaras para que funcionaran simultáneamente, no servirán sino para de­mostrar que el alma de los poetas se acomoda mal a los métodos super industrializados de la producción de Hollywood. Veremos lo mismo con el otro titán del cine sueco, Víctor Sjóstróm, que con la notable excepción de El viento (The wind, 1928), con Lillian Gish azotada por el viento que barre las desiertas planicies de Arizona, anda dando penosos traspiés y pasos en falso por los inmensos estudios de la Metro.
Stiller falleció en 1928, a tiempo para ver que su criatura ascendía hasta situarse como un astro solitario en el firmamento de Hollywood. Refugiada en su enigmática soledad, con el estigma de la —real o supuesta— frigidez sexual tejido en torno a su figura, la Garbo llenó con su etapa americana toda una era del cine romántico de Hollywood, que se inició con El torrente (The torrent, 1926), de Monte Blue, adaptación de Entre naran­jos, de Blasco Ibáñez, y concluyó con La mujer de las dos caras (Two faced woman, 1940), de George Cukor. Su famoso «¡Quiero estar sola!» y su independencia de los hombres se plasmó en su mito con una clara preferencia hacia los papeles de mujer soltera, es decir, de mujer libre y con una ambigüedad femenino-masculina que tal vez tuvo su mejor muestra en La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1934), de Rouben Mamoulian. Hoy comienza a discutirse si la Garbo era realmente una gran actriz o, simplemente, un caso monstruoso de fotogenia. Sea como fuere, esta prodigiosa encarnación de uno de los más perdurables espasmos del Romanticismo literario del siglo XIX creó un mito universal al que sólo consiguió hacer sombra otra estrella europea, enfrentándose las dos en la rivalidad de los públicos, el provocativo erotismo carnal de Marlene Dietrich (Paramount) al etéreo misticismo erótico de la «divina Greta» (Metro).
Gracias a la Garbo, Louis B. Mayer fue uno de los produc­tores que mayor tajada sacó de la emigración europea. Fue él también quien importó al belga Jacques Feyder, tránsfugo de los estudios de Viena, Suiza, París y Berlín, que se limitó a dirigir a la Garbo en El beso (The kiss, 1929) y en la versión alemana de Ana Christie (Anna Christie, 1930), para regresar a Francia después de unos trabajos de mero artesanato.
No ha de extrañar que los directores europeos, acostumbra­dos a una relativa libertad artística, encajen mal en la complicada maquinaria industrial de Hollywood, que crea sus productos a la mayor gloria del dólar y con métodos de producción en cadena. «Producir películas con la regularidad de una máquina de hacer salchichas —declarará Stroheim— forzosamente tiene que hacerlas tan parecidas como salchichas.» Y así veremos a gentes de la capacidad de Paul Leni —que creará para la Universal y a partir de El legado tenebroso (The cat and the canary, 1927) la Mystery Comedy de gusto expresionista y con pinceladas de hu­mor—, Erich Pommer o E.A. Dupont convertirse en grises ope­rarios de esta inmensa fábrica de embutidos cinematográficos, luchando a brazo partido para imprimir siquiera sea un asomo de su sello personal a sus productos made in Hollywood.
De entre los que mejor resistieron esta delicada operación de trasplante artístico estuvo el ladino Lubitsch, que llegó a Califor­nia requerido por Mary Pickford y a quien Una mujer de París  de Chaplin hizo abrir los ojos y le orientó hacia la alta comedia mundana, género frívolo de procedencia europea del que se con­vertirá en su más consumado especialista, bordeando las escabro­sidades gracias a la maestría del «toque Lubitsch» (the Lubitsch touch), empleo de sugerencias y elipsis que ha aprendido de la lección chapliniana, alusiones visuales reveladoras —el pars pro toto o sinécdoque del arte retórico— que trenzan y destrenzan sus elegantes enredos ocultados y sugeridos tras puertas que siempre se abren o cierran. Lubitsch fue el fundador de la come­dia ligera americana, ligeramente satírica y ligeramente erótica, que desplazó el humor de sal gruesa y de porrazos creado por Sennett. Durante el período mudo realizó Los peligros del flirt (The marriage circle, 1924), La frivolidad de una dama (Forbidden paradise, 1924) -—ambas con un Adolphe Menjou que pro­cede en línea directa de Una mujer de París—Divorciémonos ( Kiss me again, 1925), El abanico de Lady Windermere (Lady Windermere's fan, 1925), según la obra de Oscar Wilde, y La locura del charlestón (So this is Paris, 1926). Toda una genera­ción de realizadores americanos —Monta Bell, Malcom St. Clair, Frank Tuttle, Harry Beaumont, Roy del Ruth— se coló por esta puerta abierta por Lubitsch, para hacer de la comedia ligera uno de los géneros más cotizados en el país.
William Fox, por su parte, se sintió orgulloso de haber con­seguido atraer a Hollywood a F. W. Murnau, gran maestro del cine alemán, y le dio carta blanca para el rodaje de Amanecer (Sunrise, 1927), sobre un guión de Carl Mayer que adaptaba la novela Viaje a Tilsit, de Hermann Sudermann. De acuerdo con los métodos alemanes de trabajo, construyó Rochus Gliese, junto al lago Arrowhead, los inmensos decorados de la ciudad donde transcurre parte de la película. Nada se escatimó para conseguir la brillantísima factura y el desenfrenado refinamiento estético de tan elemental melodrama. Su argumento, como en las obras de teatro, estaba dividido en tres actos muy bien delimitados, el primero y el tercero desarrollados en clave dramática, de filia­ción expresionista, mientras el segundo era un inserto de come­dia americana, de corte realista y con su correspondiente happy end. Veamos su asunto: un joven campesino (George O'Brien) tiene una aventura amorosa con una mujer de la ciudad (Margaret Livingstone), que le incita a matar a su esposa (Janet Gaynor), planeando llevar a cabo el asesinato en el curso de la travesía del lago, camino de la ciudad. Durante el viaje en barco él titu­bea y su mujer intuye la situación. Su mirada angustiada le hace desistir del intento. Segundo acto: van juntos a la ciudad y su viaje se convierte en una especie de itinerario sentimental, en el curso del cual los esposos van redescubriendo su amor, entre el bullicio y las diversiones ciudadanas. Tercer acto: al caer la tarde regresan a la aldea, pero cuando están atravesando el lago estalla una tempestad, la barca se hunde y el marido, desesperado, cree perder a su esposa, que finalmente es hallada con vida por unos pescadores al amanecer.
Amanecer resulta ser una curiosa componenda artística entre el expresionismo y simbolismo del cine alemán y el realismo americano, con su exigencia comercial de «final feliz». Expresio­nista es la maniquea y simplicísima división, de los personajes, con todas las virtudes del lado de la joven campesina (the country girl) y toda la perversidad de parte de la chica de la ciudad (the city girl). Simbolista es todo el canto idealista al Hombre y a la Mujer y ese «amanecer» de la conciencia al amor. Pero es tam­bién durante un amanecer real cuando la mujer es hallada con vida, y es asimismo realista, con penetrantes observaciones psi­cológicas, toda la parte central que transcurre en la ciudad, de­sarrollada con agudos toques impresionistas.
Murnau navegó entre estas dos aguas con su proverbial maes­tría, dando vida a un brillantísimo concierto de imágenes que, aunque puede tacharse de frío en muchas ocasiones, contiene al­gunos fragmentos de antología. Tal es el caso del virtuoso y complicado travelling que muestra al protagonista acudiendo a una cita nocturna con su amante: la cámara, convertida en sujeto dramático, va precediendo al hombre a través de un paisaje bru­moso, pero luego le abandona y avanza rápidamente para llegar a un claro en donde descubre a su amante aguardándole, que al oír los pasos que se acercan se arregla precipitadamente.
Con tres Oscar a cuestas por su aplaudido Amanecer, F. W. Murnau defraudó con sus dos siguientes películas, Los cuatro diablos (Four devils, 1928) y El pan nuestro de cada día (Our daily bread, 1929), pero volvió a encontrar su inspiración en los mares polinesios, de donde regresó con su obra maestra Tabú (que examinaremos en el apartado del cine documental) y con una maldición pagana sobre su cabeza que, al decir de los supers­ticiosos, le segó la vida a poco de concluir la película.
Mientras Murnau entonaba su canto del cisne, el hebreo aus­tríaco Josef von Sternberg, de padres húngaro-polacos, se afian­zaba como una de las grandes promesas del cine americano. Llega al cine, después de doctorarse en Filosofía, con una pelí­cula experimental, ramificación americana del Kammerspielfilm, financiada por el actor George K. Arthur: The salvation hunters (1925). Rodada en las marismas de San Pedro, al sur de los mue­lles de Los Angeles, The salvation hunters se alineaba, junto a Avaricia, como uno de los primeros aguafuertes de sordidez so­cial realizados en América y costó sólo 5.000 dólares.
Una aventura artística de esta naturaleza resulta siempre insó­lita y peligrosa en la metalizada América, pero de nuevo la voz de Chaplin se alza públicamente en defensa de esta sórdida historia de una prostituta y su amante, y Sternberg puede iniciar su carrera comercial en Hollywood, no tardando en dar su primera campanada con La ley del hampa (Underworld, 1927), cuyo éxito inauguró en el cine americano el gran capítulo del cine de gángsters.
La famosa «Ley seca», nacida de la puritana enmienda 18 de la Constitución americana (1919), tuvo el efecto paradójico de desencadenar una ola de corrupción y delincuencia organizada en las grandes ciudades, en donde los miembros de la mafia italo-americana instalaron sus prósperos negocios clandestinos de bebidas alcohólicas, juego y trata de blancas. Algunos gigantes del hampa —como Al Capone en Chicago y Lucky Luciano en Nueva York— pasaron al primer plano de la mitología popular y era lógico que el cine, el medio de expresión más receptivo a la sensibilidad de las masas, se adueñase de aquel sugestivo v turbio inframundo para elevarlo a las pantallas.
En La ley del hampa Sternberg exponía el drama del gángster Bull Weed (George Bancroft), que se halla en presidio conde­nado por el homicidio de su rival Buck Mulligan (Fred Kohler), y al que ayudan a escapar Rolls Royce (Clive Btook) y su amiguita Feuther (Plumitas) McCoy (Evelyn Brent), antigua amante de Bull Weed. Sin embargo, Bull Weed es localizado y acosado por la policía en su refugio y cuando acuden a ayudarle Rolls Royce y Plumitas, dándose cuenta de que se quieren, les pide que le abandonen.
La ley del hampa aparece dominada por una visión heroica del personaje del gángster, exaltación romántica de la rebeldía del individuo contra la sociedad que le oprime. Esta original perspectiva anarquista es típicamente sternbergiana, como lo es el penetrante estudio del turbio medio social y de los caracteres que componen los bajos fondos. Su densidad dramática derivó también de su construcción en largas escenas, según las leyes de continuidad del cine sonoro, a pesar de ser una cinta muda, de­bido tal vez a la presencia del comediógrafo Ben Hecht como argumentista, que por tal labor recibió el Oscar de 1928.
El gran éxito de La ley del hampa inauguró uno de los géne­ros mayores del cine americano, que alcanzará su plenitud en los años del sonoro. El propio Sternberg avanzó por este sendero de violencia desatada con La redada (The dragnet, 1928) —en donde George Bancroft invirtió su papel, pasando a ser el he­roico policía que lucha contra los gángsters-, Los muelles de Nueva York (The docks of New York, 1928), en donde fiel a su estética personal, Sternberg reconstruyó en los estudios parte de los muelles de Nueva York y barrios adyacentes, con sus bares y cabaretuchos, consiguiendo efectos plásticos de elaborada be­lleza, y Thunderboll (1929), su primera cinta sonora que iniciaba el ciclo de los gángsters en derrota, destinados a concluir sus días en la silla eléctrica.

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