miércoles, 1 de agosto de 2012

Arte mudo - Apogeo de Hollywood - Román Gubern


Apogeo de Hollywood

La catástrofe de la primera guerra mundial, con la consi­guiente paralización de la producción europea, permitió a la in­dustria cinematográfica americana ascender hasta situarse como la tercera del país, después de las de automóviles y de conservas. Cancelada definitivamente su etapa aventurera, los grandes ban­cos de Nueva York extendieron sus tentáculos hacia aquella nueva y próspera fuente de riqueza. Las acciones de algunas compañías importantes, como Pathé y Fox, comenzaron a coti­zarse en la Bolsa. Se produjo una lucha feroz, de altos vuelos, por el control financiero de Hollywood. Es el período conocido por el expresivo Company eat Company. Las combinaciones ca­pitalistas cristalizaron en 1922 en la formación de la poderosa asociación Motion Picture Producers and Distributors of Ame­rica Inc., presidida por el ex-ministro republicano Will Hays, que agrupó las principales empresas y reglamentó sus normas in­ternas de funcionamiento y convivencia.
En estos años de prosperidad para la industria del cine, un metro cuadrado de terreno de Hollywood pasó a valer más que los de ninguna otra ciudad de la Unión. Pero este rápido crecimiento trastornó profundamente los métodos clásicos de produc­ción. Los presupuestos de las películas son cada vez más altos y cada film se convierte en una arriesgada aventura financiera para su productor. Para paliar el riesgo se generaliza la práctica del block-booking y se recurre a la estandarización de los produc­tos, en ciclos temáticos y fórmulas de probada rentabilidad. Los producers-supervisors de los bancos vigilan los gastos y la mar­cha de la producción, anteponiéndose su importancia a la de los directores, que pasan a convertirse en meros empleados.
Una de las bazas fuertes de la nueva industria es, naturalmen­te, el star-system, pivote de la histeria colectiva de los públicos que se arremolinan a las entradas de los cines. Las vidas privadas de las estrellas se convierten en pasto de revistas especializadas de enorme tirada. Pero esta inflación publicitaria se revelará pronto como un peligroso boomerang para la industria, con la irrupción de escándalos sensacionales en cadena. Primero fue la muerte de la starlette Virginia Rappe durante una orgía en la que participaba el obeso cómico Roscoe Arbuckle, Fatty, a quien le fue imputada (1921). Luego siguieron el turbio asesinato, ja­más aclarado, del realizador William Desmond Taylor (1922), la muerte de Wallace Reid (1923) y de Barbara La Marr (1926) intoxicados por las drogas, el asesinato de Thomas H. Ince (1924) y un sinnúmero de escándalos de alcoba, de todos los tonos imaginables, que movilizaron a las fuerzas vivas del puri­tanismo militante para el asalto y destrucción de aquella nueva Babilonia, convertida en capital del pecado. El presbiteriano Will Hays convocó al jesuíta Daniel A. Lord y al publicista Martin Quigley para redactar un código de normas morales, el famoso Código Hays, que no fue adoptado por la industria del cine hasta 1930 y del que tendremos ocasión de volver a ocuparnos. A este período fastuoso de Hollywood corresponden los grandes alardes de producción y las borracheras de presupuestos. El impacto escenográfico de las nuevas películas alemanas y las grandes puestas en escena de Lubitsch inspiraron El ladrón de Bagdad (The thief of Bagdad, 1924), fantasía oriental en Modern style de Raoul Walsh para la mayor gloria de Douglas Fairbanks, que con su impresionante arsenal de trucajes nos retrotrae a los viejos tiempos de Méliés. Rex Ingram lanza a Rodolfo Valentino como estrella en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (The four horsemen of the Apocalypse, 1921), disfrazado de gaucho y bai­lando un tango que corta el aliento a las damas más respetables. Fred Niblo realiza para la Metro-Goldwyn-Mayer un colosal Ben Hur (Ben Hur, 1926) que cuesta seis millones de dólares, para lucimiento de Ramón Novarro, sucesor de Valentino arrebatado a México, como lo serán Dolores del Río y Lupe Vélez.
Pero el más astuto de todos estos hombres de negocios será Cecil B. De Mille que aprovechando la popularidad de la Biblia en la civilización anglosajona y su gusto por los fastos de la co­media musical lanza en 1923 Los diez mandamientos (The ten commandments), monumental pirámide de oropel que encandila a los públicos, boquiabiertos ante la milagrosa separación de las aguas del Mar Rojo. Este inmenso éxito le permitirá servirse nuevamente de las Sagradas Escrituras con su carnavalesco El rey de reyes (The king of kings, 1927). Predicador de pacotilla, el impenitente De Mille entregará su alma al cielo después de haber realizado en 1956 una nueva versión «más fastuosa toda­vía» de Los diez mandamientos. A la vista de estos monstruos cinematográficos, Rene Clair escribe, en 1927, unas amargas meditaciones: «Hay quien sonríe cuando se habla de la muerte del cine. No bromeo: al cine lo matará el dinero.»
El cine americano se ha impuesto a los públicos de todo el mundo al descubrir —como señala Hauser— que «la mente del pequeño burgués es el punto de encuentro psicológico de las ma­sas». Las películas de aventuras de Douglas Fairbanks, los apa­sionados dramas de Valentino y las comedias de la flapper Clara Bow (exponente de la «era del jazz» y llamada la chica del It, ya que todavía no se ha puesto en circulación el término sex-appeal) responden a un conformismo mental y a un esquematismo de fácil aceptación universal. En este sentido, tanto la personali­dad como las películas de la pelirroja Clara Bow adquieren el valor de testimonio de las mutaciones morales y sociales de la comunidad americana al liquidarse la guerra mundial en 1918. Theda Bara desaparece rápidamente de las pantallas y las viejas ideas Románticas sobre el matrimonio, la virginidad y el adulterio van a ser enérgicamente revisadas a la luz del feminismo nacido del tránsito de la sociedad agraria a la sociedad industrial y urba­na. Clara Bow niega el arquetipo paulino de la mujer-sumisión y su afán de emancipación social y sexual le lleva a incorporar sus personajes a la vida laboral americana (aunque claro, en em­pleos tan peculiares como taxi-dancer, manicura o instructora de natación). Clara Bow capitaneó una legión de jazz-babies que parecen arrancadas de una página de Francis Scott Fitzgerald (Bessie Love, Colleen Moore, Anita Page) y que proponen al público internacional las excelencias del excitante American way o life de los movidos años veinte. La fórmula es infalible porque el lujo, el sexo y la aventura son valores mitológicos que no tie­nen meridiano y que, convenientemente dosificados, pueden ba­rajarse en ciclos y en fórmulas hasta la eternidad. Y los produc­tores americanos no lo ignoran.
Con los ojos abrumados por esta avalancha asfixiante de lu­josas escenografías y frívolos enredos, los críticos americanos recibieron como un bálsamo purificador la revelación de Tol´able David (1921), de Henry King, rodada casi íntegramente en exte­riores en una aldea de Virginia. Después de tantos palacios, al­cobas y hoteles de lujo, poblados por inverosímiles enredos dramáticos, parecía que el cine redescubría el aire libre y la realidad de la vida americana en sus pequeñas localidades. La película exponía la transformación psicológica del débil y mimado David (Richard Barthelmess), al ver cómo unos forajidos hieren a su hermano y matan a su perro, tomando la determinación de ven­garles. Sabemos, por sus escritos, la influencia que ejerció este film sobre Pudovkin, sensible al realismo de los clásicos ameri­canos que arranca de Griffith y de la Vitagraph. Estas virtudes de sobriedad y simplicidad narrativa se encuentran también en los westerns, que penetran como bocanadas de oxígeno en la vi­ciada producción cosmopolita y fastuosa de Hollywood.
El western había conocido unos años de postración, pero se revitalizó a partir del gran éxito de La caravana de Oregón (The covered wagón, 1923) de James Cruze, narrando la aventura de los pioneros que en 1842 emprendieron una larga y penosa mar­cha desde Iowa y Missouri hasta el Oregón. Tampoco hay aquí un solo plano rodado en el estudio y muchos actores fueron ele­gidos entre los habitantes de Snake Valley (Nevada). La escena antológica de la partida de las carretas o el paso del ganado a través del río tienen una veracidad documental que se multiplica al compararla con la contemporánea producción de los estudios. El cine americano, en efecto, acaba de redescubrir el realismo de los escenarios naturales al aire libre y los temas de su historia como cantera dramática. 
El mismo Cruze, que había adquirido un sólido oficio como director de seriales, volvió a apuntarse otro tanto con Los jinetes del correo (The pony express, 1925). A este nuevo aliento épico pertenecen también dos obras que para Fox realiza John Ford, director de origen irlandés que ha debutado en 1917, y que le sitúan como uno de los maestros del género: El caballo de hierro (The iron horse, 1924), que evoca los primeros tendidos de la vía férrea de la Union Pacific Railway a través de las Montañas Rocosas, y Tres hombres malos (Three bad men, 1926), película inspirada en la avalancha aventurera hacia el Oeste desencade­nada por la «fiebre del oro». Ahora podemos decir, en verdad, que el clasicismo americano no ha muerto y que la tradición de Ince no ha perecido diluida en los turbios remolinos pasionales de Hollywood.
Pero el índice de la máxima vitalidad artística del cine mudo americano procede de su brillante escuela cómica, que nacida de las furiosas pantominas de Mack Sennett se desarticulará a la lle­gada del sonido, golpe mortal a su expresividad mímica. Hoy se nos aparece la figura de Buster Keaton, llamado Pamplinas en España, como uno de los gigantes del cine cómico de todos los tiempos. Procedente como tantos otros del music-hall, Kea­ton llegó al cine en 1917 de la mano de Fatty. Su rostro impa­sible le valió ser calificado como «el actor de la cara de palo» y «el hombre que nunca ríe». Pero si es cierto que Keaton per­manece impertérrito aunque el mundo se derrumbe a su alrede­dor, la profundidad de sus ojos enormes desborda en expresivi­dad y en capacidad de comunicación poética. Una cláusula de su contrato le prohibía reír en público y a esta constante violen­cia psíquica se atribuyó el ataque de locura que en 1937 le llevó a ser internado en una clínica. Es difícil saber lo que haya de cierto en esto, pero la verdad es que en Keaton, actor y mito apa­recen fundidos en un personaje insólito, que a veces adquiere una dimensión extraterrestre, meticuloso en la preparación de los cuidadosos gags que salpican sus obras maestras: La ley de la hospitalidad (Our hospitality, 1923), El moderno Sherlock Holmes (Sherlock junior, 1924), El navegante (The navigator, 1924) y El maquinista de la General (The General, 1926). Con la gra­vedad del mármol, Buster Keaton pasea impertérrito por estas películas, creando unos gags extraordinariamente elaborados, y calculados. Se ha dicho que Keaton es un cerebral y Chaplin un sentimental, opinión inexacta para Keaton, pues Keaton es, ade­más de excelente creador de gags, un extraordinario y sensible poeta de la imagen.
Muy diverso es el caso del supertímido Harry Langdon, que dio sus primeros pasos en la pantalla en 1926, a las órdenes del también debutante Frank Capra: El hombre cañón (The strong man, 1926), Sus primeros pantalones (Longpants, 1927). Con su aire de bebé soñoliento, que recuerda el rostro lunar de Pierrot, Langdon jugó al equívoco de la inocencia hasta sus límites patológicos, tan temeroso y huidizo ante las mujeres que en una película asesinaba a su esposa en la noche de boda para no tener que afrontar sus obligaciones conyugales. Su comicidad masoquista abre las válvulas psicológicas del público, que se regocija cruelmente con las desventuras de la hipertimidez morbosa, aun­que su mecanismo cómico, que va de la ingenuidad hacia el sa­dismo, hizo de él un personaje que injustamente fue poco apre­ciado por el gran público, siendo mucho mejor comprendido por las minorías intelectuales.
A diferencia de Langdon, Harold Lloyd logró sobrevivir a la implantación del cine sonoro. Comenzó su carrera para Hal Roach con el seudónimo de Lonesome Luke, formando pareja con la atractiva Bebe Daniels. Aunque al principio calcaba a Charlot, con bigotito incluido, luego adoptó el sombrero de paja y las gafas redondas de carey, creando un personaje obstinado y tenaz, caricatura del americano medio, aunque con escasa re­sonancia humana y poética. Basó principalmente su comicidad en recursos mecanicistas, cuyos límites alcanzó en el inestable equilibrio de su cuerpo suspendido en el vacío, en la famosa es­cena de la fachada del rascacielos de El hombre mosca (Safety last, 1923). Tal vez por ofrecer una tan precisa imagen caricaturesca de la vitalidad y del optimismo americanos Harold Lloyd llegó a ser el más popular de los cómicos de su país, lo que puede medirse por su extensa filmografía, pues rodó ciento sesenta cortometrajes, es decir, más que Chaplin, Keaton, Laurel y Langdon juntos.
Pero entre el enjambre de cómicos que poblaban las pantallas americanas de la época (entre otros, Harry Snub Pollard, Larry Semon Jaimito y la contrastante pareja del «gordo y el flaco» Stan Laurel-Oliver Hardy, creada en 1926), destacó por su enorme personalidad la figura de Charles Chaplin, convertido ya en productor de sus propias películas, que escribe, dirige e interpreta. Tras sus primeros años de actividad cinematográfica, a los que ya nos hemos referido, vemos cómo en 1921, durante su tormentoso período matrimonial con Mildred Harris, realiza su primer largometraje, El Pibe (The Kid), lleno de amargas reso­nancias autobiográficas vividas en la miseria de los slums londi­nenses. Convertido por azar en padre adoptivo de un niño abandonado (Jackie Coogan), el vagabundo le instruirá en las artes de la picaresca, haciéndole romper a pedradas los cristales de las ventanas, para que luego aparezca él como servicial vidriero, ganán­dose algunos céntimos. Pero la aparición de la madre del chico les forzará a una dolorosa separación... Con El Pibe se hace evidente el desplazamiento del mundo chapliniano desde la caricatura hacia la tragedia, trascendiendo lo folletinesco del asunto gracias a la enorme fuerza patética de sus imágenes, y de cuya secuencia del sueño nacerá Milagro en Milán, de De Sica. Su itinerario romántico-satírico a través de Los ociosos (The idle class), Día de paga (Paga day, 1922) y El peregrino (The pilgrim), en donde Charlot cambia su traje de presidiario por el de pastor de almas y pronuncia ante sus feligreses un inolvidable sermón mímico sobre David y Goliat, se interrumpe en 1923 con una película insólita, que dirige para la United Artists pero que, por única vez en su carrera, no interpreta: Una mujer de París (A woman of París).
La importancia de esta comedia dramática no ha cesado de crecer con el tiempo (a pesar de que Chaplin retiró todas las co­pias de explotación a la llegada del cine sonoro), considerada como la primera película psicológica de la historia del cine y el primer auténtico estudio realista de costumbres. Eisenstein com­parará su importancia, como jalón artístico, a la aparición del templo dórico ó del puente colgante de Brooklyn. Rene Clair, en una crítica de la época, la califica como «la obra más innova­dora de la temporada». Sin embargo, la ausencia del popular va­gabundo hace que la película sea recibida fríamente, también porque el público no está acostumbrado a contemplar en la pan­talla tal sutileza de sentimientos ni la ambigüedad de caracteres, que quiebra el clásico y pueril esquema de «buenos» y «malos».
Una mujer de París narra la dramática historia de Jean Millet (Cari Miller) y Maric Saint-Clair (Edna Purviance), que separa­dos por un equívoco se encuentran un año más tarde en París, él como modesto pintor y ella como la amante de un hombre rico, cínico y vividor (Adolphe Menjou, que con esta película estableció el arquetipo de dandy elegante utilizado por Lubitsch). Tratan de reanudar sus relaciones y vivir juntos, pero las circuns­tancias les separan nuevamente y Jean se suicida. Con este asunto banal, el humanista Chaplin lanzaba una amarga acusa­ción contra los prejuicios y la intolerancia que hacían imposible la felicidad de dos seres que se aman. Su extremada preocupa­ción por obtener un gran realismo psicológico de los personajes le llevó a construir algunos decorados con cuatro paredes y a fotografiar las escenas a través de un orificio perforado en una de ellas, como espiando su intimidad. El rodaje de la película duró casi un año y supuso un esfuerzo titánico para su realizador. En su afán de penetrar en el mundo interior de los personajes, utilizó por vez primera en el cine de un modo plenamente ma­duro y sutil las sugerencias visuales y las elipsis, economía ex­presiva que le permitió sugerir, por ejemplo, el paso de un tren mediante los reflejos de las ventanillas sobre el rostro de la pro­tagonista. La más famosa alusión elíptica se produjo en la escena del encuentro de los protagonistas en casa de Marie, cuando Jean cree que es una mujer libre y pueden reanudar su antiguo idilio, pero al abrir un cajón caen un cuello y unos puños de hombre, revelando este detalle la nueva situación.
Tras este experimento marginal en su carrera, Chaplin volvió a su sombrero hongo y a su bigotito, para revivir las penalidades sin cuento de los buscadores de oro en la Alaska de 1898, en La quimera del oro (The gold rush, 1925). Aquí asistimos a al­gunos de los más geniales momentos interpretativos del vagabun­do, acosado en una barraca aislada por la nieve por el martirio del hambre y transformado —a los ojos de su robusto compa­ñero— en un descomunal y suculento pollo. Después, aguar­dando inútilmente a su amada en la noche de Año Nuevo, soñará que le ofrece un prodigioso baile de panecillos, que ensartados en tenedores se transforman por la magia chapliniana en gráciles piernas de bailarina... Pocas veces el cine ha logrado una fusión tan perfecta entre lo tragicómico y la poesía como en esta epo­peya burlesca de la fiebre del oro, que nos hace asistir a la tre­menda soledad del hombre en su desesperada búsqueda de la felicidad.
Durante el rodaje de La quimera del oro la vida privada de Chaplin atravesó el borrascoso episodio de su boda con Lita Grey, coronado por sensacional divorcio en 1927, tras el cual ella hizo su agosto recorriendo los cabarets del país y narrando al público detalles picantes de su intimidad conyugal. Ya el texto de su demanda de divorcio, jugoso en escandalosas procacida­des, había circulado por la nación a diez dólares la copia. La prensa comienza a desatar furiosas campañas contra el «judío ex­tranjero», y no es raro, pues su personalidad es demasiado fuerte e independiente y su sinceridad demasiado insobornable para ser tolerada por Hollywood ni por las hipócritas ligas de bienpensantes que tanto abundan en el país. Estos incidentes hicieron que el rodaje de su siguiente película El circo (The circus, 1927), fuese muy lento y explican en parte la frialdad con que fueron recibidas por el público las melancólicas desventuras y amores circenses del genial vagabundo, que están impregnados de una amargura no ajena a los problemas de su vida privada. 
En el Hollywood devorado por Wall Street y agarrotado por el star-system, la sinceridad y la autenticidad creadora son virtu­des nada fáciles de practicar. Por eso la obra de Chaplin emerge con tanta fuerza entre las cascadas de celuloide pomposo, gran­dilocuente y cretinizante. Por eso admiramos a los cineastas que se atreven y consiguen dar una imagen real y auténtica de la verdadera América, que es la América que amamos. Y por eso ama­mos a King Vidor y a la parte más viva de su obra.
Nacido en Galveston (Texas) en 1894, la aventura cinemato­gráfica de Vidor comenzó a los diez años, como proyeccionista del cine de su ciudad natal. En sus Memorias ha explicado Vidor cómo y cuánto aprendió contemplando una y otra vez las cintas de los primitivos europeos, de Max Linder y de los italianos: «Vi el Ben-Hur hecho en Italia, de dos rollos, veintiuna veces al día y ciento cuarenta y siete veces durante la semana que se estuvo proyectando. Los mismos actores que la hicieron no pu­dieron empaparse de ella más que yo. Durante una proyección concentraba mi atención en la mímica de los personajes tal y como se expresaban por el movimiento de sus manos y brazos; en la siguiente me decidía a estudiar solamente las expresiones faciales y en otra me dedicaba exclusivamente a observar atenta­mente el pensamiento expresado tan sólo por las actitudes de los cuerpos.»
Con el virus del cine metido en la sangre, Vidor consiguió ser contratado a los dieciocho años como cameraman de actuali­dades por la Mutual y rodó escenas del huracán que asoló Galveston, de maniobras militares, carreras de automóviles y otros acontecimientos locales. Fue ayudante de Ince y de Griffith y aunque inició su carrera de realizador en Hollywood en 1919, su nombre no comenzó a destacar hasta la aparición de El gran desfile (The big parade), a finales de 1925, que supuso la culmi­nación del tema de la primera guerra mundial en la producción muda americana.
La película levantó una considerable polvareda polémica y la prensa inglesa acusó a la Metro de haber planeado una manio­bra propagandística para demostrar que los Estados Unidos eran los protagonistas de la victoria sobre Alemania. Es cierto que la película está empapada de patriotería barata, que falta en ella la terminante posición antibélica que hace la grandeza de, ponga­mos por caso, Armas al hombro, de Chaplin. Las obras de Vi­dor, ya se verá con el tiempo, no están vacunadas contra las pue­rilidades más sorprendentes, que asoman con el simple relato de sus argumentos. El gran desfile narra, por ejemplo, cómo el jo­ven Jim (John Gilbert) marcha a combatir en el frente francés, donde pierde una pierna. Al regresar a su país, renuncia a su inconstante novia y regresa a Francia para reunirse con una joven campesina (Renée Adorée), que le ha revelado el verdadero amor.
Aunque la carcoma del tiempo se cebará en las partes más endebles y melodramáticas de este discutido y discutible desfile de imágenes bélico-románticas, quedan hoy todavía en pie los fragmentos antológicos de la marcha hacia el frente, la partida de los camiones, el encuentro de los soldados enemigos en el hoyo de un obús o la marcha a través del bosque de Belleau, imágenes recias y veraces que deben no poco a los recuerdos de guerra de su guionista Laurence Stallings, que combatió en el frente francés.
No es cosa que deba sorprendernos. Con el paso de los años, la explicitación del lenguaje de los sentimientos se ha ido afi­nando en el cine hasta unos extremos de sutileza (véase Antonioni o Bergman) que no guarda proporción con la escasa evolu­ción del realismo en la captación de escenas épicas y colectivas, cuya cúspide representó la escuela soviética. Estas escenas si­guen vigentes, pero todo lo mucho que de melodrama tiene El gran desfile se nos aparece hoy como apolillado y risible.
Por otra parte Vidor es, ante todo, un cronista de gestas co­lectivas, a medio camino entre el cantor homérico y el patriarca bíblico. Como artista, Vidor ha encarnado la mentalidad de la América agraria, patriarcal y conservadora, aunque su integridad moral le ha llevado a ofrecer algunos de los más veraces, incisi­vos y auténticos retratos de su país. Por eso se nos aparece hoy como infinitamente más válida la crónica social de Y el mundo marcha (The crowd, 1928), drama de la ambición y del fracaso de un modesto empleado, que intenta inútilmente escapar de su clase social en la jungla capitalista de rascacielos. Crudo testimo­nio del struggle for life, a las puertas del gran crack de 1929, Vidor eligió como protagonista, para obtener la máxima veracidad, a un oscuro y desconocido actor (James Murray), de físico anodino. La movilidad de la cámara descubierta por los alema­nes, permitió a Vidor un brillantísimo arranque para extraer a su personaje de la masa anónima, a la que al final le reintegraría. Mostraba al comienzo de su vida laboral a la multitud que en­traba y salía de un gran edificio comercial, después la cámara viraba para mostrar las hileras de ventanas y la imponente mole de la edificación. Entonces la cámara comenzaba a recorrer las filas de ventanas, hasta penetrar por una de ellas para contemplar centenares de mesas y de empleados y se aproximaba al protago­nista, entregado en su mesa a su rutinaria tarea. Vidor rodó varios finales distintos, pero finalmente la película fue exhibida con el que mostraba al protagonista y a su esposa riéndose estúpida­mente en un circo de las payasadas de un clown. La cámara ini­ciaba entonces un movimiento de retroceso y de elevación para abandonarles como granos de arena inmersos en la multitud.
Cuando nos fijamos en lo más perdurable del gran legado de setenta años de arte cinematográfico, vemos fácilmente que, con contadísimas excepciones, el material mejor inmunizado contra la polilla del tiempo y de las modas es aquel que ha nacido como documento de una época, como testimonio y reflejo de una rea­lidad. Lo más vivo de la narrativa americana —literaria o cine­matográfica— tiene ese directo y eficaz estilo de crónica que de­riva de su gran tradición periodística. En cambio, una buena parte del viejo cine alemán, esclavo de una moda pictórica y es­cenográfica, ha envejecido irremisiblemente.
No ha de extrañar, pues, que la simplicidad periodística y el estilo directo de la crónica se apliquen también al gran capítulo cinematográfico» de las aventuras y la acción. Esto se hará palpa­ble en la obra de Howard Hawks, que ha demostrado ya su vo­cación aventurera corriendo como piloto de carreras y luchando como aviador en Europa. «Para mí, el mejor drama es el que trata de un hombre en peligro.» Esta frase de Hawks, que podría haber sido suscrita por Hemingway, nos da una de las claves de su obra, que comienza a despuntar a partir de Una novia en cada puerto (A girl in every port, 1928), canto a la amistad ruda y viril de dos marineros (Víctor McLaglen y Robert Armstrong), no empañada por sus continuas rivalidades amorosas, porque Hawks es también un portavoz de la misoginia de la sociedad americana, que ha convertido a la mujer en un artículo de con­sumo o en un ave de presa. En esta ocasión, la mujer es la ruti­lante Louise Brooks.
Encontraremos a Hawks en su plenitud durante el sonoro como uno de los mejores exponentes del gran capítulo del cine de acción, uno de los géneros predilectos de Hollywood, y como autor también de algunos títulos clásicos de la comedia sonora americana. Y en el apartado del cine romántico, que como vere­mos enseguida aparece dominado en estos años por el hechizo fotogénico de la Garbo, el cine americano consigue un éxito mundial con El séptimo cielo (Seventh heaven, 1927), de Frank Borzage que impone la «pareja ideal» Janet Gaynor-Charles Farrell y obtiene un Oscar para su director y otro para su actriz. Jamás Borzage volverá a alcanzar el desorbitado éxito popular de El séptimo cielo, ni en El ángel de la calle (Street ángel, 1928), ni en Estrellas dichosas (Lucky star, 1929), ni siquiera con la que se considera su mejor película: Torrentes humanos (The river, 1929), hoy desaparecida, poema de amor entre las nieves de Alaska, protagonizado por un leñador (Charles Farrell) y una joven a la que recoge (Mary Duncan). Este film sobre la iniciación amorosa en plena naturaleza, al modo de Dafnis y Cloe, revelaba la persistencia de las lecciones del cine sueco y en su escena culminante Mary Duncan se tendía desnuda sobre el cuerpo también desnudo e inanimado de Charles Farrell, para transmitirle su calor vital. Este difícil equilibrio entre la pureza lírica y el erotismo es algo que no abunda, ni abundará, en la producción de Hollywood para la que el sexo, no entendido como liberación, sino como esclavitud, se convertirá en una de sus más rentables y apreciadas mercancías.

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