sábado, 21 de julio de 2012

Formación de un arte - Charles Chaplin - Roman Gubern


Charles Chaplin

En el gris y triste East End londinense vino al mundo Charles Spencer Chapan, en 1889, en el seno de una humilde familia de actores judíos. Su infancia estuvo repleta de amarguras sin cuen­to. Perdió a su padre, bebedor empedernido, cuando contaba sólo cinco años de edad, precisamente el mismo año en que el pe­queño Charlie debutó en un escenario. La penosísima situación económica de su madre les obligó a trasladarse al tristemente cé­lebre barrio de Lambeth. «Vivíamos en una miserable habitación —escribe su hermano Sidney— y con frecuencia nos encontrába­mos sin nada que comer; ni Charlie ni yo teníamos zapatos. Re­cuerdo todavía que nuestra madre se quitaba los suyos para pres­tárnoslos a uno de nosotros, cuando teníamos que ir a mendigar la "sopa popular", única comida que recibíamos en todo el día.» Su madre enloqueció y tuvo que ser encerrada en un manicomio, mientras Charlie era internado en el asilo de Hanwell.
Esta infancia trágica no se borrará fácilmente del recuerdo del artista: «Todo está en mi memoria —escribe Chaplin—: aquel Lambeth que yo dejé, su miseria y su mugre.» Dolorosos recuerdos que luego tomarán cuerpo en sus cintas, y en especial en su primer largometraje, El pibe (The kid, 1921), evocación de los días de su temprana lucha por la vida, sus correrías por Lambeth y las amargas jornadas sin nada que llevarse a la boca.
De su madre adquirió Chaplin su primera formación artística y su sentido de la pantomima, que, espoleado por la necesidad, tuvo ocasión de practicar en algunos teatruchos de variedades y music-halls londinenses, utilizando el seudónimo «Sam Cohén, cómico judío». Este mundo entrañable de las tablas y las candi­lejas, con sus miserias y grandezas, alimentará el espíritu de Chaplin cuando nuevamente en Inglaterra resucite el mundo lon­dinense del espectáculo de la primera anteguerra, en Candilejas (1952).
Chaplin había comenzado tímidamente su carrera de actor, pero en 1907 consiguió ser contratado por Fred Karno, director de una importante compañía de pantomima, tradicional especia­lidad escénica inglesa. Con sus actuaciones en la troupe de Karno se inició una nueva etapa en la vida de Chaplin, de mayor estabilidad económica y decisivo perfeccionamiento artístico.
Las giras de la compañía le llevaron a los Estados Unidos y en uno de estos viajes, en 1913, se produjo el decisivo descubri­miento de Chaplin para el cine, al ser elegido por Adam Kessel y Mack Sennett para cubrir la baja del actor Ford Sterling en la recién fundada productora Keystone. -
El contrato que firmó Chaplin con la Keystone estipulaba que haría una película de un rollo de 300 metros (quince minutos) cada semana, en una jornada de trabajo. Sennett puso al actor inglés en manos de otro emigrado, el austríaco Harry Lehrman, antiguo conductor de tranvías al que se le conocía con el sobre­nombre burlón de «Pathé Lehrman», porque presumía (sin ser cierto) de haber sido en Europa uno de los puntales del productor Charles Pathé. Lehrman dirigió, pues, a Chaplin en su primera película, Haciendo por la vida (Making a living, 1914), en la que el actor aparecía no como el característico vagabundo que se hizo más tarde célebre, sino como gentleman elegante, de bi­gote espeso, monóculo y sombrero alto, en la línea trazada por Max Linder. En Carreras de autos para niños (Kid auto races at Venice, 1914) aparecieron los primeros rasgos de su indumen­taria, aunque no todavía su bastón de caña. En su tercera película Aventuras extraordinarias de Mabel (Mabel's strange predica­ment 1914) inaugura su típico viraje sobre un pie al doblar una esquina.
La personalidad independiente de Chaplin pugna por surgir, escapando de la ferocidad y el esquematismo cómico que impone Sennett a sus creaciones. Las divergencias de criterio enfrentaron en más de una ocasión a ambos artistas, pero a partir de Charlot camarero (Caught in  a cabaret, 1914), su duodécima película pero su primera obra importante, Sennett otorga cierta autonomía al actor inglés, permitiéndole actuar también como director, con la colaboración de Mabel Normand. De todos modos, las treinta y cinco películas que Chaplin interpretó para la Keystone no de­sarrollaron al máximo sus posibilidades, sino que se limitaron a evidenciarlas en forma embrionaria, atenazadas todavía por la concepción disparatada y destructiva de las Keystone Comedies.
Concluido el contrato con la Keystone, la productora Essanay le contrata (1915) para realizar catorce películas de dos rollos (600 metros). Es en este período cuando empieza a cimentarse su fama, con el sobrenombre de Charlot (o Carlitos, en varios países latinoamericanos) e impone su mundo poético personal, con elementos tan constantes en su mitología como la bella inge­nua que enciende el corazón de Charlot (Edna Purviance, descu­bierta por Chaplin), o el señor grande, gordo e irascible, con frecuencia barbudo, el primero de los cuales fue Bud Jamison, antiguo prestidigitador también descubierto por Chaplin. La pe­lícula más ambiciosa de la serie Essanay fue Carmen (1916), parodia de las lujosas versiones de Theda Bara y Geraldine Parrar, con la que Chaplin se mofa de este presuntuoso Ho­llywood, incipiente reino de estrellas, que ventila su mal gusto de nuevo rico.
Pero al finalizar la etapa Essanay Chaplin se ha convertido también en una estrella, altamente cotizada en el mercado de va­lores cinematográficos. Por eso el contrato que firma con la Mu­tual en 1916 estipula que realizará doce films cobrando 670.000 dólares anuales. El sueldo es alto, pero las películas de Chaplin le supondrán a la Mutual un negocio redondo: costaron en total 1.200.000 dólares, los distribuidores pagaron cinco millones por ellas y las salas de exhibición ingresaron, hasta el año 1925, 25 millones de dólares. La etapa creadora de la Mutual y de la First National (1918-22) marcaron la decisiva consagración artística de Chaplin, convirtiéndose en el primer mito universal creado por el nuevo arte, con la talla de Edipo, Hamlet o Barba Azul.
La trascendencia del vagabundo romántico de sombrero hongo y grandes zapatos radica en la incorporación de una cálida dimensión humana al mundo de los estrafalarios muñecos creados por Sennett. En su visión de la sociedad conserva Chaplin el feroz sentido satírico de su maestro, que le hace dinamitar sistemáticamente las llamadas «instituciones respetables», pero añade además una apremiante llamada al amor y a la fraternidad humana. Por eso sus películas son siempre polémicas, acusado­ras: el policía de la esquina, enemigo y perseguidor de Charlot, en El evadido (The adventurer, 1917), el funcionario que, a la vista de la estatua de la Libertad, coloca una cadena en tomo a los emigrantes como si se tratase de reses, en El emigrante (The inmigrant. 1917). La absurda crueldad de la guerra y la sinrazón del heroísmo en Armas al hombro (Shoulder arms, 1918), la mo­jigatería religiosa, puritana e hipócrita, en El peregrino (1922)...
Todo un catálogo de los males y miserias del mundo aflora a lo largo de la filmografía de Chaplin, que utiliza el humor como arma corrosiva, al tiempo que en su natural complejidad psicológica —no olvidemos que es el primer auténtico hombre creado por el cine— expone la insaciable ansia de amor, justicia y paz que, mezclada en la contradictoria selva de instintos e idea­les que anima todo ser humano, brota continuamente a través de sus actos.
El sentido crítico del humor de Chaplin, nacido de la refle­xión y del cuidadoso estudio de la realidad, queda patente en este autoexamen de sus métodos de trabajo, que revelan a la vez su profundo conocimiento de la estructura psicológica del hom­bre:
“El hecho sobre el que me apoyo, más que sobre cualquier otro, es el de poner al público frente a alguien que se encuentra en una situación ridícula o difícil —escribe Chaplin—. El solo hecho de que un sombrero vuele, por ejemplo, no es risible. Sí lo es ver a su propietario correr detrás, con los cabellos al aire y los faldones de su levita flotando. Toda situación cómica está basada en eso. Los films cómicos han tenido un éxito inmediato porque la mayor parte de ellos presentaban a agentes de policía que caían en alcantarillas, tropezaban en los cubos de yeso y sufrían mil contratiempos. He aquí a las personas que represen­tan la dignidad del poder, frecuentemente muy imbuidas de se­mejante idea, y la visión de sus desventuras provoca mayores deseos de reír en el público que si se tratase de simples ciudada­nos”.
Todavía más graciosa es la persona ridícula que, a pesar de eso se niega a admitir que le ocurran cosas extraordinarias y se obstina en conservar su dignidad. El mejor ejemplo está suminis­trado por el hombre ebrio que quiere convencernos muy digna­mente de que está sereno. Por esto, todos mis films descansan en la idea de ocasionarme apuros, para aparecer terriblemente serio, en mi tentativa de comportarme como un caballero muy normal. Por eso es por lo que al encontrarme en tan enojosa pos­tura, mi preocupación consiste siempre en recoger inmediata­mente mi bastón, enderezarme el sombrero hongo y ajustarme la corbata, aunque acabe de caer de cabeza. Estoy tan seguro en este punto, que trato no sólo de ponerme yo mismo en situacio­nes difíciles, sino que cuido de colocar también en ellas a los demás”.
Cuando obro así, me esfuerzo siempre en economizar mis medios. Quiero decir con esto que si un acontecimiento puede provocar por sí solo dos carcajadas separadas, es preferible a dos hechos separados. En El evadido lo consigo colocándome en un balcón donde tomo un helado con una joven. En el piso de abajo hay una dama robusta, respetable y bien vestida, ante una mesa. Entonces, mientras me como el helado dejo caer una cucharada que se desliza por el interior de mi pantalón y, desde el balcón, va a caer al cuello de la dama, que aulla y se pone a saltar. Un solo hecho ha servido para poner en compromiso a dos personas y ha provocado dos carcajadas”.
“Por sencillo que esto parezca, hay dos elementos de la na­turaleza humana que son alcanzados por este hecho: el uno es el placer del público al ver la riqueza y el lujo en ridículo; el otro consiste en la tendencia del público a experimentar las mis­mas emociones que el actor en la escena y en la pantalla. Una de las verdades más rápidamente apreciadas es la de que el pue­blo, en general, se divierte al ver que las personas ricas llevan la peor parte. Esto proviene de que las nueve décimas partes de la humanidad son pobres e interiormente envidian la riqueza de la otra décima parte. Si, por el contrario, hubiera hecho caer el helado en el cuello de una pobre doméstica, en lugar de la risa hubiera provocado la simpatía hacia la mujer. Del mismo modo, no teniendo una doméstica ninguna dignidad que perder, este he­cho no hubiera sido gracioso. Dejar caer el helado en el cuello de una mujer rica supone, para el público, darle lo que merece”.
Chaplin es un buen conocedor de los resortes psicológicos de la risa. Pero la risa no es incompatible con la ternura, que aflora también en todas las obras de este artista, ácido y romántico a la vez, heredero del idealismo altruista del Quijote y del materialismo hedonista de Sancho. Chaplin perseguirá tenaz­mente a través de sus obras la esperanza de una vida mejor, le­gando a la historia del cine unas creaciones de una calidad hu­mana imperecedera. Durante la etapa del cine mudo será, junto con Erich von Stroheim, uno de los pocos portavoces de las as­piraciones más nobles del hombre en el endurecido y metalizado corazón de Hollywood, que se ha convertido ya en presa de los grandes bancos y de vastas operaciones financieras.









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