De los monstruos al realismo
Negros nubarrones se cernían sobre el cielo
de Alemania. Al fantasma de la inflación, mucho más temible que los fantasmas
que poblaban sus pantallas, sucedió la crisis de la estabilización. En 1924 el
gobierno alemán aceptó el Plan Dawes para el pago de reparaciones de guerra y
no fue una insignificancia el que el banquero norteamericano Morgan, que tenía
crecidos intereses en Hollywood, fuese uno de los capitostes de la operación. A
la prosperidad de la industria cinematográfica alemana durante la inflación
sucedió un espectacular descalabro, que fue frenado en 1925 por un acuerdo de
ayuda económica entre la U.F.A.,
y las empresas norteamericanas Metro-Goldwyn-Mayer
y Paramount, que
pasaron a controlar parte del mercado cinematográfico alemán e importaron a
sus estudios sus nombres más valiosos, en un éxodo que habría de ser fatal
para su historia ulterior. En el plazo de pocos años, nombres de la talla de Lubitsch,.F. W. Murnau, Paul Leni, Pola
Negri, Emil Jannings, Conrad Veidt, Ludwig Berger, Lya de Putti, Erich Pommer,
Wilhelm Dieterle o Karl Freund abandonaron Alemania para trabajar en los
estudios californianos.
Sin embargo, el impulso del renacimiento
cinematográfico alemán había sido tan fuerte, que los años que van desde 1925
hasta la aparición del cine sonoro fueron de innegable interés, orientado cada
vez más acusadamente hacia el realismo polémico y social, rebasando con mucho
los límites en que había sido encauzado por el naturalismo del Kammerspielfilm.
El año 1925 fue, para el cine alemán, el año
crucial de Varíete
(Variete), de
E. A. Dupont, de Bajo
la máscara del placer (Uie freudlose Gasse) de G. W. Pabst
y de Los
desheredados (Die Verrufenen) de
Gerhard Lamprecht, que se inspiró en
los incisivos dibujos populares de Heinrich Zille.
Variete
era, en realidad, una prolongación y
superación de la estética del Kammerspielfilm.
Era un mojón en la evolución del cine
realista, que señalaba a la vez un final y un comienzo. Su argumento procedía
de una popular novela de Félix Hollander: al ser indultado, el recluso Boss
Huller (Emil Jannings) explica al director de la cárcel la historia de su
crimen pasional. Antiguo trapecista, trabajaba con su esposa en un parque dé
atracciones hasta que irrumpió en su vida la bella Bertha María (Lya de Putti),
con la que se fugó a Berlín y en donde formó, con el acróbata Artinelli
(Warwick Ward), un trío de trapecistas que no tardó en hacerse famoso. Pero al
descubrir que su amante le engañaba con Artinelli, tuvo un acceso de celos y los
mató. Después de contar la historia, Boss Huller abandona la cárcel, pero
moralmente aniquilado e incapaz para enfrentarse con la vida.
Este banal «melodrama de instintos» no habría
llegado a convertirse en un «clásico» del cine alemán, de no haber contado Dupont con la excepcional colaboración
del operador Karl Freund, que
acababa de rodar El
último. Prosiguiendo
sus experiencias con la «cámara
desencadenada» dio una portentosa agilidad al relato, de modo que la
cámara cesó definitivamente de ser el observador inmóvil para convertirse en
sujeto dramático, desplazándose, siguiendo a los intérpretes, espiando sus
gestos o colocándose en su punto de vista. Particularmente notable fue su
empleo del encuadre subjetivo,
sustituyendo los ojos del actor, ya fuese el agitado punto de vista del
acróbata en el trapecio, o asomando por encima del hombro de un personaje o
—innovación trascendental para el futuro del cine— en el uso sistemático de la
alternancia pendular plano-contraplano de
dos actores que dialogan, mirando casi al objetivo de la cámara.
Con todo esto, el cine rompe las últimas
ligaduras que le ataban a la estética teatral, si bien los límites de esta
preocupación realista (como la célebre interpretación de Jannings dando la espalda
a la cámara) llegarán también a sonar a artificio y convención. En el capítulo
del realismo es innegable que estos escenarios cotidianos —el music-hall,
el café, la habitación del hotel-indican que
algo importante se está transformando en el seno del cine alemán, nacido de un
aquelarre fantasmagórico. Variete
abría nuevas perspectivas al cine germano,
pero la carrera posterior de Dupont se encargaría de demostrar que este
realizador fue, como Robert Wiene,
el creador de una sola película.
Sin embargo, por mucho que avance el cine
alemán por la senda del realismo —y
ya veremos hasta qué punto lo hará G. W.
Pabst— sus imágenes estarán siempre impregnadas de gusto expresionista,
incapaces de liberarse de lo que Lotte H.
Eisner ha llamado lo «ornamental
expresivo». En 1924 Gustav Hartlaub, director del museo de Manheim, acuñó
la denominación «Nueva objetividad» (Nene
Sachlichkeit) para designar la
nueva y vigorosa tendencia del arte alemán, de signo realista, bajo cuya
bandera militarían personalidades de la dimensión del dramaturgo Bertolt
Brecht, del fotógrafo Albert Renger-Patzsch y de Georg Wilhelm Pabst.
Hijo de
un funcionario ferroviario, Pabst abandonó sus estudios técnicos para
dedicarse a la interpretación teatral. Del teatro pasó después de la guerra al
cine, fundando con Carl Froelich la
productora Froelich-Film, en la que
debutó en 1923 con un film menor: Der Schatz. Su revelación mundial no
se produjo hasta dos años más tarde con su retablo patético de la inflación en
la Viena de postguerra: Bajo la máscara del placer. Con esta película se abre el capítulo del
realismo y de la polémica social en el cine alemán prenazi. No estamos ya
ante un drama de pasiones, sino frente a un drama
de miseria ubicado en un momento histórico y real, que nos muestra cómo
Greta Rumfort (Greta Garbo), hija de
un antiguo consejero -de la Corte que atraviesa estrecheces económicas durante
el crítico período de la inflación, se prostituye para ayudar a su familia. No
faltan, y es una lástima, las concesiones melodramáticas, como esa redención
final gracias al oficial americano (Einar Hanson), que restan fuerza y
enturbian el vigor de este sombrío retrato vienés, rico en pinceladas
realistas, como la larga cola a la puerta de la carnicería (aunque al
representar al mostachudo carnicero, con su terrible pernizo, haya recargado en
exceso las tintas), el negocio de prostitución de la costurera Greifer
(Valeska Gert) o el mutilado de guerra que no encuentra trabajo.
Bajo la
máscara del placer es una película estilísticamente realista, en la medida en
que los objetos no son ya símbolos, sino simplemente objetos, pero el gusto
expresionista y el hecho de que toda la película (incluso los exteriores
urbanos) haya sido rodada en el estudio hace brotar con fuerza la falsedad del «decorativismo social», pintoresquista,
que siente la atracción de los ambientes abyectos como motivo visual: el
burdel, las paredes desconchadas, las sórdidas callejuelas, los faroles
torcidos, las estrechas escaleras de las casas... Por eso, al comparar este realismo
sofocante elaborado en los estudios con la pureza documental del de la escuela
rusa que nace por estos años, se verá claramente cuáles son los límites de los
melodramas sociales de esta especie, cuyo mérito indiscutible es el de haber
presentado por vez primera en la pantalla alemana a la burguesía arruinada como consecuencia de una situación histórica
real y concreta. Esto no es poco y los innumerables tropiezos que tuvo la
película con las censuras de todos los países (incluida la rusa, que convirtió
al oficial americano en un doctor) lo demuestran con elocuencia.
Pabst, sensible a las
influencias culturales del momento histórico, se convirtió en uno de los más
avanzados realizadores del cine alemán. Dotado de un vivo espíritu polémico, se
interesó por temas intelectuales, lo que le valió el aplauso de la
intelligentzia de su época, si bien su obra ha ido evaluándose con el curso del
tiempo. Esta inquietud intelectual es la que le llevó a incorporar por vez
primera el psicoanálisis al cine en Geheim-nisse
einer Seele (1926), estudio
de un caso de impotencia sexual transitoria realizado con la colaboración de
dos discípulos de Freud. Las censuras de todo el mundo, que luego dejarían
pasar la avalancha de psicoanálisis a nivel de Reader's Digest del cine americano
de los años cuarenta, torpedearon la difusión de esta obra. Pero Pabst
prosiguió su línea exigente adaptando la novela del escritor soviético Ilya Ehrenburg Die
Liebe der Jeanne Ney en donde nuevamente aparecen amalgamados el vigor
realista con los excesos románticos que modulan casi toda su obra, al narrar
una apasionada historia de amor entre una burguesía francesa y un joven
revolucionario ruso, amor que crece en el torbellino de la revolución de Crimea
para convertirse en una gran pasión en París, capital de la burguesía
decadente. Entre el sexo y la revolución,
entre Freud y Marx, dos titanes del pensamiento que están conmoviendo a la
vieja Europa, se desarrolló la filmografía de Pabst, espíritu fino y receptivo
de las inquietudes del momento cultural e histórico, pero cuyas limitaciones
eran las propias del ingenuo idealismo de
la socialdemocracia europea a la que Pabst pertenecía. Lo que no impidió,
por cierto, que sus películas fueran víctimas habituales de tijeretazos o alteraciones
por parte de las censuras oficiales u oficiosas, como volvió a ocurrir en Die
Liebe der Jeanne Ney, film que no ocultaba las simpatías de Pabst por
la causa socialista, pero a quien los productores obligaron a introducir una
escena en la que el joven bolchevique entraba en una iglesia y se arrodillaba
ante la Virgen.
Impregnado
también de freudismo estuvo el ciclo que abordó a continuación sobre problemas morbosos de la psicología femenina,
del que tampoco estuvo ausente el retablo social. Esta trilogía de retratos
femeninos estuvo encabezada por Abwege, centrada en una rica y
ociosa mujer de la burguesía, que hastiada de su marido y de la vulgaridad de
su vida se entrega a la evasión psicológica que le proporciona el libertinaje.
Para realizar su siguiente película, Die Büchse der Pandora (1928),
biografía de la prostituta Lulú (Louise Brooks), fundió dos dramas del
incisivo escritor naturalista Frank Wedekind: Der Erdgeist y Die Büchse der
Pandora. Al trasladar estas creaciones teatrales a la pantalla muda, Pabst
perdió la compleja profundidad psicológica de los originales literarios, pero
en cambio ganó con la presencia de la bellísima Louise Brooks —uno de los rostros más turbadores de toda la
historia del cine— una dimensión mítica que cimentó la celebridad de la obra.
El pansexualismo de Lulú, que atrae irresistiblemente a los hombres (e incluso
a las mujeres), arrastrándolos a la ruina física y moral, encaja perfectamente
con el más clásico arquetipo de la vamp. Por si hicieran falta aclaraciones,
la referencia a Pandora y a su malhadada caja redondean sin equívoco posible su
carácter mítico. Finalmente, Lulú morirá asesinada en Londres durante la noche
de Navidad, víctima del cuchillo del sádico Jack el Destripador, mientras por
la calle circula un cortejo del Ejército de Salvación.
La
riqueza dramática de sus turbios ambientes, que sirven de fondo a este
documento sobre la decadencia y
corrupción de la burguesía alemana prenazi, explican el juicio de Potamkin
al calificar la película de «atmósfera
sin contenido». Porque lo cierto es que lo que más interesó a Pabst en esta
película fue la fascinadora presencia de esta muchacha de Wichita, que de
intérprete de mediocres comedias musicales saltó a uno de los primeros puestos
de la mitología erótica de la pantalla con su encarnación de la célebre
cortesana, esclava del sexo, que con su inquietante atractivo se convierte en
un monstruo que destroza vidas humanas. Ciertamente, todo esto no es muy
nuevo, pero la presencia mágica de esta sensual garconne resulta deslumbrante y
su maliciosa inocencia —más allá del Bien y del Mal— preludia la boga del mito
de la femme-enfant, que se impondrá después de 1950 a caballo de la ingenua
perversidad de Brigitte Bardot.
Su ciclo
femenino se cerró con la adaptación de la novela de Margarcte Bóhme Tres
páginas de un diario (Tagebuch einer Verlorenea, 1928), en donde se
asiste nuevamente a la trayectoria de Louise Brooks, esta vez hija de un
farmacéutico, que es seducida por el ayudante de su padre, da a luz una niña y
es encerrada en un sórdido correccional, del que escapará para emplearse en un
burdel. Nuevamente estamos en presencia de una biografía femenina que es, a la
vez, una crítica acerba de la sociedad alemana de su época. Son los dos
vectores que mueven los dramas de Pabst, preocupado por el mundo de los
sentimientos (que con demasiada frecuencia derivó hacia el melodrama), pero
fascinado también por los ambientes y tipos que forman el turbio caldo de
cultivo de la descomposición social de su país. Lástima que su excepcional
pericia técnica, su sentido visual y su vigorosa utilización del material
plástico (que no oculta su procedencia expresionista, transparente en la
teatral sordidez de los decorados, en la iluminación y en los ángulos de cámara
que convierten a veces el encuadre en una opinión crítica) estén con frecuencia
al servicio de guiones endebles, como ocurre demasiadas veces en esta
cinematografía obsesionada en exceso por la dominante plástica, olvidando que
el cine es algo más que una suma de imágenes impresionantes o cautivadoras, que
por un lado conducen al teatro del horror y por otro al decorativismo social.
A pesar
de todo, Pabst ha encarrilado al cine alemán por el sendero del realismo social, con todas las
limitaciones que se quiera, y a su trilogía de relatos femeninos sucederá, a
principios del sonoro, una actitud mucho más comprometida, abocada directamente
hacia temas de polémica social y política. No olvidemos que el espectro del
nacionalsocialismo ha comenzado a planear ya sobre la República de Weimar,
amenazando con devorarla.
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