Los efímeros fastos de Italia
Los manuales escolares de historia explican que la opulencia, la molicie
y el lujo fueron factores decisivos en la caída espectacular del antiguo
imperio romano. Aunque la explicación es simplista y harto discutible, viene como
anillo al dedo para resumir la prodigiosa ascensión y pronta decadencia del
primitivo cine italiano, nutrido con la absorción de competentes técnicos
extranjeros (Gastón Velle, A. Wanzel, Chomón, etc.).
El cine italiano nació, como los demás, con un modesto Arrivo del
treno nella stazione di Milano (1896), de Italo Pacchioni. Pero la
tentación del gran espectáculo yacía agazapada en el numen de sus artistas y
apareció en la primera hora. En diciembre de 1904, el inventor-pionero
Filoteo Alberini se asocia con Santoni para fundar la productora Manifattura Cinematográfica Alberini i Santoni (convertida al año siguiente en la famosa
marca S.A. Cines) y producir La caduta di Roma (1905), con la ayuda del Ministerio de la Guerra , cañonazos de verdad
y una legión de figurantes. Eso era algo que ninguna cinematografía se había
atrevido a abordar todavía. Pero el genio italiano era capaz de todo y antes de
que en Francia naciera el film d'art, el importador de películas turinés Arturo Ambrosio fundó en 1906 la Societá Ambrosio y
reconstruyó la aparatosa erupción del Vesubio y el apocalipsis histórico de Los últimos días de Pompeya, que se anunció como «la película más
sensacional de la época».
Acreditando tales títulos,
sería difícil negarle a Italia la paternidad de lo que hoy se llama
«superproducción», y que los norteamericanos bautizarán con el expresivo
nombre de «film-mamut». Se ha dicho que la añoranza de las viejas glorias
imperiales fue lo que determinó la orientación de este cine. Esta explicación
de psicología colectiva podrá ser tan discutible como se quiera, pero no cabe
duda de que hay una vocación fastuosa —que se traducirá, cinematográficamente
hablando, en simple oropel— en el lejano cine de Italia. No hay más que
repasar los títulos de aquellos viejos colosos, espejos en los que podrá mirarse
el inefable De Mille: Jerusalén libertada (1911) de Guazzoni, Espartaco (1912) de Pasquali, Quo vadis? (1912) y Marco Antonio y Cleopatra (1912) de Guazzoni... El más insigne de estos
pioneros fue el pintor y cartelista romano Enrico Guazzoni, cuyo Quo vadis? de dos mil metros y que adaptaba la novela
de Sienkiewicz, causó un impacto mundial y se convirtió en modelo para muchas
cinematografías. También los temas religiosos están al orden del día; la Biblia , que no exige el
pago de derechos de autor, ha batido todas las marcas de adaptaciones
cinematográficas. La cosa llegará a tal punto que en 1913 Pió X prohibirá el
empleo del “cine en la enseñanza religiosa al tiempo que condena la frivolidad
con que se utilizan los temas sagrados en la pantalla”a. Aunque, como en todo,
hay sus más y sus menos, pues durante la guerra el Vaticano entrará en relación
con los distribuidores alemanes para hacerles llegar, a través de la neutral
Suiza, el Christus (1916) del conde Julio Cesar de Antamoro y
alentará la adaptación de la célebre novela Fabiola por parte de Enrico Guazzoni.
De toda esta colección de
mascaradas cinematográficas ha de retenerse, por su especial significación, la Cabina {Cabina, 1913) realizada por el piamontés Piero Fosco (apodado Pastrone) que
además de suponer un importante esfuerzo material (costó más de un millón de
liras) introdujo interesantes novedades técnicas. Para realizar esta película
buscó Pastrone la colaboración del célebre poeta Gabrielle D'Annunzio, a la
sazón refugiado en Francia tras la condena de sus obras por la Iglesia y el acoso de sus
acreedores. A D'Annunzio se le ha llegado a calificar de «primitivo del arte
nuevo, el Giotto del cine», injustos ditirambos para quien, según Lizzani, sólo
puso una vez sus pies en un cine y se limitó a ojear y aprobar el texto del
guión y de los rótulos de Cabiria, estampando en ellos su firma por una retribución de 50.000 liras. De
todos modos, Pastrone se esmeró imitando cuidadosamente el estilo decadente y
alambicado del divino vate.
El nombre de D'Annunzio
prestigió y facilitó la carrera comercial de esta colosal «visión histórica
del siglo tercero antes de Cristo», pero quien aportó mayores méritos en una
forma casi anónima fue el operador aragonés Segundo de Chomón, muy acreditado
ya como especialista en trucajes y probable inventor del procedimiento «imagen por
imagen», que utilizó en
El hotel eléctrico (1905). En Cabiria tuvo Chomón la oportunidad de perfeccionar la toma de vistas con la
cámara en movimiento (ya empleada por él en Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo de Zecca) mediante un carrello que Pastrone hizo construir y patentar en 1912. Ciertamente, los travellings de la película son muy tímidos y siempre tienen
una función descriptiva —no expresiva— que realza la corporeidad de los
decorados tridimensionales, otra novedad capital que hay que señalar en el
activo de Cabiria. Georges Sadoul asocia ambos hallazgos
técnicos cuando escribe que «para una escenografía en tres
dimensiones era menester dar al cine su tercera dimensión», con la cámara en
movimiento. Por todo ello
se ha podido afirmar que si lo mejor del cine danés primitivo tendía hacia una
estética pictórica, el cine italiano más
significativo se orientaba en cambio hacia la organización arquitectónica del
espacio.
Pastrone, como hizo antes
Ambrosio en Los últimos días de
Pompeya, utilizó
planchas de vidrio sobre fondos pintados, para imitar el mármol pulido de los
palacios (procedimiento que se empleará durante muchos años en las películas
llamadas «históricas»); en aras del realismo exigió que sus actores se dejaran
crecer su barba natural; buscó, con Chomón, los más espectaculares efectos de
luz con reflectores y pantallas (notables en los sacrificios del templo de Baal
y en el incendio de la flota romana gracias a los espejos de Arquímedes). Pero,
al fin y al cabo, uno puede preguntarse: ¿Para qué un esfuerzo tan colosal y
tan gigantesco despliegue de medios? ¿Para qué este rodaje fabuloso en Cartago,
Numidia, Italia y Sicilia con otros tantos equipos técnicos? ¿Para qué esta
publicidad de la película lanzada desde su avión por el héroe del aire Giovanni
Vidner?... Estamos en lo de siempre, en la peligrosa pendiente del
cine-espectáculo que suscita en el espectador una actitud mental semejante a la
del antiguo público del Coliseo: legiones de extras, orgías paganas, erupciones
volcánicas, sacrificios, ídolos de cuarenta metros, batallas navales. Cuando
los espectadores puedan comparar todo esto con el empleo de las masas en el
cine ruso se verá lo que tiene de zarzuelero y postizo. Quedan en pie,
indiscutibles, los hallazgos técnicos. Por encima de la gesticulante y falsa
interpretación de los actores (a pesar de sus barbas reales) quedan las innovaciones
escenográficas y el uso del travelling y de la luz artificial. Griffith llegará a adquirir una copia de esta película y la estudiará
detenidamente, proyectándola una y otra vez. La influencia del monumentalismo
de Cabiria quedará
patente en el episodio babilónico de su Intolerancia.
Bien es verdad que no todo
fue oropel y mascarada en el joven cine italiano. Las inquietudes futuristas de
Marinetti cristalizaron en Pérfido incauto (1916), film de Antón Giulio Bragaglia, al que suele considerarse como
la primera película de vanguardia de la historia del cine y en la que se
emplearon decorados futuristas, espejos cóncavos y objetivos prismáticos.
También hubo quien, al apuntar hacia objetivos más modestos, cosechó triunfos
artísticos de mayor vitalidad. En las antípodas del imperialismo de Cabiria se halla el
populismo de los dramas naturalistas que prosiguen la
tradición de Giovanni Verga. La obra maestra de este cine antirretórico fue,
según parece, Perdidos en las
tinieblas (1914), dirigida por el escritor siciliano Nino Martoglio, adaptando un drama teatral de Roberto Braceo. El
asunto no escapa a las peores convenciones del melodrama: el Duque de Valenza
seduce a una honrada muchacha humilde y la abandona cuando ésta da a luz una
niña, que es confiada a un mendigo ciego, mientras su madre se convierte en una
grande cocotte de Nápoles... En apariencia esto no es nada nuevo. Pero quienes han
contemplado esta película (cuya última copia se conservó hasta el final de la
guerra 1939-45 en la Cine teca
de Roma) han señalado la maestría con que se contrastan, mediante el montaje
alternado, los ambientes opulentos y los más humildes, con extraordinario
verismo y riqueza de detalles. Película
de confrontación de clases sociales —como los melodramas sociales de Porter—
pero que introduce como novedad la de explicar la miseria de unos por la explotación
de los otros. Su realismo alcanza también a las soluciones formales, pues la
tristeza de la historia está bañada por un resplandeciente sol napolitano, en
contraste con las fórmulas estilísticas
del expresionismo germano-escandinavo. Durante la segunda guerra mundial,
los jóvenes estudiantes de cine en el Centro Sperimentale —que unos
años más tarde serán los artífices del neorrealismo—
estudiarán este «clásico» italiano junto a las obras maestras de los rusos,
como ejemplo de cine realista. El uso del montaje contrastado de Perdidos en
las tinieblas preludia la aparición de los estilos de Griffith y de
Pudovkin.
Martoglio realizó otras películas de orientación verista (como su
adaptación de Thérése Raquiri) y a esta
tendencia puede asociarse también Historia de un Pierrot (1913) del
conde Baldassare Negroni. Pero este cine verista no puede competir, en el plano
comercial, con las orgías históricas ni con los dramas mundanos y pasionales
que van a ponerse en boga a partir de 1914. La mascarada histórica se trastoca
en histérica y aparece la gesticulante diva, que va a
causar enormes e irreparables estragos desde las pantallas italianas. La actriz
teatral Lyda Borelli inicia el ciclo
con Pero mi amor no muere (1913), drama de espionaje y pasiones desatadas de Mario
Caserini. A la contención interpretativa del estilo
Vitagraph la Borelli opuso los
gestos desmedidos, contorsiones, juego de ojos, cabeza hacia atrás, cabellera
desatada... Es la gran tradición de la pantomima que se integra en los asuntos
grandilocuentes al estilo de D'Annunzio o de Henri Bataille, pero que valieron
a la Borelli
una popularidad inmensa, justificada por su sensual elegancia y que desencadenó
un auténtico fenómeno de «borellismo» antes de 1918.
El vedettismo irrumpe en el cine italiano con una
fabulosa carrera de cifras, y muy pocas actrices escaparán a las reglas del
juego. La gran Eleanora Duse, aunque
confesaba en una carta «el primer plano me aterra», tratará de perpetuar su
imagen en el celuloide con Ceniza (Cenere, 1916) de
Ambrosio, en donde a sus sesenta años debía interpretar, al comienzo del film,
a una joven de veinte. Pero el resultado le causó tan profundo disgusto que
quiso destruir la película, retirada finalmente de circulación. Francesca Bertini brilló con luz
propia, oponiendo a la desbordante extraversión una mayor matización
psicológica y provocando litigios entre productores. Entre la mujer-sexo (Borelli) y la mujer-amor (Bertini) tomó posiciones
una auténtica legión de mujeres fájales, que se
colgaban de cortinajes de terciopelo y ponían los ojos en blanco, que vivían en
palacios de mármol y sembraban sus embrujos voluptuosos en los corazones de los
hombres, caminando entre
surtidores o tumbándose en canapés, bebiendo champagne o ingiriendo un
veneno... Sus nombres tienen, con frecuencia, extrañas resonancias
mitológicas: Italia Almirante Manzini, Lydia Quaranta, Mary Cleo Tarlarini,
Hesperia, Pina Menichelli, Giovanna Terribili Gonzales, Maria Jacobi-ni,
Helena Makowska, Lina Cavalieri...
El reinado de la diva, que justificó su fama de devoradora de
hombres imponiendo sus criterios y caprichos a los guionistas, productores y
directores, fue efímero. Entre terciopelos y ojos profundos, el cine italiano
pereció arruinado como cualquier millonario perdido por el amor de una mujer
fatal.
El cine italiano cayó como
caen los colosos con pies de barro. Las producciones costosas, que habían
permitido apuntalar su edificio industrial, aplastaron finalmente con su peso
su propia obra, con sus presupuestos cada vez más altos y sus vértigos financieros.
La entrada de Italia en la guerra dio el golpe de gracia a su cine y al llegar
la paz se encontró con las pantallas europeas sometidas al monopolio de
Hollywood. A pesar de la luminosidad de su cielo, de la riqueza de sus
paisajes y del magnetismo de sus estrellas, el cine italiano en bancarrota
malvivirá a partir de ahora en la más completa mediocridad, hasta su feliz renacimiento
en 1945.
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