AGITADO
ORIGEN DEL CINE AMERICANO
El 6 de octubre de 1889,» cuando Edison
regresaba a su feudo de West Drange (New Jersey), después de un viaje a Europa,
recibió una descomunal sorpresa al entrar en una dependencia de su,
taller-laboratorio. Proyectada sobre una pequeña pantalla blanca se le apareció
la imagen centelleante de uno de sus colaboradores, el inglés William K.
Laurie Dickson, que en levita y con gesto cortés le saludaba con su sombrero de
copa, al tiempo que brotaba en la sala una voz nasal y metalizada, que decía:
«Buenos días, señor Edison. Estoy contento de verle de regreso. Espero que esté
satisfecho del kinefonógrafo.»
De ser cierto este episodio, puesto en
circulación por algunos historiadores americanos sospechosos de favoritismo
hacia Edison, el cine sonoro habría nacido antes que el cine a secas, gracias
al «mago de Menlo Park».
Thomas Alva Edison, genio prolífico y
negociante poco escrupuloso, es una de esas figuras de leyenda creadas por las
convulsiones de la revolución científica e industrial de nuestra era. En 1878
había patentado el fonógrafo y luego, con ayuda de Dickson, había intentado
combinar este invento con la cronofotografía, en balbuciente anticipación de lo
que cuarenta años más tarde sería el cine sonoro.
La vasta curiosidad
científica del «mago de Menlo Park» le había llevado, como ya dijimos, a
conseguir la impresión de fotografías animadas sobre película de celuloide
perforada, fabricada por George Eastman. Sus experiencias en este terreno le hacen
compartir legítimamente, con los Lumiére, la discutida y colectiva paternidad
del cinematógrafo.
A comienzos de 1893 hizo construir en un
patio de su laboratorio una extraña barraca de aspecto insólito, que Dickson,
muy ufano, denominó «teatro
kinetoscópico», pero que el personal de la casa rebautizó con el
sobrenombre jocoso de Black María (María,
la negra), por su vaga semejanza con los coches celulares para el transporte
de presos, que en algunos estados de la Unión se denominan así. Black
María no era otra cosa que el primer estudio de la era protohistórica
del cinematógrafo. Construido en madera, pintado de negro en su interior y
exterior, tenía el techo desplazarle y el conjunto podía girar sobre su base,
orientándose de acuerdo con la posición del sol. El interior negro de esta
inmensa cámara oscura ofrecía un fondo que daba relieve al movimiento de los
actores.
En este fantasmagórico estudio se
impresionaron las primeras series de fotografías animadas que Edison exhibió
públicamente, a partir de 1894, en un aparato de visión individual patentado
por él en 1891: el kinetosconio.
A pesar de que el
kínetoscopio obligaba a una postura algo incómoda al observador que aplicaba su
ojo al ocular de aumento, el éxito alcanzado fue sorprendente y el invento de
Edison se difundió con extraordinaria rapidez en infinidad de locales públicos.
La industria del kínetoscopio era abastecida desde Menlo Park con peliculitas
de diecisiete metros, cuyo precio oscilaba entre los 10 y 20 dólares.
No tardaron las
figuras más populares del music-hall en aparecer en los kinetoscopios, en
breves actuaciones. Gimnastas, bailarinas, acróbatas, boxeadores y
contorsionistas se exhibían efectuando sus ejercicios que, por estar las
películas arrolladas en sinfín, podían contemplarse en su visión interrumpida a
la cadencia de 46 imágenes por segundo. Los encuadres de estas películas
revelan ya una elección funcional, mostrando las actuaciones de gimnastas y
bailarinas encuadradas en plano general (mostrando todo el cuerpo) o en tres
cuartos (hasta la rodilla).
El éxito comercial
obtenido por estos aparatos de arrastre continuo y la creencia de que la visión
individual era más rentable que el espectáculo colectivo, hicieron que Edison
descuidara perfeccionar este invento. Edison estuvo convencido de que era un
mal negocio proyectar películas en público y sobre pantalla hasta el momento en
que Félix Mesguich, operador al servicio de Lumiére, exhibió el sistema francés
en un music-hall neoyorquino,
con una acogida auténticamente delirante, salpicada de vítores a los Lumiére
Brothers y vibrantes compases
de la Marsellesa. El
cine demostraba así sin equívocos que su vocación y destino era el de un arte
de masas.
Esto ocurría en junio
de 1896. Pero cuando tras una gira volvió a Nueva York cinco meses más tarde,
se encontró Mesguich con que, en franco retroceso la industria del
kínetoscopio, aparecían en cambio por doquier las salas de exhibición
equipadas con aparatos de proyección de patente americana: biógrafo,
bioscopio, vitascopio, veriscopio... Una
nueva casa productora, la
American Biograph , lanzaba desde Broadway
el reto monroísta en un gran luminoso: «América para los americanos.» En un
ambiente envenenado, con intervención de las autoridades aduaneras y
confiscación de aparatos, tuvo que renunciar el representante de Lumiére a su
gira por el país y marchó al Canadá.
La nueva industria
americana del espectáculo nació asentada en empresas como la Edison
Co.,
la Biograph y la Vitagraph , que, además de
producir películas propias, explotaban copias ilegalmente
contratipadas de las producciones que llegaban de Bu-ropa, obteniendo
considerables beneficios.
La guerra hispano-norteamericana hizo nacer,
con violencia rabiosa, un género nuevo, el de la propaganda política, que
se arrastrará ya para siempre a lo largo de toda la historia del cine. Apenas
se habían iniciado las operaciones militares y ya circulaban por América
centenares de copias de documentales
amañados en los estudios sobre
la guerra hispano-yanqui. Entre los más famosos figuró el rodado en Chicago por
Edward H. Amet, reproduciendo, con ayuda de maquetas en un estanque, la
batalla naval del tres de julio, en la bahía de Santiago, en la que la flota
del almirante Cervera llevó la peor parte. Amet salvó con mucha naturalidad el
escollo que representaba que el combate se hubiese desarrollado durante la
noche, alegando con mucha seriedad que se había servido de una película
«supersensible a la luz lunar» y de un teleobjetivo capaz de impresionar
imágenes a diez kilómetros de distancia. La gente se tragó el anzuelo y se
dice que el gobierno español llegó a adquirir, para sus archivos, una copia de
tan «importante documento» gráfico.
La propaganda política y la exaltación nacionalista
habían entrado de golpe a ocupar lugar preeminente en la galería de temas de
aquel nuevo juguete que, a los ojos de muchos comerciantes, comenzaba a
evidenciarse como una prometedora fuente de fabulosas ganancias. Pero la
brújula de la rentabilidad estaba ya señalando a los negociantes nuevos temas
sugestivos, como las Lovers' scenes, nacidas
tras el resonante éxito -éxito de escándalo, diríamos hoy- alcanzado por El
beso (The May lrwin-John C. Rice kiss, 1896),
producida por Edison, que recogió en primer plano el casto beso de una escena
cómica de The widow Jones, comedia
que triunfaba en Broadway. Este primer ósculo cinematográfico,
que levantó una ola de protestas y que un comentarista calificó de «bestial»,
en razón del «efecto producido por este acto ampliado a proporciones
gargantuescas», iba a traer no poca cola. Además de introducir el tema amoroso
en el cine, prefiguraba la fórmula clásica del «final feliz» (happy
end), que los industriales
del cine no se cansarán de proponer en el futuro, como anestesia colectiva, a
la inquieta voracidad del público. De este inocente beso derivaron otros muchos
besos y también abrazos, cada vez menos castos, que provocaron la indignada
reacción de las ligas puritanas, pero que gozaban de amplia aceptación entre
el público masculino.
Por estas mismas fechas también se estaba
descubriendo en Francia que el erotismo era un filón de segura rentabilidad.
Como lo era también, servidumbre de la condición humana, el tema religioso. Y
para pulsar esta fibra Richard G. Hollman rodó el drama de la Pasión en pleno Nueva York,
en la azotea del Grand Central Palace, con un grupo de comparsas disfrazados.
Como el rodaje era invernal, el monte de los Olivos se cubrió de nieve, aunque
sin impedir que la empresa llegara a buen término, y esta original Passion
Play, que acababa de
inaugurar otra cantera temática, será divulgada por los predicadores ambulantes,
ayudándoles a obtener recaudaciones más generosas entre sus audiencias de
pecadores.
Al igual que el primitivo teatro medieval, el
cine trataba de penetrar en las masas con temas devotos aunque guiados de la
mano de hombres de dudosa piedad, pero de probado tesón. Como Sigmund Lubin, de
Filadelfia, que rodó en un patio interior el drama de Cristo contra viento y
marea, a pesar de que Judas Iscariote le dejó plantado a medio rodaje y a pesar
de que el viento, que causó destrozos en los decorados de Palestina, descubría
al espectador un panorama de rascacielos y a los curiosos que, desde sus
ventanas, contemplaban el rodaje.
Vemos, pues, que en el torbellino de la
primera hora,"además del cine político, nacían juntos, como temas
medulares, el señuelo erótico y la piedad religiosa. No tardaría en
aparecer otro hábil comerciante, llamado Cecil B. De Mille, que, pescador en
río revuelto, trataría de reconciliar ambos sentimientos, pagando su tributo al
ángel y al diablo en unas mascaradas pseudo religiosas que arrastrarán (por una
u otra razón, o por ambas a la vez) a vastos sectores de público.
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