Apogeo de Hollywood
La catástrofe de la primera guerra mundial, con la consiguiente
paralización de la producción europea, permitió a la industria cinematográfica
americana ascender hasta situarse como la tercera del país, después de las de
automóviles y de conservas. Cancelada definitivamente su etapa aventurera, los
grandes bancos de Nueva York extendieron sus tentáculos hacia aquella nueva y
próspera fuente de riqueza. Las acciones de algunas compañías importantes, como
Pathé y Fox, comenzaron a cotizarse en la Bolsa. Se produjo una
lucha feroz, de altos vuelos, por el control financiero de Hollywood. Es el
período conocido por el expresivo Company eat Company. Las
combinaciones capitalistas cristalizaron en 1922 en la formación de la
poderosa asociación Motion Picture Producers and Distributors of America
Inc., presidida por el ex-ministro
republicano Will Hays, que agrupó las principales empresas y reglamentó sus
normas internas de funcionamiento y convivencia.
En estos años de prosperidad para la industria del cine, un metro
cuadrado de terreno de Hollywood pasó a valer más que los de ninguna otra
ciudad de la Unión. Pero
este rápido crecimiento trastornó profundamente los métodos clásicos de producción.
Los presupuestos de las películas son cada vez más altos y cada film se
convierte en una arriesgada aventura financiera para su productor. Para paliar
el riesgo se generaliza la práctica del block-booking y se recurre a
la estandarización de los productos, en ciclos temáticos y fórmulas de probada
rentabilidad. Los producers-supervisors de los
bancos vigilan los gastos y la marcha de la producción, anteponiéndose su
importancia a la de los directores, que pasan a convertirse en meros empleados.
Una de las bazas fuertes de la nueva industria es,
naturalmente, el star-system, pivote de la histeria colectiva de
los públicos que se arremolinan a las entradas de los cines. Las vidas privadas
de las estrellas se convierten en pasto de revistas especializadas de enorme
tirada. Pero esta inflación publicitaria se revelará pronto como un peligroso boomerang para la
industria, con la irrupción de escándalos sensacionales en cadena. Primero fue
la muerte de la starlette Virginia Rappe durante una orgía en
la que participaba el obeso cómico Roscoe Arbuckle, Fatty, a quien le
fue imputada (1921). Luego siguieron el turbio asesinato, jamás aclarado, del
realizador William Desmond Taylor (1922), la muerte de Wallace Reid (1923) y de
Barbara La Marr
(1926) intoxicados por las drogas, el asesinato de Thomas H. Ince (1924) y un
sinnúmero de escándalos de alcoba, de todos los tonos imaginables, que
movilizaron a las fuerzas vivas del puritanismo militante para el asalto y
destrucción de aquella nueva Babilonia, convertida en capital del pecado. El
presbiteriano Will Hays convocó al jesuíta Daniel A. Lord y al publicista
Martin Quigley para redactar un código de normas morales, el famoso Código Hays, que no fue adoptado por la
industria del cine hasta 1930 y del que tendremos ocasión de volver a
ocuparnos. A este período fastuoso de Hollywood corresponden los grandes alardes de producción y las
borracheras de presupuestos. El impacto escenográfico de las nuevas películas
alemanas y las grandes puestas en escena de Lubitsch inspiraron El ladrón de Bagdad (The thief of Bagdad,
1924), fantasía oriental en Modern
style de Raoul Walsh para la
mayor gloria de Douglas Fairbanks, que con su impresionante arsenal de trucajes
nos retrotrae a los viejos tiempos de Méliés. Rex Ingram lanza a Rodolfo Valentino como estrella en Los
cuatro jinetes del Apocalipsis (The four horsemen of the Apocalypse, 1921), disfrazado de gaucho y bailando
un tango que corta el aliento a las damas más respetables. Fred Niblo realiza para la Metro-Goldwyn -Mayer un colosal Ben
Hur (Ben Hur, 1926) que cuesta seis millones de dólares, para
lucimiento de Ramón Novarro, sucesor de Valentino arrebatado a México, como lo
serán Dolores del Río y Lupe Vélez.
Pero el más astuto de todos estos
hombres de negocios será Cecil B. De
Mille que aprovechando la popularidad de la Biblia en la civilización
anglosajona y su gusto por los fastos de la comedia musical lanza en 1923 Los
diez mandamientos (The ten commandments), monumental pirámide de oropel
que encandila a los públicos, boquiabiertos ante la milagrosa separación de las
aguas del Mar Rojo. Este inmenso éxito le permitirá servirse nuevamente de las
Sagradas Escrituras con su carnavalesco El rey de reyes (The king of kings, 1927). Predicador de pacotilla, el
impenitente De Mille entregará su alma al cielo después de haber realizado en 1956 una nueva versión «más fastuosa todavía» de Los
diez mandamientos. A la vista de estos monstruos cinematográficos, Rene Clair escribe, en 1927, unas
amargas meditaciones: «Hay quien sonríe
cuando se habla de la muerte del cine. No bromeo: al cine lo matará el dinero.»
El cine americano se ha impuesto a
los públicos de todo el mundo al descubrir —como señala Hauser— que «la mente del pequeño burgués es el punto de
encuentro psicológico de las masas». Las películas de aventuras de Douglas
Fairbanks, los apasionados dramas de Valentino y las comedias de la flapper Clara Bow
(exponente de la «era del jazz» y llamada la chica del It, ya que todavía no se
ha puesto en circulación el término sex-appeal) responden a un conformismo mental
y a un esquematismo de fácil aceptación universal. En este sentido, tanto la
personalidad como las películas de la pelirroja Clara Bow adquieren el valor
de testimonio de las mutaciones morales y sociales de la comunidad americana al
liquidarse la guerra mundial en 1918. Theda Bara desaparece rápidamente de las
pantallas y las viejas ideas Románticas sobre el matrimonio, la virginidad y el
adulterio van a ser enérgicamente revisadas a la luz del feminismo nacido del tránsito de la sociedad agraria a la
sociedad industrial y urbana. Clara Bow niega el arquetipo paulino de la
mujer-sumisión y su afán de emancipación social y sexual le lleva a incorporar
sus personajes a la vida laboral americana (aunque claro, en empleos tan
peculiares como taxi-dancer, manicura o instructora de natación). Clara Bow
capitaneó una legión de jazz-babies
que parecen arrancadas de una página de Francis Scott Fitzgerald (Bessie Love,
Colleen Moore, Anita Page) y que proponen al público internacional las
excelencias del excitante American way o life
de los movidos años veinte. La fórmula es infalible porque el lujo, el sexo y
la aventura son valores mitológicos que no tienen meridiano y que,
convenientemente dosificados, pueden barajarse en ciclos y en fórmulas hasta
la eternidad. Y los productores americanos no lo ignoran.
Con los ojos abrumados por esta
avalancha asfixiante de lujosas escenografías y frívolos enredos, los críticos
americanos recibieron como un bálsamo purificador la revelación de Tol´able
David (1921), de Henry King, rodada casi íntegramente en
exteriores en una aldea de Virginia. Después de tantos palacios, alcobas y
hoteles de lujo, poblados por inverosímiles enredos dramáticos, parecía que el
cine redescubría el aire libre y la realidad de la vida americana en sus
pequeñas localidades. La película exponía la transformación psicológica del
débil y mimado David (Richard Barthelmess), al ver cómo unos forajidos hieren a
su hermano y matan a su perro, tomando la determinación de vengarles. Sabemos,
por sus escritos, la influencia que ejerció este film sobre Pudovkin, sensible
al realismo de los clásicos americanos que arranca de Griffith y de la Vitagraph. Estas
virtudes de sobriedad y simplicidad narrativa se encuentran también en los
westerns, que penetran como bocanadas de oxígeno en la viciada producción
cosmopolita y fastuosa de Hollywood.
El western había conocido unos años
de postración, pero se revitalizó a partir del gran éxito de La caravana de Oregón (The
covered wagón, 1923) de James
Cruze, narrando la aventura de los pioneros que en 1842 emprendieron una
larga y penosa marcha desde Iowa y Missouri hasta el Oregón. Tampoco hay aquí
un solo plano rodado en el estudio y muchos actores fueron elegidos entre los
habitantes de Snake Valley (Nevada). La escena antológica de la partida de las
carretas o el paso del ganado a través del río tienen una veracidad documental
que se multiplica al compararla con la contemporánea producción de los
estudios. El cine americano, en efecto, acaba de redescubrir el realismo de los
escenarios naturales al aire libre y los temas de su historia como cantera
dramática.
El mismo Cruze, que había adquirido un sólido oficio como director de
seriales, volvió a apuntarse otro tanto con Los jinetes del correo (The pony
express, 1925). A este nuevo aliento épico pertenecen también dos obras
que para Fox realiza John Ford,
director de origen irlandés que ha debutado en 1917, y que le sitúan como uno
de los maestros del género: El caballo de hierro (The iron horse,
1924), que evoca los primeros
tendidos de la vía férrea de la Union Pacific Railway a través de las Montañas
Rocosas, y Tres hombres malos (Three bad men, 1926), película inspirada en la avalancha aventurera hacia el Oeste
desencadenada por la «fiebre del oro».
Ahora podemos decir, en verdad, que el clasicismo americano no ha muerto y que
la tradición de Ince no ha perecido diluida en los turbios remolinos pasionales
de Hollywood.
Pero el índice de la máxima
vitalidad artística del cine mudo americano procede de su brillante escuela
cómica, que nacida de las furiosas pantominas de Mack Sennett se desarticulará
a la llegada del sonido, golpe mortal a su expresividad mímica. Hoy se nos
aparece la figura de Buster Keaton,
llamado Pamplinas en España, como uno de los gigantes del cine cómico de todos
los tiempos. Procedente como tantos otros del music-hall, Keaton llegó al cine
en 1917 de la mano de Fatty. Su rostro impasible le valió ser calificado como «el actor de la cara de palo» y «el hombre que nunca ríe». Pero si es
cierto que Keaton permanece impertérrito aunque el mundo se derrumbe a su
alrededor, la profundidad de sus ojos enormes desborda en expresividad y en
capacidad de comunicación poética. Una cláusula de su contrato le prohibía reír
en público y a esta constante violencia psíquica se atribuyó el ataque de
locura que en 1937 le llevó a ser internado en una clínica. Es difícil saber lo
que haya de cierto en esto, pero la verdad es que en Keaton, actor y mito aparecen
fundidos en un personaje insólito, que a veces adquiere una dimensión
extraterrestre, meticuloso en la preparación de los cuidadosos gags
que salpican sus obras maestras: La
ley de la hospitalidad (Our hospitality, 1923), El moderno Sherlock Holmes
(Sherlock junior, 1924), El
navegante (The navigator, 1924)
y El
maquinista de la General
(The General, 1926). Con la gravedad del mármol, Buster Keaton pasea
impertérrito por estas películas, creando unos gags extraordinariamente
elaborados, y calculados. Se ha dicho que Keaton es un cerebral y Chaplin un
sentimental, opinión inexacta para Keaton, pues Keaton es, además de
excelente creador de gags, un extraordinario y sensible poeta de la imagen.
Muy diverso es el caso del
supertímido Harry Langdon, que dio
sus primeros pasos en la pantalla en 1926, a las órdenes del también debutante Frank Capra: El hombre cañón (The strong man,
1926), Sus primeros pantalones (Longpants,
1927). Con su aire de bebé
soñoliento, que recuerda el rostro lunar de Pierrot, Langdon jugó al equívoco
de la inocencia hasta sus límites patológicos, tan temeroso y huidizo ante las
mujeres que en una película asesinaba a su esposa en la noche de boda para no
tener que afrontar sus obligaciones conyugales. Su comicidad masoquista abre
las válvulas psicológicas del público, que se regocija cruelmente con las
desventuras de la hipertimidez morbosa,
aunque su mecanismo cómico, que va de la ingenuidad hacia el sadismo, hizo de
él un personaje que injustamente fue poco apreciado por el gran público,
siendo mucho mejor comprendido por las minorías intelectuales.
A diferencia de Langdon, Harold Lloyd logró sobrevivir a la
implantación del cine sonoro. Comenzó su carrera para Hal Roach con el seudónimo de Lonesome Luke, formando pareja con la
atractiva Bebe Daniels. Aunque al principio calcaba a Charlot, con bigotito
incluido, luego adoptó el sombrero de paja y las gafas redondas de carey,
creando un personaje obstinado y tenaz, caricatura del americano medio, aunque
con escasa resonancia humana y poética. Basó principalmente su comicidad en
recursos mecanicistas, cuyos límites alcanzó en el inestable equilibrio de su
cuerpo suspendido en el vacío, en la famosa escena de la fachada del
rascacielos de El hombre mosca (Safety last, 1923). Tal vez por ofrecer una tan precisa imagen caricaturesca de
la vitalidad y del optimismo americanos Harold Lloyd llegó a ser el más popular
de los cómicos de su país, lo que puede medirse por su extensa filmografía,
pues rodó ciento sesenta cortometrajes, es decir, más que Chaplin, Keaton,
Laurel y Langdon juntos.
Pero entre el enjambre de cómicos
que poblaban las pantallas americanas de la época (entre otros, Harry Snub
Pollard, Larry Semon Jaimito y la contrastante pareja del «gordo y el flaco»
Stan Laurel-Oliver Hardy, creada en 1926), destacó por su enorme
personalidad la figura de Charles
Chaplin, convertido ya en productor de sus propias películas, que escribe,
dirige e interpreta. Tras sus primeros años de actividad cinematográfica, a
los que ya nos hemos referido, vemos cómo en 1921, durante su tormentoso
período matrimonial con Mildred Harris, realiza su primer largometraje, El
Pibe (The Kid), lleno de amargas resonancias autobiográficas vividas
en la miseria de los slums londinenses. Convertido por azar en padre adoptivo
de un niño abandonado (Jackie Coogan), el vagabundo le instruirá en las artes de
la picaresca, haciéndole romper a pedradas los cristales de las ventanas, para
que luego aparezca él como servicial vidriero, ganándose algunos céntimos.
Pero la aparición de la madre del chico les forzará a una dolorosa
separación... Con El Pibe se hace evidente el desplazamiento
del mundo chapliniano desde la caricatura hacia la tragedia, trascendiendo
lo folletinesco del asunto gracias a la enorme fuerza patética de sus imágenes,
y de cuya secuencia del sueño nacerá Milagro en Milán, de De Sica. Su itinerario
romántico-satírico a través de Los ociosos (The idle class), Día
de paga (Paga day, 1922) y El
peregrino (The pilgrim), en donde Charlot cambia su traje de
presidiario por el de pastor de almas y pronuncia ante sus feligreses un
inolvidable sermón mímico sobre David y Goliat, se interrumpe en 1923 con una
película insólita, que dirige para la United Artists pero que, por única vez en su
carrera, no interpreta: Una mujer de París (A woman of París).
La importancia de esta comedia
dramática no ha cesado de crecer con el tiempo (a pesar de que Chaplin retiró
todas las copias de explotación a la llegada del cine sonoro), considerada
como la primera película psicológica de
la historia del cine y el primer auténtico estudio realista de costumbres.
Eisenstein comparará su importancia, como jalón artístico, a la aparición del
templo dórico ó del puente colgante de Brooklyn. Rene Clair, en una crítica de la época, la califica como «la obra más innovadora de la temporada».
Sin embargo, la ausencia del popular vagabundo hace que la película sea
recibida fríamente, también porque el público no está acostumbrado a contemplar
en la pantalla tal sutileza de sentimientos ni la ambigüedad de caracteres,
que quiebra el clásico y pueril esquema de «buenos» y «malos».
Una mujer de París narra la dramática historia de Jean
Millet (Cari Miller) y Maric Saint-Clair (Edna Purviance), que separados por
un equívoco se encuentran un año más tarde en París, él como modesto pintor y
ella como la amante de un hombre rico, cínico y vividor (Adolphe Menjou, que
con esta película estableció el arquetipo de dandy elegante utilizado por
Lubitsch). Tratan de reanudar sus relaciones y vivir juntos, pero las circunstancias
les separan nuevamente y Jean se suicida. Con este asunto banal, el humanista
Chaplin lanzaba una amarga acusación
contra los prejuicios y la intolerancia que hacían imposible la felicidad de
dos seres que se aman. Su extremada preocupación por obtener un gran
realismo psicológico de los personajes le llevó a construir algunos decorados
con cuatro paredes y a fotografiar las escenas a través de un orificio
perforado en una de ellas, como espiando su intimidad. El rodaje de la película
duró casi un año y supuso un esfuerzo titánico para su realizador. En su afán
de penetrar en el mundo interior de los personajes, utilizó por vez primera en
el cine de un modo plenamente maduro y sutil las sugerencias visuales y las
elipsis, economía expresiva que le permitió sugerir, por ejemplo, el paso de
un tren mediante los reflejos de las ventanillas sobre el rostro de la protagonista.
La más famosa alusión elíptica se produjo en la escena del encuentro de los
protagonistas en casa de Marie, cuando Jean cree que es una mujer libre y
pueden reanudar su antiguo idilio, pero al abrir un cajón caen un cuello y unos
puños de hombre, revelando este detalle la nueva situación.
Tras este experimento marginal en su
carrera, Chaplin volvió a su sombrero hongo y a su bigotito, para revivir las
penalidades sin cuento de los buscadores de oro en la Alaska de 1898, en La quimera del oro
(The gold rush, 1925). Aquí
asistimos a algunos de los más geniales momentos interpretativos del vagabundo,
acosado en una barraca aislada por la nieve por el martirio del hambre y
transformado —a los ojos de su robusto compañero— en un descomunal y suculento
pollo. Después, aguardando inútilmente a su amada en la noche de Año Nuevo,
soñará que le ofrece un prodigioso baile de panecillos, que ensartados en
tenedores se transforman por la magia chapliniana en gráciles
piernas de bailarina... Pocas veces el cine ha logrado una fusión tan perfecta
entre lo tragicómico y la poesía como en esta epopeya burlesca de la fiebre
del oro, que nos hace asistir a la tremenda
soledad del hombre en su desesperada búsqueda de la felicidad.
Durante el rodaje de La quimera del oro
la vida privada de Chaplin atravesó el borrascoso episodio de su boda con Lita
Grey, coronado por sensacional divorcio en 1927, tras el cual ella hizo su
agosto recorriendo los cabarets del país y narrando al público detalles
picantes de su intimidad conyugal. Ya el texto de su demanda de divorcio,
jugoso en escandalosas procacidades, había circulado por la nación a diez
dólares la copia. La prensa comienza a desatar furiosas campañas contra el «judío extranjero», y no es raro, pues su personalidad es demasiado fuerte e
independiente y su sinceridad demasiado insobornable para ser tolerada por
Hollywood ni por las hipócritas ligas de bienpensantes que tanto abundan en el
país. Estos incidentes hicieron que el rodaje de su siguiente película El
circo (The circus, 1927),
fuese muy lento y explican en parte la frialdad con que fueron recibidas por el
público las melancólicas desventuras y amores circenses del genial vagabundo,
que están impregnados de una amargura no ajena a los problemas de su vida
privada.
En el Hollywood devorado por Wall
Street y agarrotado por el star-system, la sinceridad y la autenticidad creadora
son virtudes nada fáciles de practicar. Por eso la obra de Chaplin emerge con
tanta fuerza entre las cascadas de celuloide pomposo, grandilocuente y
cretinizante. Por eso admiramos a los cineastas que se atreven y consiguen dar
una imagen real y auténtica de la
ver dadera América, que es la América que amamos. Y por eso
amamos a King Vidor y a la parte más viva de su
obra.
Nacido en Galveston (Texas) en 1894,
la aventura cinematográfica de Vidor
comenzó a los diez años, como proyeccionista del cine de su ciudad natal. En
sus Memorias ha explicado Vidor cómo y cuánto aprendió contemplando una y otra
vez las cintas de los primitivos europeos, de Max Linder y de los italianos: «Vi el Ben-Hur hecho en Italia, de dos
rollos, veintiuna veces al día y ciento cuarenta y siete veces durante la
semana que se estuvo proyectando. Los mismos actores que la hicieron no pudieron
empaparse de ella más que yo. Durante una proyección concentraba mi atención en
la mímica de los personajes tal y como se expresaban por el movimiento de sus
manos y brazos; en la siguiente me decidía a estudiar solamente las expresiones
faciales y en otra me dedicaba exclusivamente a observar atentamente el
pensamiento expresado tan sólo por las actitudes de los cuerpos.»
Con el virus del cine metido en la
sangre, Vidor consiguió ser
contratado a los dieciocho años como cameraman de actualidades por la Mutual y rodó escenas del
huracán que asoló Galveston, de maniobras militares, carreras de automóviles y
otros acontecimientos locales. Fue ayudante de Ince y de Griffith y aunque
inició su carrera de realizador en Hollywood en 1919, su nombre no comenzó a
destacar hasta la aparición de El gran desfile (The big parade), a
finales de 1925, que supuso la culminación
del tema de la primera guerra mundial en la producción muda americana.
La película levantó una considerable
polvareda polémica y la prensa inglesa acusó a la Metro de haber planeado una
maniobra propagandística para demostrar que los Estados Unidos eran los
protagonistas de la victoria sobre Alemania. Es cierto que la película está
empapada de patriotería barata, que falta en ella la terminante posición
antibélica que hace la grandeza de, pongamos por caso, Armas al hombro, de Chaplin. Las obras de Vidor, ya se verá con el tiempo, no
están vacunadas contra las puerilidades más sorprendentes, que asoman con el
simple relato de sus argumentos. El gran desfile narra, por ejemplo, cómo el joven
Jim (John Gilbert) marcha a combatir en el frente francés, donde pierde una
pierna. Al regresar a su país, renuncia a su inconstante novia y regresa a
Francia para reunirse con una joven campesina (Renée Adorée), que le ha
revelado el verdadero amor.
Aunque la carcoma del tiempo se
cebará en las partes más endebles y melodramáticas de este discutido y
discutible desfile de imágenes bélico-románticas, quedan hoy todavía en pie los
fragmentos antológicos de la marcha hacia el frente, la partida de los
camiones, el encuentro de los soldados enemigos en el hoyo de un obús o la
marcha a través del bosque de Belleau, imágenes recias y veraces que deben no
poco a los recuerdos de guerra de su guionista Laurence Stallings, que combatió
en el frente francés.
No es cosa que deba sorprendernos.
Con el paso de los años, la explicitación del lenguaje de los sentimientos se
ha ido afinando en el cine hasta unos extremos de sutileza (véase Antonioni o Bergman) que no guarda proporción con la escasa evolución del
realismo en la captación de escenas épicas y colectivas, cuya cúspide
representó la escuela soviética. Estas escenas siguen vigentes, pero todo lo
mucho que de melodrama tiene El gran desfile se nos aparece hoy
como apolillado y risible.
Por otra parte Vidor es, ante todo, un cronista de gestas colectivas, a medio
camino entre el cantor homérico y el patriarca bíblico. Como artista, Vidor ha encarnado la mentalidad de la América agraria, patriarcal y conservadora,
aunque su integridad moral le ha llevado a ofrecer algunos de los más veraces,
incisivos y auténticos retratos de su país. Por eso se nos aparece hoy como
infinitamente más válida la crónica social de Y el mundo marcha (The crowd,
1928), drama de la ambición y del
fracaso de un modesto empleado, que intenta inútilmente escapar de su clase
social en la jungla capitalista de rascacielos. Crudo testimonio del struggle for life, a las puertas del
gran crack de 1929, Vidor eligió
como protagonista, para obtener la máxima veracidad, a un oscuro y desconocido
actor (James Murray), de físico anodino. La movilidad de la cámara descubierta
por los alemanes, permitió a Vidor
un brillantísimo arranque para extraer a su personaje de la masa anónima, a la
que al final le reintegraría. Mostraba al comienzo de su vida laboral a la
multitud que entraba y salía de un gran edificio comercial, después la cámara
viraba para mostrar las hileras de ventanas y la imponente mole de la
edificación. Entonces la cámara comenzaba a recorrer las filas de ventanas,
hasta penetrar por una de ellas para contemplar centenares de mesas y de
empleados y se aproximaba al protagonista, entregado en su mesa a su rutinaria
tarea. Vidor rodó varios finales
distintos, pero finalmente la
película fue exhibida con el que mostraba al protagonista y a
su esposa riéndose estúpidamente en un circo de las payasadas de un clown. La cámara ini ciaba
entonces un movimiento de retroceso y de elevación para abandonarles como
granos de arena inmersos en la
multitud.
Cuando nos fijamos en lo más
perdurable del gran legado de setenta años de arte cinematográfico, vemos
fácilmente que, con contadísimas excepciones, el material mejor inmunizado
contra la polilla del
tiempo y de las modas es aquel que ha nacido como documento de una época, como
testimonio y reflejo de una realidad. Lo más vivo de la narrativa americana —literaria o cinematográfica—
tiene ese directo y eficaz estilo de crónica que deriva de su gran tradición
periodística. En cambio, una buena parte del viejo cine alemán, esclavo de una
moda pictórica y escenográfica, ha envejecido irremisiblemente.
No ha de extrañar, pues, que la simplicidad periodística
y el estilo directo de la
crónica se apliquen también al gran capítulo cinematográfico»
de las aventuras y la
acción. Esto se hará palpable en la obra de Howard Hawks, que ha demostrado ya su
vocación aventurera corriendo como piloto de carreras y luchando como aviador
en Europa. «Para mí, el mejor drama es el
que trata de un hombre en peligro.» Esta frase de Hawks, que podría haber
sido suscrita por Hemingway, nos da una de las claves de su obra, que comienza
a despuntar a partir de Una novia en cada puerto (A girl in every
port, 1928), canto a la amistad ruda y viril
de dos marineros (Víctor McLaglen y Robert Armstrong), no empañada por sus
continuas rivalidades amorosas, porque Hawks es también un portavoz de la misoginia de la sociedad americana ,
que ha convertido a la mujer
en un artículo de consumo o en un ave de presa. En esta
ocasión, la mujer es
la ruti lante
Louise Brooks.
Encontraremos a Hawks en su plenitud
durante el sonoro como uno de los mejores exponentes del gran capítulo del cine
de acción, uno de los géneros predilectos de Hollywood, y como autor también de
algunos títulos clásicos de la comedia sonora americana. Y en el apartado del
cine romántico, que como veremos enseguida aparece dominado en estos años por
el hechizo fotogénico de la Garbo , el cine
americano consigue un éxito mundial con El séptimo cielo (Seventh heaven, 1927), de Frank Borzage que impone la «pareja ideal» Janet Gaynor-Charles Farrell
y obtiene un Oscar para su director y otro para su actriz. Jamás Borzage volverá a alcanzar el
desorbitado éxito popular de El séptimo cielo, ni en El
ángel de la calle (Street ángel, 1928), ni en Estrellas dichosas (Lucky star, 1929), ni siquiera con la que se considera su mejor
película: Torrentes humanos (The river, 1929), hoy desaparecida, poema de amor entre las nieves de Alaska,
protagonizado por un leñador (Charles Farrell) y una joven a la que recoge (Mary
Duncan). Este film sobre la iniciación amorosa en plena naturaleza, al modo
de Dafnis y Cloe, revelaba la persistencia de las lecciones del cine sueco y en
su escena culminante Mary Duncan se tendía desnuda sobre el cuerpo también
desnudo e inanimado de Charles Farrell, para transmitirle su calor vital. Este
difícil equilibrio entre la
pureza lírica y el erotismo es algo que no abunda, ni
abundará, en la
producción de Hollywood para la que el sexo, no entendido
como liberación, sino como esclavitud, se convertirá en una de sus más
rentables y apreciadas mercancías.
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