domingo, 22 de julio de 2012

Formación de un arte - Esplendor nórdico - Román Gubern


Esplendor nórdico

El nacimiento de la producción cinematográfica en Suecia fue relativamente tardío. Aparece oficialmente en 1907 con la funda­ción de la sociedad. A. B. Svenska Biografteatern por parte del pionero Charles Magnusson, que desde unos años atrás venía cultivando de modo individual y ocasional el arte de la toma de vistas, llegando a registrar en celuloide la augusta imagen del rey Haakon de Noruega.
El crecimiento y apogeo del cine sueco (favorecido por la neutralidad del país durante la guerra) va estrechamente ligado a la historia de la Svenska. Fue en la Svenska donde debutaron el actor y realizador finlandés Mauritz Stiller (1883-1928) y su colega Víctor Sjoström (1879-1960), procedentes ambos del tea­tro, que se convirtieron en las dos máximas estrellas de la casa tras el éxito de Las máscaras negras (De svarta maskerna, 1912), dirigida por el primero e interpretada por el segundo, en el papel de un teniente que se enfrentaba a la banda secreta de «las máscaras negras». Estos dos hombres serán los indiscutibles pilotos de la escuela cinematográfica sueca, que conoció su apo­geo entre 1913 y 1923, fechas que corresponden a dos títulos clave, que abren y cierran respectivamente el período de esplen­dor: Ingeborg holm (1913) de Sjoström, su primer film de más de dos mil metros, y La leyenda de Gösta Berling (Gösta Berling Saga, 1923), última producción sueca de Stiller y primera (y úl­tima) aparición importante de Greta Garbo en el cine de su país.
Se ha afirmado, con razón, que el gran potencial poético del primitivo cine sueco debió mucho a su tradición literaria. No puede ignorarse que casi todas las obras capitales de esta cinematografía están inspiradas en novelas u obras dramáticas: de Sjos­tröm son Ingeborg holm, que procede de Nils Kroofc, Terje vigen (1917) de Ibsen, Los proscritos (Berg-ejving och hans hustru, 1917) del islandés Johan Sigurjonsson y La carreta fantasma (Körkarlen, 1921) de Selma Lagerlöf; lo mismo puede decirse de Stiller, cuyas obras El tesoro de Ame (Herr Ames Pegnar, 1919) y La leyenda de Gösta Berling proceden también de Selma Lagerlöf. Este origen literario, que pudo haber sido (como en el caso del film d'art francés) una perturbadora rémora estética con la imposición de fórmulas teatralizantes, fue por el contrario un enérgico estimulante, incitando a experimentar nuevas técnicas narrativas de indagación psicológica. Así, por ejemplo, en Dods-kyssen (1916), una de las poquísimas cintas conservadas de la primera etapa de Sjoström y en la que todavía arrastraba el peso de la temática cinematográfica danesa, introducía su autor con audacia la novedad técnica de acumular una serie de flash-backs, que correspondían a diferentes versiones de un mismo hecho, narradas por diferentes testigos. Esta técnica narrativa fragmen­tada, de «encuesta policíaca», fue muy celebrada (e imitada) por aquel entonces y reactualizada genialmente en 1941 por Orson Welles en Ciudadano Kane y por Kurosawa en 1950 con Rashomon.
La influencia determinante de la literatura y la vecindad del próspero cine danés pudieron haber arrastrado definitivamente al cine sueco hacia el fácil terreno de los «melodramas de salón». Es cierto que esta tendencia afloró en sus primeras películas, pero otro factor decisivo apareció oportunamente para liberar a la producción sueca, otorgándole su genial originalidad: la reve­lación del paisaje gracias a los westerns de la Triangle, cuya épica simple utilizaba decisivamente (sin tener conciencia de su importancia) la naturaleza, como un personaje del drama. Los primitivos suecos, profundamente impresionados por aquella re­velación que les llegaba de otro continente, sí tuvieron concien­cia plena de la importancia psicológica del paisaje, nuevo agente dramático todavía inédito en el cine europeo. El fresco soplo del espacio abierto barrió las historias de alcoba, de procedencia da­nesa, e impuso los dramas simples y poéticos, derivados con fre­cuencia de la temática legendaria de sus sagas, con incursiones en las historias de brujería.
La aparición en las pantallas de París de Los proscritos —que situaba en las montañas de Islandia el tema clásico de los aman­tes perseguidos por la sociedad— provocó una auténtica conmo­ción estética. El ponderado Delluc, estupefacto, no vaciló en es­cribir: Voici sans doute le plus beau film du monde. El paisaje y las fuerzas de la naturaleza jugaban en este drama amoroso un papel esencial y el desenlace tenía lugar, precisamente, en una tormenta de nieve en la que perecían los dos protagonistas. Uti­lizar los elementos naturales para expresar en forma exteriorizada el drama de los personajes es un recurso expresionista al que el cine, en forma más o menos refinada, desde Murnau a Antonioni, no renunciará ya jamás. Los pioneros americanos del western, preocupados por la acción en su acepción epidérmica, no supieron o no pudieron llegar tan lejos como los primitivos sue­cos, cuya calidad y pureza fotográfica alcanzarán un prestigio universal.
Para ser justos habría que añadir que el empleo de los deco­rados e interiores (a diferencia de lo que ocurría en el cine nor­teamericano) no desmerecía en las cintas suecas, de los espléndi­dos exteriores. En este sentido El tesoro de Arne, trágica leyenda del siglo xvI, que narra los amores entre una joven sueca y un mercenario escocés, testimonia el talento de Stiller en la utiliza­ción del decorado como elemento psicológico del drama, capaz de crear una atmósfera poética e inquietante gracias a una rigu­rosa composición plástica, que anuncia la pronta aparición del expresionismo alemán. Algunas imágenes, como el largo cortejo fúnebre a través de los hielos, han pasado por derecho propio a la antología del mejor cine mundial.
Sjoström fue ciertamente el gran maestro del cine sueco, pues a pesar de cierta pesadez y puritanismo, producto de su rigorismo luterano, supo conferir universalidad a los grandes temas nacio­nales. Con La carreta fantasma, en donde nos hace asistir a un enfrentamiento entre un borracho y el cochero de la Muerte, que viene a buscar su alma durante la Nochevieja, nos evidencia que, después de todo, el cine teológico y metafísico del celebrado Ingmar Bergman (piénsese en El séptimo sello) no hace más que desarrollar una temática y un estilo que elaboraron con suma per­fección estos primitivos. En esta película de desarrollo acronológico, estructurada en un rosario de flash-backs, Sjoström realiza un auténtico tour de forcé técnico, empleando magistralmente la sobreimpresión (para visualizar los elementos sobrenaturales) y el encadenado (dentro de una misma escena y no como transición temporal), recursos que confieren un tono espectral y alucinante al relato. Su virtuosismo técnico se revela en la sorprendente ubicuidad del film, al enlazar imágenes del presente y del pasado del borracho David Hölm, del mundo real y del sobrenatural, y aboliendo el espacio, pues el protagonista oye la voz de su mu­jer, en el otro extremo de Estocolmo, amenazando con matarse. Lástima que tanto esfuerzo vaya a parar finalmente en un sermón paternalista sobre los peligros del alcoholismo. Verdad es que la temática de Sjoström es habitualmente elemental: la culpa y la redención, la pureza del alma (expresada a menudo por la nieve, el fuego o el viento); pero al fin duele, y hasta irrita, comprobar que un tan brillante ejercicio de estilo, con una fotografía exce­lente de J. Julius, resulte ser a la postre un insoportable panfleto del Ejército de Salvación, inspirado en la propaganda prohibicio­nista del partido radical sueco.
Pero más allá de una crítica superficial, hay que comprender que estos virtuosos ejercicios de lenguaje cinematográfico reve­laban el esfuerzo de aquellos primitivos por apurar al máximo los elementos técnicos propios del cine mudo para crear una na­rrativa psicológica, buscando la senda de la introspección que hiciera tangible mediante la fotografía el invisible mundo interior, en una dimensión lírica, subjetiva e intimista no intentada hasta entonces y que empequeñece y evidencia la tosquedad del intento análogo de De Mille con La marca del fuego que, con otros métodos^abía desembocado, naturalmente, en el más pos­tizo de los melodramas. El último film sueco de Sjoström fue Juicio de Dios (Ven Dómer, 1921), realizado por encargo de la Svenská para competir con los espectaculares films de Lubitsch, película enmarcada en la Florencia renacentista, en donde la protagonista, acusada de bruja, es sometida a la prueba del fuego.
Los historiadores del cine suelen oponer la robustez del estilo de Sjoström al refinamiento extremo de Stiller, discípulo que consiguió igualar y superar en algunos momentos la obra del maestro, con súbitos arrebatos líricos, como los que le llevan a expresar con las revueltas aguas del torrente el ardor de una pa­sión amorosa, en la balada lírica Sangen om den eldröda blom-man (1919). En 1920 creó con Erotikon la primera comedia eró-tico-sofisticada del cine europeo, emparentada con los films mundanos de De Mille y en abierta oposición al tono moralizante de los contemporáneos dramas literarios y campesinos del cine sueco, que influirá en la obra posterior de Ernst Lubitsch y Billy Wilder.
Aún hay que añadir a Stiller el mérito de haber descubierto a la actriz Greta Lovisa Gustavsson, muchacha de origen hu­milde que, empleada en los grandes almacenes P.U.B., de Esto­colmo, había debutado en el cine como modelo de algunas pelí­culas publicitarias de la empresa (en la primera de las cuales, por cierto, figuraba como prototipo negativo de cómo no debe vestir una mujer elegante). Stiller le confió un papel importante en La leyenda de Gösta Berling y se convirtió en su mentor ar­tístico, bajo cuyo consejo eligió también la actriz el seudónimo con que se hizo más tarde célebre: Greta Garbo. Greta Garbo habría de ser la primera de las muchas «nórdicas famosas» que Hollywood ha raptado con singular perseverancia a Suecia: Ingrid Bergman, Viveca Lindfors, Signe Hasso, Mai Zetterling, Marta Toren, May Britt, Anita Ekberg.
Mucho se ha escrito sobre las turbulentas relaciones senti­mentales entre la Garbo y Stiller, con episodios para todos los gustos. Cuando, tras la crisis del cine sueco, debida a la fuerte competencia norteamericana y alemana y a la depresión econó­mica nacional, Sjoström marchó a Hollywood (1923) contratado por la Metro, que poco después requirió también los servicios de Stiller, éste desembarcó en los Estados Unidos acompañado por Greta Garbo (1925), pero como era de dominio público que no estaban casados, los ejecutivos de la Metro tuvieron buen cuidado en alojarles en residencias separadas. Stiller tuvo que force­jear duramente con los directivos de la productora para que acep­tasen contratar a aquella larguirucha actriz escandinava en cuyo porvenir artístico no creían.
La famosa «escuela sueca» creada por Sjoström y Stiller tuvo discípulos aprovechados, como John Brunius, Runne Carlsten, Ivan Hedquist y Gustav Molander, mientras su lirismo y sentido paisajista inspiraron a muchos realizadores extranjeros, aunque en diferente forma y medida: Baroncelli, L'Herbier, Epstein, Frank Borzage. Hollywood supo sacar provecho de la bancarrota de aquella cinematografía importando a los pilares de la escuela, aunque la verdad es que, aparte de la excepcional carrera de la Garbo, ninguno de los dos realizadores creó una obra de interés en aquel país, exceptuando El viento (The wind, 1928) de Sjos­tröm, canto del cisne de una carrera ejemplar y fecunda.




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