lunes, 9 de julio de 2012

La era de los pioneros - Agitado origen del cine americano - Román Gubern


AGITADO ORIGEN DEL CINE AMERICANO

El 6 de octubre de 1889,» cuando Edison regresaba a su feudo de West Drange (New Jersey), después de un viaje a Europa, recibió una descomunal sorpresa al entrar en una dependencia de su, taller-laboratorio. Proyectada sobre una pequeña pantalla blanca se le apareció la imagen centelleante de uno de sus cola­boradores, el inglés William K. Laurie Dickson, que en levita y con gesto cortés le saludaba con su sombrero de copa, al tiempo que brotaba en la sala una voz nasal y metalizada, que decía: «Buenos días, señor Edison. Estoy contento de verle de regreso. Espero que esté satisfecho del kinefonógrafo.»
De ser cierto este episodio, puesto en circulación por algunos historiadores americanos sospechosos de favoritismo hacia Edi­son, el cine sonoro habría nacido antes que el cine a secas, gra­cias al «mago de Menlo Park».
Thomas Alva Edison, genio prolífico y negociante poco es­crupuloso, es una de esas figuras de leyenda creadas por las con­vulsiones de la revolución científica e industrial de nuestra era. En 1878 había patentado el fonógrafo y luego, con ayuda de Dickson, había intentado combinar este invento con la cronofotografía, en balbuciente anticipación de lo que cuarenta años más tarde sería el cine sonoro.
La vasta curiosidad científica del «mago de Menlo Park» le había llevado, como ya dijimos, a conseguir la impresión de fo­tografías animadas sobre película de celuloide perforada, fabricada por George Eastman. Sus experiencias en este terreno le hacen compartir legítimamente, con los Lumiére, la discutida y colectiva paternidad del cinematógrafo.
A comienzos de 1893 hizo construir en un patio de su labo­ratorio una extraña barraca de aspecto insólito, que Dickson, muy ufano, denominó «teatro kinetoscópico», pero que el personal de la casa rebautizó con el sobrenombre jocoso de Black Ma­ría (María, la negra), por su vaga semejanza con los coches ce­lulares para el transporte de presos, que en algunos estados de la Unión se denominan así. Black María no era otra cosa que el primer estudio de la era protohistórica del cinematógrafo. Cons­truido en madera, pintado de negro en su interior y exterior, tenía el techo desplazarle y el conjunto podía girar sobre su base, orientándose de acuerdo con la posición del sol. El interior negro de esta inmensa cámara oscura ofrecía un fondo que daba relieve al movimiento de los actores.
En este fantasmagórico estudio se impresionaron las primeras series de fotografías animadas que Edison exhibió públicamente, a partir de 1894, en un aparato de visión individual patentado por él en 1891: el kinetosconio.
A pesar de que el kínetoscopio obligaba a una postura algo incómoda al observador que aplicaba su ojo al ocular de aumen­to, el éxito alcanzado fue sorprendente y el invento de Edison se difundió con extraordinaria rapidez en infinidad de locales pú­blicos. La industria del kínetoscopio era abastecida desde Menlo Park con peliculitas de diecisiete metros, cuyo precio oscilaba entre los 10 y 20 dólares.
No tardaron las figuras más populares del music-hall en apa­recer en los kinetoscopios, en breves actuaciones. Gimnastas, bailarinas, acróbatas, boxeadores y contorsionistas se exhibían efectuando sus ejercicios que, por estar las películas arrolladas en sinfín, podían contemplarse en su visión interrumpida a la cadencia de 46 imágenes por segundo. Los encuadres de estas películas revelan ya una elección funcional, mostrando las actua­ciones de gimnastas y bailarinas encuadradas en plano general (mostrando todo el cuerpo) o en tres cuartos (hasta la rodilla).
El éxito comercial obtenido por estos aparatos de arrastre continuo y la creencia de que la visión individual era más renta­ble que el espectáculo colectivo, hicieron que Edison descuidara perfeccionar este invento. Edison estuvo convencido de que era un mal negocio proyectar películas en público y sobre pantalla hasta el momento en que Félix Mesguich, operador al servicio de Lumiére, exhibió el sistema francés en un music-hall neoyor­quino, con una acogida auténticamente delirante, salpicada de ví­tores a los Lumiére Brothers y vibrantes compases de la Marsellesa. El cine demostraba así sin equívocos que su vocación y destino era el de un arte de masas.
Esto ocurría en junio de 1896. Pero cuando tras una gira vol­vió a Nueva York cinco meses más tarde, se encontró Mesguich con que, en franco retroceso la industria del kínetoscopio, apare­cían en cambio por doquier las salas de exhibición equipadas con aparatos de proyección de patente americana: biógrafo, bioscopio, vitascopio, veriscopio... Una nueva casa productora, la American Biograph, lanzaba desde Broadway el reto monroísta en un gran luminoso: «América para los americanos.» En un ambiente envenenado, con intervención de las autoridades aduaneras y confiscación de aparatos, tuvo que renunciar el representante de Lumiére a su gira por el país y marchó al Canadá.
La nueva industria americana del espectáculo nació asentada en empresas como la Edison Co., la Biograph y la Vitagraph, que, además de producir películas propias, explotaban copias ilegalmente contratipadas de las producciones que llegaban de Bu-ropa, obteniendo considerables beneficios.
La Biograph Co., nacida en 1897 y que utilizaba un aparato fabricado por dos técnicos que habían abandonado a Edison, Dickson y el francés Eugéne Lauste, gozaba del apoyo financiero del hermano del presidente McKinley, a la sazón gobernador del Estado de Ohio. Con el slogan de Monroe como bandera, esta productora servirá a la propaganda personal del político y se especializará en asuntos documentales y de actualidad.
La Vitagraph fue fundada en 1898 al asociarse el ex-exhibidor feriante «Pop» Rock con el caricaturista inglés emigrado Ja­mes Stuart Blackton y su compatriota Albert E. Smith, perspica­ces negociantes que habían obtenido un éxito sensacional en todo el país con Tearing down the Spanish flag (1898), rodada en un ático neoyorquino el mismo día en que estallaron las hostilidades entre España y los Estados Unidos.
La guerra hispano-norteamericana hizo nacer, con violencia rabiosa, un género nuevo, el de la propaganda política, que se arrastrará ya para siempre a lo largo de toda la historia del cine. Apenas se habían iniciado las operaciones militares y ya circula­ban por América centenares de copias de documentales amaña­dos en los estudios sobre la guerra hispano-yanqui. Entre los más famosos figuró el rodado en Chicago por Edward H. Amet, re­produciendo, con ayuda de maquetas en un estanque, la batalla naval del tres de julio, en la bahía de Santiago, en la que la flota del almirante Cervera llevó la peor parte. Amet salvó con mucha naturalidad el escollo que representaba que el combate se hubiese desarrollado durante la noche, alegando con mucha seriedad que se había servido de una película «supersensible a la luz lunar» y de un teleobjetivo capaz de impresionar imágenes a diez kiló­metros de distancia. La gente se tragó el anzuelo y se dice que el gobierno español llegó a adquirir, para sus archivos, una copia de tan «importante documento» gráfico.
La propaganda política y la exaltación nacionalista habían entrado de golpe a ocupar lugar preeminente en la galería de te­mas de aquel nuevo juguete que, a los ojos de muchos comerciantes, comenzaba a evidenciarse como una prometedora fuente de fabulosas ganancias. Pero la brújula de la rentabilidad estaba ya señalando a los negociantes nuevos temas sugestivos, como las Lovers' scenes, nacidas tras el resonante éxito -éxito de es­cándalo, diríamos hoy- alcanzado por El beso (The May lrwin-John C. Rice kiss, 1896), producida por Edison, que recogió en primer plano el casto beso de una escena cómica de The widow Jones, comedia que triunfaba en Broadway. Este primer ósculo cinematográfico, que levantó una ola de protestas y que un comentarista calificó de «bestial», en razón del «efecto producido por este acto ampliado a proporciones gargantuescas», iba a traer no poca cola. Además de introducir el tema amoroso en el cine, prefiguraba la fórmula clásica del «final feliz» (happy end), que los industriales del cine no se cansarán de proponer en el futuro, como anestesia colectiva, a la inquieta voracidad del público. De este inocente beso derivaron otros muchos besos y también abra­zos, cada vez menos castos, que provocaron la indignada reac­ción de las ligas puritanas, pero que gozaban de amplia acepta­ción entre el público masculino.
Por estas mismas fechas también se estaba descubriendo en Francia que el erotismo era un filón de segura rentabilidad. Como lo era también, servidumbre de la condición humana, el tema religioso. Y para pulsar esta fibra Richard G. Hollman rodó el drama de la Pasión en pleno Nueva York, en la azotea del Grand Central Palace, con un grupo de comparsas disfrazados. Como el rodaje era invernal, el monte de los Olivos se cubrió de nieve, aunque sin impedir que la empresa llegara a buen tér­mino, y esta original Passion Play, que acababa de inaugurar otra cantera temática, será divulgada por los predicadores ambu­lantes, ayudándoles a obtener recaudaciones más generosas entre sus audiencias de pecadores.
Al igual que el primitivo teatro medieval, el cine trataba de penetrar en las masas con temas devotos aunque guiados de la mano de hombres de dudosa piedad, pero de probado tesón. Como Sigmund Lubin, de Filadelfia, que rodó en un patio inte­rior el drama de Cristo contra viento y marea, a pesar de que Judas Iscariote le dejó plantado a medio rodaje y a pesar de que el viento, que causó destrozos en los decorados de Palestina, descubría al espectador un panorama de rascacielos y a los curio­sos que, desde sus ventanas, contemplaban el rodaje.
Vemos, pues, que en el torbellino de la primera hora,"además del cine político, nacían juntos, como temas medulares, el se­ñuelo erótico y la piedad religiosa. No tardaría en aparecer otro hábil comerciante, llamado Cecil B. De Mille, que, pescador en río revuelto, trataría de reconciliar ambos sentimientos, pagando su tributo al ángel y al diablo en unas mascaradas pseudo religiosas que arrastrarán (por una u otra razón, o por ambas a la vez) a vastos sectores de público.

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