El
«Sturm und Drang» alemán
En 1916, el
cine contaba solamente con veinte años de historia —poquísimos años en la vida
de cualquier arte— y ya hemos visto cómo su lenguaje comenzaba a ser inventado
por entonces en los Estados Unidos por el patriarca D.
W. Griffith. Pero mientras Griffith estaba
operando su sensacional revolución expresiva, los ejércitos alemanes se batían
en los campos de batalla europeos y de las salas de proyección germanas se
barría implacablemente la producción del enemigo, francesa, inglesa y americana,
que en estos años tenía, además, un marcado cariz anti-alemán En 1916, que es
el año de Verdún, el gobierno alemán decidió resolver este problema
cinematográfico creando una gran empresa de producción para abastecer al país -que
hasta entonces había sido primordialmente una colonia del cine danés- con
películas propias. De esta vasta operación industrial, ideada por el general Ludendorff, ordenada por
Hindenburg y apoyada por el poderoso Deutsche Bank y por la artillería pesada
de la industria alemana (Krupp, I. G. Farben), surgiría en 1917 la célebre U.F.A. (Universum Film A. G.), con un
capital inicial de veinticinco millones de marcos, eje motor de la industria
del cine alemán.
Pero una
fábrica no puede funcionar sin ingenieros, como un arte no puede existir sin
artistas. Al concluir las hostilidades la U.F.A. atacó de momento el problema
del cine alemán por su vertiente industrial. Si el cine alemán tenía que ser
grande, era menester hacer grandes películas. Este razonamiento, análogo al de
los pioneros del cine italiano y al de los productores americanos en cada
ocasión que Hollywood ha visto sus cimientos sacudidos por una crisis, condujo
al nacimiento de un ciclo de cine costoso y espectacular, conducido con mano
maestra por Ernst Lubitsch.
Lubitsch había rehusado
seguir el negocio de su padre, modesto comerciante textil, para dedicarse al
teatro. Fue discípulo del titán de la escena alemana Max Reinhardt y en 1913 comenzó a actuar como intérprete
cinematográfico, en papeles cómicos, y en 1915 como realizador, dirigiendo
varias comedias interpretadas por la popular Ossi Oswalda. En 1918 inició su colaboración con la célebre Pola Negri, a la que dirigió en Los ojos de la momia (Die Augen der
Mumie Ma) y en Carmen (Carmen),
según Merimée. Al año siguiente abrió su ciclo histórico-espectacular con la
película antifrancesa Madame Du Barry (Madame
Du Barry), visión tenebrosa de la Revolución de 1789, y lo prosiguió con la
antibritánica Ana Bolena (Anna
Boleyn, 1920), la pantomima oriental Una
noche en Arabia (Sumurun, 1920) y la evocación egipcia La mujer del faraón (Das Weíb des Pharao, 1921). Esta ofensiva
industrial, de grandes escenografías y enormes presupuestos, dio positivos
frutos y Lubitsch, favorecido por
sus puyazos políticos -que se completaron con su divertida sátira
antiamericana La princesa de las ostras
(Die Austernprinzes-sin, 1919)-, se convirtió en uno de los puntales del cine
alemán, del que no tardaron en apoderarse los magnates de Hollywood (1923),
perdonándole como buenos cristianos sus anteriores ofensas, de modo que el
irónico Lubitsch prosiguió su carrera en la costa californiana —recordemos su
sátira antisoviética Ninotchka
(Ninotchka, 1939) y la antinazi Ser o no
ser (To be or not to be, 1942)— hasta su muerte en 1947.
Si las mordaces
comedias y las evocaciones históricas de Lubitsch
(que iniciaba así en el cine el género pseudohistórico en el que los grandes
acontecimientos políticos se explican en función de los enredos de alcoba y
deslices de favoritas) fueron los obuses de grueso calibre que disparó la
U.F.A., para anunciar la noticia del parto del gran cine alemán, fue la
violenta irrupción de la escuela expresionista la que dio
cartas de nobleza a su arte cinematográfico.
El expresionismo,
más que una escuela, es una actitud estética cuyo rastro nos conduce hasta las
formas más primitivas del arte aborigen. Véanse esas máscaras
polinesias de rasgos desgarrados que evocan con temor un mundo sobrenatural,
contémplense esos leones de metal del rey Behanzin, último monarca de Dahomey,
de fieros y enormes colmillos, o esas aves amenazadoras, de largo pico, que
brotan de los mástiles totémicos que salpican el Parque de Vancouver. Antes de
que el expresionismo irrumpiese en los cenáculos de Munich y de Dresde en la
anteguerra alemana, los genios
torturados de Goya y de Van Gogh habían aportado a la pintura europea la
materialización del drama interior a través de formas y colores. Pero el
expresionismo se hizo consigna y escuela en Alemania como reto y respuesta al impresionismo pictórico y al naturalismo literario.
Frente a la fidelidad al mundo real captado por los sentidos, se alzó la interpretación afectiva y subjetiva de esta
realidad, distorsionando sus contornos y sus colores. Las experiencias en
esta línea iniciadas hacia 1910 por varios pintores centroeuropeos (Tolde,
Klein, Munch, Kokoschka, Kubin) y que llegaron a penetrar STl el teatro (Georg
Kaiser, Walter Hasenclever, Reinhard Sorge), en la poesía, en la música y en
las artes decorativas, aparecen en el cine, en un fenómeno osmótico y tardío,
con El
gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1919), de Robert Wiene.
Los
historiadores gustan buscar antecedentes a toda ruptura estética; Suelen
citarse como precursores del expresionismo cinematográfico algunas películas
alemanas, especialmente la cinta fantástica El estudiante de Praga (Der Student von Prag, 1913) de Paul Wegener
y del danés Stellan Rye, drama del estudiante Balduin que por amor vende su
imagen reflejada en los espejos, y El
Golem (Der Golem, 1914), de Paul Wegener y Henrik Galeen, antigua leyenda
judía sobre un hombre de arcilla al que el rabino Loew consiguió infundir vida
mediante una fórmula mágica. Estamos en el terreno de la fantasía
sin fronteras, en contradicción con el realismo naturalista que, después de
Méliés, parece querer imponerse en el cine mundial. Hay un cordón umbilical
que une estas inquietantes leyendas con la explosión del romanticismo alemán.
El romanticismo, y su reflejo filosófico, el idealismo, han dominado y dominan
todavía a lo más vivo y activo de la cultura alemana. Y de aquí a la irrupción
de Calegari no hay más que un paso.
El
argumento de El gabinete del
doctor Caligari fue imaginado por el poeta checo Hans Janowitz y por el austríaco Carl Mayer y, según escribe Kracauer,
estuvo inspirado en un caso de criminalidad sexual acaecido en Hamburgo. El
guión original narraba los estremecedores crímenes que cometía el médium Cesare,
bajo las órdenes hipnóticas del demoníaco doctor Caligari, que recorría las
ferias de las ciudades alemanas exhibiendo a su sonámbulo. La
secreta idea de los guionistas era la de denunciar, a través de esta parábola
fantástica, la criminal actuación del Estado
alemán, que utilizó a sus súbditos durante la guerra como el satánico
Caligari a su subordinado Cesare. Propusieron el guión a Erich
Pommer, jerarquía suprema de la Decla-Bioscop
y
uno de los puntales del renacimiento del cine alemán, que a su vez lo ofreció
al realizador Fritz Lang. Pero Lang
encontró el asunto excesivamente truculento y Pommer encomendó su ejecución a Robert Wiene, un realizador gris de
origen checoslovaco e hijo del actor Carl Wiene.
Wiene
tomó el guión y, a pesar de las protestas de sus autores, añadió dos nuevas
escenas (una al principio y otra al final), que transformaron radicalmente el
sentido de la narración, pues se convirtió en el relato imaginario de un loco
que cree ver en el bondadoso director del manicomio en que se halla al temible
doctor Caligari. Con ello, también, se derrumbó el sentido de protesta política
de la obra que, todo hay que decirlo, era de un hermetismo de nada fácil
interpretación. Pero aunque esta historia fantástica de crímenes se convirtió mutatis
mutandis en un relato perfectamente realista, su dimensión
alucinante y demoníaca persistió a través del estilo
plástico que Wiene eligió para llevarla a la pantalla. Se
han discutido mucho los méritos de Wiene en esta película, atribuyéndose sus
revolucionarias innovaciones a sus decoradores y figurinistas Hermann Warm,
Walter Reimann y Walter Róhrig, activos miembros del grupo Sturm
de Berlín, impulsor de la estética expresionista. Sea como fuere, y más allá
de las querellas historiográficas, forzoso es reconocer que la baza principal
de la película estuvo en su desquiciamiento escenográfico, con chimeneas
oblicuas, ventanas flechiformes y reminiscencias cubistas, utilizando todo en
función no meramente ornamental, sino dramática
y psicológica, creando una atmósfera inquietante y amenazadora.
Jamás
las retinas de los espectadores habían sido heridas por tanta audacia plástica.
También es verdad que el azar contribuyó a acentuar el extremismo de las
soluciones formales. La limitación del cupo eléctrico del estudio sugirió la idea
de pintar luces y sombras en los decorados. Así se hizo, y con gran fortuna.
Pero con ser tan positiva la aportación de la película, que abría una nueva
dimensión imaginativa, insólita y subjetivista a la producción
cinematográfica, como contrapartida encarrilaba al joven arte hacia una
peligrosa cineplástica de servidumbre pictórico-escenográfica, desechando la
movilidad de la cámara, el poder creador del montaje y el rodaje en escenarios
exteriores, en un retorno a la vieja estética de Méliés. Jean Cocteau señaló
los peligros de este estilo asfixiante y teatralizante al escribir que «es
un error fotografiar decorados sorprendentes, en vez de procurar esta sorpresa
por medio de la cámara».
La incorporación
de la figura humana y de sus movimientos
reales no era cosa fácil en aquel mundo de formas dislocadas y extravagantes. Con una interpretación estilizada y con la ayuda de unos maquillajes sorprendentes, Calegari (Werner Krauss) y Cesare (Conrad Veidt) consiguieron integrarse eficazmente en el conjunto plástico, que admitía mucho peor a los restantes personajes de inspiración realista. También el movimiento, que es una dimensión real, despojará a muchas películas de esta escuela de la irreal fascinación plástica que emana de sus fotogramas estáticos.
reales no era cosa fácil en aquel mundo de formas dislocadas y extravagantes. Con una interpretación estilizada y con la ayuda de unos maquillajes sorprendentes, Calegari (Werner Krauss) y Cesare (Conrad Veidt) consiguieron integrarse eficazmente en el conjunto plástico, que admitía mucho peor a los restantes personajes de inspiración realista. También el movimiento, que es una dimensión real, despojará a muchas películas de esta escuela de la irreal fascinación plástica que emana de sus fotogramas estáticos.
El
gabinete del doctor Calegari constituyó un éxito sin precedentes, que
consiguió romper el bloqueo impuesto por los aliadas al cine alemán al acabar
la guerra, prestigiándolo extraordinariamente en el extranjero. Calegari fue,
junto con Charlot, el primer mito universal creado por el cine y los críticos
franceses acuñaron la palabra caligarismo para designar las
películas alemanas tributarias de la nueva estética. El éxito fue enorme, a
pesar de que las secretas intenciones de la película no fueron comprendidas.
Un crítico alemán escribió: «Se trata de
un homenaje a la desinteresada y meritoria labor de los psiquiatras.» No lo
era, pero lo cierto es que la película interesó vivamente a los círculos
psiquiátricos y a partir de esta revelación los cenáculos intelectuales
europeos comenzaron a interesarse seriamente por el cine, considerándolo como
una manifestación artística de vanguardia, pictórica de posibilidades.
Las
dudas sobre el talento creador de Wiene se acentuaron a la luz de su mediocre
obra posterior, inserta en la gran marea
expresionista que dominó en la producción alemana a partir de esta fecha: Genuine (1920), sobre un pintor que
infunde vida al retrato de su amada; una adaptación de Raskolnikoff (Raskolnikoff, 1923), de la obra de Dostoiewski e
interpretada por actores del Teatro de Arle de Moscú; la evocación religiosa l.N.R.l. (l.N.R.l, 1923) y Las manos de Orlac (Orlacs hunde,
1924), adaptación de la novela fantástica de Maurice Renard, que muestra el
torturado drama del pianista Orlac (Conrad Veidt), al que a causa de un
accidente el cirujano le ha sustituido sus manos por las de un criminal.
No es
casual que la estética expresionista solicitase con evidente preferencia sus temas de los arcanos de la fantasía y el
terror. Asesinos, vampiros,
monstruos, locos, visionarios, tiranos y espectros poblaron la pantalla
alemana en una procesión de pesadillas que se ha interpretado como un
involuntario reflejo moral del angustioso desequilibrio social y político que
agitó la República de Weimar y acabó arrojando al país a los brazos del
nacionalsocialismo. Finísimo barómetro de las preocupaciones colectivas, el
cine registrará estas violentas conmociones sociales en su estremecedora
parábola expresionista. Henrik Galeen
y el actor Paul Wegener resucitarán El
Golem (Der Golem, 1920), que causará desmanes sin cuento en el ghetto judío
de Praga, Murnau pondrá en
circulación el mito del vampiro con Nosferatu,
el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) y el pintor y
escenógrafo Paul Leni narrará en El hombre de las figuras de cera
(Wachsjigurenkabinett, 1924) la historia de un joven poeta que, encargado de
escribir unos relatos publicitarios sobre un museo de figuras de cera, imagina
unos episodios alucinantes protagonizados por el sultán Harun-al-Raschid (Emil
Jannings), el zar Iván el Terrible (Conrad Veidt) y el sádico asesino inglés
Jack el Destripador (Werner Krauss). Con razón señalará Kracauer que esta procesión
de horrores es un vivo reflejo, en el plano cultural, del desgarramiento del
alma burguesa alemana, en tensión entre la tiranía política y el caos social.
El
expresionismo evolucionó, como no podía ser menos, sustituyendo las telas
pintadas de El gabinete del doctor Calegari
por los decorados corpóreos e introduciendo un empleo más complejo y audaz de
la iluminación como medio expresivo,
hasta conseguir una película en que toda la intriga se expone casi únicamente
por medio de sombras, sin rótulos literarios: Sombras (Schatten, 1923) de Arthur
Robison. Sin embargo, al mismo tiempo que el expresionismo maduraba y se
enriquecía con nuevos recursos estilísticos, fecundaba en su seno la semilla
de una nueva corriente, que ha pasado a la historia con el nombre de Kammerspielfilm.
Del
mismo modo que las grandes puestas en escena de Max Reinhardt en el Deutsches Theater inspiraron el ciclo espectacular
de Lubitsch, las experiencias realistas e intimistas de su Kammerspiel (Teatro
de cámara), montadas para auditorios de no más de trescientas personas, fueron
las que inspiraron la reacción realista del Kammerspielfüm. La llamarada
expresionista no ha de hacer olvidar la existencia de una sólida veta realista,
o mejor naturalista, en la moderna literatura alemana. Gerhart Hauptmann,
Hermann Sudermann y Thomas Mann, que publica por estos años La montaña mágica,
son tal vez sus nombres más representativos. Sea como fuere, inspirándose en
el naturalismo intimista del Teatro de cámara de Reinhardt, el guionista Carl Mayer y el director rumano Lupu-Pick rompieron con las fantásticas
elucubraciones del expresionismo con dos curiosas «tragedias cotidianas», que
se orientaban hacia el estudio naturalista y psicológico de personajes simples
y de ambientes arrancados de la realidad cotidiana: Scherben (1921) y Sylvester (1923).
Scherben narraba
la tragedia de un humilde guardavías, que mataba a un ingeniero ferroviario que
sedujo y abandonó a su hija, mientras ésta enloquece y su madre muere en la
nieve. Sylvester muestra la triste historia del dueño de un modesto
café, que víctima del egoísmo de su madre y de su esposa se suicida en la
víspera de Año Nuevo. Aquí ya no hay monstruos ni espectros, sino simplemente
un vulgar guardavías y un modesto comerciante. Claro que la utilización de los
objetos como símbolos y cierta estilización dramática nos advierte que
el Kammerspielfilm ha nacido en el seno
del torbellino expresionista y que resulta abusivo hablar de estricto realismo
—como podrá hacerse con el cine soviético— más allá de las apariencias. La
estética del Kammerspielfilm estaba basada en un relativo respeto a las
unidades de tiempo, lugar y acción —vestigio de su procedencia teatral—, en una
gran linealidad y simplicidad argumental, que hacía innecesaria la inserción de
rótulos explicativos, y en la sobriedad interpretativa, por oposición al
expresionismo. La simplicidad dramática y el respeto a las unidades
permitió crear unas atmósferas cerradas y opresivas, en las que se movían los
protagonistas como monigotes guiados por el fatum de la tragedia clásica. Por
la senda de los «dramas cotidianos» avanzó una parte del mejor cine alemán: Hintertreppe (1921), de Leopold Jessner y Paul Leni, Die Strasse
(1923) de Karl Grüne y El último (Der letzte Mann, 1924), de F. W. Murnau, tres obras que carecen
prácticamente de rótulos literarios. Su influencia podrá rastrearse en la obra
posterior de Josef von Sternberg, Marcel Carné y John Ford.
Pero con
ser decisiva la aportación del guionista Carl Mayer a la evolución histórica
del cine mudo alemán, su trayectoria aparece dominada por la silueta de dos
poderosas y muy diversas personalidades: la de Friedrich Wilhelm Murnau y la de Fritz Lang, que enriquecieron y abrieron nuevos horizontes a la escuela
germana.
F. W. Murnau (Plumpe, de verdadero
nombre) demostró desde muy joven su inquietud cultural y estudió filosofía (Berlín),
historia del arte, literatura (Heidelberg) y música. Fue actor con Max
Reinhardt (la deuda del cine alemán hacia Reinhardt es enorme) y durante la
guerra combatió como oficial de infantería y luego como piloto, siendo
derribado en ocho ocasiones. Al acabar la guerra fundó la productora Murnau Veidt Filmsge-xellschafl (1919) y comenzó a
dirigir películas, en las que su fina sensibilidad
homosexual trató de expresar su subjetividad lírica con el máximo respeto
por las formas reales del mundo visual, su origirnal y equilibrada síntesis
expresionista-realista. La revelación de su potencia expresiva tuvo lugar en
1922 con Nosferatu, el vampiro,
adaptación libre de la novela fantástica Drácula (1897), del irlandés Bram
Stoker. Enfrentándose a la tendencia expresionista de rodar todas las escenas
en estudio y en decorados plásticamente dislocados, F. W. Murnau recurrió principalmente a escenarios naturales
cuidadosamente elegidos. Con calles de Wismar, Rostock y Lübeck compuso una
única ciudad y rodó sus paisajes parte en Silesia y parte en Eslovaquia. Con
esta innovadora introducción de elementos reales en una historia fantástica,
consiguió Murnau potenciar su estremecedora veracidad. Realismo y fantasía
forman un todo coherente en esta historia romántica que debe menos a la
vampirología que a cierta temática muy arraigada en toda la obra de Murnau,
como la obsesión por la idea de la
Muerte, el tema de la felicidad
de una pareja perturbada por la presencia del Mal (Nosferatu) y el papel expiatorio de la mujer, que con su
voluntad de abnegada entrega denota al vampiro. A quebrar los cánones
teatralizantes del expresionismo contribuyó su utilización de recursos
técnicos de filiación vanguardista, como el acelerado y el ralentí y el empleo
de película negativa para señalar el paso del mundo real al ultra-real.
El gran
éxito de esta «sinfonía del horror»
fue ampliamente rebasado por El último,
triste historia del portero del lujoso hotel Atlantic (Emil Jannings), orgulloso de su vistoso uniforme, que debido
"a su avanzada edad es «degradado» al servicio de lavabos. Pero el hombre
no se conforma con la pérdida del uniforme y lo roba cada día para regresar con
él a su casa, hasta que finalmente es descubierto y se produce su
desmoronamiento. Pasando por alto un postizo final feliz que Murnau añadió sea
por imposiciones comerciales o para ironizar a costa del típico happy end
americano, El último se nos aparece como la primera obra maestra del cine
alemán en su transición del expresionismo al realismo social. El último
participaba del realismo social por sus contrastes ambientales (el lujoso hotel
y el barrio proletario donde habita el portero) y por el testimonio de la
veneración fetichista del uniforme —símbolo autoritario por antonomasia—,
enfermedad psicológica colectiva del pueblo alemán. La «germanidad» de esta
tragedia resultó evidente cuando muchos espectadores norteamericanos
declararon no comprender la película, porque un encargado de lavabos ganaba más
que un portero de hotel.
Sin
embargo, esta historia realista estaba narrada en un lenguaje plástico repleto de reminiscencias expresionistas, como las
sombras amenazadoras que transforman la entrada de los lavabos en un terrible
antro. Para dar agilidad a este relato cuya acción transcurría en un mundo
cerrado (el hotel y el barrio del portero), Murnau y su operador Karl Freund introdujeron el empleo de una
cámara excepcionalmente dinámica, con travellings subjetivos (atando la cámara
al pecho del operador), circulares y movimientos de grúa, conseguidos situando
la cámara en la extremidad de una escalera de incendios. La «cámara desencadenada» (expresión
utilizada por la crítica de la época) de Murnau causó un enorme impacto en la producción
mundial. Con El último la cámara había aprendido de una vez a andar sin
limitaciones, y lo que es más, había aprendido a volar.
Considerado
como el más prestigioso creador del cine alemán, Murnau atacó a continuación
dos adaptaciones literarias: Tartufo o el
hipócrita Tartuffe, 1925), según Moliere, y con un prólogo y epílogo
contemporáneos moralizadores, en donde la magia de la iluminación convirtió
unos decorados rococó en expresionistas, y un ambicioso Fausto (Faust, 1926), en donde su refinamiento plástico, rico en
referencias pictóricas, estuvo servido por un impresionante despliegue de
medios técnicos y de trucajes, que culminaron en un aparatoso y celebrado viaje
aéreo de Fausto y de Mefisto. El gran actor Emil Jannings realizó dos interpretaciones
antológicas, sobrecargadas pero magistrales, en los papeles de Tartufo y de
Mefisto. En la cúspide de su fama, Murnau abandonó Alemania aceptando un
tentador contrato que William Fox le ofreció en Hollywood.
Junto a
Murnau, el vienes Fritz Lang
compartió el título de maestro de la
escuela expresionista. Hijo de un arquitecto, estudió Arquitectura y
Bellas Artes y su espíritu inquieto le llevó a vivir la bohemia artística de
Bruselas y de París, lanzándose a ver mundo en un peregrinaje por África del
Norte, Rusia, Indochina, China, Japón y los mares del Sur, de donde regresaría
con las alforjas llenas de los motivos exóticos que con frecuencia salpican sus
películas. Repartió los años de la guerra entre el frente y los hospitales
militares, en donde comenzó a escribir guiones de cine. Su debut como
realizador en 1919 no tardó en proporcionarle un gran éxito popular con el
serial de aventuras exóticas Die Spinnen
(1919), con sociedades secretas, ritos mayas y diamantes fabulosos, y con el
aún más popular serial El doctor Mabuse
(Dr. Mabuse der Spieler, 1922), que en clave de aventuras describía el caos
financiero de Alemania. Más sólido fue el impacto causado por su película
fantástica Der mude Tod (1921),
sobre el viejo tema romántico de la lucha del Amor contra la Muerte a través
de tres episodios, que suceden en la antigua China, el legendario Bagdad y la
Venecia renacentista. Pero el genio arquitectónico de Lang no se conformó con
las telas pintadas de El gabinete del doctor Caligari e hizo construir unos impresionantes
decorados corpóreos, como ese inmenso muro que rodea el Reino de la Muerte. Der mude Tod causó en el extranjero un
impacto similar a la Madame Du Barry
de Lubitsch y a El gabinete del doctor
Calegari, imponiendo de modo definitivo el cine alemán. Será esta película,
también, la que decidirá la vocación cinematográfica del español Luis Buñuel.
El
expresionismo de Lang, arquitectónico y monumental, épico y solemne, en
oposición al refinamiento y lirismo de Murnau, tuvo ocasión de demostrar su
madurez en la colosal y wagneriana epopeya aria Los Nibelungos (Die Nibelungen, 1923-1924), en dos partes, en la
que los árboles se nos antojan columnas y las composiciones de figuras semejan
escudos heráldicos. Más que de expresionismo sería justo hablar de abstracción y geometrismo en esta obra
maestra del monumentalisieren. Esta
exaltación aria en la que los hunos son presentados como raza inferior y
cavernícola, trae premonitorios vientos de tragedia. Por estos años aparece también
El camino de la fuerza y de la belleza
(Wege zu Kraft und Schonheit, 1925), de Wilhelm
Prager, en donde más que exaltar la belleza del desnudo humano parece
querer reafirmarse la superioridad biológica de la orgullosa raza indoeuropea. Son
películas que anuncian, aun sin quererlo, los tiempo de Buchenwald, Auschwitz,
Dachau y Belsen.
Se ha
echado la culpa a la guionista Thea von
Harbou, esposa de Lang y luego militante nazi, de la vidriosidad ideológica
de las obras de su marido. El colmo se alcanza en la estremecedora visión
futurista de Metrópolis (Metrópolis,
1926), la ciudad del mañana en la que la raza de los señores goza de la vida en
la superficie mientras los esclavos infrahombres penan en una región subterránea
de pesadilla, poblada por máquinas terribles. Seis millones de marcos oro costó
esta superproducción, en la que tan grande fue la endeblez e ingenuidad del
relato —que concluye con un candoroso abrazo reconciliador entre el Capital y
el Trabajo— como grande fue la maestría imaginativa y arquitectónica de Lang,
que supo jugar con espacios, volúmenes y claroscuros con habilidad de
prestidigitador. Metrópolis es, en
definitiva, un tratado sociológico de pacotilla, increíblemente pueril, en el
que el héroe capitalista redime a sus pobres obreros de la tiranía de una
mujer-robot revolucionaria. A pesar de ello, Lang consigue en algunos momentos
imponer imágenes que el espectador ya no olvidará jamás: su opresivo mundo
subterráneo, el relevo de turno de los obreros, la inundación y el pánico en la
ciudad... Metrópolis representa, en
suma, el apogeo del expresionismo de
dimensión arquitectónica, como Calegari
lo fue en su vertiente pictórica.
El gran
ciclo expresionista alemán iba a ser fecundo en consecuencias. A la
contemplación naturalista y neutra de la realidad, propia del clasicismo norteamericano,
se oponía un subjetivismo violento y
radical, que distorsionaba la imagen del mundo y transmitía al espectador su
interpretación ética e intelectual de la realidad mediante un código de signos
de hipertrofiada expresividad, tales como la decoración, los maquillajes o la
iluminación. Dos estéticas, dos actitudes creadoras antagónicas se enfrentaban
—o se completaban— de modo análogo a esos ciclos pendulares de
clasicismo-barroquismo que jalonan la historia de las artes plásticas. Veremos
más adelante los frutos que recogerán de esta siembra expresionista artistas
de la talla de Eisenstein, Carl Dreyer, Josef von Sternberg, Orson Welles, Ingmar
Bergman o Andrzej Wajda.
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