viernes, 27 de julio de 2012

Arte mudo - De los monstruos al realismo - Román Gubern


De los monstruos al realismo

Negros nubarrones se cernían sobre el cielo de Alemania. Al fantasma de la inflación, mucho más temible que los fantasmas que poblaban sus pantallas, sucedió la crisis de la estabilización. En 1924 el gobierno alemán aceptó el Plan Dawes para el pago de reparaciones de guerra y no fue una insignificancia el que el banquero norteamericano Morgan, que tenía crecidos intereses en Hollywood, fuese uno de los capitostes de la operación. A la prosperidad de la industria cinematográfica alemana durante la inflación sucedió un espectacular descalabro, que fue frenado en 1925 por un acuerdo de ayuda económica entre la U.F.A., y las empresas norteamericanas Metro-Goldwyn-Mayer y Paramount, que pasaron a controlar parte del mercado cinematográ­fico alemán e importaron a sus estudios sus nombres más valio­sos, en un éxodo que habría de ser fatal para su historia ulterior. En el plazo de pocos años, nombres de la talla de Lubitsch,.F. W. Murnau, Paul Leni, Pola Negri, Emil Jannings, Conrad Veidt, Ludwig Berger, Lya de Putti, Erich Pommer, Wilhelm Dieterle o Karl Freund abandonaron Alemania para trabajar en los estudios californianos.
Sin embargo, el impulso del renacimiento cinematográfico alemán había sido tan fuerte, que los años que van desde 1925 hasta la aparición del cine sonoro fueron de innegable interés, orientado cada vez más acusadamente hacia el realismo polémico y social, rebasando con mucho los límites en que había sido en­cauzado por el naturalismo del Kammerspielfilm. El año 1925 fue, para el cine alemán, el año crucial de Varíete (Variete), de E. A. Dupont, de Bajo la máscara del placer (Uie freudlose Gasse) de G. W. Pabst y de Los desheredados (Die Verrufenen) de Gerhard Lamprecht, que se inspiró en los incisivos dibujos populares de Heinrich Zille.
Variete era, en realidad, una prolongación y superación de la estética del Kammerspielfilm. Era un mojón en la evolución del cine realista, que señalaba a la vez un final y un comienzo. Su argumento procedía de una popular novela de Félix Hollander: al ser indultado, el recluso Boss Huller (Emil Jannings) ex­plica al director de la cárcel la historia de su crimen pasional. Antiguo trapecista, trabajaba con su esposa en un parque dé atracciones hasta que irrumpió en su vida la bella Bertha María (Lya de Putti), con la que se fugó a Berlín y en donde formó, con el acróbata Artinelli (Warwick Ward), un trío de trapecistas que no tardó en hacerse famoso. Pero al descubrir que su amante le engañaba con Artinelli, tuvo un acceso de celos y los mató. Después de contar la historia, Boss Huller abandona la cárcel, pero moralmente aniquilado e incapaz para enfrentarse con la vida.
Este banal «melodrama de instintos» no habría llegado a con­vertirse en un «clásico» del cine alemán, de no haber contado Dupont con la excepcional colaboración del operador Karl Freund, que acababa de rodar El último. Prosiguiendo sus expe­riencias con la «cámara desencadenada» dio una portentosa agi­lidad al relato, de modo que la cámara cesó definitivamente de ser el observador inmóvil para convertirse en sujeto dramático, desplazándose, siguiendo a los intérpretes, espiando sus gestos o colocándose en su punto de vista. Particularmente notable fue su empleo del encuadre subjetivo, sustituyendo los ojos del ac­tor, ya fuese el agitado punto de vista del acróbata en el trapecio, o asomando por encima del hombro de un personaje o —innova­ción trascendental para el futuro del cine— en el uso sistemático de la alternancia pendular plano-contraplano de dos actores que dialogan, mirando casi al objetivo de la cámara.
Con todo esto, el cine rompe las últimas ligaduras que le ata­ban a la estética teatral, si bien los límites de esta preocupación realista (como la célebre interpretación de Jannings dando la espalda a la cámara) llegarán también a sonar a artificio y conven­ción. En el capítulo del realismo es innegable que estos escena­rios cotidianos —el music-hall, el café, la habitación del hotel-indican que algo importante se está transformando en el seno del cine alemán, nacido de un aquelarre fantasmagórico. Variete abría nuevas perspectivas al cine germano, pero la carrera poste­rior de Dupont se encargaría de demostrar que este realizador fue, como Robert Wiene, el creador de una sola película.
Sin embargo, por mucho que avance el cine alemán por la senda del realismo —y ya veremos hasta qué punto lo hará G. W. Pabst— sus imágenes estarán siempre impregnadas de gusto expresionista, incapaces de liberarse de lo que Lotte H. Eisner ha llamado lo «ornamental expresivo». En 1924 Gustav Hartlaub, director del museo de Manheim, acuñó la denominación «Nueva objetividad» (Nene Sachlichkeit) para designar la nueva y vigorosa tendencia del arte alemán, de signo realista, bajo cuya bandera militarían personalidades de la dimensión del dramaturgo Bertolt Brecht, del fotógrafo Albert Renger-Patzsch y de Georg Wilhelm Pabst.
Hijo de un funcionario ferroviario, Pabst abandonó sus estu­dios técnicos para dedicarse a la interpretación teatral. Del teatro pasó después de la guerra al cine, fundando con Carl Froelich la productora Froelich-Film, en la que debutó en 1923 con un film menor: Der Schatz. Su revelación mundial no se produjo hasta dos años más tarde con su retablo patético de la inflación en la Viena de postguerra: Bajo la máscara del placer. Con esta película se abre el capítulo del realismo y de la polémica social en el cine alemán prenazi. No estamos ya ante un drama de pasiones, sino frente a un drama de miseria ubicado en un momento histórico y real, que nos muestra cómo Greta Rumfort (Greta Garbo), hija de un antiguo consejero -de la Corte que atraviesa estrecheces económicas durante el crítico período de la inflación, se prostituye para ayudar a su familia. No faltan, y es una lásti­ma, las concesiones melodramáticas, como esa redención final gracias al oficial americano (Einar Hanson), que restan fuerza y enturbian el vigor de este sombrío retrato vienés, rico en pince­ladas realistas, como la larga cola a la puerta de la carnicería (aunque al representar al mostachudo carnicero, con su terrible pernizo, haya recargado en exceso las tintas), el negocio de pros­titución de la costurera Greifer (Valeska Gert) o el mutilado de guerra que no encuentra trabajo.
Bajo la máscara del placer es una película estilísticamente realista, en la medida en que los objetos no son ya símbolos, sino simplemente objetos, pero el gusto expresionista y el hecho de que toda la película (incluso los exteriores urbanos) haya sido rodada en el estudio hace brotar con fuerza la falsedad del «decorativismo social», pintoresquista, que siente la atracción de los ambientes abyectos como motivo visual: el burdel, las paredes desconchadas, las sórdidas callejuelas, los faroles torcidos, las estrechas escaleras de las casas... Por eso, al comparar este rea­lismo sofocante elaborado en los estudios con la pureza docu­mental del de la escuela rusa que nace por estos años, se verá claramente cuáles son los límites de los melodramas sociales de esta especie, cuyo mérito indiscutible es el de haber presentado por vez primera en la pantalla alemana a la burguesía arruinada como consecuencia de una situación histórica real y concreta. Esto no es poco y los innumerables tropiezos que tuvo la película con las censuras de todos los países (incluida la rusa, que convir­tió al oficial americano en un doctor) lo demuestran con elocuen­cia.
Pabst, sensible a las influencias culturales del momento his­tórico, se convirtió en uno de los más avanzados realizadores del cine alemán. Dotado de un vivo espíritu polémico, se interesó por temas intelectuales, lo que le valió el aplauso de la intelligentzia de su época, si bien su obra ha ido evaluándose con el curso del tiempo. Esta inquietud intelectual es la que le llevó a incorporar por vez primera el psicoanálisis al cine en Geheim-nisse einer Seele (1926), estudio de un caso de impotencia sexual transitoria realizado con la colaboración de dos discípulos de Freud. Las censuras de todo el mundo, que luego dejarían pasar la avalancha de psicoanálisis a nivel de Reader's Digest del cine americano de los años cuarenta, torpedearon la difusión de esta obra. Pero Pabst prosiguió su línea exigente adaptando la novela del escritor soviético Ilya Ehrenburg Die Liebe der Jeanne Ney en donde nuevamente aparecen amalgamados el vigor realista con los excesos románticos que modulan casi toda su obra, al narrar una apasionada historia de amor entre una burgue­sía francesa y un joven revolucionario ruso, amor que crece en el torbellino de la revolución de Crimea para convertirse en una gran pasión en París, capital de la burguesía decadente. Entre el sexo y la revolución, entre Freud y Marx, dos titanes del pensamiento que están conmoviendo a la vieja Europa, se desarrolló la filmografía de Pabst, espíritu fino y receptivo de las inquietu­des del momento cultural e histórico, pero cuyas limitaciones eran las propias del ingenuo idealismo de la socialdemocracia europea a la que Pabst pertenecía. Lo que no impidió, por cierto, que sus películas fueran víctimas habituales de tijeretazos o alte­raciones por parte de las censuras oficiales u oficiosas, como vol­vió a ocurrir en Die Liebe der Jeanne Ney, film que no ocultaba las simpatías de Pabst por la causa socialista, pero a quien los productores obligaron a introducir una escena en la que el joven bolchevique entraba en una iglesia y se arrodillaba ante la Vir­gen.
Impregnado también de freudismo estuvo el ciclo que abordó a continuación sobre problemas morbosos de la psicología feme­nina, del que tampoco estuvo ausente el retablo social. Esta tri­logía de retratos femeninos estuvo encabezada por Abwege, centrada en una rica y ociosa mujer de la burguesía, que hastiada de su marido y de la vulgaridad de su vida se entrega a la evasión psicológica que le proporciona el libertinaje. Para realizar su siguiente película, Die Büchse der Pandora (1928), biografía de la prostituta Lulú (Louise Brooks), fundió dos dra­mas del incisivo escritor naturalista Frank Wedekind: Der Erdgeist y Die Büchse der Pandora. Al trasladar estas creaciones teatrales a la pantalla muda, Pabst perdió la compleja profundi­dad psicológica de los originales literarios, pero en cambio ganó con la presencia de la bellísima Louise Brooks —uno de los rostros más turbadores de toda la historia del cine— una dimensión mítica que cimentó la celebridad de la obra. El pansexualismo de Lulú, que atrae irresistiblemente a los hombres (e incluso a las mujeres), arrastrándolos a la ruina física y moral, encaja perfectamente con el más clásico arquetipo de la vamp. Por si hicie­ran falta aclaraciones, la referencia a Pandora y a su malhadada caja redondean sin equívoco posible su carácter mítico. Final­mente, Lulú morirá asesinada en Londres durante la noche de Navidad, víctima del cuchillo del sádico Jack el Destripador, mientras por la calle circula un cortejo del Ejército de Salvación.
La riqueza dramática de sus turbios ambientes, que sirven de fondo a este documento sobre la decadencia y corrupción de la burguesía alemana prenazi, explican el juicio de Potamkin al ca­lificar la película de «atmósfera sin contenido». Porque lo cierto es que lo que más interesó a Pabst en esta película fue la fasci­nadora presencia de esta muchacha de Wichita, que de intérprete de mediocres comedias musicales saltó a uno de los primeros puestos de la mitología erótica de la pantalla con su encarnación de la célebre cortesana, esclava del sexo, que con su inquietante atractivo se convierte en un monstruo que destroza vidas huma­nas. Ciertamente, todo esto no es muy nuevo, pero la presencia mágica de esta sensual garconne resulta deslumbrante y su ma­liciosa inocencia —más allá del Bien y del Mal— preludia la boga del mito de la femme-enfant, que se impondrá después de 1950 a caballo de la ingenua perversidad de Brigitte Bardot.
Su ciclo femenino se cerró con la adaptación de la novela de Margarcte Bóhme Tres páginas de un diario (Tagebuch einer Verlorenea, 1928), en donde se asiste nuevamente a la trayecto­ria de Louise Brooks, esta vez hija de un farmacéutico, que es seducida por el ayudante de su padre, da a luz una niña y es encerrada en un sórdido correccional, del que escapará para em­plearse en un burdel. Nuevamente estamos en presencia de una biografía femenina que es, a la vez, una crítica acerba de la so­ciedad alemana de su época. Son los dos vectores que mueven los dramas de Pabst, preocupado por el mundo de los sentimien­tos (que con demasiada frecuencia derivó hacia el melodrama), pero fascinado también por los ambientes y tipos que forman el turbio caldo de cultivo de la descomposición social de su país. Lástima que su excepcional pericia técnica, su sentido visual y su vigorosa utilización del material plástico (que no oculta su procedencia expresionista, transparente en la teatral sordidez de los decorados, en la iluminación y en los ángulos de cámara que convierten a veces el encuadre en una opinión crítica) estén con frecuencia al servicio de guiones endebles, como ocurre demasia­das veces en esta cinematografía obsesionada en exceso por la dominante plástica, olvidando que el cine es algo más que una suma de imágenes impresionantes o cautivadoras, que por un lado conducen al teatro del horror y por otro al decorativismo social.
A pesar de todo, Pabst ha encarrilado al cine alemán por el sendero del realismo social, con todas las limitaciones que se quiera, y a su trilogía de relatos femeninos sucederá, a principios del sonoro, una actitud mucho más comprometida, abocada di­rectamente hacia temas de polémica social y política. No olvide­mos que el espectro del nacionalsocialismo ha comenzado a pla­near ya sobre la República de Weimar, amenazando con devo­rarla.

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