Europeos en la
capital del cine (1)
El apogeo comercial de Hollywood le ha convertido en un crisol en donde
se funden emigrantes llegados de los cuatro puntos cardinales. Ya vimos cómo a
lo largo de los años veinte lo mejor del cine alemán fue a parar a los Estados
Unidos, en hábil maniobra del banquero Morgan y de sus acólitos, y cómo de la
hecatombe del cine sueco fueron a dar Sjóstróm,
Stiller y la Garbo con sus huesos en
Hollywood. Pero tampoco es de despreciar la hornada de húngaros que por estos
años irán arribando a la Meca
del cine, como Bela Lugosi (1921), Paul Fejos (1923), Lya de Putti (1926),
Alexander Korda (1926) y Michael Curtiz (1926). Procedentes de Francia llegan
también William Wyler (1921) y Jacques Feyder (1929) y de Inglaterra James Whale
(1929), que alcanzará la fama dando vida al monstruo de Frankenstein, no en el
laboratorio como quiso Mary W. Shelley, sino en la pantalla. Alemanes,
austríacos, húngaros, belgas, polacos y rusos se fundefen en la nueva Babel,
atraídos por prometedores contratos o, simplemente, cediendo a la tentación de
probar fortuna en la feria del cine.
De todo hay entre estos emigrantes, pero en conjunto la aportación
europea no resultará nada desdeñable a la hora del balance histórico. De los
húngaros veremos a Curtiz seguir
puntualmente los pasos de De Mille con El arca de Noé (Noah's ark, 1928), película que se sitúa en el marco de la primera
guerra mundial, pero que retrotrae sus personajes a la época de la catástrofe
bíblica, y cuyo descomunal Diluvio atraviesa fácilmente las capas de la
sensibilidad popular, permeables a los fastos de las grandes reconstrucciones
bíblicas. Por el momento, la obra de Paul
Fejos tiene superior interés. Con sólo cinco mil dólares realizó The last moment (1927), película
experimental que desarrollaba en imágenes la teoría de que los ahogados, en
sus últimos momentos, recuerdan detalladamente todos los hechos de su vida. El
público americano recibió muy mal este ensayo psicoanalítico y vanguardista,
pero Chaplin lo defendió públicamente con encendidos elogios y así pudo Fejos rodar Soledad (Lonesome, 1928) que sería
la mejor pieza de su irregular carrera.
La acción de Soledad transcurre
entre la tarde del sábado y el amanecer del domingo, casi íntegramente en el
parque de atracciones del Luna Park neoyorkino, en donde se conocen y viven un
intenso idilio el mecánico Jim (Glenn Tryon) y la telefonista Mary (Barbara
Kent). Pero la multitud les separa accidentalmente y regresan consternados a
sus hogares, sin saber que el uno vive al lado del otro. Cuando Jim evoque su
breve historia de amor poniendo en su tocadiscos la melodía de moda Always, descubrirán
los dos su casual vecindad. No puede pedirse mayor simplicidad argumental (ni
siquiera existe el clásico triángulo) a esta obra poética y delicadamente
intimista, que sorprende también por su veraz y penetrante observación de las
costumbres y diversiones de los pequeños empleados de una gran ciudad americana.
Su calidad poética y su valor documental
hacen que olvidemos de buena gana sus envejecidos efectismos técnicos (sobreimpresiones,
efectos de montaje rápido) y la inoportuna banda sonora que, por razones
comerciales, se añadió para su explotación.
De los suecos, quien se llevará la palma será Greta Garbo, mientras su descubridor y maestro, el pobre Stiller, se hundía en la mediocridad,
sin conseguir dirigir una sola de las películas norteamericanas de la estrella.
Toda la potencia industrial de Hollywood y el genio de Erich Pommer, que para el rodaje de Hotel Imperial (Hotel Imperial, 1926) hizo
levantar un enorme complejo de ocho habitaciones y proporcionó a Stiller
varias cámaras para que funcionaran simultáneamente, no servirán sino para demostrar
que el alma de los poetas se acomoda mal a los métodos super industrializados
de la producción de Hollywood. Veremos lo mismo con el otro titán del cine
sueco, Víctor Sjóstróm, que con la
notable excepción de El viento (The wind, 1928), con Lillian Gish azotada por el viento que barre las
desiertas planicies de Arizona, anda dando penosos traspiés y pasos en falso
por los inmensos estudios de la
Metro.
Stiller falleció en
1928, a
tiempo para ver que su criatura ascendía hasta situarse como un astro solitario
en el firmamento de Hollywood. Refugiada en su enigmática soledad, con el estigma
de la —real o supuesta— frigidez sexual tejido en torno a su figura, la Garbo
llenó con su etapa americana toda una era del cine romántico de Hollywood, que
se inició con El torrente (The
torrent, 1926), de Monte Blue, adaptación de Entre naranjos,
de Blasco Ibáñez, y concluyó con La mujer de las dos caras (Two faced woman, 1940), de George Cukor. Su famoso «¡Quiero estar sola!» y su independencia
de los hombres se plasmó en su mito con una clara preferencia hacia los papeles
de mujer soltera, es decir, de mujer libre y con una ambigüedad
femenino-masculina que tal vez tuvo su mejor muestra en La reina Cristina de Suecia (Queen
Christina, 1934), de Rouben Mamoulian. Hoy comienza a
discutirse si la Garbo
era realmente una gran actriz o, simplemente, un caso monstruoso de
fotogenia. Sea como fuere, esta prodigiosa encarnación de uno de los más
perdurables espasmos del Romanticismo literario del siglo XIX creó un mito
universal al que sólo consiguió hacer sombra otra estrella europea,
enfrentándose las dos en la rivalidad de los públicos, el provocativo erotismo
carnal de Marlene Dietrich (Paramount) al etéreo
misticismo erótico de la «divina Greta»
(Metro).
Gracias a la Garbo ,
Louis B. Mayer fue uno de los productores que mayor tajada sacó de la emigración
europea. Fue él también quien importó al belga Jacques Feyder, tránsfugo de los estudios de Viena, Suiza, París y
Berlín, que se limitó a dirigir a la
Garbo en El beso (The kiss, 1929) y en la versión alemana de Ana Christie (Anna Christie, 1930), para
regresar a Francia después de unos trabajos de mero artesanato.
No ha de extrañar que los directores europeos, acostumbrados
a una relativa libertad artística, encajen mal en la complicada maquinaria
industrial de Hollywood, que crea sus productos a la mayor gloria del dólar y
con métodos de producción en cadena. «Producir
películas con la regularidad de una máquina de hacer salchichas —declarará Stroheim— forzosamente tiene que hacerlas
tan parecidas como salchichas.» Y así veremos a gentes de la capacidad de Paul Leni —que creará para la Universal y a partir de El legado tenebroso (The cat and the
canary, 1927) la Mystery
Comedy de
gusto expresionista y con pinceladas de humor—, Erich
Pommer o E.A. Dupont convertirse en grises
operarios de esta inmensa fábrica de embutidos cinematográficos, luchando a
brazo partido para imprimir siquiera sea un asomo de su sello personal a sus
productos made in Hollywood.
De entre los que mejor resistieron esta delicada operación de trasplante
artístico estuvo el ladino Lubitsch,
que llegó a California requerido por Mary
Pickford y a quien Una mujer de París
de Chaplin hizo abrir los ojos y le
orientó hacia la alta comedia mundana,
género frívolo de procedencia europea del que se convertirá en su más
consumado especialista, bordeando las escabrosidades gracias a la maestría del
«toque
Lubitsch» (the Lubitsch touch), empleo de sugerencias y elipsis que ha
aprendido de la lección chapliniana, alusiones visuales reveladoras —el pars pro toto o sinécdoque del arte retórico—
que trenzan y destrenzan sus elegantes enredos ocultados y sugeridos tras
puertas que siempre se abren o cierran. Lubitsch
fue el fundador de la comedia ligera americana, ligeramente satírica y
ligeramente erótica, que desplazó el humor de sal gruesa y de porrazos creado
por Sennett. Durante el período mudo realizó Los peligros del flirt (The marriage circle, 1924), La frivolidad de una dama (Forbidden
paradise, 1924) -—ambas con un Adolphe Menjou que procede en línea
directa de Una mujer de París—Divorciémonos ( Kiss me again, 1925), El abanico de Lady Windermere (Lady Windermere's
fan, 1925), según la obra de Oscar Wilde, y La locura del charlestón (So this is Paris, 1926). Toda una
generación de realizadores americanos —Monta Bell, Malcom St. Clair, Frank
Tuttle, Harry Beaumont, Roy del Ruth— se coló por esta puerta abierta por
Lubitsch, para hacer de la comedia ligera uno de los géneros más cotizados en
el país.
William Fox,
por su parte, se sintió orgulloso de haber conseguido atraer a Hollywood a F. W. Murnau, gran maestro del cine
alemán, y le dio carta blanca para el rodaje de Amanecer (Sunrise, 1927),
sobre un guión de Carl Mayer que adaptaba la novela Viaje a Tilsit, de Hermann
Sudermann. De acuerdo con los métodos alemanes de trabajo, construyó Rochus
Gliese, junto al lago Arrowhead, los inmensos decorados de la ciudad donde
transcurre parte de la película. Nada se escatimó para conseguir la
brillantísima factura y el desenfrenado refinamiento estético de tan elemental
melodrama. Su argumento, como en las obras de teatro, estaba dividido en tres
actos muy bien delimitados, el primero y el tercero desarrollados en clave
dramática, de filiación expresionista, mientras el segundo era un inserto de
comedia americana, de corte realista y con su correspondiente happy end.
Veamos su asunto: un joven campesino (George O'Brien) tiene una aventura
amorosa con una mujer de la ciudad (Margaret Livingstone), que le incita a
matar a su esposa (Janet Gaynor), planeando llevar a cabo el asesinato en el
curso de la travesía del lago, camino de la ciudad. Durante el viaje en barco
él titubea y su mujer intuye la situación. Su mirada angustiada le hace
desistir del intento. Segundo acto: van juntos a la ciudad y su viaje se
convierte en una especie de itinerario sentimental, en el curso del cual los
esposos van redescubriendo su amor, entre el bullicio y las diversiones
ciudadanas. Tercer acto: al caer la tarde regresan a la aldea, pero cuando
están atravesando el lago estalla una tempestad, la barca se hunde y el marido,
desesperado, cree perder a su esposa, que finalmente es hallada con vida por
unos pescadores al amanecer.
Amanecer resulta ser una curiosa componenda artística entre el expresionismo y
simbolismo del cine alemán y el realismo americano, con su exigencia comercial
de «final feliz». Expresionista es la maniquea y simplicísima división, de los
personajes, con todas las virtudes del lado de la joven campesina (the country
girl) y toda la perversidad de parte de la chica de la ciudad (the city girl).
Simbolista es todo el canto idealista al Hombre y a la Mujer y ese «amanecer» de la
conciencia al amor. Pero es también durante un amanecer real cuando la mujer
es hallada con vida, y es asimismo realista, con penetrantes observaciones psicológicas,
toda la parte central que transcurre en la ciudad, desarrollada con agudos
toques impresionistas.
Murnau navegó entre estas dos aguas
con su proverbial maestría, dando vida a un brillantísimo concierto de
imágenes que, aunque puede tacharse de frío en muchas ocasiones, contiene algunos
fragmentos de antología. Tal es el caso del virtuoso y complicado travelling
que muestra al protagonista acudiendo a una cita nocturna con su amante: la
cámara, convertida en sujeto dramático, va precediendo al hombre a través de un
paisaje brumoso, pero luego le abandona y avanza rápidamente para llegar a un
claro en donde descubre a su amante aguardándole, que al oír los pasos que se
acercan se arregla precipitadamente.
Con tres Oscar a cuestas por su
aplaudido Amanecer, F. W. Murnau
defraudó con sus dos siguientes películas, Los cuatro diablos (Four devils, 1928) y El pan nuestro de cada día (Our
daily bread, 1929), pero
volvió a encontrar su inspiración en los mares polinesios, de donde regresó con
su obra maestra Tabú (que examinaremos en el apartado del cine documental) y con una maldición pagana sobre su cabeza que, al
decir de los supersticiosos, le segó la vida a poco de concluir la película.
Mientras Murnau entonaba su canto
del cisne, el hebreo austríaco Josef von
Sternberg, de padres húngaro-polacos, se afianzaba como una de las grandes
promesas del cine americano. Llega al cine, después de doctorarse en Filosofía,
con una película experimental, ramificación americana del Kammerspielfilm,
financiada por el actor George K. Arthur: The salvation hunters (1925). Rodada
en las marismas de San Pedro, al sur de los muelles de Los Angeles, The
salvation hunters se alineaba, junto a Avaricia, como uno de los primeros aguafuertes de sordidez social
realizados en América y costó sólo 5.000 dólares.
Una aventura artística de esta
naturaleza resulta siempre insólita y peligrosa en la metalizada América ,
pero de nuevo la voz
de Chaplin se alza públicamente en defensa de esta sórdida historia de una
prostituta y su amante, y Sternberg
puede iniciar su carrera comercial en Hollywood, no tardando en dar su primera
campanada con La ley del hampa (Underworld, 1927), cuyo éxito inauguró en el cine americano el gran capítulo
del cine de gángsters.
En La ley del hampa Sternberg
exponía el drama del gángster Bull Weed (George Bancroft), que se halla en
presidio condenado por el homicidio de su rival Buck Mulligan (Fred Kohler), y
al que ayudan a escapar Rolls Royce (Clive Btook) y su amiguita Feuther
(Plumitas) McCoy (Evelyn Brent), antigua amante de Bull Weed. Sin embargo, Bull
Weed es localizado y acosado por la policía en su refugio y cuando acuden a ayudarle
Rolls Royce y Plumitas, dándose cuenta de que se quieren, les pide que le
abandonen.
La ley del hampa aparece dominada por una visión
heroica del personaje del gángster,
exaltación romántica de la rebeldía del individuo contra la sociedad que le
oprime. Esta original perspectiva anarquista es típicamente sternbergiana,
como lo es el penetrante estudio del turbio medio social y de los caracteres
que componen los bajos fondos. Su densidad dramática derivó también de su
construcción en largas escenas, según las leyes de continuidad del cine sonoro,
a pesar de ser una cinta muda, debido tal vez a la presencia del comediógrafo
Ben Hecht como argumentista, que por tal labor recibió el Oscar de 1928.
El gran éxito de La
ley del hampa inauguró uno de los géneros mayores del cine americano,
que alcanzará su plenitud en los años del sonoro. El propio Sternberg avanzó por este sendero de
violencia desatada con La redada (The dragnet, 1928) —en donde George Bancroft invirtió su papel, pasando a ser el
heroico policía que lucha contra los gángsters-, Los muelles de Nueva York (The
docks of New York, 1928), en
donde fiel a su estética personal, Sternberg reconstruyó en los estudios parte
de los muelles de Nueva York y barrios adyacentes, con sus bares y
cabaretuchos, consiguiendo efectos plásticos de elaborada belleza, y Thunderboll
(1929), su primera cinta sonora que
iniciaba el ciclo de los gángsters en derrota, destinados a concluir sus días
en la silla
eléctrica.
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