sábado, 28 de julio de 2012

El Arte mudo - La floración vanguardista - Román Gubern


La floración vanguardista

Ya vimos que el París de los llamados «felices veinte» fue un jardín abonado para todas las simientes de los iconoclastas del arte tradicional. El París de Picasso, de Max Ernst, de Eluard, de Picabia, de Cocteau y de Marcel Duchamp ha visto en el cine un retablo de maravillas al que cobija y mima en el interior de los cine-clubs, catacumbas para iniciados donde se descubren y comentan con admiración las nuevas películas ale­manas y soviéticas. La siembra de Delluc no ha caído en tierra baldía, aunque pronto se verá que el vanguardismo de la Escuela impresionista era de una timidez apabullante, casi decimonónica, comparada con las audacias de los hijos cinematográficos que le nacerán al futurismo, al dadaísmo y al surrealismo. Pero Delluc ha sido quien les ha abierto el camino, quien primero ha visto en el cine un vehículo cultural, un arte receptivo de las inquietu­des más vivas. Cumplida su etapa, la nueva promoción de «terro­ristas» del arte se apoderará de aquel lenguaje recién descubierto para dinamitar a la civilización burguesa que ha llevado al mundo al conflicto bélico.
Los primeros estampidos de la nueva vanguardia fueron obra del pintor sueco Viking Eggeling, uno de los fundadores del mo­vimiento dadaísta, que después de realizar varias experiencias con largas tiras de papel dibujadas se pasó al campo del celuloi­de, haciendo nacer el cine abstracto con Diagonal Symphonie (1921). Otro amigo suyo, el pintor dadaísta alemán Hans Richter, con sus Rythmus '21 (1921), Rythmus '23 (1923) y Rythmus'25 (1925), y su también amigo y pintor alemán Walter Ruttmann, con su Opus I (1923) y siguientes, inauguraron la escuela experimental alemana, que nacía bajo el signo de la abstracción y el geometrismo, a la busca del ritmo de las formas puras y de la «música visual». Otro célebre pintor francés, Fernand Léger, que nacido de la erupción cubista plasmará en el lienzo la fasci­nación que ejerce sobre él la civilización maquinista, realizará con Dudley Murphy un Ballet mécanique (1924) compuesto con sus motivos predilectos: engranajes, artículos de bazar, piezas mecánicas, títulos de periódico... Consecuente con su consigna «El argumento es el gran error del cine», Léger creó con elemen­tos figurativos reconocibles un auténtico ballet, que hace de la película una obra de transición entre el arte abstracto y el figura­tivo.
Pero lo más vivo del cine vanguardista de los años veinte nació de la orgía surrealista que prendió en Europa como reguero de pólvora tras el célebre manifiesto de André Bretón (1924). Torbellino emancipador parido de las entrañas del dadaísmo, arremetió con violencia contra los convencionales cánones esta­blecidos, para retornar a la pureza del «automatismo psíquico» y a las motivaciones irracionales del subconsciente. La «escritura automática», desconectadas las riendas de la voluntad, será el método expresivo predilecto de los nuevos poetas, que realizarán su revolución estética a través de los senderos del humor, el ho­rror, la paradoja, el erotismo, el sueño y la locura. No es raro que la fiebre surrealista contagiase al cine, pues, como ha expli­cado Buñuel, es «el mecanismo que mejor imita el funciona­miento de la mente en estado de sueño». Y el sueño es, no hay que olvidarlo, la forma más pura de automatismo psíquico. Pero este automatismo irreflexivo de los surrealistas es lo que menos se parece a la laboriosa y prolongada elaboración de una pelícu­la: será ésta, precisamente, la mayor paradoja del cine surrealista que va a nacer.
Germaine Dulac, escritora y militante feminista que había llevado ya a la pantalla el guión de Delluc La féte espagnole (1919) y el drama conyugal La souriante Madame Beudet (1922-1923), que preludió algunos temas del futuro Antonioni, fue la encargada de inaugurar el capítulo del surrealismo cinematográ­fico con La coquille et le clergyman (1927), basada en un texto del escritor y actor Antonin Artaud. Acorde con la tradición de escándalo de toda obra surrealista que se precie, La coquille et le clergyman armó el suyo, y mayúsculo, al ser presentada en el célebre Studio des Ursulines. Pero esta vez no fueron los bur­gueses irritados quienes protestaban, sino Antonin Artaud y sus amigos que mostraban ruidosamente su desacuerdo con la reali­zación de Dulac, cuya delicada sensibilidad no podía en verdad congeniarse con la ferocidad artística de Artaud. Además, Ar­taud había querido interpretar al protagonista de la película, un pastor protestante impotente y reprimido que persigue a una mu­jer ideal, personaje incorporado finalmente por Alexandre Allin.
En realidad, todo este arsenal de símbolos psicoanalíticos y de imágenes oníricas que caracterizaba a la película en cuestión, llevaba en sí el germen de la caducidad, destinándola a envejecer sin remedio. Hoy se nos antoja La coquille et le clergyman una venerable pieza arqueológica, testimonio del furor surrealista que se abatió sobre una Europa ya lejana... Después Dulac, defen­sora de la noción de «cine puro», intentó materializar la silen­ciosa «música visual» de las imágenes en Etude cinématographique sur un arabesque (1928), según Debussy, Théme et variations (1928) y Disque 927 (1929), bajo la inspiración del prelu­dio en si bemol de Chopin.
Todas estas experiencias vanguardistas, y otras paralelas, despectivas con lo que es argumento y estructura narrativa, esta­ban inspiradas por una hipertrofia formalista, inventando y expe­rimentando atrevidos recursos que, pasado el infantilismo van­guardista, se incorporarán de una manera lógica y madura al len­guaje cinematográfico habitual: montaje acelerado, sobreimpresiones, desvanecidos, etc. También es cierto que de este festín de quincallería visual nacerá la gran tradición francesa de los maestros de la cámara, que va de Renoir a Godard. Y no es me­nos cierto que a partir de ahora todos los códigos del relato y de la representación cinematográficos han sido puestos en cues­tión. Es cosa que no hay que olvidar a la hora del balance histó­rico.
El movimiento surrealista francés, al que se incorpora la re­saca inconformista de otras latitudes, como el pintor y fotógrafo americano Man Ray, autor de Emak Bakia (1928) y L'Etoilede mer (1928), se vio bruscamente enriquecido en 1928 con la arrolladora personalidad del español Luis Buñuel, que no tardará en convertirse en cineasta «maldito» y en uno de los «monstruos», de la historia del cine. Nacido en Calanda (Teruel) en 1900, en el seno de una familia terrateniente, Buñuel estudió con los jesuí­tas de Zaragoza y en esta época escolar nacieron en él dos obse­siones que perdurarán en toda su obra: su pasión por la entomo­logía y su «descubrimiento» del universo religioso, que le impre­sionó hasta el punto de llevarle a celebrar misas simuladas ante sus compañeros de juego. A los diecisiete años se trasladó a la Residencia de Estudiantes de Madrid, a cuyo ambiente cultural, frecuentado por espíritus tan significativos como Federico García Lorca, Ramón Gómez de la Serna y Rafael Albeiti, aportó una  inyección de interés cinematográfico, organizando entre 1920 y 1923 sesiones de cine-club, las primeras de España y de las pri­meras del mundo.
Abandonó sus estudios de ingeniero agrónomo, seguidos por indicación de su padre, para ingresar en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid. En 1925 dio el gran salto a París, donde su interés por el cine cristalizó en irresistible vocación al contemplar Der müde Tod, de Fritz Lang. En 1926 penetra profesionalmente en su nuevo mundo creador como ayudante del realizador Jean Epstein. Y en 1929 escribe con Salvador Dalí y dirige Un perro andaluz (Un chien andalou), con un guión tejido con sus sueños. Rodada en quince días y presentada en el Studio des Ursulines, la película produjo el efecto de una bomba. Su obertura es, cohe­rente con la agresividad del movimiento surrealista, uno de los intentos más afortunados para alterar la digestión de los más tran­quilos de espíritu: una navaja de afeitar secciona, en primerísimo plano, un ojo de mujer. A partir de ahí se desata un torrente de imágenes oníricas, que el propio Buñuel ha calificado de «un desesperado y apasionado llamamiento al asesinato». A pesar de que, como producto del puro automatismo, la obra no persigue una explicación por vía simbólica, a veces su laberinto de imá­genes gratuitas se ilumina con relámpagos que (tal vez a pesar de sus autores) tienen un sentido. Tal es el caso del amante que en su aproximación al objeto de su deseo debe arrastrar la pesa­dísima carga de dos pianos de cola en los que reposan sendos cadáveres de asnos y van atados a dos seminaristas... La poesía de la película es fundamentalmente, sin embargo, la poesía de lo absurdo.
Pero la conmoción producida por Un perro andaluz fue ape­nas nada si se la compara con la que causó su siguiente film La edad de oro (L'áge d'or, 1930), liberado ya casi completamente de la influencia de Dalí y financiado por el vizconde de Noailles. Aquí lanza Buñuel un ataque demoledor a lo que suele denomi­narse «el orden establecido», coronado con un homenaje blasfemo al marqués de Sade y orquestado con música de Wagner y de Beethoven, cuya grandilocuencia multiplica la potencia co­rrosiva de sus imágenes. Exaltación surrealista del amour fou y denuncia de todos los mecanismos sociales y psicológicos que entorpecen su realización, tuvo la virtud de poner rápidamente en marcha los resortes de autodefensa de la sociedad tan maltra­tada por Buñuel en su película. A la quinta semana de su estreno, agentes de la Liga Antijudía y de la Liga de los Patriotas lanza­ron en plena proyección bombas fumígenas en la sala y arrojaron tinta violeta a la pantalla. Se organizó una batalla campal en la que salieron malheridas las telas de Dalí, Max Ernst, Man Ray, Miró y Tanguy expuestas en el vestíbulo. Este incidente fue el detonante que desencadenó una serie de episodios en cadena, or­questados por grandes campañas de prensa, que concluyeron con la prohibición del film el 11 de diciembre de 1930 y la confisca­ción de sus copias realizada por la policía al día siguiente. Esta medida policíaca venía a corroborar, en el fondo, la eficacia crí­tica y demoledora de la película de Buñuel y la gran debilidad y fácil vulnerabilidad de la sociedad a la que ponía en la picota.
Pero, el ruidoso escándalo -que para Hollywood es sinónimo de publicidad- le ha valido la atención de la Metro-Goldwyn-Mayer, que le ofrece un contrato. Buñuel se instala en Holly­wood y un buen día recibe un mensaje de Irving Thalberg, pode­roso y respetado patrón de la Metro, rogándole que asista a la proyección privada de un film sonoro de la entonces famosa es­trella Lily Damita. Pero Buñuel, fiel a su automatismo psíquico, le dice al emisario: «Dígale a Mr. Thalberg que no tengo tiempo para perderlo oyendo a una p...» El recado llegó a su destino y Buñuel a Europa al mes siguiente.
De regreso a España y gracias a un billete de lotería premia­do, pudo Buñuel rodar en Las Hurdes el impresionante documen­tal Tierra sin pan (1932), retablo de una miseria alucinante, con profusión de enfermos, tarados y cretinos. A los acordes de la cuarta sinfonía de Brahms desvela Buñuel este museo del horror -con imágenes tan estremecedoras como la del asno devorado por un enjambre de abejas-, que se sitúa entre el documental etnográfico, el cine de denuncia social y el aquelarre goyesco. El gobierno español decidió prohibir su exhibición.
Al lado de la vigorosa obra de Buñuel resultarán empequeñe­cidas las restantes producciones surrealistas. Véase Le sang d'un poete (1930) del polifacético Jean Cocteau, niño mimado de los cenáculos parisinos. Película exasperadamente refinada, barroca, hermética y decadente, que expuso sin embargo con gran fran­queza, lo que no deja de ser elogiable, las tendencias homose­xuales y misóginas, narcisistas y onanistas de su autor. Impreg­nada de un turbio erotismo, la obra contenía fragmentos de una riqueza imaginativa, inquietante y sorprendente, como el paseo por el pasillo del hotel espiando el interior de las habitaciones, para descubrir una insólita lección de vuelo o a un hermafrodita híbrido entre ser humano y robot electrónico...
París y Berlín se habían convertido en las dos capitales del vanguardismo cinematográfico mundial. Ya hemos visto que a París fueron a parar numerosos artistas extranjeros, empujados por la marea del inconformismo y de la inquietud creadora: el norteamericano Man Ray, el español Luis Buñuel, el brasileño Alberto Cavalcanti. También fue a recalar en París, tras el nau­fragio del cine danés, Carl Theodor Dreyer. La Société Genérale de Films le propuso realizar una biografía de Catalina de Medi­cis, María Antonieta o Juana de Arco, a su elección. Dreyer es­cogió a la última y realizó con ella uno de los grandes «clásicos» del cine mudo.
Malparada había salido hasta entonces la historia como tema de inspiración cinematográfica. Las reconstrucciones de cartón-piedra a la italiana y los fastos de De Mille o de Lubitsch habían tomado contacto con los asuntos históricos, no con espíritu in­vestigador o documentalista, sino con el alegre desenfado de un director de circo. Al carnaval espectacular prefirió Dreyer la ex­posición austera de un drama psicológico, estructurado con es­crupuloso respeto a los estudios historiográficos sobre la santa y a las mismas actas del proceso, provocando una malhumorada reacción del arzobispo de París.
Consecuencia de este criterio realista fue que el rodaje si­guiera la progresión cronológica del guión, cosa absolutamente inhabitual en la industria cinematográfica; que los actores prescindieran de todo maquillaje, merced al empleo innovador de la sensible película pancromática; que en la escena en que a la santa se le debían cortar los cabellos, se hiciera así realmente, sin tru­cos. Y, naturalmente, las lágrimas de Marie Falconetti (que ac­tuaba por primera y última vez ante las cámaras) no iban a ser de glicerina, sino nacidas de su profunda y dolorosa crisis. En contraste con este realismo, los decorados eran de una blanca y estilizada simplicidad. No era esto un capricho de Dreyer. La intensa concentración del drama nacía, en primer lugar, del uso sistemático y reiterado del primer plano (de los 1.200 que tiene la película, no llegan a la veintena los planos generales) y en segundo lugar de la simplicidad escenográfica, que no distraía la atención de los personajes.
El equilibrio realismo-estilización de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jcanne d'Arc, 1927-1928) y su uso magis­tral y exhaustivo de la técnica del primer plano (con frecuencia encuadrado en ángulos contrapicados), hicieron de ella una pelí­cula insólita, de una extraña y conmovedora belleza plástica. Ro­dada casi íntegramente en interiores, todo el juego dramático es­tuvo conducido por una sucesión de primeros planos —las rugo­sas epidermis y ceñudas muecas de los jueces frente a la pureza del rostro de Juana—, que conformaban la geografía escénica gracias a la dirección de sus miradas. Fue una lástima que los rótulos literarios viniesen a quebrar el admirable ritmo visual de sus imágenes, portentosas imágenes que en su repudio de los in­sertos escritos parece reclamar imperiosamente el advenimiento del sonido. No sería justo silenciar la excepcional labor del ope­rador Rudolph Maté, responsable de la belleza fotográfica de los encuadres que componen este patético oratorio visual, fijos o en movimiento y violentamente desnivelados en muchas ocasiones.
Dreyer, que es uno de los grandes místicos de la historia del cine, siguió siéndolo al abordar el universo fantástico de La bruja vampiro (Vampyr ou Vétrange aventure de David Grey, 1930), su primera película sonora, que realizó también en Fran­cia y gracias al mecenazgo de un noble holandés, sobre una no­vela vampírica del irlandés Sheridan Le Fanu y bajo la influencia del depurado expresionismo de El hundimiento de la casa Usher, de Epstein. Nuevamente nos hallamos ante el obsesionante tema del Mal, de las fuerzas satánicas y sobrenaturales, que ha tentado a los grandes místicos de la pantalla, como Murnau o Bergman, aunque también se ha escrito, tal vez abusivamente, que el film de Dreyer supone una premonición del nazismo. Pero la película era demasiado personal y virtuosa —su culminación fue la es­cena del entierro vista por el muerto a través de la mirilla del ataúd— para interesar al gran público, como ocurriría con las obras del ciclo terrorífico que iniciaría al año siguiente el cine norteamericano. Su rotundo fracaso económico abrió un parénte­sis de inactividad en la carrera de Dreyer, que se prolongó du­rante doce años.
Una buena parte de la vanguardia, como se ve, avanzó por los senderos de la fantasía sin fronteras, desde el geometrismo de las formas puras a la pirueta surrealista. Pero otro sector se polarizó hacia la tendencia documentalista, en la que las imáge­nes arrancadas de la realidad urbana eran ofrecidas en un álbum impresionista que recuerda, en no pocas ocasiones, las experien­cias del Cine-ojo de Dziga Vertov.
Esta tendencia fue inaugurada en Francia por el trotamundos brasileño Alberto Cavalcanti, que había debutado en 1923 como escenógrafo de Marcel L'Herbier y que en 1926 realizó Rien que les heures, cinta impresionista sobre un día de la ciudad de París, entre el amanecer y la medianoche, interrumpida periódicamente por primeros planos de un reloj que señala la hora. Cavalcanti ha puesto su sentido de la imagen al servicio de la poesía visual de los ambientes populares, las calles de París y sus suburbios, en la tradición populista que arranca de Fiévre y de Coeur fidéle y que anuncia su ulterior actividad en el seno de la escuela do­cumental británica. Luego realizó las películas En rade (1927), rodada en los muelles de Marsella, y la que Paul Rotha califica de «cine-poema burlesco» La p'tite Lili (1928), ilustrando con imágenes la cancioncilla popular La Barriere.
Sobre el mismo registro populista el emigrante estonio Dimitri Kirsanov realizó Ménilmontant (1926), film rodado en el barrio parisino del mismo nombre y que hoy calificaríamos de neorrealista, a pesar de su intriga melodramática. Todas estas páginas de la vida urbana, que desplazan las pupilas de los experimentos malabaristas para aproximarlas a la vida cotidiana, redescubierta en su lozanía por las cámaras tomavistas, anuncian el inminente nacimiento de la escuela naturalista francesa, de la mano vigo­rosa de Jean Renoir.
En Alemania, la tendencia documental estuvo representada por Walter Ruttmann, tránsfuga del cine abstracto que influido por Vertov canta en imágenes a la capital alemana durante la primavera, en Berlín, Symphonie einer Grosstadt (1927), cuya acción, al igual que en film de Cavalcanti, transcurre desde la calma del amanecer hasta el caos de la noche berlinesa. Pero la pirotécnica formalista de la vanguardia surge aquí con fuerza, con imágenes sobreimpresionadas y collages fotográficos que contrastan diversos ambientes ciudadanos a la misma hora, enlo­quecedor caleidoscopio visual que a veces transforman la película en un puro documental abstracto y geometrista, jugando con ca­bles telefónicos o ángulos de calles. De todo ello se desprende una visión del hombre, no social como en Vertov, sino zoológi­ca, como si de hormigas se tratase, pululando en un mundo sin sentido.
Parecidas características tuvo su primera película sonora La melodía del mundo (Melodie der Welt, 1929), realizada por en­cargo de una compañía de navegación y que esta vez no se limi­taba a una ciudad, sino a todo el globo terráqueo, constituyendo un informe y ruidoso himno cósmico, tejido de paralelismos y de contrastes. «Lo que importaba mostrar -ha declarado Rutt­mann- eran tanto las semejanzas como las diferencias de los hombres, su parentesco con los animales, los vínculos que les unen a los paisajes y a los climas, así como los esfuerzos que hacen para liberarse de las bestias o de su medio ambiente.» El éxito de estas películas inauguró en Alemania la era de los Kulturfilms, que más que detallar una realidad con sentido didáctico, se entretenían en juegos malabares de vertiginoso montaje: altos hornos, chonos de vapor, músculos tensos, chimeneas humean­tes, rostros crispados... En resumen, la pedagogía devorada por el más rabioso formalismo.
Por eso se nos aparece hoy como mucho más válido -y, sobre lodo, menos pedante- Menschen am Sonntag (1929), que realizan en Berlín un grupo de judíos austríacos que se harán más tarde famosos en Hollywood: Robert Siodmak la dirige, con un guión de Billy Wilder, Kurt Siodmak y Edgar G. Ulmer, mientras Fred Zinnemann va como ayudante del operador Eugen Schüfftan. Las diversiones de dos parejas de trabajadores que pa­san un domingo junto al lago Wandsee están integradas en un ambiente popular, captado con técnica documental, como harán más tarde los neorrealistas italianos. Por vez primera el cine ale­mán se aproxima a la condición de los humildes, no para hacerles protagonizar tragedias, como en Lupu-Pick, o sórdidos dramas de degradación moral, como en Pabst, sino para mostrarlos tal y como son, en su prosaica y banal pequenez y no sin cierta dosis de tierna melancolía. Es la senda que conducirá más tarde a títulos como Marly y El empleo.
Casi sin darse cuenta una buena parte de la vanguardia se ha ido deslizando desde el fetichismo formal de los «terroristas» del arte a la observación naturalista y al verismo documental. Este itinerario nos conduce hasta la gran personalidad de Jean Renoir, hijo del célebre pintor impresionista, que ha llegado al cine tras el impacto que le produjo el serial de aventuras Los misterios de Nueva York y la decisiva revelación de Charlot y de Esposas fri­volas, de Erich von Stroheim: «Este film me dejó estupefacto —ha confesado—. Lo he debido ver por lo menos diez veces.» No es raro que Renoir dejase de lado sus actividades de ceramista y que impregnado por la gran tradición del realismo francés, en su doble vertiente literaria (naturalismo) y pictórica (impresionis­mo), se orientase hacia el cine, adaptando la novela de Zola Nana (1926), interpretada por su esposa Catherjjie Hessling, ex­modelo de su padre, historia de una famosa cocotte del Segundo Imperio que marca un hito en la historia del naturalismo cinema­tográfico francés.
Aunque irregular, la producción muda de Renoir revela ya un talento cinematográfico poco común y una versatilidad ante los géneros que viene avalada por la divertidísima farsa cuartelera Tire au flanc (1928), notable además por la desenvoltura de sus prodigiosos movimientos de cámara. Ya veremos cómo la plenitud de Renoir se desarrollará en el período sonoro, pero ya ahora maneja la técnica en función de sus exigencias veristas y es de los primeros en utilizar la nueva emulsión pancromática en interiores, para lo que introduce la revolucionaria iluminación mediante lámparas de filamento, en sustitución de los arcos vol­taicos. Esto fue lo que hizo, y no deja de resultar paradójico, para rodar una cinta fantástica inspirada en Andersen, La cerillerita (La petite marchande d'allumettes), en 1928, año crucial en el avance de la técnica cinematográfica, ya que de esta fecha datan también La pasión de Juana de Arco de Dreyer y Sombras blancas en los mares del Sur de Van Dyke (Oscar a la mejor fotografía del año), que se ruedan íntegramente con la emulsión pancromática, que lanzada al mercado por Kodak en 1913 se ve­nía utilizando únicamente en exteriores.
También el belga Jacques Feyder, que había dado sus prime­ros pasos en el cine como actor, tomó la senda naturalista des­pués del gran éxito comercial de su suntuosa versión de La Atlántida (L'Atlantide, 1920-1921), primera versión cinematográfica de las muchas que se harán de la novela de Pierre Benoit, que se rodó en el Sahara y resultó ser el film más caro del cine francés de la época. Artista nómada a la busca de la independencia creadora por los platos de Austria, Suiza, Francia y Alemania, malversó su riguroso sentido de la precisión ambiental en una Carmen ( Carmen, 1926), en la que se pasó el rodaje discutiendo con Raquel Meller, antes de conquistar unánimes elogios con Thérése Raquin (1927), adaptación de la novela de Zola rodada en Berlín con técnicos alemanes, que dejaron impreso el sello de su estilo fotográfico contrastado a lo largo de sus imágenes naturalistas, a juzgar por las fotos fijas que han sobrevivido a esta obra desaparecida. Después marchó Feyder a Hollywood, dejando tras de sí en Francia un explosivo vodevil, Les nouveaux messieurs (1928), farsa política sobre el ascenso de un obrero socialista a ministro, que tuvo no pocos problemas con la cen­sura.
Muchos fueron los extranjeros que contribuyeron al esplen­dor de la edad de oro del cine mudo francés. Pero con significar muchísimo los nombres de Buñuel, Dreyer, Cavalcanti, Feyder, Man Ray o Kirsanov, no fue nada desdeñable la aportación de un Renoir, de un Cocteau y, especialmente de Rene Clair, des­tinado a convertirse por bastantes años en el cineasta más pres­tigioso de su país. Su verdadero nombre es Rene Chomette y nació en 1898, hijo de un acomodado comerciante de jabones. Rechazó el confortable y seguro porvenir que le ofrecía su padre para dedicarse a la aventura del periodismo. Cronista literario y crítico de espectáculos en varios periódicos, escribió también canciones para la célebre Damia y una novela titulada L'ile des monstres. Su experiencia cinematográfica se inició en 1920, casi por azar. Damia le pidió que interpretase un pequeño papel en una película suya, de ambiente coreográfico. Para quebrar su in­decisión, Damia le dijo que lo pasaría muy bien con las bellas bailarinas de la película... Más tarde, Clair confesaría: «Las bai­larinas me decidieron a aceptar. Era la primera vez que ponía los pies en un estudio. Entré, en él para tres días y me he quedado para toda la vida.»
En 1922 trabajó como ayudante del realizador Jacques de Baroncelli y al año siguiente realizó su primera película, París dor­mido (París qui dort, 1923), disparate cómico entroncado con la magia de Méliés, que nos muestra a los habitantes de París pa­ralizados por un rayo que ha descubierto un sabio loco. El pro­tagonista, que ha escapado a estos efectos, se pasea por la ciu­dad, convertida en un inmenso museo de figuras de cera. Luego vienen los fallos del mecanismo del sabio, que hacen caminar a la gente con movimiento acelerado o retardado, y finalmente la vuelta a la vida normal. Un puro disparate, dispárate futurista si se quiere, protagonizado por muñecos más que por seres huma­nos. Después de esta experiencia, Clair penetra en una vanguar­dia más ortodoxa —valga la contradicción— al aceptar el en­cargo de un mecenas para realizar el cortometraje Entr'acte (1924), destinado a ser proyectado en el entreacto de los ballets suecos, que se exhibían en el Teatro de los Campos Elíseos. El pintor y poeta dadaísta Francis Picabia escribió el argumento, en la más dislocada pureza vanguardista, que Clair convirtió en un festín de imágenes locas que culminaron en la hilarante persecu­ción de un ataúd por su séquito fúnebre. En este divertimento dadaísta intervinieron como actores Man Ray y Marcel Duchamp, que aparecían jugando al ajedrez, y Picabia y el músico Erik Satie, llevando un cañón.
Nacido cinematográficamente en el cogollo del vanguardis­mo, en 1927 dio Clair un viraje decisivo, al adaptar a la pantalla el vodevil de Eugéne Labiche y Marc Michel Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paule d'ltalie, 1927). Con esta película se inicia la gran obra satírica de Clair. Los elementos que componen la farsa le van a las mil maravillas: una boda burguesa de fin de siglo, cuyo novio se ve obligado a buscar por todo París en el día de la ceremonia un determinado sombrero de paja, para evitar que se descubra la infidelidad de una señora casada, que se entiende con un gomoso teniente de lanceros. La comicidad de la película brota no sólo de la disparatada bús­queda contra reloj de un sombrero de dama en tan especiales cir­cunstancias, sino de la penetrante caricatura de una época y, de unos tipos: el militar seductor y furibundo, el marido cornudo que toma baños de pies en una palangana, la dama falsamente honesta, el tío sordo al que le han rellenado con papel la trom­petilla para que no se entere del lío, el alcalde y su protocolario discurso nupcial, verdadera pieza maestra de mimodrama... Entre los monigotes de París dormido, que no guardan ninguna relación con la realidad, y estas caricaturas extraídas de una época y de una clase social concretas, media un abismo crea­dor. Clair se convierte de pronto en el más penetrante caricatu­rista y más fino espíritu satírico del cine francés. La tosca pero extraordinaria comicidad de la escuela americana se ve superada por la finísima ironía francesa, que hará merecer a Clair el apodo de «Moliere del cine».
Es cierto que este creador, frío y cerebral, mantiene sus crí­ticas en el terreno inofensivo y amable de los aspectos grotescos y ridículos de la confortable burguesía francesa, que es el mundo al que pertenece. Sus películas no desencadenan los escándalos que acompañan, casi inevitablemente, a los demoledores escope­tazos de un Buñuel o de un Stroheim. Pretender eso sería pedirle peras al olmo. Clair pertenece a la tradición de una cultura carac­terizada por el comedimiento y la frialdad pasional. Retoma la tradición del vodevil y le aplica su afinado estilete crítico, para montar sus farsas a costa de la ceremoniosa, protocolaria, carte­siana y comedida clase media francesa. Y esto lo hace magistralmente.
El gran éxito de Un sombrero de paja de Italia hizo que Clair volviese a recurrir a una obra de Labiche y Michel para realizar su película siguiente. Pero Les deux timides (1928), su última obra muda, estuvo lejos de constituir un éxito. Había en ella re­miniscencias de origen vanguardista, como los acontecimientos que explica el abogado, inmovilizados bruscamente en la pantalla en el momento en que pierde el hilo del discurso, para ponerse luego en marcha nuevamente. En otra escena divide la pantalla en dos porciones para mostrar simultáneamente lo que sueñan dos rivales por amor, que tratan de eliminarse mutuamente. Son los últimos devaneos vanguardistas de Clair, reminiscencias de sus años de aprendiz de brujo, pero a partir de ahora encarrilará definitivamente su cine hacia el mundo de los seres humanos, aunque caricaturizados, enterrando sus experimentos oníricos y su mundo de muñecos nacido en el seno del terremoto dadaísta.

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