sábado, 21 de julio de 2012

Formación de un arte - Pero también nace un arte - Román Gubern


Pero también nace un arte

Qué duda cabe que el star-system, a pesar de los pesares, constituyó un agente estimulante de primer orden en el desarrollo y crecimiento de la industria cinematográfica. Pero en lo que atañe al arte del cine, considerado como medio de expresión y técnica narrativa, la figura que dio el empujón decisivo fue un individuo más bien bajo, de nariz aguileña y aspecto poco espec­tacular, cuyos primeros pasos cinematográficos ya hemos descri­to. Nos estamos refiriendo a David W. Griffith.
Griffith no fue impermeable a la moda italiana de las pelícu­las costosas y espectaculares y ya sabemos con qué atención es­tudió los hallazgos técnicos de Cabiria. Su última obra realizada para la Biograph e inspirada en el ciclo monumental italiano, Judit de Betulia (1913-14), fue la primera película de cuatro rollos rodada en América y, también, su pri­mera superproducción, anunciando que Griffith se siente tentado y dispuesto a abordar los más ambiciosos proyectos. Y el pri­mero no tardó en llegar: fue El nacimiento de una nación (1915), producido por la empresa independiente Epoch Producing Corporation.
Griffith basó su guión en la novela The Clansman, del reve­rendo Thomas Dixon, que narraba con acento heroico el naci­miento y actuación de la organización racista Ku-Klux-Klan, al acabar la guerra de Secesión. No hay que perder de vista que Griffith era, igual que el reverendo Dixon, hijo de un coronel sudista arruinado por la guerra civil. Entre sus confusos princi­pios de autodidacta se hallaba profundamente arraigado, desde los lejanos días de la infancia, el desprecio hacia la raza negra, considerada como inferior. Griffith se proponía mostrar en la pe­lícula la amistad y el amor de los miembros de dos familias blan­cas, los Stoneman y los Cameron, bruscamente enfrentados por el estallido de la guerra civil, al tomar los primeros el partido del Norte y los segundos el del Sur. El nacimiento de una nación iba a constituir una pieza dramática capital, que contribuiría a atizar uno de los más candentes problemas que gravitan todavía sobre la sociedad norteamericana desde los días de la guerra ci­vil. La película se rodó en once semanas, con gran lujo de me­dios, y costó 110.000 dólares, cifra fabulosa teniendo en cuenta el valor del dólar en 1914. Hay que señalar que el éxito co­mercial obtenido estuvo en función de la polvareda polémica y del escándalo que suscitó. Antes de que. la película se estrenase, el presidente Wilson se la hizo proyectar en la Casa Blanca, pero ante la proximidad de las elecciones, y deseoso de ganarse los votos del Sur, no hizo nada para impedir su di­fusión.
El estreno tuvo lugar en Los Ángeles, bajo la protección de la policía. Los medios liberales e intelectuales del país criticaron abiertamente aquella película que mostraba a los negros como seres villanos o degenerados (y los pocos negros «buenos» que aparecían eran, inevitablemente, esclavos bobalicones y estúpi­dos). Los incidentes no tardaron en estallar: en mayo de 1915 la policía de Boston se enfrentó en las calles con la multitud, durante un día y una noche, produciéndose numerosas víctimas; violentas manifestaciones contra la película tuvieron lugar en Nueva York y Chicago. Era el primer gran escándalo de la his­toria del cine y, por lo mismo, el primer gran éxito de taquilla. Las apasionadas tomas de posición de los periódicos sobre esta película tuvieron la virtud de instituir la crítica de cine como sección regular en sus páginas. Todo el mundo hablaba y discu­tía sobre El nacimiento de una nación, todo el mundo iba a ver la película, una«o varias veces. Como consecuencia de ello su recaudación comenzó a elevarse hasta llegar a batir las marcas pasadas y futuras: en 1963, la documentada revista Variety toda­vía colocaba El nacimiento de una nación a la cabeza de los grandes éxitos de taquilla del mercado norteamericano, con una cifra estimada superior a los 50 millones de dólares y seguida, lo que resulta bien significativo, de otra película racista de pare­cido corte: Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, 1939). con 41.200.000 dólares.
Desde el punto de vista técnico El nacimiento de una nación  marcó una fecha decisiva en la evolución del arte cinematográfi­co. La versión final de la película constó de doce rollos, con un total de 1.375 planos, que hacían progresar la narración gracias a una ágil utilización del montaje. Con El nacimiento de una nación  se rebasaba, definitivamente, el híbrido recodo del cine-teatro, de las estampas fotografiadas. Los planos generales se combinaban con los planos próximos: tres cuartos, medios y pri­meros planos. Se dice que el operador Billy Bitzer se resistía a tomar planos de conjunto, en los que las figuras resultaban muy pequeñas, afirmando que para el espectador «aparecerían como conejos».
Pero Griffith no temía alternar un plano general con otro pró­ximo, produciendo un choque óptico, ni desplazar la cámara para efectuar una toma de vistas en movimiento. En este sentido, la espléndida apertura de la batalla de Petersburg ha quedado como un fragmento antológico de su estilo. Se inicia con la imagen de una mujer que, asustada, estrecha a una criatura entre sus brazos.
Toda la batalla de Petersburg estaba mostrada alternando los grandes planos de conjunto con los planos próximos que detallan las incidencias particulares del combate. Y el montaje paralelo, recurso narrativo predilecto de Griffith, permite orquestar tres ac­ciones alternadas por el montaje: la ciudad de Atlanta en llamas, las escenas de angustia en el interior de la mansión de los Carneron y el campo de batalla.
Esta ubicuidad creada por el montaje, característica del estilo de Griffith y que también lo será del de Pudovkin, es puesta tam­bién al servicio de su típico «salvamento en el último minuto» en la escena de la persecución de Flora Cameron por parte del negro Gusí que quiere violarla.

Se ha escrito muchas veces que El nacimiento de una nación representó, además, el nacimiento del arte cinematográfico. Ja­más el cine había abordado una narración tan larga y compleja (de dos horas y 45 minutos de duración), ni había sido capaz de exponerla con tal agilidad, ritmo y coherencia narrativa. En rea­lidad, Griffith llevó a cabo una genial síntesis de procedimientos ya inventados, pero los utilizó sistemáticamente, con un gran sentido de la funcionalidad expresiva y de la economía narrativa.
En contraste con la maestría técnica en la planificación y el montaje y con la pericia en la dirección de masas, la dirección de actores se reveló en muchas ocasiones excesivamente tosca. Claro que el defecto arranca ya del guión, del esquematismo psi­cológico de los personajes, divididos pura y simplemente en «buenos» y «malos», sin profundidad ni matices. A la falsedad interpretativa contribuyó también la elección de Griffith de acto­res blancos, con el rostro embetunado, para encarnar a la mayor parte de los personajes negros. El reparto comprendió nombres que no tardarían en refulgir como estrellas de la gran época del cine mudo, como Lillian Gish, Mae Marsh, Wallace Reid, Henry B. Walthall, Bessie Love, Elmo Lincoln, Miriam Cooper y Ralph Lewis; Raoul Walsh, que interpreta el breve papel del ase­sino de Lincoln, no tardará en catalogarse como uno de los direc­tores más activos del cine norteamericano. Pero, en su conjunto, las posibilidades de los intérpretes se vieron coartadas por los límites propios de este primario melodrama racista —verdadero himno en honor del Ku-Klux-Klan— cuya fuerza y vigor reposa­ban, exclusivamente, en la excepcional intuición cinematográfica del autodidacta Griffith. Aunque a veces su pedantesco mal gusto pudo más que la intuición, como en el epílogo simbólico, con la victoria de Cristo sobre el Moloch de la guerra.
El inmenso éxito de El nacimiento de una nación tuvo la vir­tud de transformar la joven industria cinematográfica, en la que comenzaron a poner sus ojos los financieros de Wall Street. Con el espaldarazo de la alta banca, los negocios de los Independien­tes empezaron a conocer complejas y ambiciosas combinaciones. En julio de 1915 se unieron las firmas de Harry Aitken, Adam Kessel y Charles Bauman, para formar la Triangle Pictures Corp., aportando cada uno de ellos a su respectivo director artís­tico: D. W. Griffith, Thomas Ince y Mack Sennett. Los tres mayores creadores del cine americano formaron así los vértices de un triángulo que, hasta su liquidación en 1918, estuvo a la van­guardia de la producción norteamericana, produciendo obras de un interés histórico capital.
Así, pues, Griffith realizó ya para la Triangle su segunda gran superproducción, Intolerancia (1916), que con su coste de dos millones de dólares pasó a convertirse en la pe­lícula más cara de toda la historia del cine, con una cifra todavía no superada teniendo en cuenta la posterior depreciación del dó­lar. La idea inicial de la película provino de un informe de la Federal Industrial Commission sobre las sangrientas huelgas de 1912 y del asunto Stielow, huelguista acusado del asesinato de su patrón. Con este material histórico realizó Griffith The mother and tire law, narración articulada básicamente sobre su clásico «salvamento en el último minuto»: el obrero que va a ser ajusti­ciado y el indulto concedido en el último momento. Pero cuando hubo concluido esta película pensó integrarla como parte de un amplio fresco destinado a mostrar, a través de varios episodios históricos, las desgracias provocadas por la intolerancia religiosa o social en la historia de la humanidad. Así emprendió Griffith el rodaje de tres nuevos episodios: «La caída de Babilonia», ocasionada por las disensiones entre los sacerdotes de Baal y los de Ishtar, «La Pasión de Cristo» y «La noche de San Bartolomé», sangriento episodio de las luchas entre católicos y protestantes en la Francia de Catalina de Médicis. -
El rodaje de Intolerancia, la película más ambiciosa y com­pleja de toda la carrera de Griffith, representó un esfuerzo gigan­tesco. Junto a Los Ángeles se alzaron colosales decorados, siendo el mayor de todos el que representaba el Palacio de Babi­lonia, que medía 70 metros de altura por 1.600 de profundidad, dimensiones inusitadas que exigieron el empleo de un globo cautivo para el rodaje de los planos de conjunto. Se movilizó un auténtico ejército de figurantes (algunos días llegaron a ser 16.000), alimentados por grandes cocinas de campaña como en las operaciones militares. Para realizar una película de tan gigan­tescas proporciones se rodeó Griffith de un estado mayor de ayu­dantes, algunos de los cuales llegarían a ser directores famosos, como Erich von Stroheim, W. S. Van Dyke y Tod Browning. En el reparto figuraron, entre otros nombres, Lillian Gish, Seena Owen, Elmer Clifton, Alfred Paget y Bessie Love, y en papeles secundarios o como simple figurantes Douglas Fairbanks, Mildred Harris (futura Sra. Chaplin), Erich von Stroheim (como fariseo), Owen Moore, Noel Coward, Collen Moore, Tod Browning y Monte Blue (como jefe de los huel­guistas en el episodio moderno).
Griffith rodó setenta y seis horas de película, montando con este material una copia de ocho horas de duración pero que fi­nalmente redujo a tres horas cuarenta minutos En esta obra mo­numental llevó Griffith a sus últimas consecuencias su técnica de las acciones paralelas, al desarrollar los cuatro episodios alter­nados por el montaje, para reforzar su paralelismo simbólico. La película comenzaba con el episodio moderno, proseguía con el de Babilonia, pero iniciando la acción en el punto en que debiera hallarse de haber empezado al mismo tiempo que el anterior. De ahí se pasaba al episodio de Cristo, para volver luego al moderno y después al de la matanza de hugonotes... Este monumental puzzle histórico no tenía más punto de conexión (aparte del paralelo significado simbólico) que unos versos de Walt Withman repetidos como leit – motiv, para enlazar los diversos episodios: «La cuna se mece sin fin - uniendo el presente y el futuro».
Con su aplicación del montaje paralelo a episodios históricos diversos, Intolerancia se convirtió en la primera película acronológica de la historia del cine, ejerciendo una influencia que llegará hasta la técnica novelística, particularmente anglosajona (Dos Passos, Faulkner, Aldous Huxley, Virginia Woolf).
Griffith subtituló su película «La lucha del amor a través de los tiempos». No deja de ser curioso que Griffith, que acababa de filmar un gigantesco pan­fleto contra la raza negra, hiciese gala aquí de generosas ideas sociales. Pero éstas son, justamente, las contradicciones típicas de un autodidacta de las características de Griffith. En la exce­lente escena del tiroteo contra los huelguistas, la cámara describe una panorámica para seguir a los obreros en su huida y descubre, pintadas con grandes letras, las palabras (Lo mismo hoy que ayer), que evocan un fatalismo que precisamente Griffith trataba de combatir con su película.
De los cuatro episodios de Intolerancia, el moderno es el más emotivo y convincente; el más espectacular es el de Babilonia, con la reconstrucción del fabuloso festín de Baltasar, mientras el de la Pasión de Cristo resulta endeble y convencional. La ubi­cuidad espacio-temporal creada por el montaje alterno fue perci­bida por el público como un gigantesco caos, como un rompeca­bezas histórico sin sentido. El perspicaz crítico Louis Delluc no escapó a este juicio negativo: «Una mezcolanza inexplicable — escribió— en la que Catalina de Médicis visita a los pobres de Nueva York, mientras que Jesús bendice a las cortesanas del rey Baltasar y las tropas de Darío toman al asalto el rápido de Chi­cago.» El público europeo que aplaudía los westerns de Ince no apreció el valor de aquella película vanguardista que se adelan­taba en muchos años a la dramaturgia visual de su tiempo. Los directores rusos, en cambio, acusaron profundamente el impacto de Intolerancia, si bien no fue proyectada en su país hasta 1919, tras la elogiosa acogida que le proporcionó Lenin.
Intolerancia fue, en resumen, un tremendo fracaso económi­co. En algunos países se prohibió su exhibición, juzgando peli­groso su alegato ideológico. Tan grande fue el descalabro econó­mico que faltó el dinero necesario para derribar los gigantescos decorados. Durante un decenio, las suntuosas ruinas de la Babi­lonia de Griffith proyectaron sobre Hollywood su amenazadora sombra, como una estremecedora advertencia a la industria del cine.
Fracaso explicable, pero fracaso injusto. Por encima del tono sensiblero, del atroz esquematismo psicológico, del mal gusto y de la tosquedad de los símbolos (defectos que confluyen en el epílogo, con la caída de los últimos tiranos y la apoteosis de la paz universal), Griffith creó con su excepcional sentido cinema­tográfico una obra de un ritmo prodigioso, una obra que no debía nada a la técnica teatral y que utilizaba sistemáticamente los re­cursos de la nueva dramaturgia visual: uso dramático del primer plano, movimientos de cámara, acciones paralelas, efectos de montaje, metáforas visuales, caches… Todos los recursos narra­tivos que Griffith ha importado de los textos de Dickens, sin des­cuidar, por cierto, los aspectos más folletinescos de la literatura victoriana.
Es cierto que Griffith no fue el inventor, en sentido estricto, de estos resortes técnicos. Aunque existe una vasta polémica entre los historiadores, parece ser que en la Escuela de Brighton, en Porter y en Zecca se hallan por vez primera las aplicaciones del primer plano, del montaje paralelo o de la cámara en movi­miento. Pero más allá de la querella puramente arqueológica (cuyo interés es escaso), todos los historiadores convienen en que Griffith fue el primero en utilizar sistemáticamente estos recur­sos, creando un lenguaje de intención dramática.
El talento dé Griffith demostró, en otros aspectos creadores, graves limitaciones. La psicología de sus personajes es rudimen­taria; y los conflictos que narra, elementales y folletinescos. Estas insuficiencias se revelaron palpablemente con la rápida asimi­lación por otros creadores del lenguaje técnico por él inventado, superando entonces ampliamente las obras del maestro. Chaplin y Stroheim, beneficiándose de los hallazgos técnicos de Griffith, no tardaron en crear unas películas de profundo contenido huma­no. Ahí se encierra toda la importancia y todas las limitaciones del genio intuitivo de Griffith, que tal vez, de haber llegado unos años más tarde al cine, inventada ya la sintaxis visual que él creó, sería hoy un desconocido artesano de películas mediocres.
Al desaparecer la Triangle (a lo que no fue ajeno el fracaso de Intolerancia), Griffith se asoció con Douglas Fairbanks, Mary Pickford y Charles Chaplin para fundar la productora United Artists (1919), sociedad que distribuiría directamente sus propias películas y que jugará un papel importante en el desarrollo del cinc americano. Su fundación no estuvo motivada por platónicos ideales artísticos (como rezó la declaración fundacional), sino alentada y parcialmente financiada por el poderoso grupo indus­trial Dupont de Nemours (fabricante de película y rival de Ko­dak), que trataba de hacerse con el mercado norteamericano a través del control de las grandes estrellas convertidas en produc­toras de sus propias películas.
Griffith prosiguió como realizador en activo hasta 1931, a principios del sonoro. Pero ninguna de sus obras posteriores tuvo la resonancia de aquellas que supusieron la invención de la nueva gramática de las imágenes. El film pacifista y rodado en Europa Corazones del mundo (1918) obtuvo cierto éxito, aunque no tanto como La culpa ajena (1919), según un relato de Thomas Burke que transcurre en los barrios bajos de Londres y que muestra cómo la hija de un bo­xeador fracasado y borracho (Lillian Gish) es atraída por la ter­nura y amor del chino Chen Huan (Richard Barthelmess) y, a causa de ello, maltratada por su padre hasta matarla; el chino, enloquecido, mata al boxeador y se suicida ante el cadáver de su amada. Con su intimismo y su evidente carga folletinesca La culpa ajena se nos aparece hoy como un claro antecedente del Kainmerspielfdm alemán e inicia, al decir de Paul Rotha, el cine de ambientes sórdidos y miserables, que tendrá su culminación en Avaricia de Stroheim. En su puritano y sensiblero Las dos tormentas (Way down East, 1920), adaptación de un melodrama de Lottie Blair Parker, se valió del empleo de los elementos de la naturaleza desatados para subrayar la culminación emocional de la acción, según fórmula que por estos años utilizaban tam­bién los realizadores nórdicos y que se incorporará como manido recurso al repertorio cinematográfico habitual. El lenguaje que ha inventado Griffith ya no puede dar más de sí, convertido en patrimonio del cine universal. Sus obras quedan reducidas al me­lodrama puro, sin el soporte ortopédico de la novedad técnica. Esto resulta evidente en Las dos huérfanas (1922), con las hermanas Gish perdidas en el caos de Revolución Francesa, y en La batalla de los sexos (1929) y más penoso todavía cuando el creador de la sintaxis cinematográfica se copia a sí mismo, tratando inútil­mente de rehacer páginas de historia que le hicieron célebre, como ocurre en América (1924) y Abraham Lincoln (1930), su primer film sonoro.
Rene Clair cuenta que una noche, mientras cenaba con unos amigos en el Barrio Chino de Londres (en el inolvidable escena­rio de La culpa ajena), tuvo la gran sorpresa de ver aparecer en el local a Griffith, entonces ya en plena decadencia. Le invitó a tomar una copa con él y luego, bruscamente, Griffith se levantó y abandonó el local, sumergiéndose en la brumosa noche londinense. «Se diría —escribe Rene Clair— que paseaba entre la nie­bla en busca de su perdida juventud y su genio extinguido — como Thomas de Quincey, soñando con su pobre Anna—, tratando de encontrar en la noche del pasado aquella niña triste de La culpa ajena, aquella sombra que él hizo nacer y que ahora tenía más vida que él mismo.»   

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