La escuela
impresionista
“El siglo veinte —escribe
Hauser— comienza después de la primera
guerra mundial, lo mismo que el siglo diecinueve no comenzó hasta alrededor de
1830.” Ciertamente,
la cronología de la civilización y de la cultura no es casi nunca isócrona con
el reloj del tiempo histórico. Cuando París despierta con la jubilosa explosión
del armisticio, que con su algarabía trata de ahogar el eco de los
impresionantes rugidos de la
Gran Berta , se pasa una página capital en la historia de la
cultura. Acaba de morir Edgar Degas, y Pierre Auguste Renoir se extinguirá en 1919. Con su
muerte se entierra el último estertor de la pintura del siglo XIX. El impresionismo, revolucionario en su día
y académico ahora, fue barrido por el cubismo, que con su revolución geométrica
anunció los tiempos tormentosos que para el arte se avecinaban. Con el final
de la guerra se inaugura la era del terrorismo artístico, de la vivificadora
demolición de la tradición cultural, cuya veda levantó el movimiento Dada en 1916 desde la
neutral Suiza. Convertido en el ombligo artístico del mundo, París se
transformará en una jungla de ismos y en un
caldo de cultivo de todos los experimentos que se hacen en nombre de La Cultura. El buen
burgués irá de asombro en asombro ante las pinturas metafísicas de De Chirico,
las aerografías de Man Ray, los caligramas de Apollinaire y los collages de Max
Ernst. Nace la nueva literatura por obra de Proust, que recibe el Goncourt en 1919, y del Ulises 1922 de Joyce. El
psicoanálisis penetra en el arte y se publican demoledores manifiestos por
doquier. No es raro, pues, que el cine vaya a convertirse en el niño mimado de la nueva cultura que nace
impetuosamente.
Pero el cine francés padecía una grave anemia. Cuatro años de guerra habían
anquilosado su aparato productivo, permitiendo al cine americano adueñarse de
su mercado. Hacía falta un auténtico titán para levantarlo de su postración. Y
esto fue lo que hizo Louis Delluc, aun a costa de su
salud y de su fortuna. Delluc, como todo escritor bienpensante, había comenzado
por detestar el
cine. Pero algunos amigos actores y su esposa, la actriz Eve Francis,
consiguieron hacerle frecuentar las salas oscuras y en ellas se operó en Delluc
la revelación del
nuevo arte, sobre todo gracias a los westerns de Ince, los films de Chaplin y
La marca del fuego de De Mille. Delluc se transformó entonces de su más
implacable enemigo en su más abnegado apóstol. Su infatigable actividad como
crítico, ensayista, guionista y realizador le llevará a una muerte prematura, a
los treinta y tres años, y en completa ruina; Delluc creó la palabra Cine-Club
y fundó el primero de la
historia (1920), templo del nuevo arte. Fue crítico y
ensayista y dio a la palabra
fotogenia su actual contenido estético,
definiéndola como el particular aspecto
poético de los seres y de las cosas susceptible de ser revelado únicamente por
el cinematógrafo. Consideró que los elementos creadores del arte cinematográfico
eran el decorado (en donde incluía la noción de «encuadré»), la
iluminación, la cadencia (es decir, el «ritmo», noción sugerida por las obras de
Griffith) y la máscara (en donde
englobaba al actor).
Además de su considerable labor como
teórico, como crítico y como fundador de revistas, en 1920 comenzó a dirigir
películas. De las siete qué realizó (la mayor parte de ellas perdidas en la actualidad ), dos
revelan un talento creador poco común: Fiėvre (1921) y La femme de nulle part
(1922). La primera
reflejaba netamente la admiración de Delluc
hacia el cine norteamericano y sueco. La acción transcurría
en una taberna portuaria de Marsella (equivalente francés del saloon de los
westerns) y este decorado, como en los films suecos, jugaba un papel dramático
decisivo. Entre los marinos recién desembarcados que iban allí a pasar un rato,
la patrona reconocía
a un antiguo amante, que comparecía casado con una joven oriental. Estallaba
una pelea y el marido de la
patrona mataba al antiguo amante de su mujer. Simple drama de
«atmósfera», como se ve, con protagonista colectivo más que individual y
construido con respeto a la
norma teatral de las tres unidades, preludia el realismo
poético y populista que dominará en el cine francés de los treinta: Renoir,
Carné, Feyder, Duvivier, Chenal.
La femme de nulle part fue, en cambio, uno
de los primeros intentos de cine
psicológico, que influido por los realizadores suecos describía con
minuciosidad, a través de pequeños detalles, un estado de ánimo: una mujer que
abandonó hace veinte años su vida burguesa para seguir a su amante, regresa a la sun tuosa villa de su familia,
evoca un pasado feliz que ya le es imposible reanudar y se encuentra con otra
mujer, más joven, que proyecta fugarse con su amante como hizo ella en otro
tiempo.
Con estas obras se ve claro que
Delluc trataba de orientar al cine francés hacia un sendero intelectualmente
noble, como años antes hiciera el film d'art en rebeldía ante el cine
populachero de Méliés y de Zecca, aunque por fortuna los tiempos no son los
mismos y el cine comienza a dominar ya su lenguaje. A través de Delluc una
nueva categoría de personas, con preparación cultural e inquietud artística,
irrumpen en lo que venía siendo coto de mercaderes y autodidactas. El viraje es
importante. A la cabeza de
su revista Cinéa colocó Delluc un lema que vino a ser su grito de batalla: Que le cinema francais soit du cinema, que
le cinema francais soit francais.
En torno a Delluc se agrupó una
serie de artistas que los historiadores catalogan hoy con el nombre de Escuela
impresionista, para distinguirlos del contemporáneo expresionismo
alemán, del que les separaba su simplicidad
estilística y el refinamiento de sus
temas. Delluc capitaneó a este heterogéneo grupo formado por Germaine
Dulac, Marcel L'Herbier, Abel Gance y Jean Epstein. Eran, para emplear un
lenguaje actual, la «nueva ola» de
los años veinte, y su confesada voluntad de vanguardia y de élite nació
fatalmente, al igual que todas las vanguardias, como negación dialéctica e
históricamente necesaria de un arte popular y de masas, en confusa reacción
frente al cine-mercancía y al cine-alienación.
Marcel L'Herbier poeta simbolista y autor teatral
antes de orientarse hacia el cine, sintió la vieja fascinación
romántica del «color local» y se vino a España a rodar Eldorado (1921), melodrama
químicamente puro de los trágicos amores de un pintor escandinavo (prometido
con una rica dama) y de una bailarina española, que al final se suicida. En su
buceo hacia la realidad interior de los personajes —una de las
preocupaciones mayores de esta escuela —L'Herbier dio una interpretación técnica del subjetivismo mediante imágenes empañadas
por el «desvanecido» (o flou), que
evocaban a los maestros del impresionismo pictórico y que había ensayado ya
por vez primera en Phantasmes (1918). Luego, tras la revelación del
expresionismo alemán, L'Herbier asimiló su potencial formalista, depurándolo y
recurriendo también al cubismo, con Don Juan et Faust (1923), La inhumana (Vinhúmame,
1924), con decorados futuristas-cubistas de Femand Léger, Mallet-Stevens
y Claude Áutant-Lara, y El difunto Matías Pascal (Feu
Mathias Pascal, 1925), según Pirandello, film para el que el brasileño Alberto
Cavalcanti construyó unos decorados provistos de techo.
Hoy se nos aparecen estas cascadas
de imágenes refinadas como viciadas por un formalismo exasperante y caduco,
falsas, presuntuosas, librescas y convencionales. Pero era bueno, y hasta
necesario, que el cine atravesase este sarampión intelectual, a remolque de la literatura y de la pintura , para alcanzar,
una vez separada la ganga de
lo realmente válido, su mayoría de edad estética.
La última realización ambiciosa de
L'Herbier, en los albores del cine sonoro, fue Dinero (L'argent, 1928),
que trasponía la novela de
Zolà a la época contemporánea, con las escenas de la Bolsa sonorizadas mediante la grabación de efectos
ambientales (ruidos, voces, rumores). Después sepultó su prestigio en una
montaña de banalidades que mejor es no recordar y en 1943 fundó el Instituí des Hautes Etudes
Cinématographiques de París.
El límite de las contradicciones
estéticas de la escuela lo
encarnó el exuberante Abel Gance, profeta y visionario,
que al grito de Le temps de l'image est venu!, se convirtió en el más puro
alquimista del cine francés. Para rodar La folie du Dr. Tube (1916) —sobre
un sabio que ha descubierto la posibilidad de deformar los rayos luminosos—
empleó objetivos deformantes, consiguiendo unas imágenes distorsionadas como
las de los espejos de los parques de atracciones. Pero la película no fue exhibida,
de modo que su innovación no ejerció en su tiempo influencia alguna. Más
importantes fueron su grandilocuente alegato antimilitarista Yo
acuso (J'accuse, 1919), en donde los espectadores asistían a la macabra vuelta a la vida de los cadáveres
esparcidos en un campo de batalla, y la tragedia lírica La
rueda (La roue, (1921-1923), en donde culminó la pedante retórica
del desordenado genio de Gance. La rueda narraba, con un tono de un
romanticismo exasperado, la
tragedia del mecánico y conductor de locomotoras Sísifo,
atormentado por la
pasión amorosa que le inspira su hija adoptiva y que acaba
perdiendo la vista y
la razón. Entre
los escombros visuales de esta versión del Edipo de la era maquinista ,
destacó un pasaje antológico al principio de la película , basado en el «montaje corto» —ya empleado por
Griffith, especialmente en Intolerancia—, con fragmentos muy breves de
película: paisajes, rostros, bielas, vapor, ruedas y, finalmente, la locomotora que se
precipita hacia el abismo. Una auténtica
sinfonía visual que inspiraría al compositor Arthur Honegger su Pacific 231,
poema musical de la
locomotora , y a Jean Mitry un cortometraje del mismo
título en 1949.
Forzoso es reconocer que Gance, a
pesar de sus irregularidades, de su grandilocuencia, su melodramatismo, su mal
gusto y sus citas pedantes de la cultura clásica , es quien, después de Griffith, más
hizo por investigar los recursos del naciente lenguaje cinematográfico.
La obra más
ambiciosa de su vida fue Napoleón (Napoleón vu par Abel
Gance, 1923-1927), que costó la
friolera de quince millones de francos, que no dieron de sí
para concluir la
biografía del corso, interrumpida con la partida de los
ejércitos de Napoleón para su primera campaña en Italia. En esta obra, Gance
dio rienda suelta a sus experimentos y utilizó el Tríptico (o pantalla triple) para desplegar horizontalmente sus más
grandiosas escenas, en temprana anticipación del Cinerama de Fred Waller. Otra
de las bazas técnicas que jugó Gance en esta película, con la colaboración técnica
de Segundo
de Chomón, fue el empleo de cámaras muy ligeras con motor de cuerda,
que permitían captar agitados encuadres subjetivos, atadas a un caballo al
galope, o bien introducidas en un proyectil arrojado al aire o lanzado al mar.
Pero en arte siempre resulta
peligroso confundir la
grandiosi dad con la grandeza y el extravagante Gance se empeñará tozudamente
en conseguir ésta a través de aquélla, lográndolo tan sólo en muy raras
ocasiones. Su última gran aventura en el terreno de la creación cinematográfica ,
que acabó de la peor ma nera,
fue El
fin del mundo (La fin du monde, 1930), colosal película futurista en la que el propio Gance
interpretaba el papel de Cristo, que quedó inconclusa y fue terminada por W.
Turjansky, de modo que El fin del mundo fue también el
simbólico fin de la carrera
de su inquieto realizador.
Tal vez la personalidad más
madura de la escuela
impresio nista, en parte porque su incorporación fue más
tardía, sea la de Jean
Epstein, de origen polaco, cuyo Coeur fidele (1923) causó sensación
en su época, no por el banal relato naturalista de un obrero y un chulo rivales
por el amor de una mujer, sino por su ejercicio de estilo, en particular en la antológica escena
de la feria :
tiovivo, columpios, autómatas, primeros planos, montaje corto, cámara
subjetiva, encuadres oblicuos... Todo un manifiesto del nuevo lenguaje visual,
todavía adolescente, que hace comprensible el juicio de Marcel Proust por estos
años: «No amamos tanto el cine por lo que
es como por lo que será.»
También es positivo que, mientras
Hollywood ponía en circulación un mundo lujoso y sofisticado, frívolo y
decadente, algunos vanguardistas franceses demostraban una cariñosa vocación populista, prefiriendo la taberna, el suburbio,
el puerto y los lugares y tipos populares, testimonio, aunque deformado y
subjetivista, de cierta realidad social. Jean Epstein llevó esta tendencia
naturalista a su extremo en Finís Terrae (1929),
interpretada por actores
naturales, pescadores auténticos, e importante antecedente del neorrealismo italiano,
aunque el material documental aparezca fuertemente manipulado por sus
virtuosismos técnicos. Pero el año anterior, el proteico Epstein había pulsado
el más opuesto registro al realizar un experimento
expresionista (cuando este estilo estaba pasado ya de moda) con El
hundimiento de la casa Usher
(La chute de la maison Usher, 1928),
que para trasponer el desquiciado
mundo de Edgar A. Poe a la pantalla se valió del ralentí, que
crea un clima irreal y fantasmagórico a lo largo de toda la obra. Se trata de
un expresionismo depurado, no
meramente escenográfico al estilo alemán, sino en donde los elementos dinámicos
—movimientos de cámara, como el viento figurado por travellings recorriendo
los pasillos, y el tempo
irreal de la acción— han sido
distorsionados expresivamente.
Violentar la naturaleza del tiempo
real, ésa era una de las ambiciones de Epstein, que en sus
escritos exalta las posibilidades «sobrenaturales» del cine, en especial la
modificación de la naturaleza del tiempo, conseguida por vez primera en la
historia de la ciencia y del arte gracias al acelerado, al ralentí y a la inversión
de movimientos. Y cuando, siguiendo el rastro de su maestro Delluc,
trata de penetrar la secreta esencia de la fotogenia, escribe: «A decir verdad, fotogenia y fotogénico no
eran otra cosa que palabras que designaban vagamente una función mal definida.
Los objetivos continuaban buscando al azar sus formas en la realidad. Sin
embargo, poco a poco se fue haciendo claro a los operadores y a los directores
que la fotogenia dependía,
fundamentalmente, del movimiento: movimiento del objeto cinematografiado y
de los juegos de luces y de sombras, e incluso del objetivo de la cámara. La
fotogenia aparecía, sobre todo, como una función
de la movilidad. Así, el movimiento, esta apariencia que ni el dibujo, ni
la pintura, ni la fotografía pueden reproducir, se descubría como la primera
cualidad estética de las imágenes en la pantalla.»
Como puede verse, estamos asistiendo a las primeras formulaciones
teóricas del nuevo arte. El italiano Ricciotto Canudo, afincado en París,
fue quien primero se atrevió a afirmar que el cine era un arte, el séptimo
arte, teoría estética revolucionaria que razonó en su curioso Manifiesto de las siete artes (1914), en el que
afirmaba que el cine es una síntesis de las tradicionales artes del espacio y artes
del tiempo. Luego vino Delluc, que con su noción de fotogenia trató de
asir el secreto estético del nuevo arte. Teoría balbuciente, que no encontró su
primera formulación madura hasta la aparición del húngaro Béla Balázs, que expone
sus ideas en un libro titulado El hombre visible o la cultura del cine (1924), en donde
opone a la tradicional cultura de la palabra (la cultura literaria), la
novísima cultura de la imagen creada por
el cine. El cine, lenguaje internacional no supeditado a particularismos
idiomáticos, como el literario, ha creado al hombre visible.
Casi nada. Tres son, para Balázs, los elementos que hacen del cine un
arte: el primer plano, el encuadre y el montaje.
El encuadre es «la porción de
realidad elegida con determinada perspectiva, mediante la cual el director
expresa en el cuadro su voluntad subjetiva». Es el encuadre -opinión de los
expresionistas, que mediante la angulación u otro recurso técnico otorga un
especial significado al material plástico. Por otra parte, los encuadres se
unen y combinan entre sí mediante el montaje,
«como si fuesen palabras en un texto literario». De todos los posibles
encuadres hay uno que fascina a Balázs, y con razón, pues es uno de los ejes de
la estética cinematográfica: el primer
plano. El primer plano, que aísla y agranda los objetos convirtiéndolos en
personajes dramáticos y descubriendo la secreta micro fisonomía del rostro
humano, que ha incorporado al arte una nueva topografía dramática, antes
ignorada, porque, como escribirá Josef von Sternberg, «al agrandarse monstruosamente sobre la pantalla,
una cara debe ser tratada como un paisaje, con su relieve de luz y sus
depresiones tenebrosas. Se debe mirar como si los ojos fueran lagos, la nariz
una montaña, las mejillas praderas, la boca un campo de flores, la frente un
cielo y los cabellos nubes».
No cabe duda de que el cine está comenzando a comprenderse a sí mismo.
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