La floración vanguardista
Ya vimos que el París de los llamados «felices veinte» fue un jardín
abonado para todas las simientes de los iconoclastas del arte tradicional. El
París de Picasso, de Max Ernst, de Eluard, de Picabia, de Cocteau y de Marcel
Duchamp ha visto en el cine un retablo de maravillas al que cobija y mima en el
interior de los cine-clubs, catacumbas para iniciados donde se descubren y
comentan con admiración las nuevas películas alemanas y soviéticas. La siembra
de Delluc no ha caído en tierra
baldía, aunque pronto se verá que el vanguardismo de la Escuela
impresionista era de una
timidez apabullante, casi decimonónica, comparada con las audacias de los hijos
cinematográficos que le nacerán al futurismo, al dadaísmo y al surrealismo.
Pero Delluc ha sido quien les ha abierto el camino, quien primero ha visto en
el cine un vehículo cultural, un arte receptivo de las inquietudes más vivas.
Cumplida su etapa, la nueva promoción de «terroristas» del arte se apoderará
de aquel lenguaje recién descubierto para dinamitar a la civilización burguesa
que ha llevado al mundo al conflicto bélico.
Los primeros estampidos de la nueva vanguardia fueron obra del pintor
sueco Viking Eggeling, uno de los
fundadores del movimiento dadaísta, que después de realizar varias
experiencias con largas tiras de papel dibujadas se pasó al campo del celuloide,
haciendo nacer el cine abstracto con Diagonal Symphonie (1921). Otro amigo suyo, el pintor dadaísta alemán Hans Richter, con sus Rythmus '21 (1921), Rythmus '23 (1923) y Rythmus'25 (1925), y su también
amigo y pintor alemán Walter Ruttmann, con su Opus I (1923) y siguientes, inauguraron la escuela experimental alemana, que nacía bajo
el signo de la abstracción y el geometrismo, a la busca del ritmo de las formas
puras y de la «música visual». Otro
célebre pintor francés, Fernand Léger,
que nacido de la erupción cubista plasmará en el lienzo la fascinación que
ejerce sobre él la civilización maquinista, realizará con Dudley Murphy un Ballet mécanique (1924) compuesto con sus motivos
predilectos: engranajes, artículos de bazar, piezas mecánicas, títulos de
periódico... Consecuente con su consigna «El
argumento es el gran error del cine», Léger creó con elementos figurativos
reconocibles un auténtico ballet, que hace de la película una obra de transición entre el
arte abstracto y el figurativo.
Pero lo más vivo del cine
vanguardista de los años veinte nació de la orgía surrealista que
prendió en Europa como reguero de pólvora tras el célebre manifiesto de André Bretón (1924). Torbellino emancipador parido de
las entrañas del dadaísmo, arremetió con violencia contra los convencionales
cánones establecidos, para retornar a la pureza del «automatismo psíquico» y a las motivaciones
irracionales del subconsciente. La «escritura
automática», desconectadas las riendas de la voluntad, será el método
expresivo predilecto de los nuevos poetas, que realizarán su revolución
estética a través de los senderos del humor, el horror, la paradoja, el
erotismo, el sueño y la locura. No es raro que la fiebre surrealista contagiase
al cine, pues, como ha explicado Buñuel,
es «el mecanismo que mejor imita el
funcionamiento de la mente en estado de sueño». Y el sueño es, no hay que
olvidarlo, la forma más pura de automatismo psíquico. Pero este automatismo
irreflexivo de los surrealistas es lo que menos se parece a la laboriosa y
prolongada elaboración de una película: será ésta, precisamente, la mayor
paradoja del cine surrealista que va a nacer.
Germaine Dulac,
escritora y militante feminista que había llevado ya a la pantalla el guión de
Delluc La féte espagnole (1919)
y el drama conyugal La souriante Madame Beudet (1922-1923), que preludió algunos temas del futuro Antonioni, fue la
encargada de inaugurar el capítulo del surrealismo cinematográfico con La
coquille et le clergyman (1927),
basada en un texto del escritor y actor Antonin Artaud. Acorde con la tradición
de escándalo de toda obra surrealista que se precie, La coquille et le clergyman
armó el suyo, y mayúsculo, al ser presentada en el célebre Studio des Ursulines. Pero esta vez no fueron los burgueses
irritados quienes protestaban, sino Antonin Artaud y sus amigos que mostraban
ruidosamente su desacuerdo con la realización de Dulac, cuya delicada
sensibilidad no podía en verdad congeniarse con la ferocidad artística de
Artaud. Además, Artaud había querido interpretar al protagonista de la
película, un pastor protestante impotente y reprimido que persigue a una mujer
ideal, personaje incorporado finalmente por Alexandre Allin.
En realidad, todo este arsenal de
símbolos psicoanalíticos y de imágenes oníricas que caracterizaba a la película
en cuestión, llevaba en sí el germen de la caducidad, destinándola a envejecer
sin remedio. Hoy se nos antoja La coquille et le clergyman una
venerable pieza arqueológica, testimonio del furor surrealista que se abatió
sobre una Europa ya lejana... Después Dulac, defensora de la noción de «cine
puro», intentó materializar la silenciosa «música
visual» de las imágenes en Etude cinématographique sur un arabesque (1928), según Debussy, Théme
et variations (1928) y Disque 927 (1929), bajo la inspiración del preludio
en si bemol de Chopin.
Todas estas experiencias
vanguardistas, y otras paralelas, despectivas con lo que es argumento y
estructura narrativa, estaban inspiradas por una hipertrofia formalista,
inventando y experimentando atrevidos recursos que, pasado el infantilismo vanguardista,
se incorporarán de una manera lógica y madura al lenguaje cinematográfico
habitual: montaje acelerado, sobreimpresiones, desvanecidos, etc. También es
cierto que de este festín de quincallería visual nacerá la gran tradición francesa de los maestros de la cámara, que va de Renoir
a Godard. Y no es menos cierto que a partir de ahora todos los códigos del
relato y de la representación cinematográficos han sido puestos en cuestión.
Es cosa que no hay que olvidar a la hora del balance histórico.
El movimiento surrealista francés,
al que se incorpora la resaca inconformista de otras latitudes, como el pintor
y fotógrafo americano Man Ray, autor
de Emak
Bakia (1928) y L'Etoilede mer (1928), se vio
bruscamente enriquecido en 1928 con la arrolladora personalidad del español Luis Buñuel, que no tardará en
convertirse en cineasta «maldito» y en uno de los «monstruos», de la historia
del cine. Nacido en Calanda (Teruel) en 1900, en el seno de una familia
terrateniente, Buñuel estudió con los jesuítas de Zaragoza y en esta época
escolar nacieron en él dos obsesiones que perdurarán en toda su obra: su
pasión por la entomología y su «descubrimiento» del universo religioso, que le
impresionó hasta el punto de llevarle a celebrar misas simuladas ante sus
compañeros de juego. A los diecisiete años se trasladó a la Residencia de
Estudiantes de Madrid, a cuyo ambiente cultural, frecuentado por espíritus tan
significativos como Federico García Lorca, Ramón Gómez de la Serna y Rafael Albeiti,
aportó una inyección de interés
cinematográfico, organizando entre 1920 y 1923 sesiones de cine-club, las
primeras de España y de las primeras del mundo.
Abandonó sus estudios de ingeniero
agrónomo, seguidos por indicación de su padre, para ingresar en la Facultad de Filosofía y
Letras de Madrid. En 1925 dio el gran salto a París, donde su interés por el
cine cristalizó en irresistible vocación al contemplar Der müde Tod, de Fritz Lang. En 1926 penetra
profesionalmente en su nuevo mundo creador como ayudante del realizador Jean
Epstein. Y en 1929 escribe con Salvador Dalí y dirige Un perro andaluz (Un chien
andalou), con un guión tejido con sus sueños. Rodada en quince días y
presentada en el Studio des Ursulines,
la película produjo el efecto de una bomba. Su obertura es, coherente con la
agresividad del movimiento surrealista, uno de los intentos más afortunados
para alterar la digestión de los más tranquilos de espíritu: una navaja de
afeitar secciona, en primerísimo plano, un ojo de mujer. A partir de ahí se
desata un torrente de imágenes oníricas, que el propio Buñuel ha calificado de «un desesperado y apasionado llamamiento al
asesinato». A pesar de que, como producto del puro automatismo, la obra no
persigue una explicación por vía simbólica, a veces su laberinto de imágenes
gratuitas se ilumina con relámpagos que (tal vez a pesar de sus autores) tienen
un sentido. Tal es el caso del amante que en su aproximación al objeto de su
deseo debe arrastrar la pesadísima carga de dos pianos de cola en los que
reposan sendos cadáveres de asnos y van atados a dos seminaristas... La
poesía de la película es fundamentalmente, sin embargo, la poesía de lo
absurdo.
Pero la conmoción producida por Un
perro andaluz fue apenas nada si se la compara con la que causó su
siguiente film La edad de oro (L'áge d'or, 1930),
liberado ya casi completamente de la influencia de Dalí y financiado por el
vizconde de Noailles. Aquí lanza Buñuel un ataque demoledor a lo que suele
denominarse «el orden establecido», coronado con un homenaje blasfemo al
marqués de Sade y orquestado con música de Wagner y de Beethoven, cuya
grandilocuencia multiplica la potencia corrosiva de sus imágenes. Exaltación
surrealista del amour fou y denuncia de todos los mecanismos sociales y
psicológicos que entorpecen su realización, tuvo la virtud de poner rápidamente
en marcha los resortes de autodefensa de la sociedad tan maltratada por Buñuel
en su película. A la quinta semana de su estreno, agentes de la Liga Antijudía y de
la Liga de los
Patriotas lanzaron en plena proyección bombas fumígenas en la sala y arrojaron
tinta violeta a la pantalla. Se organizó una batalla campal en la que salieron
malheridas las telas de Dalí, Max Ernst, Man Ray, Miró y Tanguy expuestas en el
vestíbulo. Este incidente fue el detonante que desencadenó una serie de
episodios en cadena, orquestados por grandes campañas de prensa, que
concluyeron con la prohibición del film el 11 de diciembre de 1930 y la
confiscación de sus copias realizada por la policía al día siguiente. Esta
medida policíaca venía a corroborar, en el fondo, la eficacia crítica y demoledora
de la película de Buñuel y la gran debilidad y fácil vulnerabilidad de la
sociedad a la que ponía en la picota.
Pero, el ruidoso escándalo -que para
Hollywood es sinónimo de publicidad- le ha valido la atención de la Metro-Goldwyn -Mayer,
que le ofrece un contrato. Buñuel se instala en Hollywood y un buen día recibe
un mensaje de Irving Thalberg, poderoso y respetado patrón de la Metro , rogándole que asista
a la proyección privada de un film sonoro de la entonces famosa estrella Lily
Damita. Pero Buñuel, fiel a su automatismo psíquico, le dice al emisario: «Dígale a Mr. Thalberg que no tengo tiempo
para perderlo oyendo a una p...» El recado llegó a su destino y Buñuel a
Europa al mes siguiente.
De regreso a España y gracias a un
billete de lotería premiado, pudo Buñuel rodar en Las Hurdes el impresionante documental Tierra sin pan (1932), retablo de una miseria alucinante, con profusión de enfermos,
tarados y cretinos. A los acordes de la cuarta sinfonía de Brahms desvela
Buñuel este museo del horror -con imágenes tan estremecedoras como la del asno
devorado por un enjambre de abejas-, que se sitúa entre el documental
etnográfico, el cine de denuncia social y el aquelarre goyesco. El gobierno
español decidió prohibir su exhibición.
Al lado de la vigorosa obra de
Buñuel resultarán empequeñecidas las restantes producciones surrealistas.
Véase Le sang d'un poete (1930) del polifacético Jean Cocteau, niño mimado de los cenáculos parisinos. Película
exasperadamente refinada, barroca, hermética y decadente, que expuso sin
embargo con gran franqueza, lo que no deja de ser elogiable, las tendencias
homosexuales y misóginas, narcisistas y onanistas de su autor. Impregnada de
un turbio erotismo, la obra contenía fragmentos de una riqueza imaginativa,
inquietante y sorprendente, como el paseo por el pasillo del hotel espiando el
interior de las habitaciones, para descubrir una insólita lección de vuelo o a
un hermafrodita híbrido entre ser humano y robot electrónico...
París y Berlín se habían convertido
en las dos capitales del vanguardismo cinematográfico mundial. Ya hemos visto
que a París fueron a parar numerosos artistas extranjeros, empujados por la
marea del inconformismo y de la inquietud creadora: el norteamericano Man Ray, el español Luis Buñuel, el brasileño Alberto
Cavalcanti. También fue a recalar en París, tras el naufragio del cine
danés, Carl Theodor Dreyer. La Société Genérale de Films le propuso realizar una biografía de Catalina de Medicis,
María Antonieta o Juana de Arco, a su elección. Dreyer escogió a la última y
realizó con ella uno de los grandes
«clásicos» del cine mudo.
Malparada había salido hasta
entonces la historia como tema de inspiración cinematográfica. Las
reconstrucciones de cartón-piedra a la italiana y los fastos de De Mille o de Lubitsch habían tomado contacto con los asuntos históricos, no con
espíritu investigador o documentalista, sino con el alegre desenfado de un
director de circo. Al carnaval espectacular prefirió Dreyer la exposición
austera de un drama psicológico, estructurado con escrupuloso respeto a los
estudios historiográficos sobre la santa y a las mismas actas del proceso,
provocando una malhumorada reacción del arzobispo de París.
Consecuencia de este criterio
realista fue que el rodaje siguiera la progresión cronológica del guión, cosa
absolutamente inhabitual en la industria cinematográfica; que los actores prescindieran
de todo maquillaje, merced al empleo innovador de la sensible película pancromática; que en la escena en que a la santa
se le debían cortar los cabellos, se hiciera así realmente, sin trucos. Y,
naturalmente, las lágrimas de Marie Falconetti (que actuaba por primera y
última vez ante las cámaras) no iban a ser de glicerina, sino nacidas de su
profunda y dolorosa crisis. En contraste con este realismo, los decorados eran
de una blanca y estilizada simplicidad. No era esto un capricho de Dreyer. La
intensa concentración del drama nacía, en primer lugar, del uso sistemático y
reiterado del primer plano (de los 1.200 que tiene la película, no llegan a la
veintena los planos generales) y en segundo lugar de la simplicidad
escenográfica, que no distraía la atención de los personajes.
El equilibrio realismo-estilización
de La pasión de
Juana de Arco (La passion
de Jcanne d'Arc, 1927-1928)
y su uso magistral y exhaustivo de la técnica del primer plano (con frecuencia encuadrado en ángulos contrapicados),
hicieron de ella una película insólita, de una extraña y conmovedora belleza
plástica. Rodada casi íntegramente en interiores, todo el juego dramático estuvo
conducido por una sucesión de primeros planos —las rugosas epidermis y ceñudas
muecas de los jueces frente a la pureza del rostro de Juana—, que conformaban
la geografía escénica gracias a la dirección de sus miradas. Fue una lástima
que los rótulos literarios viniesen a quebrar el admirable ritmo visual de sus
imágenes, portentosas imágenes que en su repudio de los insertos escritos
parece reclamar imperiosamente el advenimiento del sonido. No sería justo
silenciar la excepcional labor del operador
Rudolph Maté, responsable de la belleza fotográfica de los encuadres que
componen este patético oratorio visual, fijos o en movimiento y violentamente
desnivelados en muchas ocasiones.
Dreyer, que es uno de los grandes
místicos de la historia del cine, siguió siéndolo al abordar el universo
fantástico de La bruja vampiro (Vampyr ou Vétrange aventure de David Grey, 1930), su primera película sonora, que
realizó también en Francia y gracias al mecenazgo de un noble holandés, sobre
una novela vampírica del irlandés Sheridan Le Fanu y bajo la influencia del
depurado expresionismo de El hundimiento de la casa Usher , de Epstein. Nuevamente nos hallamos ante
el obsesionante tema del Mal, de las fuerzas satánicas y sobrenaturales, que ha
tentado a los grandes místicos de la pantalla, como Murnau o Bergman, aunque
también se ha escrito, tal vez abusivamente, que el film de Dreyer supone una
premonición del nazismo. Pero la película era demasiado personal y virtuosa —su
culminación fue la escena del entierro vista por el muerto a través de la mirilla
del ataúd— para interesar al gran público, como ocurriría con las obras del
ciclo terrorífico que iniciaría al año siguiente el cine norteamericano. Su
rotundo fracaso económico abrió un paréntesis de inactividad en la carrera de
Dreyer, que se prolongó durante doce años.
Una buena parte de la vanguardia,
como se ve, avanzó por los senderos de la fantasía sin fronteras, desde el
geometrismo de las formas puras a la pirueta surrealista. Pero otro sector se
polarizó hacia la tendencia documentalista, en la que las imágenes arrancadas
de la realidad urbana eran ofrecidas en un álbum impresionista que recuerda, en
no pocas ocasiones, las experiencias
del Cine-ojo de Dziga Vertov.
Esta tendencia fue inaugurada en
Francia por el trotamundos brasileño Alberto
Cavalcanti, que había debutado en 1923 como escenógrafo de Marcel L'Herbier
y que en 1926 realizó Rien que les heures, cinta
impresionista sobre un día de la ciudad de París, entre el amanecer y la
medianoche, interrumpida periódicamente por primeros planos de un reloj que
señala la hora. Cavalcanti ha puesto
su sentido de la imagen al servicio de la poesía visual de los ambientes
populares, las calles de París y sus suburbios, en la tradición populista que
arranca de Fiévre y de Coeur fidéle y que anuncia su
ulterior actividad en el seno de la escuela documental británica. Luego
realizó las películas En rade (1927), rodada en los muelles de Marsella, y la que Paul Rotha
califica de «cine-poema burlesco» La
p'tite Lili (1928),
ilustrando con imágenes la cancioncilla popular La Barriere.
Sobre el mismo registro populista el
emigrante estonio Dimitri Kirsanov
realizó Ménilmontant (1926),
film rodado en el barrio parisino del mismo nombre y que hoy calificaríamos de
neorrealista, a pesar de su intriga melodramática. Todas estas páginas de la
vida urbana, que desplazan las pupilas de los experimentos malabaristas para
aproximarlas a la vida cotidiana, redescubierta en su lozanía por las cámaras
tomavistas, anuncian el inminente nacimiento de la escuela naturalista
francesa, de la mano vigorosa de Jean
Renoir.
En Alemania, la tendencia documental
estuvo representada por Walter Ruttmann,
tránsfuga del cine abstracto que influido por Vertov canta en imágenes a la
capital alemana durante la primavera, en Berlín, Symphonie einer Grosstadt
(1927), cuya acción, al igual que en
film de Cavalcanti, transcurre desde la calma del amanecer hasta el caos de la
noche berlinesa. Pero la pirotécnica formalista de la vanguardia surge aquí con
fuerza, con imágenes sobreimpresionadas y collages fotográficos que contrastan
diversos ambientes ciudadanos a la misma hora, enloquecedor caleidoscopio
visual que a veces transforman la película en un puro documental abstracto y
geometrista, jugando con cables telefónicos o ángulos de calles. De todo ello
se desprende una visión del hombre, no social como en Vertov, sino zoológica,
como si de hormigas se tratase, pululando en un mundo sin sentido.
Parecidas características tuvo su
primera película sonora La melodía del mundo (Melodie der Welt, 1929), realizada por encargo de una
compañía de navegación y que esta vez no se limitaba a una ciudad, sino a todo
el globo terráqueo, constituyendo un informe y ruidoso himno cósmico, tejido de
paralelismos y de contrastes. «Lo que
importaba mostrar -ha declarado Ruttmann- eran tanto las semejanzas como las
diferencias de los hombres, su parentesco con los animales, los vínculos que
les unen a los paisajes y a los climas, así como los esfuerzos que hacen para
liberarse de las bestias o de su medio ambiente.» El éxito de estas
películas inauguró en Alemania la era de los Kulturfilms, que más que detallar una realidad con sentido
didáctico, se entretenían en juegos malabares de vertiginoso montaje: altos
hornos, chonos de vapor, músculos tensos, chimeneas humeantes, rostros
crispados... En resumen, la pedagogía devorada por el más rabioso formalismo.
Por eso se nos aparece hoy como
mucho más válido -y, sobre lodo, menos pedante- Menschen am Sonntag (1929), que realizan en Berlín un grupo
de judíos austríacos que se harán más tarde famosos en Hollywood: Robert Siodmak la dirige, con un guión de Billy Wilder, Kurt Siodmak y Edgar G. Ulmer, mientras Fred Zinnemann va como ayudante del operador Eugen Schüfftan. Las diversiones de dos
parejas de trabajadores que pasan un domingo junto al lago Wandsee están
integradas en un ambiente popular, captado con técnica documental, como harán
más tarde los neorrealistas italianos. Por vez primera el cine alemán se
aproxima a la condición de los humildes, no para hacerles protagonizar
tragedias, como en Lupu-Pick, o sórdidos dramas de degradación moral, como en Pabst, sino para mostrarlos tal y como
son, en su prosaica y banal pequenez y no sin cierta dosis de tierna
melancolía. Es la senda que conducirá más tarde a títulos como Marly
y El
empleo.
Casi sin darse cuenta una buena
parte de la vanguardia se ha ido deslizando desde el fetichismo formal de los
«terroristas» del arte a la observación naturalista y al verismo documental.
Este itinerario nos conduce hasta la gran personalidad de Jean Renoir, hijo del célebre pintor impresionista, que ha llegado
al cine tras el impacto que le produjo el serial de aventuras Los misterios de
Nueva York y la decisiva revelación de Charlot y de Esposas frivolas, de Erich von Stroheim: «Este film me dejó estupefacto —ha
confesado—. Lo he debido ver por lo menos diez veces.» No es raro que Renoir dejase de lado sus actividades
de ceramista y que impregnado por la gran tradición del realismo francés, en su
doble vertiente literaria (naturalismo) y pictórica (impresionismo), se
orientase hacia el cine, adaptando la novela de Zola Nana (1926), interpretada por su esposa
Catherjjie Hessling, exmodelo de su padre, historia de una famosa cocotte del
Segundo Imperio que marca un hito en la historia del naturalismo cinematográfico
francés.
Aunque irregular, la producción muda
de Renoir revela ya un talento cinematográfico poco común y una versatilidad
ante los géneros que viene avalada por la divertidísima farsa cuartelera Tire
au flanc (1928), notable
además por la desenvoltura de sus prodigiosos movimientos de cámara. Ya veremos
cómo la plenitud de Renoir se desarrollará en el período sonoro, pero ya ahora
maneja la técnica en función de sus exigencias veristas y es de los primeros en
utilizar la nueva emulsión pancromática
en interiores, para lo que introduce la revolucionaria
iluminación mediante lámparas de filamento, en sustitución de los arcos voltaicos.
Esto fue lo que hizo, y no deja de resultar paradójico, para rodar una cinta fantástica
inspirada en Andersen, La cerillerita (La petite marchande
d'allumettes), en 1928, año
crucial en el avance de la técnica cinematográfica, ya que de esta fecha datan
también La pasión de Juana de Arco de Dreyer y Sombras blancas en los mares del Sur de Van
Dyke (Oscar a la mejor fotografía del año), que se ruedan íntegramente
con la emulsión pancromática, que lanzada al mercado por Kodak en 1913 se venía
utilizando únicamente en exteriores.
También el belga Jacques Feyder, que había dado sus primeros
pasos en el cine como actor, tomó la senda naturalista después del gran éxito
comercial de su suntuosa versión de La Atlántida (L'Atlantide, 1920-1921), primera versión
cinematográfica de las muchas que se harán de la novela de Pierre Benoit, que se
rodó en el Sahara y resultó ser el film más caro del cine francés de la época.
Artista nómada a la busca de la independencia creadora por los platos de
Austria, Suiza, Francia y Alemania, malversó su riguroso sentido de la
precisión ambiental en una Carmen ( Carmen, 1926), en la que se pasó el rodaje
discutiendo con Raquel Meller, antes de conquistar unánimes elogios con Thérése
Raquin (1927), adaptación de
la novela de Zola rodada en Berlín con técnicos alemanes, que dejaron impreso
el sello de su estilo fotográfico contrastado a lo largo de sus imágenes
naturalistas, a juzgar por las fotos fijas que han sobrevivido a esta obra
desaparecida. Después marchó Feyder a Hollywood, dejando tras de sí en Francia
un explosivo vodevil, Les nouveaux messieurs (1928), farsa política sobre el ascenso de un obrero socialista a ministro, que
tuvo no pocos problemas con la censura.
Muchos fueron los extranjeros que
contribuyeron al esplendor de la edad de oro del cine mudo francés. Pero con
significar muchísimo los nombres de Buñuel,
Dreyer, Cavalcanti, Feyder, Man Ray o
Kirsanov, no fue nada desdeñable la aportación de un Renoir, de un Cocteau y,
especialmente de Rene Clair, destinado
a convertirse por bastantes años en el cineasta más prestigioso de su país. Su
verdadero nombre es Rene Chomette y nació en 1898, hijo de un acomodado
comerciante de jabones. Rechazó el confortable y seguro porvenir que le ofrecía
su padre para dedicarse a la aventura del periodismo. Cronista literario y
crítico de espectáculos en varios periódicos, escribió también canciones para
la célebre Damia y una novela titulada L'ile des monstres. Su experiencia
cinematográfica se inició en 1920, casi por azar. Damia le pidió que
interpretase un pequeño papel en una película suya, de ambiente coreográfico.
Para quebrar su indecisión, Damia le dijo que lo pasaría muy bien con las
bellas bailarinas de la película... Más tarde, Clair confesaría: «Las bailarinas me decidieron a aceptar.
Era la primera vez que ponía los pies en un estudio. Entré, en él para tres
días y me he quedado para toda la vida.»
En 1922 trabajó como ayudante del
realizador Jacques de Baroncelli y al año siguiente realizó su primera
película, París dormido (París qui dort, 1923), disparate cómico entroncado con la magia de Méliés, que nos
muestra a los habitantes de París paralizados por un rayo que ha descubierto
un sabio loco. El protagonista, que ha escapado a estos efectos, se pasea por
la ciudad, convertida en un inmenso museo de figuras de cera. Luego vienen los
fallos del mecanismo del sabio, que hacen caminar a la gente con movimiento
acelerado o retardado, y finalmente la vuelta a la vida normal. Un puro
disparate, dispárate futurista si se quiere, protagonizado por muñecos más que
por seres humanos. Después de esta experiencia, Clair penetra en una vanguardia
más ortodoxa —valga la contradicción— al aceptar el encargo de un mecenas para
realizar el cortometraje Entr'acte (1924), destinado a ser proyectado en el entreacto de los ballets
suecos, que se exhibían en el Teatro de los Campos Elíseos. El pintor y poeta
dadaísta Francis Picabia escribió el argumento, en la más dislocada pureza
vanguardista, que Clair convirtió en un festín de imágenes locas que culminaron
en la hilarante persecución de un ataúd por su séquito fúnebre. En este
divertimento dadaísta intervinieron como actores Man Ray y Marcel Duchamp, que
aparecían jugando al ajedrez, y Picabia y el músico Erik Satie, llevando un
cañón.
Nacido cinematográficamente en el
cogollo del vanguardismo, en 1927 dio Clair un viraje decisivo, al adaptar a
la pantalla el vodevil de Eugéne Labiche y Marc Michel Un sombrero de paja de Italia (Un
chapeau de paule d'ltalie, 1927).
Con esta película se inicia la gran obra
satírica de Clair. Los elementos que componen la farsa le van a las mil
maravillas: una boda burguesa de fin de siglo, cuyo novio se ve obligado a
buscar por todo París en el día de la ceremonia un determinado sombrero de
paja, para evitar que se descubra la infidelidad de una señora casada, que se
entiende con un gomoso teniente de lanceros. La comicidad de la película brota
no sólo de la disparatada búsqueda contra reloj de un sombrero de dama en tan
especiales circunstancias, sino de la penetrante caricatura de una época y, de
unos tipos: el militar seductor y furibundo, el marido cornudo que toma baños
de pies en una palangana, la dama falsamente honesta, el tío sordo al que le
han rellenado con papel la trompetilla para que no se entere del lío, el
alcalde y su protocolario discurso nupcial, verdadera pieza maestra de
mimodrama... Entre los monigotes de París dormido, que no guardan ninguna
relación con la realidad, y estas caricaturas extraídas de una época y de una
clase social concretas, media un abismo creador. Clair se convierte de pronto
en el más penetrante caricaturista y más fino espíritu satírico del cine
francés. La tosca pero extraordinaria comicidad de la escuela americana se ve
superada por la finísima ironía francesa, que hará merecer a Clair el apodo de «Moliere del cine».
Es cierto que este creador, frío y
cerebral, mantiene sus críticas en el terreno inofensivo y amable de los
aspectos grotescos y ridículos de la confortable burguesía
francesa, que es el mundo al que pertenece. Sus películas no desencadenan los
escándalos que acompañan, casi inevitablemente, a los demoledores escopetazos
de un Buñuel o de un Stroheim. Pretender eso sería pedirle
peras al olmo. Clair pertenece a la tradición de una cultura caracterizada por el
comedimiento y la
frialdad pasional. Retoma la tradición del
vodevil y le aplica su afinado estilete crítico, para montar sus farsas a costa
de la ceremoniosa ,
protocolaria, cartesiana y comedida clase media francesa. Y esto lo hace
magistralmente.
El gran éxito de Un
sombrero de paja de Italia hizo que Clair volviese a recurrir a una
obra de Labiche y Michel para realizar su película siguiente. Pero Les
deux timides (1928), su
última obra muda, estuvo lejos de constituir un éxito. Había en ella reminiscencias
de origen vanguardista, como los acontecimientos que explica el abogado,
inmovilizados bruscamente en la
pantalla en el momento en que pierde el hilo del discurso,
para ponerse luego en marcha nuevamente. En otra escena divide la pantalla en dos
porciones para mostrar simultáneamente lo que sueñan dos rivales por amor, que
tratan de eliminarse mutuamente. Son los últimos devaneos vanguardistas de
Clair, reminiscencias de sus años de aprendiz de brujo, pero a partir de ahora
encarrilará definitivamente su cine hacia el mundo de los seres humanos, aunque
caricaturizados, enterrando sus experimentos oníricos y su mundo de muñecos
nacido en el seno del terremoto dadaísta.
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