jueves, 19 de julio de 2012

Formación de un arte - La guerra del trust - Román Gubern


La guerra del trust y la fundación de Hollywood

La «guerra de patentes» iniciada con violencia furibunda por Edison concluyó, como todas las guerras, con la firma de un acuerdo. Las artimañas de los abogados de Edison y las negociaciones entre bastidores condujeron a un pacto entre las grandes compañías productoras, que fue firmado tras un opíparo banque­te, en el que los comensales, entre brindis y sonrisas, se conju­raron para no permitir que nadie pudiera disfrutar de las migajas económicas de aquel festín cinematográfico. Así nacía un pode­roso cartel internacional, la M.P.P.C. (Motion Pictures Patents Company), que bajo la jefatura de Edison agrupaba a la Biograph, la Vitagraph, la Essanay, al coronel Selig, a Sigmund Lubin, a la Kalem, al distribuidor George Kleine y a los produc­tores franceses Pathé y Méliés.
El objetivo de este trust regido por Edison era el de imponer una disciplina —disciplina de monopolio, entiéndase-- en el anárquico mercado cinematográfico. Los productores asociados debían pagar anualmente a Edison un impuesto de medio centavo por cada pie de película impresionada, cada distribuidor debía proveerse de una licencia anual que costaba 5.000 dólares y cada exhibidor debía cotizar dos dólares semanales. Quien no cum­pliera estas drásticas imposiciones corría el riesgo de ser perse­guido judicialmente por utilizar aparatos cuyas patentes pertene­cían al trust. Claro que estas normas eran únicamente de aplica­ción en el mercado americano. Por no gastar 150 dólares más, Edison había renunciado a extender su patente a Europa. Tuvo ocasión de arrepentirse, aunque la exigua inversión que había supuesto su invento (no superior a 20.000 dólares) se estaba transformando ahora en un chorro continuo de ingresos, que re­basaba holgadamente el millón de dólares anuales.
Edison se había convertido, de la noche a la mañana, en el dictador de la industria americana del celuloide. Trató de obtener de Charles Eastman el suministro exclusivo de película virgen para los miembros del trust. Pero lo que a Eastman le interesaba era vender la máxima cantidad de película, es decir, era partida­rio de la libre competencia y de la multiplicación de empresas cinematográficas. Porque al margen del trust y en abierto desafío existían quienes se llamaban a sí mismos Independientes -que Edison calificaba de «proscritos»- que se negaban a pagar impuestos al trust y que a modo de francotiradores libraban sus escaramuzas con los picapleitos del mago de Menlo Park. Su existencia, durante estos años, fue de lo más azarosa. Pero como eran individuos curtidos por los sinsabores de la emigra­ción —judíos centroeuropeos en su mayoría— con un espíritu a prueba de ardides y jugarretas, se agruparon para defenderse en organizaciones como la Independent Motion Picture Distributing and Sales, presidida por Carl Laemmle, y la Greater New York Film Company, fundada por William Fox.
            Los Independientes eran gentes dispuestas a jugarse el tipo para defender sus negocios de exhibición. Algunos, perseguidos por Edison, tuvieron que abandonar la batalla y salir disparados hacia Cuba o México. Pero la mayoría plantaron cara al trust con mil tretas y argucias. Los miembros del trust no eran capa­ces, por otra parte, de abastecer la creciente demanda de las salas exhibidoras. Por esta razón los Independientes fueron pasando de la exhibición a la producción de películas, que rodaban ocul­tos en graneros, garajes o almacenes abandonados, como si fue­sen delincuentes, valiéndose de cámaras tomavistas importadas de otros países, desafiando así los tentáculos de la vasta y pode­rosa organización de Edison, con sus detectives privados, sus sa­gaces picapleitos y los fulminantes mandamientos judiciales que paralizaban los rodajes clandestinos, confiscaban sus aparatos y permitían el arresto de productores, técnicos y artistas. 
            Un clima de terror se cernía sobre los Independientes, mien­tras la industria del cine en general vivía una era de caos y con­fusión. La situación se agravó al iniciar el Chicago Tribune en marzo de 1907 una durísima campaña en la que acusaba al cine —por vez primera, porque el estribillo se repetirá luego hasta la saciedad— de corruptor de la juventud y espejo de todos los vicios. Su primer editorial, que aportaba como prueba una serie de títulos de películas escabrosas importadas de Francia, pedía entre otras cosas que se prohibiese la entrada en los cines a los menores de dieciocho años. En vano George Kleine replicó pú­blicamente que el cine había ofrecido asuntos tan edificantes como la Pasión de Cristo, Ben-Hur o La Cenicienta. La Sociedad para la Protección de la Infancia de Nueva York, eligiendo la vía de la acción directa, hizo asaltar un cine que consideraba inmoral, mientras el Consejo Municipal de Chicago autorizaba al jefe de Policía para prohibir e incautarse de los films que re­putase perniciosos (noviembre de 1907). No deja de ser curioso que sea en la futura capital del gangsterismo y de la corrupción donde nació la censura cinematográfica norteamericana. Reac­cionando ante esta amenazadora situación, la propia M.P.P.C., creó en 1909 su organismo de autocensura, el National Board of Censorship, que en 1915 se convirtió en el National Board of Review.
            Sometido a un intenso fuego cruzado por parte de inventores, abogados y ligas puritanas, el cine americano crecía con las má­ximas dificultades. Sólo gentes con el temple de los Independien­tes eran capaces de salvarlo de aquella jungla de intereses y pre­juicios. Es hora ya de que bosquejemos algunos rasgos persona­les de estos célebres pioneros, en cuyas manos nacerá, con enorme vitalidad, el nuevo cine americano.
Adolph Zukor (1873-1976), judío húngaro que desembarcó en Nueva York con tan sólo 40 dólares cosidos al forro del chaleco. Aprendiz de tapicero, recadero de un taller de peletería y  finalmente peletero, instaló en 1903 su primera sala de exhibición en Nueva York: será el padre de la Paramount.
Carl Laemmle (1867-1939), judío alemán que desembarco con 50 dólares en el bolsillo, peón agrícola, empleado en una droguería, corre­dor de un almacén de ropas confeccionadas en Wisconsin y a partir de 1906 propietario de un Nickel-Odeon en Chicago: será el padre de la Universal. Wilhelm Fuchs (1879-1952).
Judío hún­garo, más conocido como William Fox, que fue payaso y regentó una tintorería antes de dedicarse en 1906 al negocio de exhibi­ción cinematográfica: es el patriarca de la Fox.
Los hermanos Warner (Harry, Jack, Albert y Sam), judíos polacos, propietarios de un negocio de reparación de bicicletas en Youngstown (Ohío), en 1903 fundaron una sala de exhibición en Newcastle: son los creadores de la Warner Bros.
Marcus Loew (1870-1927), hijo de judíos alemanes, fue vendedor de periódicos a los siete años, corredor de pieles y sastre antes de asociarse con Adolph Zukor en el negocio de la exhibición. Más tarde creará con el judío polaco Samuel Goldfish (1884-1974), más conocido como Samuel Goldwyn y antiguo empleado de una casa de guantes, la famosa Metro-Goldwin- Mayer.
Estos hombres de origen humilde fueron quienes libraron la gran batalla contra el trust de Edison y al recordar su linaje es­cribirá Zúñiga que con ellos «el judío internacional empieza a dar sus pasos cinematográficos». Leyendas aparte, es obligado reconocer el coraje de estos hombres en su lucha contra la pode­rosa organización de Edison. Carl Laemmle, por ejemplo, humi­lló al trust arrebatándole la estrella Florence Lawrence —conocida como the Biograph girl —, divulgando en la prensa la noticia de que había perecido en un accidente de coche, para rectificarla ocho días después, levantando la consiguiente barahúnda publi­citaria en apoyo de su lanzamiento junto al actor King Baggot, con quien formó la primera «pareja ideal» del cine. También arrebató Laemmle a la Biograph a Mary Pickford —cuando toda­vía no era «la novia de América»— ofreciéndole 175 dólares a la semana. El trust lanzó a sus sabuesos contra Laemmle, que se embarcó con la actriz rumbo a Cuba. Pero el trust no se arre­dró por tan poca cosa y fletó un vapor para perseguirles, en el que envió, además de una orden de arresto, a la madre de la estrella, que se oponía a que su hija, menor de edad, se casase con el actor Owen Moore. Pero no pudo impedir la boda, que además emancipaba a la actriz y ponía a salvo a Laemmle de las amenazas de los abogados del trust. La historia acabó bien para todos, hasta para la madre de Mary Pickford, que no tardará en amasar una fortuna con el negocio del petróleo.
Piratería para unos y avatares de la libre competencia para otros, la guerra del celuloide conoció los episodios más pintores­cos. Pero la batalla de los Independientes no se planteó con toda agresividad hasta que William Fox, apoyado en algunas amista­des políticas influyentes de Nueva York, llevó en 1913 ante los tribunales a la M.P.P.C., acusándola de violar la Ley Sherman contra los monopolios, que data de 1890 y que es conocida tam­bién con el nombre de «ley antitrust». El pleito fue largo y la sentencia condenatoria contra el trust no se pronunció hasta 1917. Pero sin esperar el fallo judicial, los Independientes siguie­ron luchando contra el trust, lanzando películas que introducían el sistema europeo de nombres famosos y obras costosas para atraer al gran público. No hay que olvidar que la película es una mercancía de unas características muy peculiares; el progreso de la técnica cinematográfica y la explotación del star-system —en el que jugaron un papel capital Laemmle y Zukor— orientaron las preferencias del público hacia los productos de los Indepen­dientes. Pero como la artillería del trust seguía produciendo víc­timas entre estos pioneros, con el pretexto de «ofensa a la moral» o litigio de patentes, algunos de ellos comenzaron a alejarse de las grandes ciudades del Este para buscar refugio en las regiones menos pobladas del Oeste.
El productor que inauguró esta ruta fue el llamado «coronel» Selig, antiguo tapicero de Chicago y especialista en westerns, que en busca de clima apropiado se desplazó a Los Angeles para rodar los exteriores de El conde de Montecristo (1907), de Francis Boggs, al tiempo que se alejaba discretamente del cuartel general de Edison (aunque más tarde se asoció al trust). El lugar elegido por Selig reunía condiciones óptimas para el rodaje de exteriores: variedad de paisajes y un cielo luminoso casi todo el año. Además, la proximidad de la frontera de México ofrecía una protección inmejorable contra la incursión de los detectives neoyorquinos.
El ejemplo de Selig no tardó en ser imitado por otros produc­tores, que se fueron cobijando en los suburbios de Los Angeles, especialmente en uno llamado Hollywood, antiguo feudo de los indios cahuenga y cherokee y así bautizado por la esposa de un granjero de Michigan asentado allí en 1857: Hollywood significa, literalmente, bosque de acebos. En aquel tranquilo lugar, con resonancias épicas muy próximas, entre las aguas del Pacífico y los picos de San Gabriel, iba a alzarse la más fabulosa fábrica de mitos que el hombre hubiera podido soñar.
Mientras Edison y las ligas puritanas arremetían con furia contra los Nickel-Odeons, consiguiendo la clausura de cuatro­cientas salas de exhibición en una sola noche, en un plácido*ba­rrio de Los Angeles nacía una nueva y próspera industria. Pero esta insólita placidez californiana es sólo un fugaz espejismo, una inadmisible anomalía en el corazón del Far-West, territorio de aventura que está recibiendo en avalancha a unos hombres endurecidos por la lucha sin cuartel contra el trust de Edison. En 1911 se produjo el primer incidente grave: el director Francis Boggs es asesinado a tiros de revólver, durante un rodaje, por un figurante japonés. Este fue el primer escándalo de un Holly­wood que no es todavía ni pálida sombra de lo que sería unos años más tarde.  








No hay comentarios:

Publicar un comentario