Pero también nace un arte
Qué duda cabe que el star-system, a pesar de
los pesares, constituyó un agente estimulante de primer orden en el desarrollo
y crecimiento de la industria cinematográfica. Pero en lo que atañe al arte del cine, considerado como medio
de expresión y técnica narrativa, la figura que dio el empujón decisivo fue un
individuo más bien bajo, de nariz aguileña y aspecto poco espectacular, cuyos
primeros pasos cinematográficos ya hemos descrito. Nos estamos refiriendo a David W. Griffith.
Griffith no fue impermeable a la moda italiana de las películas
costosas y espectaculares y ya sabemos con qué atención estudió los hallazgos
técnicos de Cabiria. Su última obra realizada para la Biograph e inspirada en el ciclo monumental
italiano, Judit de Betulia (1913-14), fue la primera película de cuatro rollos rodada en
América y, también, su primera superproducción, anunciando que Griffith se
siente tentado y dispuesto a abordar los más ambiciosos proyectos. Y el primero
no tardó en llegar: fue El nacimiento de una nación (1915), producido por la empresa
independiente Epoch Producing Corporation.
Griffith basó su guión en la novela The
Clansman, del reverendo Thomas Dixon, que narraba con acento heroico
el nacimiento y actuación de la organización racista Ku-Klux-Klan, al acabar
la guerra de Secesión. No hay que perder de vista que Griffith era, igual que
el reverendo Dixon, hijo de un coronel sudista arruinado por la guerra civil.
Entre sus confusos principios de autodidacta se hallaba profundamente
arraigado, desde los lejanos días de la infancia, el desprecio hacia la raza negra,
considerada como inferior. Griffith se proponía mostrar en la película
la amistad y el amor de los miembros de dos familias blancas, los Stoneman y
los Cameron, bruscamente enfrentados por el estallido de la guerra civil, al
tomar los primeros el partido del Norte y los segundos el del Sur. El
nacimiento de una nación iba a constituir una pieza dramática
capital, que contribuiría a atizar uno de los más candentes problemas que
gravitan todavía sobre la sociedad norteamericana desde los días de la guerra
civil. La película se rodó en once semanas, con gran lujo de medios, y costó
110.000 dólares, cifra fabulosa teniendo en cuenta el valor del dólar en 1914.
Hay que señalar que el éxito comercial obtenido estuvo en función de la
polvareda polémica y del escándalo que suscitó. Antes de que. la película se estrenase,
el presidente Wilson se la hizo proyectar en la Casa Blanca , pero ante
la proximidad de las elecciones, y deseoso de ganarse los votos del Sur, no
hizo nada para impedir su difusión.
El estreno tuvo lugar en Los Ángeles, bajo la protección de la policía.
Los medios liberales e intelectuales del país criticaron abiertamente aquella
película que mostraba a los negros como seres villanos o degenerados (y los
pocos negros «buenos» que aparecían eran, inevitablemente, esclavos bobalicones
y estúpidos). Los incidentes no tardaron en estallar: en mayo de 1915 la
policía de Boston se enfrentó en las calles con la multitud, durante un día y
una noche, produciéndose numerosas víctimas; violentas manifestaciones contra
la película tuvieron lugar en Nueva York y Chicago. Era el primer gran
escándalo de la historia del cine y, por lo mismo, el primer gran éxito de taquilla.
Las apasionadas tomas de posición de los periódicos sobre esta película
tuvieron la virtud de instituir la crítica de cine como sección
regular en sus páginas. Todo el mundo hablaba y discutía sobre El nacimiento de una nación, todo el
mundo iba a ver la película, una«o varias veces. Como consecuencia de ello su
recaudación comenzó a elevarse hasta llegar a batir las marcas pasadas y
futuras: en 1963, la documentada revista Variety todavía colocaba El nacimiento de una nación a la cabeza
de los grandes éxitos de taquilla del mercado norteamericano, con una cifra
estimada superior a los 50 millones de dólares y seguida, lo que resulta bien
significativo, de otra película racista de parecido corte: Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, 1939). con
41.200.000 dólares.
Desde el punto de vista técnico El nacimiento de una
nación marcó una
fecha decisiva en la evolución del arte cinematográfico. La versión final de
la película constó de doce rollos, con un total de 1.375 planos, que hacían
progresar la narración gracias a una ágil utilización del montaje. Con El nacimiento de una nación se rebasaba, definitivamente, el
híbrido recodo del cine-teatro, de las estampas fotografiadas. Los planos
generales se combinaban con los planos próximos: tres cuartos, medios y primeros
planos. Se dice que el operador Billy Bitzer se resistía a tomar planos de
conjunto, en los que las figuras resultaban muy pequeñas, afirmando que para el
espectador «aparecerían como conejos».
Pero Griffith no temía alternar un plano general con otro próximo,
produciendo un choque óptico, ni desplazar la cámara para efectuar una toma de
vistas en movimiento. En este sentido, la espléndida apertura de la batalla de
Petersburg ha quedado como un fragmento antológico de su estilo. Se inicia con
la imagen de una mujer que, asustada, estrecha a una criatura entre sus brazos.
Toda la batalla de Petersburg estaba mostrada alternando los grandes
planos de conjunto con los planos próximos que detallan las incidencias
particulares del combate. Y el montaje
paralelo, recurso narrativo predilecto de Griffith, permite orquestar tres
acciones alternadas por el montaje: la ciudad de Atlanta en llamas, las
escenas de angustia en el interior de la mansión de los Carneron y el campo de
batalla.
Esta ubicuidad creada por el montaje,
característica del estilo de Griffith y que también lo será del de Pudovkin, es
puesta también al servicio de su típico «salvamento
en el último minuto» en la escena de la persecución de Flora Cameron por
parte del negro Gusí que quiere violarla.
Se ha escrito muchas veces que El nacimiento de una nación representó,
además, el nacimiento del arte
cinematográfico. Jamás el cine había abordado una narración tan larga y
compleja (de dos horas y 45 minutos de duración), ni había sido capaz de
exponerla con tal agilidad, ritmo y coherencia narrativa. En realidad,
Griffith llevó a cabo una genial síntesis de procedimientos ya inventados, pero
los utilizó sistemáticamente, con un gran sentido de la funcionalidad expresiva
y de la economía
narrativa.
En contraste con la maestría técnica
en la planificación y
el montaje y con la pericia
en la
dirección de masas, la dirección de actores
se reveló en muchas ocasiones excesivamente tosca. Claro que el defecto arranca
ya del guión, del esquematismo psicológico de los personajes, divididos pura y
simplemente en «buenos» y «malos», sin profundidad ni matices. A la falsedad interpretativa
contribuyó también la
elección de Griffith de actores blancos, con el rostro
embetunado, para encarnar a la
mayor parte de los personajes negros. El reparto comprendió
nombres que no tardarían en refulgir como estrellas de la gran época del cine mudo,
como Lillian Gish, Mae Marsh, Wallace Reid, Henry B. Walthall, Bessie Love,
Elmo Lincoln, Miriam Cooper y Ralph Lewis; Raoul Walsh, que interpreta el breve
papel del asesino de Lincoln, no tardará en catalogarse como uno de los directores
más activos del cine norteamericano. Pero, en su conjunto, las posibilidades de
los intérpretes se vieron coartadas por los límites propios de este primario
melodrama racista —verdadero himno en honor del Ku-Klux-Klan— cuya fuerza y
vigor reposaban, exclusivamente, en la excepcional intuición
cinematográfica del autodidacta Griffith. Aunque a veces su pedantesco mal
gusto pudo más que la
intuición , como en el epílogo simbólico, con la victoria de Cristo
sobre el Moloch de la guerra.
El inmenso éxito de El nacimiento de una nación tuvo la vir tud de transformar la joven industria
cinematográfica, en la
que comenzaron a poner sus ojos los financieros de Wall
Street. Con el espaldarazo de la
alta banca , los negocios de los Independientes empezaron a
conocer complejas y ambiciosas combinaciones. En julio de 1915 se unieron las
firmas de Harry Aitken, Adam Kessel y Charles Bauman, para formar la Triangle Pictures Corp., aportando cada uno de ellos a su respectivo director artístico:
D. W. Griffith, Thomas Ince y Mack Sennett. Los tres mayores creadores del cine
americano formaron así los vértices de un triángulo que, hasta su liquidación
en 1918, estuvo a la van guardia
de la
producción norteamericana , produciendo obras de un interés
histórico capital.
Así, pues, Griffith realizó ya para la Triangle su segunda gran
superproducción, Intolerancia (1916),
que con su coste de dos millones de dólares pasó a convertirse en la pe lícula más cara de toda la historia del cine,
con una cifra todavía no superada teniendo en cuenta la posterior depreciación
del dólar. La idea
inicial de la película provino de un informe de la Federal Industrial
Commission sobre las sangrientas huelgas de 1912 y del asunto Stielow,
huelguista acusado del asesinato de su patrón. Con este material histórico
realizó Griffith The mother and tire law,
narración articulada básicamente sobre su clásico «salvamento en el último
minuto»: el obrero que va a ser ajusticiado y el indulto concedido en el
último momento. Pero cuando hubo concluido esta película pensó integrarla como
parte de un amplio fresco destinado a mostrar, a través de varios episodios
históricos, las desgracias provocadas
por la
intolerancia religiosa o social en la historia de la humanidad. Así
emprendió Griffith el rodaje de tres nuevos episodios: «La caída de
Babilonia», ocasionada por las disensiones entre los sacerdotes de Baal y
los de Ishtar, «La
Pasión de Cristo» y «La noche de
San Bartolomé», sangriento episodio de las luchas entre católicos y
protestantes en la Francia de
Catalina de Médicis. -
El rodaje de Intolerancia, la película más
ambiciosa y compleja de toda la
carrera de Griffith, representó un esfuerzo gigantesco.
Junto a Los Ángeles se alzaron colosales decorados, siendo el mayor de todos el
que representaba el Palacio de Babilonia, que medía 70 metros de altura por
1.600 de profundidad, dimensiones inusitadas que exigieron el empleo de un
globo cautivo para el rodaje de los planos de conjunto. Se movilizó un
auténtico ejército de figurantes (algunos días llegaron a ser 16.000),
alimentados por grandes cocinas de campaña como en las operaciones militares.
Para realizar una película de tan gigantescas proporciones se rodeó Griffith
de un estado mayor de ayudantes, algunos de los cuales llegarían a ser
directores famosos, como Erich von Stroheim, W. S. Van Dyke y Tod Browning. En
el reparto figuraron, entre otros nombres, Lillian Gish, Seena Owen, Elmer Clifton, Alfred Paget y
Bessie Love, y en papeles secundarios o como simple figurantes Douglas
Fairbanks, Mildred Harris (futura Sra. Chaplin), Erich von Stroheim (como
fariseo), Owen Moore, Noel Coward, Collen Moore, Tod Browning y Monte Blue
(como jefe de los huelguistas en el episodio moderno).
Griffith rodó setenta y
seis horas de película, montando con este material una copia de ocho horas de
duración pero que finalmente redujo a tres horas cuarenta minutos En esta obra
monumental llevó Griffith a sus últimas consecuencias su técnica de las
acciones paralelas, al desarrollar los cuatro episodios alternados por el
montaje, para reforzar su paralelismo simbólico. La película comenzaba con el
episodio moderno, proseguía con el de Babilonia, pero iniciando la acción en el
punto en que debiera hallarse de haber empezado al mismo
tiempo que el
anterior. De ahí se pasaba al episodio de Cristo, para volver luego al moderno
y después al de la matanza de hugonotes... Este monumental puzzle histórico no tenía más punto de conexión
(aparte del paralelo significado simbólico) que unos versos de Walt Withman
repetidos como leit – motiv, para enlazar los diversos episodios: «La
cuna se mece sin fin - uniendo el presente y el futuro».
Con su aplicación del
montaje paralelo a episodios históricos diversos, Intolerancia se convirtió en la primera película
acronológica de la historia del cine, ejerciendo una influencia que llegará
hasta la técnica novelística, particularmente anglosajona (Dos Passos,
Faulkner, Aldous Huxley, Virginia Woolf).
Griffith subtituló su
película «La lucha del amor a través de los tiempos». No deja de ser curioso que Griffith, que
acababa de filmar un gigantesco panfleto contra la raza negra, hiciese gala
aquí de generosas ideas sociales. Pero éstas son, justamente, las
contradicciones típicas de un autodidacta de las características de Griffith.
En la excelente escena del tiroteo contra los huelguistas, la cámara describe
una panorámica para seguir a los obreros en su huida y descubre, pintadas con
grandes letras, las palabras (Lo mismo hoy que ayer), que evocan un fatalismo que precisamente
Griffith trataba de combatir con su película.
De los cuatro episodios de Intolerancia, el moderno es el más emotivo y convincente;
el más espectacular es el de Babilonia, con la reconstrucción del fabuloso
festín de Baltasar, mientras el de la
Pasión de Cristo resulta endeble y convencional. La ubicuidad
espacio-temporal creada por el montaje alterno fue percibida por el público
como un gigantesco caos, como un rompecabezas histórico sin sentido. El
perspicaz crítico Louis Delluc no escapó a este juicio negativo: «Una
mezcolanza inexplicable — escribió— en la que Catalina de Médicis visita a los
pobres de Nueva York, mientras que Jesús bendice a las cortesanas del rey
Baltasar y las tropas de Darío toman al asalto el rápido de Chicago.» El público europeo que aplaudía los westerns
de Ince no apreció el valor de aquella película vanguardista que se adelantaba
en muchos años a la dramaturgia visual de su tiempo. Los directores rusos, en
cambio, acusaron profundamente el impacto de Intolerancia,
si bien no fue proyectada
en su país hasta 1919, tras la elogiosa acogida que le proporcionó Lenin.
Intolerancia fue, en resumen, un tremendo fracaso económico.
En algunos países se prohibió su exhibición, juzgando peligroso su alegato
ideológico. Tan grande fue el descalabro económico que faltó el dinero
necesario para derribar los gigantescos decorados. Durante un decenio, las
suntuosas ruinas de la Babi lonia
de Griffith proyectaron sobre Hollywood su amenazadora sombra, como una
estremecedora advertencia a la industria del cine.
Fracaso explicable, pero
fracaso injusto. Por encima del tono sensiblero, del atroz esquematismo
psicológico, del mal gusto y de la tosquedad de los símbolos (defectos que
confluyen en el epílogo, con la caída de los últimos tiranos y la apoteosis de
la paz universal), Griffith creó con su excepcional sentido cinematográfico una
obra de un ritmo prodigioso, una obra que no debía nada a la técnica teatral y
que utilizaba sistemáticamente los recursos de la nueva dramaturgia
visual: uso dramático del primer plano, movimientos de cámara, acciones
paralelas, efectos de montaje, metáforas visuales, caches… Todos los recursos narrativos que
Griffith ha importado de los textos de Dickens, sin descuidar, por cierto, los
aspectos más folletinescos de la literatura victoriana.
Es cierto que Griffith no
fue el inventor, en sentido estricto, de estos resortes técnicos. Aunque existe
una vasta polémica entre los historiadores, parece ser que en la Escuela de Brighton, en
Porter y en Zecca se hallan por vez primera las aplicaciones del primer plano,
del montaje paralelo o de la cámara en movimiento. Pero más allá de la
querella puramente arqueológica (cuyo interés es escaso), todos los
historiadores convienen en que Griffith fue el primero en utilizar
sistemáticamente estos recursos, creando
un lenguaje de intención dramática.
El talento dé Griffith
demostró, en otros aspectos creadores, graves limitaciones. La psicología de
sus personajes es rudimentaria; y los conflictos que narra, elementales y
folletinescos. Estas
insuficiencias se revelaron palpablemente con la rápida asimi lación
por otros creadores del lenguaje técnico por él inventado, superando entonces
ampliamente las obras del maestro. Chaplin y Stroheim, beneficiándose de los
hallazgos técnicos de Griffith, no tardaron en crear unas películas de profundo
contenido humano. Ahí se encierra toda la importancia y todas
las limitaciones del genio intuitivo de Griffith, que tal vez, de haber llegado
unos años más tarde al cine, inventada ya la sintaxis visual
que él creó, sería hoy un desconocido artesano de películas mediocres.
Al desaparecer la Triangle (a lo que no fue
ajeno el fracaso de Intolerancia), Griffith se asoció con Douglas Fairbanks,
Mary Pickford y Charles Chaplin para fundar la productora United Artists
(1919), sociedad que distribuiría directamente sus propias películas y que
jugará un papel importante en el desarrollo del cinc americano. Su fundación no
estuvo motivada por platónicos ideales artísticos (como rezó la declaración fundacional ),
sino alentada y parcialmente financiada por el poderoso grupo industrial Dupont
de Nemours (fabricante de película y rival de Kodak), que trataba de hacerse
con el mercado norteamericano a través del control de las grandes estrellas
convertidas en productoras de sus propias películas.
Griffith prosiguió como realizador
en activo hasta 1931, a
principios del sonoro. Pero ninguna de sus obras posteriores tuvo la resonancia de
aquellas que supusieron la
invención de la nueva gramática de las imágenes. El film
pacifista y rodado en Europa Corazones
del mundo (1918) obtuvo cierto éxito, aunque no tanto como La culpa ajena (1919), según un relato
de Thomas Burke que transcurre en los barrios bajos de Londres y que muestra
cómo la hija de
un boxeador fracasado y borracho (Lillian Gish) es atraída por la ter nura y amor del chino Chen
Huan (Richard Barthelmess) y, a causa de ello, maltratada por su padre hasta
matarla; el chino, enloquecido, mata al boxeador y se suicida ante el cadáver
de su amada. Con su intimismo y su evidente carga folletinesca La culpa ajena se nos aparece hoy como
un claro antecedente del Kainmerspielfdm alemán e inicia, al decir de Paul
Rotha, el cine de ambientes sórdidos y
miserables, que tendrá su culminación en Avaricia de Stroheim. En su puritano y sensiblero Las dos tormentas
(Way down East, 1920), adaptación de un melodrama de Lottie Blair Parker, se
valió del empleo de los elementos de la naturaleza desatados
para subrayar la
culminación emocional de la acción , según fórmula que por estos años
utilizaban también los realizadores nórdicos y que se incorporará como manido
recurso al repertorio cinematográfico habitual. El lenguaje que ha inventado
Griffith ya no puede dar más de sí, convertido en patrimonio del cine
universal. Sus obras quedan reducidas al melodrama puro, sin el soporte
ortopédico de la
novedad técnica. Esto resulta evidente en Las dos huérfanas (1922), con las
hermanas Gish perdidas en el caos de Revolución Francesa, y en La batalla de los sexos (1929) y más
penoso todavía cuando el creador de la sintaxis cinematográfica
se copia a sí mismo, tratando inútilmente de rehacer páginas de historia que
le hicieron célebre, como ocurre en América
(1924) y Abraham Lincoln (1930), su
primer film sonoro.
Rene Clair cuenta que una noche,
mientras cenaba con unos amigos en el Barrio Chino de Londres (en el
inolvidable escenario de La culpa ajena), tuvo la gran sorpresa de ver
aparecer en el local a Griffith, entonces ya en plena decadencia. Le invitó a
tomar una copa con él y luego, bruscamente, Griffith se levantó y abandonó el
local, sumergiéndose en la
brumosa noche londinense. «Se diría —escribe Rene Clair— que
paseaba entre la nie bla
en busca de su perdida juventud y su genio extinguido — como Thomas de Quincey,
soñando con su pobre Anna—, tratando de encontrar en la noche del pasado aquella
niña triste de La culpa ajena,
aquella sombra que él hizo nacer y que ahora tenía más vida que él mismo.»
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