martes, 17 de julio de 2012

Formación de un arte - De Balzac a Nick Carter - Román Gubern


De Balzac a Nick Carter

El año 1908 queda ya muy lejos de nosotros. Es el año en que la comidilla de todos los corros la constituye la boda de la bailarina española Mariquita Delgado con el fabuloso raja de Kapurtala. Los malintencionados inventan chistes sobre el aconteci­miento y la noticia llega casi a eclipsar, en los periódicos, al asesinato del rey de Portugal, que acontece por aquellas fechas. También el cine de 1908 está muy lejos de nosotros. Las pelícu­las se ruedan en un día, en el interior de unos extraños hangares de vidrio (el uso de la iluminación eléctrica constituye todavía una excepción), y los operadores, con su gorra de visera, le dan a la manivela silbando una marcha militar para conservar, gracias a su ritmo, la cadencia de 16 imágenes por segundo.
La proyección de películas, molesta por el centelleo de las imágenes, va a progresar notablemente a partir de 1908, gracias a las mejoras introducidas en las máquinas perforadoras de pelí­cula y en los obturadores de proyección. Y al eliminarse las cau­sas de fatiga de la proyección, la práctica de los entreactos fre­cuentes deja de ser necesaria y la longitud de las películas au­menta, naciendo la distinción entre largometraje y cortometraje. El hijo pródigo (1907), de Michel Carré, al­canza ya los 1.600 metros. Y para albergar estos programas que podían rebasar las dos horas hubo que construir salas cómodas y bien equipadas, como esos primeros Palaces que edifican Pathé y Gaumont y en cuya decoración y estructura se percibe el complejo de inferioridad que el cine arrastra, todavía, frente al noble espectáculo teatral.
El cine francés, que pronto languidecerá en el paréntesis de la primera guerra mundial, ha escrito con Lumiére y Méliés las primeras páginas brillantes de un arte en gestación. Con Pathé y Gaumont hemos asistido a la formación de una industria y al fenómeno de la multiplicación de los géneros, fruto de una efi­ciente organización creadora. La producción de Pathé y de Gau­mont abarca todos los géneros: el film esthétique, las películas bíblicas, los dramas mundanos, los dramas «realistas» y «socia­les», las escenas «reservadas para caballeros», las adaptaciones literarias... Para producir estas mercancías de celuloide, una le­gión de técnicos y artistas asalariados trabajaban contra reloj con sueldo fijo y enmarcados en una rígida organización productiva, que no perseguía más fin que una alta rentabilidad de sus produc­tos (cuyo costo total no superaba los diez francos por metro). Zecca capitaneaba a un nutrido equipo en la casa Pathé, pero los mejores hombres del cine francés habían ido a parar a la Gaumont, que en 1912 llegó a superar ampliamente a su rival, gra­cias al esfuerzo de Louis Feuillade.
Louis Feuillade fue para Gaumont lo que Zecca para Pathé. Hijo de un vinatero, Feuillade cultivó el periodismo, desde las páginas de La Croix hasta las de Torero, en donde defendió a capa y espada sus aficiones tauromáquicas y sus convicciones monárquicas y conservadoras. En 1905 inició su carrera como guionista de Gaumont y al año siguiente, al abandonar Alice Guy la dirección artística de la empresa, fue contratado por Gaumont como su sustituto. Los retratos de Feuillade nos muestran a un individuo mostachudo, con aire de empleado de despacho, protegiéndose de su fuerte miopía con unos quevedos y con la calva cubierta por un sombrero hongo. Hombre cultivado, Feuillade no faltó a la cita del film d'art, aunque su temperamento realista le llevaba de un modo natural hacia otros temas y otros estilos. En 1911 inicia su reacción contra aquel pomposo (y relativa­mente caro) cine de cartón-piedra con una serie de películas inspiradas en las Escenas de la vida real de la Vitagraph y que se presentan bajo el genérico común de La vida tal como es (La vie telle qu'elle est). El verismo puesto en circulación por la literatura naturalista y por el Teatro Libre (1887) de André Antoine había llegado a influir, siquiera en sus aspectos más epidér­micos, en Ferdinand Zecca. Feuillade, más culto y sensible que el director corso, asumió de buen grado estas influencias y las de la serie de Vitagraph en su relato de lacras sociales, cuyos títulos son elocuentes: Las víboras (1911), sobre la maledicencia, La tara (1911), sobre la hipocresía, La media de lana (1911), sobre la avaricia... Plena de resonancias folletinescas, la serie La vida tal como es avanzó a través de un ternario social de una densidad inusitada: el drama del alcoholismo, la crueldad de las minas, el poder del dinero... aunque siempre, claro está, con la óptica conservadora y bien-pensante propia de las novelas por entregas. Esta perspectiva será superada por algunos films interesantes de André Antoine, como Travail (1919), que incorporaron con mayor rigor ideológico al cine algunas técnicas del naturalismo literario: decorados natura­les, actores no profesionales, etc.
En el plano técnico el avance ha sido importante. Los deco­rados, que no son ya los palacios o templos de cartón del film d'art, resultan realistas y convincentes; también la interpretación de los actores se torna más sobria y naturalista, acorde con los ambientes y los temas. La luz artificial comienza a utilizarse con valentía para crear efectos. Con el fin de economizar tiempo de rodaje, pero con absoluta falta de visión comercial, Pathé había prohibido a sus técnicos el empleo de primeros planos y de pla­nos americanos (que llamaba despectivamente culs-de-jatte, esto es, «lisiados»). El primer plano aparece con cierta frecuencia, en cambio, en la producción de Gaumont. Este recurso expresi­vo, que llegará a convertirse en uno de los pilares dramáticos del cine mudo, merece ya la atención de los técnicos. En 1912 aconsejaba el ingeniero Léopold Lobel: «Si para apreciar mejor ciertos detalles es necesario mostrarlos de cerca, se interrumpe la toma de vistas cuando se ha mostrado el asunto completo y se opera una aproximación, para tomar únicamente a gran escala la parte que debe mostrarse especialmente. Esto se llama, en ci­nematografía, hacer primeros planos. Puede afirmarse que las proyecciones han ganado mucho interés desde que se ha empe­zado a hacer primeros planos. Esta interrupción necesaria para tomar un detalle a gran escala causa cierta desazón en el espec­tador. Vale más, siempre que pueda hacerse, aproximar o bien el actor a la cámara o bien la cámara, instalada sobre una plata­forma con ruedas, al actor.»
En 1907 la casa Zeiss lanzó los objetivos Tessarjle abertura f/3'5. Como es sabido, la profundidad de foco de un teleobjetivo es inversamente proporcional a la distancia focal y a la abertura del diafragma. Como las emulsiones ortocromáticas que se utiliza­ban tenían una sensibilidad relativamente alta, la profundidad de foco obtenida en aquellas películas era notable. Los intérpretes evolucionaban libremente en el decorado y la profundidad de foco de los objetivos permitía que se acercasen y se alejasen de la cámara, moviéndose en profundidad y no en un plano ho­rizontal, como en el teatro.
La serie La vida tal como es y sus derivadas (Estudios de la vida de provincias, Batallas del dinero. Escenas de la vida cruel), que mostraban con acento folletinesco ciertos aspectos de la realidad social, no tuvieron una gran aceptación popular. Por eso Gaumont decidió cambiar de táctica y orientó su producción hacia una modalidad narrativa vieja como Homero y Scherezade y de bien probada eficacia: el serial.
Alejandro Dumas había demostrado las excelencias comer­ciales de la novela de folletín, que interrumpía la acción al final de cada entrega, en un momento dramático culminante. Esta técnica de origen teatral (recuérdese el «efecto» de final de acto) abría la curiosidad del público, que esperaba sobre ascuas la apa­rición del episodio siguiente. Aplicado al cine, esto iba a traducirse lógicamente en una alza de frecuentación, creando la habitualidad —lo que los americanos llaman theatre-going habit­en el público.
Victorin Jasset había creado ya en 1908 —el mismo año en que nace el film d'art— una serie de episodios en torno al popu­lar personaje Nick Carter. Las andanzas de este héroe resultaban familiares al público consumidor de los fascículos que divulga­ban semanalmente, ayer como hoy, sus andanzas o las de Buffalo Bill, Nat Pinkerton o el pirata Morgan. Por eso Gaumont orientó su producción hacia este sendero, a pesar de que en 1911 había anunciado muy seriamente que deseaba alejar al cine fran­cés de la influencia de Rocambole para encaminarlo hacia metas más dignas. Pero Rocambole era, al fin y al cabo, más rentable que los retablos sociales vagamente inspirados en Zola o Balzac, y Feuillade. cumpliendo órdenes superiores, sustituyó las explo­siones de grisú por las de bombas de relojería y comenzó a crear la serie de Fantomas (1913-14), protagonizada por Rene Navarre, según la obra de Marcel Allain y Pierre Souvestre, a la que siguió la de Los vampiros (1915), con la bella Musidora, encarnación del mal que enfundada en un ceñido y exci­tante maillot negro hacía estremecer a los espectadores. También fue Feuillade el autor del serial sobre el detective justiciero Judex (1916-17), con traje de terciopelo, sombrero ancho y capa de color negro, y Victorin Jasset creó otro sobre las monstruosas maquinaciones criminales de Zigomar (1911-13).
Estas extravagantes aventuras, tejidas de trampas infernales y persecuciones sin cuento a través de peligros inverosímiles, enfrentando a héroes y villanos de gran categoría, señalan el status nascens de una concepción cinematográfica radicalmente nueva. Y hasta de una concepción de la existencia; concepción deportiva de la vida, del culto al peligro, superado por la rapidez de los reflejos y la fortaleza de los puños. El Aquiles de los nue­vos tiempos no empuña una lanza sino una pistola automática y, desafiando el peligro junto a una bella heroína, corretea sobre los tejados o bajo el pavimento de las grandes ciudades. Sus aventuras son un canto al moderno mundo de la mecánica y en ellas desempeñan un papel protagonista los automóviles, dirigi­bles, hidroaviones, ferrocarriles y máquinas diabólicas. Con su  involuntaria poesía surrealista, los seriales que electrizan a las masas constituyen un inapreciable testimonio moral de una época y de una concepción del mundo.
En los Estados Unidos, naturalmente, la moda de los seriales o chapter-plays prende con fuerza, atizada por la rivalidad de los grandes periódicos de Hearst y de McCormick que los patrocinan. Pero será un empleado francés de Pathé, Louis Gasnier, quien creará en América la obra cumbre del género con Las pe­ripecias de Paulina (1914) y Los misterios de Nueva York (1914-1915), en treinta y seis emocionantísimos episodios, protagonizadas ambas series por la famosísima Pearl White (Perla Blanca), rutilante estrella de archidinámica silueta, mezcla de trapecista y de amazona, que se ha formado como acróbata en un circo ecuestre y no teme lanzarse de un tren en marcha o balancearse sobre un profundo abismo. Si alguien parecía querer vivir vertiginosamente fue esta muchacha rubia de Springfield, que llegó a convertirse en la primera heroína del cine y, tras protagonizar las más increíbles aventuras en la pantalla, extinguió su vida en el hospital nortea­mericano de París.
Los seriales consiguieron su objetivo: con su semanal ración de «opio óptico» conquistaron la fidelidad de las masas. Estas desquiciadas aventuras de bajos fondos, que han nacido a la som­bra de la ya lejana Historia de un crimen de Zecca, han introdu­cido ciertamente en el cine una involuntaria poesía de los objetos insólitos y de la acción disparatada: aparatos infernales, ferrocarriles dinamitados, paisajes suburbanos, escenarios inéditos e in­quietantes y sombras expresivas crean un universo poético y unas obras que Louis Delluc, primer crítico francés, consideraba «abominaciones folletinescas». Sería difícil rebatir el juicio de Delluc, pero sería también injusto negar el progreso técnico que estas obras suponen para el cine francés —por su frescura y agi­lidad narrativa en primer lugar— en relación con el presuntuoso, teatralizante y retrógrado film d'art.
Los seriales constituyen un género internacional. Mientras Emilio Ghione crea sus rocambolescos episodios en Italia, Al­berto Marro dirige Barcelona y sus misterios (1915), en ocho episodios inspirados en el célebre folletín de Antonio Altadill. En Alemania, Albert Neuss y Otto Ripert crean Homúnculus (Homunculus der Führer, 1916), que en seis episodios muestra la historia de un ser artificial creado por un sabio que quiere do­minar al mundo. Pertenece, pues, a la nutrida familia de «genios del mal», de la que son miembros, entre otros, Zigomar, Fantomas, el doctor Mabuse y Fu-Manchú.
La boga del serial se extiende de 1908 a 1915 y produce cen­tenares de títulos de muy diverso valor. En los primeros años del sonoro conocerá un efímero renacimiento, para encuadrarse más tarde definitivamente en los programas de televisión, que está viviendo ahora su prehistoria artística, como el cine vivió la suya entre 1908 y 1915.

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