lunes, 23 de julio de 2012

El Arte Mudo - Expresionismo alemán - Román Gubern

El «Sturm und Drang» alemán

En 1916, el cine contaba solamente con veinte años de histo­ria —poquísimos años en la vida de cualquier arte— y ya hemos visto cómo su lenguaje comenzaba a ser inventado por entonces en los Estados Unidos por el patriarca D. W. Griffith. Pero mien­tras Griffith estaba operando su sensacional revolución expresi­va, los ejércitos alemanes se batían en los campos de batalla europeos y de las salas de proyección germanas se barría impla­cablemente la producción del enemigo, francesa, inglesa y americana, que en estos años tenía, además, un marcado cariz anti-alemán En 1916, que es el año de Verdún, el gobierno alemán decidió resolver este problema cinematográfico creando una gran empresa de producción para abastecer al país -que hasta entonces había sido primordialmente una colonia del cine danés- con películas propias. De esta vasta operación industrial, ideada por el general Ludendorff, ordenada por Hindenburg y apoyada por el poderoso Deutsche Bank y por la artillería pesada de la indus­tria alemana (Krupp, I. G. Farben), surgiría en 1917 la célebre U.F.A. (Universum Film A. G.), con un capital inicial de vein­ticinco millones de marcos, eje motor de la industria del cine alemán.
Pero una fábrica no puede funcionar sin ingenieros, como un arte no puede existir sin artistas. Al concluir las hostilidades la U.F.A. atacó de momento el problema del cine alemán por su vertiente industrial. Si el cine alemán tenía que ser grande, era menester hacer grandes películas. Este razonamiento, análogo al de los pioneros del cine italiano y al de los productores america­nos en cada ocasión que Hollywood ha visto sus cimientos sacu­didos por una crisis, condujo al nacimiento de un ciclo de cine costoso y espectacular, conducido con mano maestra por Ernst Lubitsch.
Lubitsch había rehusado seguir el negocio de su padre, mo­desto comerciante textil, para dedicarse al teatro. Fue discípulo del titán de la escena alemana Max Reinhardt y en 1913 comenzó a actuar como intérprete cinematográfico, en papeles cómicos, y en 1915 como realizador, dirigiendo varias comedias interpre­tadas por la popular Ossi Oswalda. En 1918 inició su colabora­ción con la célebre Pola Negri, a la que dirigió en Los ojos de la momia (Die Augen der Mumie Ma) y en Carmen (Carmen), según Merimée. Al año siguiente abrió su ciclo histórico-espectacular con la película antifrancesa Madame Du Barry (Madame Du Barry), visión tenebrosa de la Revolución de 1789, y lo pro­siguió con la antibritánica Ana Bolena (Anna Boleyn, 1920), la pantomima oriental Una noche en Arabia (Sumurun, 1920) y la evocación egipcia La mujer del faraón (Das Weíb des Pharao, 1921). Esta ofensiva industrial, de grandes escenografías y enormes presupuestos, dio positivos frutos y Lubitsch, favorecido por sus puyazos políticos -que se completaron con su divertida sá­tira antiamericana La princesa de las ostras (Die Austernprinzes-sin, 1919)-, se convirtió en uno de los puntales del cine ale­mán, del que no tardaron en apoderarse los magnates de Holly­wood (1923), perdonándole como buenos cristianos sus anterio­res ofensas, de modo que el irónico Lubitsch prosiguió su carrera en la costa californiana —recordemos su sátira antisoviética Ninotchka (Ninotchka, 1939) y la antinazi Ser o no ser (To be or not to be, 1942)— hasta su muerte en 1947.
Si las mordaces comedias y las evocaciones históricas de Lu­bitsch (que iniciaba así en el cine el género pseudohistórico en el que los grandes acontecimientos políticos se explican en fun­ción de los enredos de alcoba y deslices de favoritas) fueron los obuses de grueso calibre que disparó la U.F.A., para anunciar la noticia del parto del gran cine alemán, fue la violenta irrupción de la escuela expresionista la que dio cartas de nobleza a su arte cinematográfico.
El expresionismo, más que una escuela, es una actitud esté­tica cuyo rastro nos conduce hasta las formas más primitivas del arte aborigen. Véanse esas máscaras polinesias de rasgos desga­rrados que evocan con temor un mundo sobrenatural, contém­plense esos leones de metal del rey Behanzin, último monarca de Dahomey, de fieros y enormes colmillos, o esas aves amena­zadoras, de largo pico, que brotan de los mástiles totémicos que salpican el Parque de Vancouver. Antes de que el expresionismo irrumpiese en los cenáculos de Munich y de Dresde en la ante­guerra alemana, los genios torturados de Goya y de Van Gogh habían aportado a la pintura europea la materialización del drama interior a través de formas y colores. Pero el expresionismo se hizo consigna y escuela en Alemania como reto y respuesta al impresionismo pictórico y al naturalismo literario. Frente a la fi­delidad al mundo real captado por los sentidos, se alzó la interpretación afectiva y subjetiva de esta realidad, distorsionando sus contornos y sus colores. Las experiencias en esta línea iniciadas hacia 1910 por varios pintores centroeuropeos (Tolde, Klein, Munch, Kokoschka, Kubin) y que llegaron a penetrar STl el teatro (Georg Kaiser, Walter Hasenclever, Reinhard Sorge), en la poe­sía, en la música y en las artes decorativas, aparecen en el cine, en un fenómeno osmótico y tardío, con El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1919), de Robert Wiene.
Los historiadores gustan buscar antecedentes a toda ruptura estética; Suelen citarse como precursores del expresionismo cine­matográfico algunas películas alemanas, especialmente la cinta fantástica El estudiante de Praga (Der Student von Prag, 1913) de Paul Wegener y del danés Stellan Rye, drama del estudiante Balduin que por amor vende su imagen reflejada en los espejos, y El Golem (Der Golem, 1914), de Paul Wegener y Henrik Galeen, antigua leyenda judía sobre un hombre de arcilla al que el rabino Loew consiguió infundir vida mediante una fórmula mágica. Estamos en el terreno de la fantasía sin fronteras, en con­tradicción con el realismo naturalista que, después de Méliés, parece querer imponerse en el cine mundial. Hay un cordón um­bilical que une estas inquietantes leyendas con la explosión del romanticismo alemán. El romanticismo, y su reflejo filosófico, el idealismo, han dominado y dominan todavía a lo más vivo y activo de la cultura alemana. Y de aquí a la irrupción de Calegari no hay más que un paso.
El argumento de El gabinete del doctor Caligari fue imagi­nado por el poeta checo Hans Janowitz y por el austríaco Carl Mayer y, según escribe Kracauer, estuvo inspirado en un caso de criminalidad sexual acaecido en Hamburgo. El guión original narraba los estremecedores crímenes que cometía el médium Ce­sare, bajo las órdenes hipnóticas del demoníaco doctor Caligari, que recorría las ferias de las ciudades alemanas exhibiendo a su sonámbulo. La secreta idea de los guionistas era la de denunciar, a través de esta parábola fantástica, la criminal actuación del Estado alemán, que utilizó a sus súbditos durante la guerra como el satánico Caligari a su subordinado Cesare. Propusieron el guión a Erich Pommer, jerarquía suprema de la Decla-Bioscop y uno de los puntales del renacimiento del cine alemán, que a su vez lo ofreció al realizador Fritz Lang. Pero Lang encontró el asunto excesivamente truculento y Pommer encomendó su eje­cución a Robert Wiene, un realizador gris de origen checoslo­vaco e hijo del actor Carl Wiene.
Wiene tomó el guión y, a pesar de las protestas de sus auto­res, añadió dos nuevas escenas (una al principio y otra al final), que transformaron radicalmente el sentido de la narración, pues se convirtió en el relato imaginario de un loco que cree ver en el bondadoso director del manicomio en que se halla al temible doctor Caligari. Con ello, también, se derrumbó el sentido de protesta política de la obra que, todo hay que decirlo, era de un hermetismo de nada fácil interpretación. Pero aunque esta histo­ria fantástica de crímenes se convirtió mutatis mutandis en un relato perfectamente realista, su dimensión alucinante y demo­níaca persistió a través del estilo plástico que Wiene eligió para llevarla a la pantalla. Se han discutido mucho los méritos de Wiene en esta película, atribuyéndose sus revolucionarias inno­vaciones a sus decoradores y figurinistas Hermann Warm, Walter Reimann y Walter Róhrig, activos miembros del grupo Sturm de Berlín, impulsor de la estética expresionista. Sea como fuere, y más allá de las querellas historiográficas, forzoso es reconocer que la baza principal de la película estuvo en su desquiciamiento escenográfico, con chimeneas oblicuas, ventanas flechiformes y reminiscencias cubistas, utilizando todo en función no mera­mente ornamental, sino dramática y psicológica, creando una at­mósfera inquietante y amenazadora.
Jamás las retinas de los espectadores habían sido heridas por tanta audacia plástica. También es verdad que el azar contribuyó a acentuar el extremismo de las soluciones formales. La limita­ción del cupo eléctrico del estudio sugirió la idea de pintar luces y sombras en los decorados. Así se hizo, y con gran fortuna. Pero con ser tan positiva la aportación de la película, que abría una nueva dimensión imaginativa, insólita y subjetivista a la pro­ducción cinematográfica, como contrapartida encarrilaba al joven arte hacia una peligrosa cineplástica de servidumbre pictórico-escenográfica, desechando la movilidad de la cámara, el poder creador del montaje y el rodaje en escenarios exteriores, en un retorno a la vieja estética de Méliés. Jean Cocteau señaló los pe­ligros de este estilo asfixiante y teatralizante al escribir que «es un error fotografiar decorados sorprendentes, en vez de procurar esta sorpresa por medio de la cámara».
La incorporación de la figura humana y de sus movimientos
reales
no era cosa fácil en aquel mundo de formas dislocadas y extravagantes. Con una interpretación estilizada y con la ayuda de unos maquillajes sorprendentes, Calegari (Werner Krauss) y Cesare (Conrad Veidt) consiguieron integrarse eficazmente en el conjunto plástico, que admitía mucho peor a los restantes personajes de inspiración realista. También el movimiento, que es una dimensión real, despojará a muchas películas de esta escuela de la irreal fascinación plástica que emana de sus fotogramas estáticos.         
El gabinete del doctor Calegari constituyó un éxito sin prece­dentes, que consiguió romper el bloqueo impuesto por los aliadas al cine alemán al acabar la guerra, prestigiándolo extraordinariamente en el extranjero. Calegari fue, junto con Charlot, el primer mito universal creado por el cine y los críticos franceses acuña­ron la palabra caligarismo para designar las películas alemanas tributarias de la nueva estética. El éxito fue enorme, a pesar de que las secretas intenciones de la película no fueron comprendi­das. Un crítico alemán escribió: «Se trata de un homenaje a la desinteresada y meritoria labor de los psiquiatras.» No lo era, pero lo cierto es que la película interesó vivamente a los círculos psiquiátricos y a partir de esta revelación los cenáculos intelec­tuales europeos comenzaron a interesarse seriamente por el cine, considerándolo como una manifestación artística de vanguardia, pictórica de posibilidades.
Las dudas sobre el talento creador de Wiene se acentuaron a la luz de su mediocre obra posterior, inserta en la gran marea expresionista que dominó en la producción alemana a partir de esta fecha: Genuine (1920), sobre un pintor que infunde vida al retrato de su amada; una adaptación de Raskolnikoff (Raskolnikoff, 1923), de la obra de Dostoiewski e interpretada por actores del Teatro de Arle de Moscú; la evocación religiosa l.N.R.l. (l.N.R.l, 1923) y Las manos de Orlac (Orlacs hunde, 1924), adaptación de la novela fantástica de Maurice Renard, que mues­tra el torturado drama del pianista Orlac (Conrad Veidt), al que a causa de un accidente el cirujano le ha sustituido sus manos por las de un criminal.
No es casual que la estética expresionista solicitase con evi­dente preferencia sus temas de los arcanos de la fantasía y el terror. Asesinos, vampiros, monstruos, locos, visionarios, tira­nos y espectros poblaron la pantalla alemana en una procesión de pesadillas que se ha interpretado como un involuntario reflejo moral del angustioso desequilibrio social y político que agitó la República de Weimar y acabó arrojando al país a los brazos del nacionalsocialismo. Finísimo barómetro de las preocupaciones colectivas, el cine registrará estas violentas conmociones sociales en su estremecedora parábola expresionista. Henrik Galeen y el actor Paul Wegener resucitarán El Golem (Der Golem, 1920), que causará desmanes sin cuento en el ghetto judío de Praga, Murnau pondrá en circulación el mito del vampiro con Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) y el pintor y escenógrafo Paul Leni narrará en El hombre de las figuras de cera (Wachsjigurenkabinett, 1924) la historia de un joven poeta que, encargado de escribir unos relatos publicitarios sobre un museo de figuras de cera, imagina unos episodios alucinantes protagonizados por el sultán Harun-al-Raschid (Emil Jannings), el zar Iván el Terrible (Conrad Veidt) y el sádico ase­sino inglés Jack el Destripador (Werner Krauss). Con razón señalará Kracauer que esta procesión de horrores es un vivo refle­jo, en el plano cultural, del desgarramiento del alma burguesa alemana, en tensión entre la tiranía política y el caos social.
El expresionismo evolucionó, como no podía ser menos, sus­tituyendo las telas pintadas de El gabinete del doctor Calegari por los decorados corpóreos e introduciendo un empleo más complejo y audaz de la iluminación como medio expresivo, hasta conseguir una película en que toda la intriga se expone casi úni­camente por medio de sombras, sin rótulos literarios: Sombras (Schatten, 1923) de Arthur Robison. Sin embargo, al mismo tiempo que el expresionismo maduraba y se enriquecía con nue­vos recursos estilísticos, fecundaba en su seno la semilla de una nueva corriente, que ha pasado a la historia con el nombre de Kammerspielfilm.
Del mismo modo que las grandes puestas en escena de Max Reinhardt en el Deutsches Theater inspiraron el ciclo espectacu­lar de Lubitsch, las experiencias realistas e intimistas de su Kammerspiel (Teatro de cámara), montadas para auditorios de no más de trescientas personas, fueron las que inspiraron la reacción rea­lista del Kammerspielfüm. La llamarada expresionista no ha de hacer olvidar la existencia de una sólida veta realista, o mejor naturalista, en la moderna literatura alemana. Gerhart Hauptmann, Hermann Sudermann y Thomas Mann, que publica por estos años La montaña mágica, son tal vez sus nombres más re­presentativos. Sea como fuere, inspirándose en el naturalismo intimista del Teatro de cámara de Reinhardt, el guionista Carl Mayer y el director rumano Lupu-Pick rompieron con las fantásticas elucubraciones del expresionismo con dos curiosas «tragedias co­tidianas», que se orientaban hacia el estudio naturalista y psico­lógico de personajes simples y de ambientes arrancados de la rea­lidad cotidiana: Scherben (1921) y Sylvester (1923).
Scherben narraba la tragedia de un humilde guardavías, que mataba a un ingeniero ferroviario que sedujo y abandonó a su hija, mientras ésta enloquece y su madre muere en la nieve. Syl­vester muestra la triste historia del dueño de un modesto café, que víctima del egoísmo de su madre y de su esposa se suicida en la víspera de Año Nuevo. Aquí ya no hay monstruos ni espec­tros, sino simplemente un vulgar guardavías y un modesto co­merciante. Claro que la utilización de los objetos como símbolos y cierta estilización dramática nos advierte que el Kammerspiel­film ha nacido en el seno del torbellino expresionista y que re­sulta abusivo hablar de estricto realismo —como podrá hacerse con el cine soviético— más allá de las apariencias. La estética del Kammerspielfilm estaba basada en un relativo respeto a las unidades de tiempo, lugar y acción —vestigio de su procedencia teatral—, en una gran linealidad y simplicidad argumental, que hacía innecesaria la inserción de rótulos explicativos, y en la so­briedad interpretativa, por oposición al expresionismo. La sim­plicidad dramática y el respeto a las unidades permitió crear unas atmósferas cerradas y opresivas, en las que se movían los prota­gonistas como monigotes guiados por el fatum de la tragedia clá­sica. Por la senda de los «dramas cotidianos» avanzó una parte del mejor cine alemán: Hintertreppe (1921), de Leopold Jessner y Paul Leni, Die Strasse (1923) de Karl Grüne y El último (Der letzte Mann, 1924), de F. W. Murnau, tres obras que carecen prácticamente de rótulos literarios. Su influencia podrá rastrearse en la obra posterior de Josef von Sternberg, Marcel Carné y John Ford.
Pero con ser decisiva la aportación del guionista Carl Mayer a la evolución histórica del cine mudo alemán, su trayectoria aparece dominada por la silueta de dos poderosas y muy diversas personalidades: la de Friedrich Wilhelm Murnau y la de Fritz Lang, que enriquecieron y abrieron nuevos horizontes a la es­cuela germana.
F. W. Murnau (Plumpe, de verdadero nombre) demostró desde muy joven su inquietud cultural y estudió filosofía (Ber­lín), historia del arte, literatura (Heidelberg) y música. Fue actor con Max Reinhardt (la deuda del cine alemán hacia Reinhardt es enorme) y durante la guerra combatió como oficial de infan­tería y luego como piloto, siendo derribado en ocho ocasiones. Al acabar la guerra fundó la productora Murnau Veidt Filmsge-xellschafl (1919) y comenzó a dirigir películas, en las que su fina sensibilidad homosexual trató de expresar su subjetividad lí­rica con el máximo respeto por las formas reales del mundo vi­sual, su origirnal y equilibrada síntesis expresionista-realista. La revelación de su potencia expresiva tuvo lugar en 1922 con Nosferatu, el vampiro, adaptación libre de la novela fantástica Drácula (1897), del irlandés Bram Stoker. Enfrentándose a la ten­dencia expresionista de rodar todas las escenas en estudio y en decorados plásticamente dislocados, F. W. Murnau recurrió prin­cipalmente a escenarios naturales cuidadosamente elegidos. Con calles de Wismar, Rostock y Lübeck compuso una única ciudad y rodó sus paisajes parte en Silesia y parte en Eslovaquia. Con esta innovadora introducción de elementos reales en una historia fantástica, consiguió Murnau potenciar su estremecedora veracidad. Realismo y fantasía forman un todo coherente en esta his­toria romántica que debe menos a la vampirología que a cierta temática muy arraigada en toda la obra de Murnau, como la ob­sesión por la idea de la Muerte, el tema de la felicidad de una pareja perturbada por la presencia del Mal (Nosferatu) y el papel expiatorio de la mujer, que con su voluntad de abnegada entrega denota al vampiro. A quebrar los cánones teatralizantes del ex­presionismo contribuyó su utilización de recursos técnicos de fi­liación vanguardista, como el acelerado y el ralentí y el empleo de película negativa para señalar el paso del mundo real al ultra-real.
El gran éxito de esta «sinfonía del horror» fue ampliamente rebasado por El último, triste historia del portero del lujoso hotel Atlantic (Emil Jannings), orgulloso de su vistoso uniforme, que debido "a su avanzada edad es «degradado» al servicio de lava­bos. Pero el hombre no se conforma con la pérdida del uniforme y lo roba cada día para regresar con él a su casa, hasta que final­mente es descubierto y se produce su desmoronamiento. Pasando por alto un postizo final feliz que Murnau añadió sea por impo­siciones comerciales o para ironizar a costa del típico happy end americano, El último se nos aparece como la primera obra maes­tra del cine alemán en su transición del expresionismo al rea­lismo social. El último participaba del realismo social por sus contrastes ambientales (el lujoso hotel y el barrio proletario donde habita el portero) y por el testimonio de la veneración fe­tichista del uniforme —símbolo autoritario por antonomasia—, enfermedad psicológica colectiva del pueblo alemán. La «germanidad» de esta tragedia resultó evidente cuando muchos especta­dores norteamericanos declararon no comprender la película, porque un encargado de lavabos ganaba más que un portero de hotel.
Sin embargo, esta historia realista estaba narrada en un len­guaje plástico repleto de reminiscencias expresionistas, como las sombras amenazadoras que transforman la entrada de los lavabos en un terrible antro. Para dar agilidad a este relato cuya acción transcurría en un mundo cerrado (el hotel y el barrio del portero), Murnau y su operador Karl Freund introdujeron el empleo de una cámara excepcionalmente dinámica, con travellings subjeti­vos (atando la cámara al pecho del operador), circulares y movi­mientos de grúa, conseguidos situando la cámara en la extremi­dad de una escalera de incendios. La «cámara desencadenada» (expresión utilizada por la crítica de la época) de Murnau causó un enorme impacto en la producción mundial. Con El último la cámara había aprendido de una vez a andar sin limitaciones, y lo que es más, había aprendido a volar.
Considerado como el más prestigioso creador del cine ale­mán, Murnau atacó a continuación dos adaptaciones literarias: Tartufo o el hipócrita Tartuffe, 1925), según Moliere, y con un prólogo y epílogo contemporáneos moralizadores, en donde la magia de la iluminación convirtió unos decorados rococó en ex­presionistas, y un ambicioso Fausto (Faust, 1926), en donde su refinamiento plástico, rico en referencias pictóricas, estuvo ser­vido por un impresionante despliegue de medios técnicos y de trucajes, que culminaron en un aparatoso y celebrado viaje aéreo de Fausto y de Mefisto. El gran actor Emil Jannings realizó dos interpretaciones antológicas, sobrecargadas pero magistrales, en los papeles de Tartufo y de Mefisto. En la cúspide de su fama, Murnau abandonó Alemania aceptando un tentador contrato que William Fox le ofreció en Hollywood.
Junto a Murnau, el vienes Fritz Lang compartió el título de maestro de la escuela expresionista. Hijo de un arquitecto, estu­dió Arquitectura y Bellas Artes y su espíritu inquieto le llevó a vivir la bohemia artística de Bruselas y de París, lanzándose a ver mundo en un peregrinaje por África del Norte, Rusia, Indo­china, China, Japón y los mares del Sur, de donde regresaría con las alforjas llenas de los motivos exóticos que con frecuencia salpican sus películas. Repartió los años de la guerra entre el frente y los hospitales militares, en donde comenzó a escribir guiones de cine. Su debut como realizador en 1919 no tardó en proporcionarle un gran éxito popular con el serial de aventuras exóticas Die Spinnen (1919), con sociedades secretas, ritos ma­yas y diamantes fabulosos, y con el aún más popular serial El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der Spieler, 1922), que en clave de aventuras describía el caos financiero de Alemania. Más sólido fue el impacto causado por su película fantástica Der mude Tod (1921), sobre el viejo tema romántico de la lucha del Amor con­tra la Muerte a través de tres episodios, que suceden en la antigua China, el legendario Bagdad y la Venecia renacentista. Pero el genio arquitectónico de Lang no se conformó con las telas pinta­das de El gabinete del doctor Caligari e hizo construir unos impresionantes decorados corpóreos, como ese inmenso muro que rodea el Reino de la Muerte. Der mude Tod causó en el extran­jero un impacto similar a la Madame Du Barry de Lubitsch y a El gabinete del doctor Calegari, imponiendo de modo definitivo el cine alemán. Será esta película, también, la que decidirá la vocación cinematográfica del español Luis Buñuel.
El expresionismo de Lang, arquitectónico y monumental, épico y solemne, en oposición al refinamiento y lirismo de Mur­nau, tuvo ocasión de demostrar su madurez en la colosal y wagneriana epopeya aria Los Nibelungos (Die Nibelungen, 1923-1924), en dos partes, en la que los árboles se nos antojan colum­nas y las composiciones de figuras semejan escudos heráldicos. Más que de expresionismo sería justo hablar de abstracción y geometrismo en esta obra maestra del monumentalisieren. Esta exaltación aria en la que los hunos son presentados como raza inferior y cavernícola, trae premonitorios vientos de tragedia. Por estos años aparece también El camino de la fuerza y de la belleza (Wege zu Kraft und Schonheit, 1925), de Wilhelm Prager, en donde más que exaltar la belleza del desnudo humano parece querer reafirmarse la superioridad biológica de la orgullosa raza indoeuropea. Son películas que anuncian, aun sin que­rerlo, los tiempo de Buchenwald, Auschwitz, Dachau y Belsen.
Se ha echado la culpa a la guionista Thea von Harbou, esposa de Lang y luego militante nazi, de la vidriosidad ideológica de las obras de su marido. El colmo se alcanza en la estremecedora visión futurista de Metrópolis (Metrópolis, 1926), la ciudad del mañana en la que la raza de los señores goza de la vida en la superficie mientras los esclavos infrahombres penan en una re­gión subterránea de pesadilla, poblada por máquinas terribles. Seis millones de marcos oro costó esta superproducción, en la que tan grande fue la endeblez e ingenuidad del relato —que concluye con un candoroso abrazo reconciliador entre el Capital y el Trabajo— como grande fue la maestría imaginativa y arquitec­tónica de Lang, que supo jugar con espacios, volúmenes y cla­roscuros con habilidad de prestidigitador. Metrópolis es, en defi­nitiva, un tratado sociológico de pacotilla, increíblemente pueril, en el que el héroe capitalista redime a sus pobres obreros de la tiranía de una mujer-robot revolucionaria. A pesar de ello, Lang consigue en algunos momentos imponer imágenes que el espec­tador ya no olvidará jamás: su opresivo mundo subterráneo, el relevo de turno de los obreros, la inundación y el pánico en la ciudad... Metrópolis representa, en suma, el apogeo del expre­sionismo de dimensión arquitectónica, como Calegari lo fue en su vertiente pictórica.
El gran ciclo expresionista alemán iba a ser fecundo en con­secuencias. A la contemplación naturalista y neutra de la reali­dad, propia del clasicismo norteamericano, se oponía un subjetivismo violento y radical, que distorsionaba la imagen del mundo y transmitía al espectador su interpretación ética e intelectual de la realidad mediante un código de signos de hipertrofiada expresividad, tales como la decoración, los maquillajes o la ilumina­ción. Dos estéticas, dos actitudes creadoras antagónicas se en­frentaban —o se completaban— de modo análogo a esos ciclos pendulares de clasicismo-barroquismo que jalonan la historia de las artes plásticas. Veremos más adelante los frutos que recoge­rán de esta siembra expresionista artistas de la talla de Eisenstein, Carl Dreyer, Josef von Sternberg, Orson Welles, Ingmar Bergman o Andrzej Wajda.

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