La «guerra de patentes» iniciada con violencia furibunda por Edison
concluyó, como todas las guerras, con la
firma de un acuerdo. Las artimañas de los abogados de Edison y las negociaciones
entre bastidores condujeron a un pacto entre las grandes compañías productoras,
que fue firmado tras un opíparo banquete, en el que los comensales, entre
brindis y sonrisas, se conjuraron para no permitir que nadie pudiera disfrutar
de las migajas económicas de aquel festín cinematográfico. Así nacía un poderoso
cartel internacional, la M.P .P.C. (Motion Pictures Patents Company), que bajo la
jefatura de Edison agrupaba a la
Biograph , la Vitagraph , la Essanay , al coronel
Selig, a Sigmund Lubin, a la Kalem , al
distribuidor George Kleine y a los productores franceses Pathé y Méliés.
El objetivo de este trust regido por Edison era el de imponer una
disciplina —disciplina de monopolio,
entiéndase-- en el anárquico mercado cinematográfico. Los productores asociados
debían pagar anualmente a Edison un impuesto de medio centavo por cada pie de
película impresionada, cada distribuidor debía proveerse de una licencia anual
que costaba 5.000 dólares y cada exhibidor debía cotizar dos dólares semanales.
Quien no cumpliera estas drásticas imposiciones corría el riesgo de ser perseguido
judicialmente por utilizar aparatos cuyas patentes pertenecían al trust. Claro
que estas normas eran únicamente de aplicación en el mercado americano. Por no
gastar 150 dólares más, Edison había renunciado a extender su patente a Europa.
Tuvo ocasión de arrepentirse, aunque la exigua inversión que había supuesto su
invento (no superior a 20.000 dólares) se estaba transformando ahora en un
chorro continuo de ingresos, que rebasaba holgadamente el millón de dólares
anuales.
Edison se había convertido, de la
noche a la mañana, en el dictador de la industria americana del celuloide.
Trató de obtener de Charles Eastman el suministro exclusivo de película virgen
para los miembros del trust. Pero lo que a Eastman le interesaba era vender la
máxima cantidad de película, es decir, era partidario de la libre competencia
y de la multiplicación de empresas cinematográficas. Porque al margen del trust
y en abierto desafío existían quienes se llamaban a sí mismos Independientes -que
Edison calificaba de «proscritos»- que se negaban a pagar impuestos al trust y
que a modo de francotiradores libraban sus escaramuzas con los picapleitos del
mago de Menlo Park. Su existencia, durante estos años, fue de lo más azarosa. Pero
como eran individuos curtidos por los sinsabores de la emigración —judíos
centroeuropeos en su mayoría— con un espíritu a prueba de ardides y jugarretas,
se agruparon para defenderse en organizaciones como la Independent Motion Picture Distributing and Sales, presidida por Carl Laemmle, y la Greater
New York Film
Company, fundada por William Fox.
Los
Independientes eran gentes dispuestas a jugarse el tipo para defender sus
negocios de exhibición. Algunos, perseguidos por Edison, tuvieron que abandonar
la batalla y salir disparados hacia Cuba o México. Pero la mayoría plantaron
cara al trust con mil tretas y argucias. Los miembros del trust no eran capaces,
por otra parte, de abastecer la creciente demanda de las salas exhibidoras. Por
esta razón los Independientes fueron pasando de la exhibición a la producción
de películas, que rodaban ocultos en graneros, garajes o almacenes
abandonados, como si fuesen delincuentes, valiéndose de cámaras tomavistas
importadas de otros países, desafiando así los tentáculos de la vasta y poderosa
organización de Edison, con sus detectives privados, sus sagaces picapleitos y
los fulminantes mandamientos judiciales que paralizaban los rodajes
clandestinos, confiscaban sus aparatos y permitían el arresto de productores,
técnicos y artistas.
Un clima de
terror se cernía sobre los Independientes, mientras la industria del cine en
general vivía una era de caos y confusión. La situación se agravó al iniciar
el Chicago Tribune en marzo de 1907 una durísima campaña en la que acusaba al
cine —por vez primera, porque el estribillo se repetirá luego hasta la
saciedad— de corruptor de la juventud y espejo de todos los vicios. Su primer
editorial, que aportaba como prueba una serie de títulos de películas
escabrosas importadas de Francia, pedía entre otras cosas que se prohibiese la
entrada en los cines a los menores de dieciocho años. En vano George Kleine
replicó públicamente que el cine había ofrecido asuntos tan edificantes como la Pasión de Cristo, Ben-Hur o La Cenicienta. La Sociedad
para la Protección
de la Infancia
de Nueva York, eligiendo la vía de la acción directa, hizo asaltar un cine que
consideraba inmoral, mientras el Consejo Municipal de Chicago autorizaba al
jefe de Policía para prohibir e incautarse de los films que reputase
perniciosos (noviembre de 1907). No deja de ser curioso que sea en la futura
capital del gangsterismo y de la corrupción donde nació la censura
cinematográfica norteamericana. Reaccionando ante esta amenazadora situación,
la propia M.P.P.C., creó en 1909 su organismo de autocensura, el National
Board of Censorship, que en 1915 se convirtió en el National Board of Review.
Sometido a
un intenso fuego cruzado por parte de inventores, abogados y ligas puritanas,
el cine americano crecía con las máximas dificultades. Sólo gentes con el
temple de los Independientes eran capaces de salvarlo de aquella jungla de
intereses y prejuicios. Es hora ya de que bosquejemos algunos rasgos personales
de estos célebres pioneros, en cuyas manos nacerá, con enorme vitalidad, el
nuevo cine americano.
Adolph Zukor
(1873-1976), judío húngaro que desembarcó en Nueva York con tan sólo 40 dólares
cosidos al forro del chaleco. Aprendiz de tapicero, recadero de un taller de
peletería y finalmente peletero, instaló
en 1903 su primera sala de exhibición en Nueva York: será el padre de la Paramount.
Carl Laemmle
(1867-1939), judío alemán que desembarco con 50 dólares en el bolsillo, peón
agrícola, empleado en una droguería, corredor de un almacén de ropas
confeccionadas en Wisconsin y a partir de 1906 propietario de un Nickel-Odeon en Chicago: será el padre
de la Universal. Wilhelm Fuchs (1879-1952).
Judío húngaro, más conocido como William Fox, que fue payaso y regentó
una tintorería antes de dedicarse en 1906 al negocio de exhibición
cinematográfica: es el patriarca de la
Fox.
Los hermanos Warner (Harry, Jack, Albert y Sam), judíos polacos, propietarios de
un negocio de reparación de bicicletas en Youngstown (Ohío), en 1903 fundaron
una sala de exhibición en Newcastle: son los creadores de la Warner
Bros.
Marcus Loew
(1870-1927), hijo de judíos alemanes, fue vendedor de periódicos a los siete
años, corredor de pieles y sastre antes de asociarse con Adolph Zukor en el
negocio de la exhibición. Más tarde creará con el judío polaco Samuel Goldfish (1884-1974), más
conocido como Samuel Goldwyn y antiguo empleado de una casa de guantes, la
famosa Metro-Goldwin- Mayer.
Estos hombres de origen humilde
fueron quienes libraron la gran batalla contra el trust de Edison y al recordar
su linaje escribirá Zúñiga que con ellos «el
judío internacional empieza a dar sus pasos cinematográficos». Leyendas
aparte, es obligado reconocer el coraje de estos hombres en su lucha contra la
poderosa organización de Edison. Carl Laemmle, por ejemplo, humilló al trust
arrebatándole la estrella Florence
Lawrence —conocida como the Biograph girl —, divulgando en la prensa la
noticia de que había perecido en un accidente de coche, para rectificarla ocho
días después, levantando la consiguiente barahúnda publicitaria en apoyo de su
lanzamiento junto al actor King Baggot, con quien formó la primera «pareja
ideal» del cine. También arrebató Laemmle a la Biograph a Mary Pickford —cuando todavía no era
«la novia de América»— ofreciéndole 175 dólares a la semana. El trust lanzó a
sus sabuesos contra Laemmle, que se embarcó con la actriz rumbo a Cuba. Pero el
trust no se arredró por tan poca cosa y fletó un vapor para perseguirles, en
el que envió, además de una orden de arresto, a la madre de la estrella, que se
oponía a que su hija, menor de edad, se casase con el actor Owen Moore. Pero no
pudo impedir la boda, que además emancipaba a la actriz y ponía a salvo a
Laemmle de las amenazas de los abogados del trust. La historia acabó bien para
todos, hasta para la madre de Mary Pickford, que no tardará en amasar una
fortuna con el negocio del petróleo.
Piratería para unos y avatares de la
libre competencia para otros, la guerra del celuloide conoció los episodios más
pintorescos. Pero la batalla de los Independientes no se planteó con toda
agresividad hasta que William Fox, apoyado en algunas amistades políticas
influyentes de Nueva York, llevó en 1913 ante los tribunales a la M.P .P.C., acusándola de violar
la Ley Sherman
contra los monopolios, que data de 1890 y que es conocida también con el
nombre de «ley antitrust». El pleito fue largo y la sentencia condenatoria
contra el trust no se pronunció hasta 1917. Pero sin esperar el fallo judicial,
los Independientes siguieron luchando contra el trust, lanzando películas que
introducían el sistema europeo de nombres famosos y obras costosas para atraer
al gran público. No hay que olvidar que la película es una mercancía de unas
características muy peculiares; el progreso de la técnica cinematográfica y la
explotación del star-system —en el que jugaron un papel capital Laemmle y
Zukor— orientaron las preferencias del público hacia los productos de los
Independientes. Pero como la artillería del trust seguía produciendo víctimas
entre estos pioneros, con el pretexto de «ofensa a la moral» o litigio de
patentes, algunos de ellos comenzaron a alejarse de las grandes ciudades del
Este para buscar refugio en las regiones menos pobladas del Oeste.
El productor que inauguró esta ruta
fue el llamado «coronel» Selig,
antiguo tapicero de Chicago y especialista en westerns, que en busca de clima
apropiado se desplazó a Los Angeles para rodar los exteriores de El conde de Montecristo (1907), de
Francis Boggs, al tiempo que se alejaba discretamente del cuartel general de
Edison (aunque más tarde se asoció al trust). El lugar elegido por Selig reunía
condiciones óptimas para el rodaje de exteriores: variedad de paisajes y un
cielo luminoso casi todo el año. Además, la proximidad de la frontera de México
ofrecía una protección inmejorable contra la incursión de los detectives
neoyorquinos.
El ejemplo de Selig no tardó en ser
imitado por otros productores, que se fueron cobijando en los suburbios de Los
Angeles, especialmente en uno llamado Hollywood,
antiguo feudo de los indios cahuenga y cherokee y así bautizado por la esposa
de un granjero de Michigan asentado allí en 1857: Hollywood significa,
literalmente, bosque de acebos. En
aquel tranquilo lugar, con resonancias épicas muy próximas, entre las aguas del
Pacífico y los picos de San Gabriel, iba a alzarse la más fabulosa fábrica de
mitos que el hombre hubiera podido soñar.
Mientras Edison y las ligas
puritanas arremetían con furia contra los Nickel-Odeons, consiguiendo la
clausura de cuatrocientas salas de exhibición en una sola noche, en un
plácido*barrio de Los Angeles nacía una nueva y próspera industria. Pero esta
insólita placidez californiana es sólo un fugaz espejismo, una inadmisible
anomalía en el corazón del Far-West,
territorio de aventura que está recibiendo en avalancha a unos hombres
endurecidos por la lucha sin cuartel contra el trust de Edison. En 1911 se
produjo el primer incidente grave: el director Francis Boggs es asesinado a
tiros de revólver, durante un rodaje, por un figurante japonés. Este fue el
primer escándalo de un Hollywood que no es todavía ni pálida sombra de lo que
sería unos años más tarde.
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