De Balzac a Nick Carter
El año 1908 queda ya muy
lejos de nosotros. Es el año en que la comidilla de todos los corros la
constituye la boda de la bailarina española Mariquita Delgado con el fabuloso
raja de Kapurtala. Los malintencionados inventan chistes sobre el acontecimiento
y la noticia llega casi a eclipsar, en los periódicos, al asesinato del rey de
Portugal, que acontece por aquellas fechas. También el cine de 1908 está muy
lejos de nosotros. Las películas se ruedan en un día, en el interior de unos
extraños hangares de vidrio (el uso de la iluminación eléctrica constituye
todavía una excepción), y los operadores, con su gorra de visera, le dan a la
manivela silbando una marcha militar para conservar, gracias a su ritmo, la
cadencia de 16 imágenes por segundo.
La proyección de películas,
molesta por el centelleo de las imágenes, va a progresar notablemente a partir
de 1908, gracias a las mejoras introducidas en las máquinas perforadoras de
película y en los obturadores de proyección. Y al eliminarse las causas de
fatiga de la proyección, la práctica de los entreactos frecuentes deja de ser
necesaria y la longitud de las películas aumenta, naciendo la distinción entre
largometraje y cortometraje. El hijo
pródigo (1907), de Michel Carré, alcanza ya los 1.600
metros . Y para albergar estos programas que podían
rebasar las dos horas hubo que construir salas cómodas y bien equipadas, como
esos primeros Palaces que edifican Pathé y Gaumont y en cuya
decoración y estructura se percibe el complejo de inferioridad que el cine
arrastra, todavía, frente al noble espectáculo teatral.
El cine francés, que pronto
languidecerá en el paréntesis de la primera guerra mundial, ha escrito con
Lumiére y Méliés las primeras páginas brillantes de un arte en gestación. Con
Pathé y Gaumont hemos asistido a la formación de una industria y al fenómeno de
la multiplicación de los géneros, fruto de una eficiente organización
creadora. La producción de Pathé y de Gaumont abarca todos los géneros: el film
esthétique, las películas bíblicas, los dramas mundanos, los dramas
«realistas» y «sociales», las
escenas «reservadas para caballeros»,
las adaptaciones literarias... Para
producir estas mercancías de celuloide, una legión de técnicos y artistas
asalariados trabajaban contra reloj con sueldo fijo y enmarcados en una rígida
organización productiva, que no perseguía más fin que una alta rentabilidad de
sus productos (cuyo costo total no superaba los diez francos por metro). Zecca
capitaneaba a un nutrido equipo en la casa Pathé, pero los
mejores hombres del cine francés habían ido a parar a la Gaumont , que en 1912 llegó a superar
ampliamente a su rival, gracias al esfuerzo de Louis Feuillade.
Louis Feuillade fue para Gaumont lo que Zecca para Pathé. Hijo de un
vinatero, Feuillade cultivó el periodismo, desde las páginas de La Croix hasta las de
Torero, en donde defendió a capa y espada sus aficiones
tauromáquicas y sus convicciones monárquicas y conservadoras. En 1905 inició su
carrera como guionista de Gaumont y al año siguiente, al abandonar Alice Guy la
dirección artística de la empresa, fue contratado por Gaumont como su
sustituto. Los retratos de Feuillade nos muestran a un individuo mostachudo,
con aire de empleado de despacho, protegiéndose de su fuerte miopía con unos quevedos
y con la calva cubierta por un sombrero hongo. Hombre cultivado, Feuillade no
faltó a la cita del film d'art, aunque su
temperamento realista le llevaba de un modo natural hacia otros temas y otros
estilos. En 1911 inicia su reacción contra aquel pomposo (y relativamente
caro) cine de cartón-piedra con una serie de películas inspiradas en las Escenas de la vida real de la Vitagraph y que se presentan bajo el genérico
común de La vida tal como es
(La vie telle qu'elle est). El verismo puesto en
circulación por la literatura naturalista y por el Teatro Libre
(1887) de André Antoine había llegado a influir, siquiera en sus
aspectos más epidérmicos, en Ferdinand Zecca. Feuillade, más culto y sensible
que el director corso, asumió de buen grado estas influencias y las de la serie
de Vitagraph en su relato de lacras sociales,
cuyos títulos son elocuentes: Las víboras (1911), sobre
la maledicencia, La tara (1911), sobre
la hipocresía, La media de lana (1911), sobre
la avaricia... Plena de resonancias folletinescas, la serie La vida tal como es avanzó a
través de un ternario social de una densidad inusitada: el drama del
alcoholismo, la crueldad de las minas, el poder del dinero... aunque siempre,
claro está, con la óptica conservadora y bien-pensante propia de las novelas
por entregas. Esta perspectiva será superada por algunos films interesantes de
André Antoine, como Travail (1919), que
incorporaron con mayor rigor ideológico al cine algunas técnicas del
naturalismo literario: decorados naturales, actores no profesionales, etc.
En el plano técnico el avance ha sido importante. Los decorados, que no
son ya los palacios o templos de cartón del film d'art, resultan
realistas y convincentes; también la interpretación de los actores se torna más
sobria y naturalista, acorde con los ambientes y los temas. La luz artificial
comienza a utilizarse con valentía para crear efectos. Con el fin de economizar
tiempo de rodaje, pero con absoluta falta de visión comercial, Pathé había
prohibido a sus técnicos el empleo de primeros
planos y de planos americanos
(que llamaba despectivamente culs-de-jatte, esto es, «lisiados»). El primer plano aparece con
cierta frecuencia, en cambio, en la producción de Gaumont. Este recurso expresivo,
que llegará a convertirse en uno de los pilares dramáticos del cine mudo,
merece ya la atención de los técnicos. En 1912 aconsejaba el ingeniero Léopold
Lobel: «Si para apreciar mejor ciertos
detalles es necesario mostrarlos de cerca, se interrumpe la toma de vistas
cuando se ha mostrado el asunto completo y se opera una aproximación, para
tomar únicamente a gran escala la parte que debe mostrarse especialmente. Esto
se llama, en cinematografía, hacer primeros planos. Puede afirmarse que las proyecciones han ganado mucho interés desde que
se ha empezado a hacer primeros planos. Esta interrupción necesaria para tomar
un detalle a gran escala causa cierta desazón en el espectador. Vale más,
siempre que pueda hacerse, aproximar o bien el actor a la cámara o bien la
cámara, instalada sobre una plataforma con ruedas, al actor.»
En 1907 la casa Zeiss lanzó los
objetivos Tessarjle abertura f/3'5. Como es sabido, la
profundidad de foco de un teleobjetivo es inversamente proporcional a la
distancia focal y a la abertura del diafragma. Como las emulsiones ortocromáticas
que se utilizaban tenían una sensibilidad relativamente alta, la
profundidad de foco obtenida en aquellas películas era notable. Los intérpretes
evolucionaban libremente en el decorado y la profundidad de foco de los
objetivos permitía que se acercasen y se alejasen de la cámara, moviéndose en
profundidad y no en un plano horizontal, como en el teatro.
La serie La vida tal como es y sus
derivadas (Estudios de la vida de provincias, Batallas del dinero.
Escenas de la vida cruel), que mostraban con acento
folletinesco ciertos aspectos de la realidad social, no tuvieron una gran
aceptación popular. Por eso Gaumont decidió cambiar de táctica y orientó su
producción hacia una modalidad narrativa vieja como Homero y Scherezade y de
bien probada eficacia: el serial.
Alejandro Dumas había demostrado las excelencias comerciales de la
novela de folletín, que interrumpía la acción al final de cada entrega, en un
momento dramático culminante. Esta técnica de origen teatral (recuérdese el
«efecto» de final de acto) abría la curiosidad del público, que esperaba sobre
ascuas la aparición del episodio siguiente. Aplicado al cine, esto iba a traducirse
lógicamente en una alza de frecuentación, creando la
habitualidad —lo que los americanos llaman theatre-going
habiten el público.
Victorin Jasset había creado ya en 1908 —el mismo año en que nace el film d'art— una serie de
episodios en torno al popular personaje Nick
Carter. Las andanzas de este héroe resultaban familiares al público
consumidor de los fascículos que divulgaban semanalmente, ayer como hoy, sus
andanzas o las de Buffalo Bill, Nat
Pinkerton o el pirata Morgan. Por
eso Gaumont orientó su producción hacia este sendero, a pesar de que en 1911
había anunciado muy seriamente que deseaba alejar al cine francés de la
influencia de Rocambole para encaminarlo hacia metas más dignas. Pero Rocambole
era, al fin y al cabo, más rentable que los retablos sociales vagamente
inspirados en Zola o Balzac, y Feuillade. cumpliendo órdenes superiores,
sustituyó las explosiones de grisú por las de bombas de relojería y comenzó a
crear la serie de Fantomas (1913-14),
protagonizada por Rene Navarre, según la obra de Marcel Allain y Pierre
Souvestre, a la que siguió la de Los vampiros (1915), con la
bella Musidora, encarnación del mal que enfundada en un ceñido y excitante maillot negro hacía
estremecer a los espectadores. También fue Feuillade el autor del serial sobre
el detective justiciero Judex (1916-17), con traje de terciopelo, sombrero ancho y
capa de color negro, y Victorin Jasset creó otro sobre las monstruosas
maquinaciones criminales de Zigomar (1911-13).
Estas extravagantes aventuras, tejidas de trampas infernales y
persecuciones sin cuento a través de peligros inverosímiles, enfrentando a héroes y villanos
de gran categoría, señalan el status nascens de una
concepción cinematográfica radicalmente nueva. Y hasta de una concepción de la
existencia; concepción deportiva de la vida, del culto al peligro, superado por
la rapidez de los reflejos y la fortaleza de los puños. El Aquiles de los nuevos
tiempos no empuña una lanza sino una pistola automática y, desafiando el
peligro junto a una bella heroína, corretea sobre los tejados o bajo el
pavimento de las grandes ciudades. Sus aventuras son un canto al moderno mundo
de la mecánica y en ellas desempeñan un papel protagonista los automóviles,
dirigibles, hidroaviones, ferrocarriles y máquinas diabólicas. Con su involuntaria poesía surrealista, los
seriales que electrizan a las masas constituyen un inapreciable testimonio
moral de una época y de una concepción del mundo.
En los Estados Unidos, naturalmente, la moda de los seriales o chapter-plays
prende con fuerza, atizada por la rivalidad de los grandes periódicos de
Hearst y de McCormick que los patrocinan. Pero será un empleado francés de
Pathé, Louis Gasnier, quien creará en América la obra cumbre del género con Las peripecias de Paulina (1914) y Los misterios de Nueva York (1914-1915), en
treinta y seis emocionantísimos episodios, protagonizadas ambas series por la
famosísima Pearl White (Perla Blanca),
rutilante estrella de archidinámica silueta, mezcla de trapecista y de amazona,
que se ha formado como acróbata en un circo ecuestre y no teme lanzarse de un
tren en marcha o balancearse sobre un profundo abismo. Si alguien parecía
querer vivir vertiginosamente fue esta muchacha rubia de Springfield, que llegó
a convertirse en la primera heroína del cine y, tras protagonizar las más
increíbles aventuras en la pantalla, extinguió su vida en el hospital norteamericano
de París.
Los seriales consiguieron su objetivo: con su semanal ración de «opio
óptico» conquistaron la fidelidad de las masas. Estas desquiciadas aventuras de
bajos fondos, que han nacido a la sombra de la ya lejana Historia de un crimen de Zecca,
han introducido ciertamente en el cine una involuntaria poesía de los objetos
insólitos y de la acción disparatada: aparatos infernales, ferrocarriles
dinamitados, paisajes suburbanos, escenarios inéditos e inquietantes y sombras
expresivas crean un universo poético y unas obras que Louis Delluc, primer
crítico francés, consideraba «abominaciones folletinescas». Sería difícil
rebatir el juicio de Delluc, pero sería también injusto negar el progreso
técnico que estas obras suponen para el cine francés —por su frescura y agilidad
narrativa en primer lugar— en relación con el presuntuoso, teatralizante y
retrógrado film d'art.
Los seriales constituyen un género internacional. Mientras Emilio Ghione
crea sus rocambolescos episodios en Italia, Alberto Marro dirige Barcelona y sus misterios (1915), en
ocho episodios inspirados en el célebre folletín de Antonio Altadill. En
Alemania, Albert Neuss y Otto Ripert crean Homúnculus (Homunculus der Führer, 1916), que
en seis episodios muestra la historia de un ser artificial creado por un sabio
que quiere dominar al mundo. Pertenece, pues, a la nutrida familia de «genios
del mal», de la que son miembros, entre otros, Zigomar, Fantomas, el doctor
Mabuse y Fu-Manchú.
La boga del serial se extiende de 1908 a 1915 y produce centenares de títulos de
muy diverso valor. En los primeros años del sonoro conocerá un efímero
renacimiento, para encuadrarse más tarde definitivamente en los programas de
televisión, que está viviendo ahora su prehistoria artística, como el cine
vivió la suya entre 1908 y 1915.
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