martes, 17 de julio de 2012

Formación de un arte - Los efímeros fastos de Italia - Romàn Gubern


Los efímeros fastos de Italia

Los manuales escolares de historia explican que la opulencia, la molicie y el lujo fueron factores decisivos en la caída espec­tacular del antiguo imperio romano. Aunque la explicación es simplista y harto discutible, viene como anillo al dedo para resu­mir la prodigiosa ascensión y pronta decadencia del primitivo cine italiano, nutrido con la absorción de competentes técnicos extranjeros (Gastón Velle, A. Wanzel, Chomón, etc.).
El cine italiano nació, como los demás, con un modesto Arrivo del treno nella stazione di Milano (1896), de Italo Pacchioni. Pero la tentación del gran espectáculo yacía agazapada en el numen de sus artistas y apareció en la primera hora. En  diciembre de 1904, el inventor-pionero Filoteo Alberini se asocia con Santoni para fundar la productora Manifattura Cinematográ­fica Alberini i Santoni (convertida al año siguiente en la famosa marca S.A. Cines) y producir La caduta di Roma (1905), con la ayuda del Ministerio de la Guerra, cañonazos de verdad y una legión de figurantes. Eso era algo que ninguna cinematografía se había atrevido a abordar todavía. Pero el genio italiano era capaz de todo y antes de que en Francia naciera el film d'art, el importador de películas turinés Arturo Ambrosio fundó en 1906 la Societá Ambrosio y reconstruyó la aparatosa erupción del Ve­subio y el apocalipsis histórico de Los últimos días de Pompeya, que se anunció como «la película más sensacional de la época».
Acreditando tales títulos, sería difícil negarle a Italia la pater­nidad de lo que hoy se llama «superproducción», y que los nor­teamericanos bautizarán con el expresivo nombre de «film-mamut». Se ha dicho que la añoranza de las viejas glorias imperia­les fue lo que determinó la orientación de este cine. Esta expli­cación de psicología colectiva podrá ser tan discutible como se quiera, pero no cabe duda de que hay una vocación fastuosa —que se traducirá, cinematográficamente hablando, en simple oro­pel— en el lejano cine de Italia. No hay más que repasar los títulos de aquellos viejos colosos, espejos en los que podrá mi­rarse el inefable De Mille: Jerusalén libertada (1911) de Guazzoni, Espartaco (1912) de Pasquali, Quo vadis? (1912) y Marco Antonio y Cleopatra (1912) de Guazzoni... El más insigne de estos pioneros fue el pintor y cartelista romano Enrico Guazzoni, cuyo Quo vadis? de dos mil metros y que adaptaba la novela de Sienkiewicz, causó un im­pacto mundial y se convirtió en modelo para muchas cinemato­grafías. También los temas religiosos están al orden del día; la Biblia, que no exige el pago de derechos de autor, ha batido todas las marcas de adaptaciones cinematográficas. La cosa lle­gará a tal punto que en 1913 Pió X prohibirá el empleo del “cine en la enseñanza religiosa al tiempo que condena la frivolidad con que se utilizan los temas sagrados en la pantalla”a. Aunque, como en todo, hay sus más y sus menos, pues durante la guerra el Vaticano entrará en relación con los distribuidores alemanes para hacerles llegar, a través de la neutral Suiza, el Christus (1916) del conde Julio Cesar de Antamoro y alentará la adaptación de la célebre novela Fabiola por parte de Enrico Guazzoni.
De toda esta colección de mascaradas cinematográficas ha de retenerse, por su especial significación, la Cabina {Cabina, 1913) realizada por el piamontés Piero Fosco (apodado Pastrone) que además de suponer un importante esfuerzo material (costó más de un millón de liras) introdujo interesantes noveda­des técnicas. Para realizar esta película buscó Pastrone la colabo­ración del célebre poeta Gabrielle D'Annunzio, a la sazón refu­giado en Francia tras la condena de sus obras por la Iglesia y el acoso de sus acreedores. A D'Annunzio se le ha llegado a cali­ficar de «primitivo del arte nuevo, el Giotto del cine», injustos ditirambos para quien, según Lizzani, sólo puso una vez sus pies en un cine y se limitó a ojear y aprobar el texto del guión y de los rótulos de Cabiria, estampando en ellos su firma por una re­tribución de 50.000 liras. De todos modos, Pastrone se esmeró imitando cuidadosamente el estilo decadente y alambicado del divino vate.
El nombre de D'Annunzio prestigió y facilitó la carrera co­mercial de esta colosal «visión histórica del siglo tercero antes de Cristo», pero quien aportó mayores méritos en una forma casi anónima fue el operador aragonés Segundo de Chomón, muy acreditado ya como especialista en trucajes y probable inventor del procedimiento «imagen por imagen», que utilizó en El hotel eléctrico (1905). En Cabiria tuvo Chomón la oportunidad de per­feccionar la toma de vistas con la cámara en movimiento (ya em­pleada por él en Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesu­cristo de Zecca) mediante un carrello que Pastrone hizo construir y patentar en 1912. Ciertamente, los travellings de la película son muy tímidos y siempre tienen una función descriptiva —no expresiva— que realza la corporeidad de los decorados tridimen­sionales, otra novedad capital que hay que señalar en el activo de Cabiria. Georges Sadoul asocia ambos hallazgos técnicos cuando escribe que «para una escenografía en tres dimensiones era menester dar al cine su tercera dimensión», con la cámara en movimiento. Por todo ello se ha podido afirmar que si lo me­jor del cine danés primitivo tendía hacia una estética pictórica, el cine italiano más significativo se orientaba en cambio hacia la organización arquitectónica del espacio.
Pastrone, como hizo antes Ambrosio en Los últimos días de Pompeya, utilizó planchas de vidrio sobre fondos pintados, para imitar el mármol pulido de los palacios (procedimiento que se empleará durante muchos años en las películas llamadas «histó­ricas»); en aras del realismo exigió que sus actores se dejaran crecer su barba natural; buscó, con Chomón, los más espectacu­lares efectos de luz con reflectores y pantallas (notables en los sacrificios del templo de Baal y en el incendio de la flota romana gracias a los espejos de Arquímedes). Pero, al fin y al cabo, uno puede preguntarse: ¿Para qué un esfuerzo tan colosal y tan gigantesco despliegue de medios? ¿Para qué este rodaje fabuloso en Cartago, Numidia, Italia y Sicilia con otros tantos equipos técni­cos? ¿Para qué esta publicidad de la película lanzada desde su avión por el héroe del aire Giovanni Vidner?... Estamos en lo de siempre, en la peligrosa pendiente del cine-espectáculo que suscita en el espectador una actitud mental semejante a la del antiguo público del Coliseo: legiones de extras, orgías paganas, erupciones volcánicas, sacrificios, ídolos de cuarenta metros, ba­tallas navales. Cuando los espectadores puedan comparar todo esto con el empleo de las masas en el cine ruso se verá lo que tiene de zarzuelero y postizo. Quedan en pie, indiscutibles, los hallazgos técnicos. Por encima de la gesticulante y falsa interpre­tación de los actores (a pesar de sus barbas reales) quedan las innovaciones escenográficas y el uso del travelling y de la luz artificial. Griffith llegará a adquirir una copia de esta película y la estudiará detenidamente, proyectándola una y otra vez. La in­fluencia del monumentalismo de Cabiria quedará patente en el episodio babilónico de su Intolerancia.
Bien es verdad que no todo fue oropel y mascarada en el joven cine italiano. Las inquietudes futuristas de Marinetti crista­lizaron en Pérfido incauto (1916), film de Antón Giulio Bragaglia, al que suele considerarse como la primera película de van­guardia de la historia del cine y en la que se emplearon decorados futuristas, espejos cóncavos y objetivos prismáticos. También hubo quien, al apuntar hacia objetivos más modestos, cosechó triunfos artísticos de mayor vitalidad. En las antípodas del impe­rialismo de Cabiria se halla el populismo de los dramas naturalistas que prosiguen la tradición de Giovanni Verga. La obra maestra de este cine antirretórico fue, según parece, Perdidos en las tinieblas (1914), dirigida por el escritor siciliano Nino Martoglio, adaptando un drama teatral de Roberto Braceo. El asunto no escapa a las peores convenciones del me­lodrama: el Duque de Valenza seduce a una honrada muchacha humilde y la abandona cuando ésta da a luz una niña, que es confiada a un mendigo ciego, mientras su madre se convierte en una grande cocotte de Nápoles... En apariencia esto no es nada nuevo. Pero quienes han contemplado esta película (cuya última copia se conservó hasta el final de la guerra 1939-45 en la Cine­teca de Roma) han señalado la maestría con que se contrastan, mediante el montaje alternado, los ambientes opulentos y los más humildes, con extraordinario verismo y riqueza de detalles. Pelí­cula de confrontación de clases sociales —como los melodramas sociales de Porter— pero que introduce como novedad la de ex­plicar la miseria de unos por la explotación de los otros. Su realismo alcanza también a las soluciones formales, pues la tristeza de la historia está bañada por un resplandeciente sol napolitano, en contraste con las fórmulas estilísticas del expresionismo ger­mano-escandinavo. Durante la segunda guerra mundial, los jóve­nes estudiantes de cine en el Centro Sperimentale —que unos años más tarde serán los artífices del neorrealismo— estudiarán este «clásico» italiano junto a las obras maestras de los rusos, como ejemplo de cine realista. El uso del montaje contrastado de Perdidos en las tinieblas preludia la aparición de los estilos de Griffith y de Pudovkin.
Martoglio realizó otras películas de orientación verista (como su adaptación de Thérése Raquiri) y a esta tendencia puede aso­ciarse también Historia de un Pierrot (1913) del conde Baldassare Negroni. Pero este cine verista no puede competir, en el plano comercial, con las orgías históricas ni con los dramas mun­danos y pasionales que van a ponerse en boga a partir de 1914. La mascarada histórica se trastoca en histérica y aparece la ges­ticulante diva, que va a causar enormes e irreparables estragos desde las pantallas italianas. La actriz teatral Lyda Borelli inicia el ciclo con Pero mi amor no muere (1913), drama de espionaje y pasiones desatadas de Mario Caserini. A la contención interpretativa del estilo Vitagraph la Borelli opuso los gestos desmedidos, contorsiones, juego de ojos, ca­beza hacia atrás, cabellera desatada... Es la gran tradición de la pantomima que se integra en los asuntos grandilocuentes al estilo de D'Annunzio o de Henri Bataille, pero que valieron a la Borelli una popularidad inmensa, justificada por su sensual elegancia y que desencadenó un auténtico fenómeno de «borellismo» antes de 1918.
El vedettismo irrumpe en el cine italiano con una fabulosa carrera de cifras, y muy pocas actrices escaparán a las reglas del juego. La gran Eleanora Duse, aunque confesaba en una carta «el primer plano me aterra», tratará de perpetuar su imagen en el celuloide con Ceniza (Cenere, 1916) de Ambrosio, en donde a sus sesenta años debía interpretar, al comienzo del film, a una joven de veinte. Pero el resultado le causó tan profundo disgusto que quiso destruir la película, retirada finalmente de circulación. Francesca Bertini brilló con luz propia, oponiendo a la desbordante extraversión una mayor matización psicológica y provo­cando litigios entre productores. Entre la mujer-sexo (Borelli) y la mujer-amor (Bertini) tomó posiciones una auténtica legión de mujeres fájales, que se colgaban de cortinajes de terciopelo y ponían los ojos en blanco, que vivían en palacios de mármol y sembraban sus embrujos voluptuosos en los corazones de los hombres, caminando entre surtidores o tumbándose en canapés, bebiendo champagne o ingiriendo un veneno... Sus nombres tie­nen, con frecuencia, extrañas resonancias mitológicas: Italia Al­mirante Manzini, Lydia Quaranta, Mary Cleo Tarlarini, Hespe­ria, Pina Menichelli, Giovanna Terribili Gonzales, Maria Jacobi-ni, Helena Makowska, Lina Cavalieri...
El reinado de la diva, que justificó su fama de devoradora de hombres imponiendo sus criterios y caprichos a los guionistas, productores y directores, fue efímero. Entre terciopelos y ojos profundos, el cine italiano pereció arruinado como cualquier mi­llonario perdido por el amor de una mujer fatal.
El cine italiano cayó como caen los colosos con pies de ba­rro. Las producciones costosas, que habían permitido apuntalar su edificio industrial, aplastaron finalmente con su peso su propia obra, con sus presupuestos cada vez más altos y sus vértigos fi­nancieros. La entrada de Italia en la guerra dio el golpe de gracia a su cine y al llegar la paz se encontró con las pantallas europeas sometidas al monopolio de Hollywood. A pesar de la luminosi­dad de su cielo, de la riqueza de sus paisajes y del magnetismo de sus estrellas, el cine italiano en bancarrota malvivirá a partir de ahora en la más completa mediocridad, hasta su feliz renaci­miento en 1945.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario