viernes, 20 de julio de 2012

Formación de un arte - Nace una mitología - Román Gubern


Nace una mitología

Los primeros mercaderes del cine habían descubierto, en temprana hora, que el tropismo de las masas era particularmente sensible al estímulo del sexo. El descubrimiento no era, cierta­mente', muy original. Existe toda una tradición artística que ha conjugado con éxito, de mil modos y maneras, el verbo amar. En la literatura popular americana —en las novelas cortas (Short Stories) de los magazines del estilo Saturday Evening Post— existía una constante temática, de bien probada eficacia, de la que no tardaron en apropiarse las Escenas de la vida real de la Vitagraph. Era la fórmula conocida con el nombre de Boy meets girl («chico encuentra a chica»), de la que ni siquiera Griffith fue capaz de sustraerse. El esquema era, y es todavía, de una sencillez y de una eficacia aplastantes: «El chico conoce a la chi­ca; el chico pierde a la chica; el chico recupera a la chica.» El final es, naturalmente, un final con boda, es decir, un reconfor­tante «final feliz» (happy end).
El boy meets girl y su corolario el «final feliz» han consti­tuido dos pilares sobre los que se ha asentado el tremendo pode­río comercial de Hollywood. Hay que señalar que este esquema no es exclusivo de las películas llamadas «de amor», sino que aparece enhebrado a cualquier otra línea dramática, pero si­guiendo un curso paralelo a la acción principal, de modo que ambas líneas tengan un feliz desenlace en el último rollo. Caben, naturalmente, mil variaciones sobre el tema del boy meets girl, pero lo usual es que en las películas de «amor y aventuras» se introduzca un tercer elemento, negativo, el «villano» o antihéroe, cuya principal función es la de perturbar la felicidad de la pareja protagonista. Este esquema triangular es viejo como el mundo: aparece en Homero y en la antigua literatura oriental y perdura en los dramas europeos y en las historietas ilustradas de los gran­des rotativos americanos. La razón de esta constancia hay que buscarla en las capas más profundas del subconsciente humano. Este esquema plantea, en toda su elementalidad, el combate entre las fuerzas puras del Bien y del Mal. Es el viejo duelo de Ornniz y Ahrimán, de Caín y Abel, de Osiris y Set o de Balder y Loki en la mitología escandinava. Como dos polos en los que se su­bliman y condensan las apetencias más irracionales y secretas del hombre, las imágenes hechas celuloide del «héroe» y del «vi­llano» fusionan y confunden los valores éticos y estéticos, corno ocurre en las más viejas mitologías de la Tierra. El «héroe» es un personaje simpático y físicamente atractivo, mientras el «vi­llano» —suma y compendio de todos los males— es físicamente desagradable. La diferenciación llega a tal extremo que con su sola imagen puede identificarse quiénes son el protagonista y el antagonista de una película. Ni que decir tiene que esta mitología procede en línea recta de la filosofía del Superhombre de Nietszche, que postula el exterminio de cualquier forma de fealdad fí­sica, como signo de debilidad y servidumbre.
El «villano», el malo sin matices, aristas ni explicaciones, el mulo por antonomasia, es un producto ideal nacido del cerebro y de las necesidades dramáticas de los guionistas. Ser deshumanizado eróticamente inhibitorio sirve para explicar -en forma harto simplista- todos los males que asolan la humanidad. Con su eliminación física la pareja protagonista recupera la felicidad perdida. ¡Qué forma más atroz de falsear la compleja realidad y de camuflar las razones objetivas que condicionan la felicidad o infelicidad de los hombres! Pero la solución es cómoda y expe­ditiva a más no poder y el cine creará «villanos» profesionales, como Lew Cody, Montagu Love o Erich von Stroheim, nacidos para polarizar todo el odio y todas las frustraciones albergadas en las inmensas salas oscuras. Al villano le veremos evolucionar, al compás de las exigencias políticas, y de cuatrero se convertirá en gángster, antes de transmutarse en oficial alemán, para acabar como espía ruso, que roba planos atómicos.
Tampoco el personaje de la «chica» sale mucho mejor librado de un somero análisis. El primer arquetipo femenino creado por Hollywood fue el de la «ingenua» (Mary Pickford, Lillian y Dorothy Gish, Edna Purviance, Alice Terry), cuya función primordial era la de servir de premio que el guionista entregaba al «chi­co», al final de la película, para recompensar su valerosa actua­ción. La mujer aparece «cosificada» en un cine que, no lo olvi­demos, está hecho por y para los hombres. Es un cine que hereda e incorpora las más viejas y estables fórmulas de la literatura y de la mitología, que de Oriente saltaron a la Europa cristiana, para acabar asentándose en Hollywood: del mito de Teseo y el Minotauro derivaron las leyendas del ciclo de San Jorge, en las que el caballero mataba al dragón y rescataba a la virgen que tenía raptada, tomándola como esposa. Unos siglos más tarde reaparecerán en versión actualizada e impresas sobre el celuloide fabricado por la Kodak.
Y todo esto rematado por el «final feliz», válvula de escape de la insatisfacción, la mediocridad y las angustias cotidianas de quienes acuden con devoción a las salas oscuras, para borrar sus problemas con el lavado cerebral de las imágenes animadas. Ju­lián Marías ha escrito que nuestra civilización actual se sostiene, gracias a las periódicas “dosis de cine”, de modo semejante a la ración de coca que explica la resistencia de los indios peruanos. Pero el “final feliz”, como la coca, es un veneno lento. Además de falso velo mixtificador que oculta la realidad, el «fi­nal feliz» ha sido acusado reiteradamente de inmoral. Aristóteles señaló ya el valor catártico de la tragedia; Leopardi criticó la inoperancia afectiva del «final feliz». Podría añadirse que el «fi­nal feliz» es una adormidera que tranquiliza al espectador, convenciéndole de que todo en el mundo marcha a las mil maravillas, mientras que el drama que muestra los valores justos piso­teados, le llena de una sana indignación que le espolea y estimula para la lucha en su defensa. Se trata, en definitiva, del enfrentamiento de dos actitudes: el conformismo con su aceptación de la realidad tal cual es, frente al inconformismo y a la rebeldía ante sus injusticias e imperfecciones para tratar de superarlas..
Estos esquemas fundamentales, se han ido enriqueciendo y tornándose más complejos a lo largo de la historia del cine, de acuerdo con las exigencias de la evolución histórica y social. La primera mutación importante tuvo, naturalmente, un vector se­xual. Fue la insuficiencia del personaje de la «ingenua» y el éxito alcanzado por las «mujeres fatales» del cine nórdico lo que deter­minó la importación a Hollywood de un nuevo arquetipo feme­nino caracterizado a diferencia de la «ingenua», por su intensa actividad erótica.
Seguimos, no obstante, en el terreno de la mujer-objeto, de la mujer-hecha-para-el-placer, que se conocerá con el expresivo nombre de «vampiresa». Detengámonos un momento en esta de­nominación porque vale la pena. El vampiro, como todo el mundo sabe, es un mamífero quiróptero que habita en los bos­ques de la América central y meridional y que se alimenta de la sangre de otros mamíferos. De esta sugestiva realidad zoológica derivó el mito del vampiro, que arraigó en Europa central y cris­talizó en una obra maestra de la literatura terrorífica: Drácula (1897), del irlandés Abraham Stoker. En una nueva finta idiomática el nombre pasó a designar también a estas mujeres devoradoras de hombres, que aureoladas por una publicidad astuta van a hacer añicos los corazones de los espectadores masculinos. Su primera formulación pictórica aparece en el cuadro de Philip Burne-Jones titulado The vampire (1897), en el que se inspiró Rudyard Kipling para escribir un poema del mismo título y que divulgó este mito femenino en el área cultural anglosajona.
El perfil psicológico de estas mujeres no es nítido. Como es­cribe Edgar Morin «la vamp, surgida de las mitologías nórdicas, y la gran prostituta, surgida de las mitologías mediterráneas, tan pronto se distinguen como se confunden en el seno del gran ar­quetipo de la mujer fatal». Lo que sí es definible es cada una de las individualidades de esta gran familia erótica. Los arqueólogos del cine americano aseguran que su primera vamp fue Alice Hollister, que en 1913 interpretó el papel de María Mag­dalena y dos cintas de expresivos títulos: The vampire y The destroyer, ambas sobre el egoísmo y la crueldad de una mujer dispuesta a todo para sostener su vida lujosa y parásita. Pero ni la Hollister ni la actriz danesa Betty Nansen, que William Fox importó en 1914, consiguieron la rotunda e indiscutible celebridad de Theda Bara.
Nacida en 1890 en Cincinnati (Ohio) y de ascendencia judeo-inglesa, Theda Bara fue un producto creado por el departamento publicitario de la Fox. Su verdadero nombre era Theodosia Goodman, pero la Fox hizo circular la fabulosa versión de que la joven actriz había nacido en el Sahara, fruto de los amores prohibidos de un oficial francés y de una muchacha árabe, que murió al darla a luz. Su nombre —cuya sonoridad era por cierto vagamente nórdica— era un anagrama de las palabras «muerte árabe» (arab death, en inglés). Al público le encantó aquella le­yenda y se la creyó. Para redondear el mito la Fox creó un slogan sugestivo con qué arropar a su estrella: «la mujer más perversa del mundo». Con este fasci­nante aparato publicitario entró Theda Bara en el cine para encar­nar los personajes de Carmen, Madame Du Barry, Cleopatra, Safo, Salomé, Margarita Gautier y otros que testimonian la es­casa imaginación de los productores de todos los tiempos. Theda Bara levantó, desde la pantalla y en su vida privada, turbulentas pasiones y atizó la ira de todas las organizaciones puritanas y bienpensantes del país, que además alegaban que Miss Theda Bara practicaba el espiritismo y las ciencias ocultas.
Con Theda Bara se incorpora un elemento clave en el mo­saico de la mitología sexual. Siguiendo sus pasos vendrán luego Nita Naldi, Barbara La Mar, Greta Nissen, Mae West, Evelyn Brent, Margaret Livingstone, Betty Blythe, Lya de Putti, Carmel Myers, Alma Rubens, Pola Negri, Olga Balaclova... Todo un desfile de provocativas bellezas, que exhibirán generosamente su epidermis, en perpetuo duelo con todas las censuras del mundo, y añadirán capítulos gloriosos a la antología osculatoria de la pantalla. Bien es verdad que la vampiresa es, desde una perspec­tiva ética, un personaje extraordinariamente contradictorio. Mito agudamente erótico y profundamente atractivo (y por lo tanto de gran rentabilidad comercial) se sustenta sobre una grave contra­dicción interna, que es el castigo final que reciben ella, o sus amantes, o todos a la vez, en un apresurado parche de moralidad impuesto por el fariseo prejuicio carnal de la moral judía de la que, a fin de cuentas, somos herederos.
Podrían sacarse sabrosas conclusiones de este forcejeo moral entre Eros y Thanatos, entre el deseo y la frustración (o entre el Comercio y los Principios), que ha pasado a ser una constante moral, de todos los códigos de censura o de autocensura del mundo. Así veremos al profesor Unrath aniquilado por la pasión carnal que le inspiró la bella Marlene Dietrich en El ángel azul, o a la espléndida Louise Brooks, que tras una vida de placeres y pasiones concluye sus días bajo el cuchillo sanguinario de Jack el Destripador en Dié Büsche der Pandora, o asistiremos al pro­ceso de autodestrucción de Margarita Gautier (Greta Garbo) en la adaptación de La dama de las camelias. Billy Wilder rizará el rizo al enterrar definitivamente el mito de la vampiresa, cuyos despojos exhibirá con complaciente sadismo en El crepúsculo de los dioses (1950).
Pero estos parches de moralidad no atañen sólo a la vampire­sa. Cecil B. De Mille, el hombre de la Biblia, ha escrito que «la carne es para los seres humanos lo que la aguja magnética es para un trozo de hierro». Aunque la sentencia no es muy bri­llante, ilustra una de las ideas motrices de Hollywood, en donde todavía pesa sobre sus ávidos comerciantes el legado moral de los puritanos del Mayflower. Cuando nos refiramos a la aparición del Código Hays de censura volveremos sobre el tema, pero se­ñalemos ahora que la constante moral que aceptará ya el cine desde sus primeros años, como hipócrita componenda entre mer­caderes y moralistas, es que toda relación amorosa que viole los principios de la moral admitida por la sociedad, deberá recibir su correspondiente y aleccionador castigo en el último rollo de la película.
También el sexo masculino creó en la primera hora sus ar­quetipos eróticos. Primero fue el «héroe» a secas, ágil caballista, fuerte y valeroso, y centro de gravedad de la primera mitología cinematográfica (Tom Mix, Río Jim, Buck Jones, -William Farnum). Pero el «cowboy» era tan elemental como la «ingenua» y hubo que potenciar también su erotismo con fórmulas-más re­sinadas para paladares más exigentes. Así apareció, para dar la réplica a la vamp, el arquetipo del «gran amador». Quien mejor encarnó el mito del apasionado amante latino que, sin duda, un emigrante italiano llamado Rodolfo Guglielmi, que en 1913 desembarcó en América sin dinero y sin amigos, pero que no tardó en llegar a ser el ídolo de las mujeres con el seudónimo artístico de Rodolfo Valentino. En su juventud no fue admitido en la Ma­rina a causa de su insuficiente apertura torácica, pero ni esta minusvalía física ni el ser un reconocido gigoló hubieron de im­pedir su ascenso a la fama, creando un estilo amatorio que ins­pirará a otros galanes de estirpe más o menos latina; Ricardo Cortez, Antonio Moreno, Gilbert Roland, Ramón Novarro, John Gilbert, Robert Taylor y George Chakiris. El latin lover supuso el tránsito del mito infantil al mito púber, depositario de la tradición de Don Juan y de Casanova, que ha impuesto a las mujeres anglosajonas la difundida creencia en una hipertrofiada potencia sexual de las razas socialmente inferiores (como lo es la latina para los anglosajones). En este sentido, el mito del «amante la­tino» alberga cierta connotación masoquista, con la voluntaria sumisión y servidumbre sexual de la mujer a un ser inferior.
Todo esto nos sumerge en el alambicado fenómeno del star-system, que nació con pretensiones de dignidad intelectual du­rante el film d'art francés, pero que los Independientes america­nos utilizaron a fondo como arma contra la M.P.P.C., quebrando sus principios industriales de la estandarización de las películas y del anonimato de los actores (aunque el star-system no tardará en engendrar a su vez una nueva estandarización, asentada en la consagración de las estrellas-arquetipo).
Los orígenes del star-system americano, empero, son bas­tante complejos. La técnica del primer plano había permitido a la Vitagraph difundir y popularizar los rostros de sus actores. Un referéndum, de 1911 para designar al intérprete más popular del país colocó a Florence Turner, estrella de la casa, como reina de los públicos. Por aquel entonces las cosas no estaban tan bien organizadas como ahora y el único índice de popularidad de un actor o actriz era la recaudación de la taquilla. El expresivo len­guaje de la taquilla (box-office) advirtió a los productores de que existían intérpretes de una «rentabilidad» superior a la de otros. Así surgió la noción de money making star (actor fabricante de dinero) y los productores comenzaron a preocuparse seriamente de la elección y «lanzamiento» de sus estrellas.
Todo esto tuvo, claro está, su reflejo económico. Mary Pickford, primera gran estrella del nuevo firmamento, trabajó en forma anónima en sus films de 1909 y 1910. Cuando los distribuidores ingleses de sus películas recibieron algunas cartas pi­diendo información sobre la actriz, inventaron que se trataba de una tal Miss Dorothy Nicholson y un ejemplar de The Bioscope en 1911 publicó una biografía imaginaria de Miss Nicholson, acompañada de una foto de Mary Pickíord. Pero esto no duró mucho. Mary Pickford empezó a trabajar con Griffith por diez dólares diarios. En 1910 Laemmle la contrata por 175 a la sema­na. En 1912 Zukor se la arrebata con la oferta de mil dólares semanales, pero en 1916 le estaba pagando diez veces más. El nacimiento del star-system tiene una vertiente numérica harto significativa. Adolph Zukor, que fue uno de los pilares de la «po­lítica de estrellas», importó Elizabeth, reina de Inglaterra, de Sarán Bernhardt, por 20.000 dólares, pero recaudó con ella más de 80.000. Max Linder fue contratado por Pathé en 1905 con un salario de 20 francos; en 1911 le pagaba 150.000 al año y en 1912 la cifra ascendió a un millón.
Esto es muy importante porque va a condicionar toda la pro­ducción futura. Una estrella vale más que un director, un guio­nista o un productor. Por consiguiente el cine se hará para y por ­las estrellas y las películas se lanzarán apoyadas en sus nombres, su rostro, su sonrisa o sus piernas. Y las estrellas, claro, ponen condiciones. Mary Pickford revisa los guiones y acepta tan sólo aquellos que encajan con el arquetipo ideal que la pantalla ha divulgado. En Italia, un buen día Febo Mari se niega a llevar barba para encarnar a Atila; entonces Alberto Capozzi, para no ser menos, rehúsa también la barba que debía llevar su San Pa­blo. La «querella de las barbas» es menos anecdótica de lo que parece a primera vista.
El productor, naturalmente, mima y cuida a sus estrellas y para sostener la llama sagrada de su negocio organiza una publi­cidad fabulosa basada en bodas, divorcios, fotos dedicadas, suicidios frustrados, escándalos fabricados, secretos de alcoba, co­rrespondencia íntima... Todo esto y mucho más alimenta la de­voción histérico-erótica de los fans de la estrella repartidos por todo el mundo. Porque no hay que olvidar que, a fin de cuentas, la estrella es un producto industrial que se elabora y se lanza al mercado de modo análogo a una marca de automóvil, un cosmé­tico o una lavadora mecánica. Carl Laemmle lo intuyó pronta­mente al afirmar que «la fabricación de estrellas es cosa primor­dial en la industria del film». Los departamentos de publicidad de las grandes casas productoras son los encargados de elaborar y lanzar a la estrella, que con su mirada, su busto o sus pantorrillas abrirá nuevos mercados al país de la superproducción. Eso ya lo sabía el ladino Hays, quien no tuvo pelos en la lengua al afirmar que «la mercancía sigue al film».
Las razones psicológicas más profundas del arraigo del star-system están en la transferencia emotiva que se opera en el es­pectador durante el ritual de la proyección cinematográfica. El cine es, de todas las artes, la que exige del espectador una menor colaboración intelectual y la que ofrece, en cambio, una mayor participación emotiva. La concentración del rectángulo luminoso y la oscuridad del local son circunstancias que contribuyen a ex­plicar este proceso cuasi-hipnótico, durante el cual el espectador vive una vida que no es la suya. Es la diversión (del latín diver-tere, desviar, apartar) en su acepción más pura. Si por accidente la proyección se interrumpe y las luces se encienden, el espectador siente un profundo malestar e incluso vergüenza, al verse bruscamente extraído de una vida que no es la suya para reencontrar violentamente a su propio Yo. Habría que referirse, todavía, a la edad media del público de cine y, particularmente, a su «edad mental», que es la que de verdad cuenta, pero eso nos llevaría muy lejos...
Una de las características más importantes del mito cinema­tográfico es la transferibilidad, es decir, la posibilidad de trans­ferir y referir el arquetipo ideal a una persona real y concreta y en especial al soporte físico del mito. En este principio psicoló­gico se asienta el culto a la personalidad, porque el actor o actriz aparecen para el fan revestidos de todas las cualidades y virtudes de los personajes que han encarnado repetidamente en la panta­lla: belleza, valor, inteligencia... Esto no ocurre en el teatro, pero sí en el cine. Por eso ha escrito Malraux que «Marlene Dietrich no es una actriz como Sarah Bernhardt, sino un mito como Friné». Y cuando el intérprete da este salto cualitativo que le convierte en mito, nace una adoración colectiva por parte de sus fans, que confunden actor y arquetipo, y se crea un ritual má­gico-erótico, una imitación de sus formas de vestir, de hablar, de moverse, de su «estilo» en suma... Recordemos, por su proximidad, la «cola de caballo» puesta de moda por Brigitte Bardot o la revalorización del busto femenino (devaluado desde 1900) después de la segunda guerra mundial, gracias a las actrices más populares del cine italiano... Bachlin, que es un economista, lo ha enunciado con todo el rigor de un científico: «la forma de vida de una estrella es en sí misma una mercancía».
Esto es el star-system: el fetichismo colectivo de la estrella y de cada acto de su vida privada, !a identificación con el ídolo —como en algunas antiguas ceremonias paganas—, la «evasión» de la propia personalidad, la industrialización de los mitos (que es algo que no pudieron hacer los griegos con sus Aquiles, Afro­ditas o Prometeos) mediante oficinas encargadas de despachar la voluminosa correspondencia de la estrella y publicidad masiva en revistas especializadas (Silver Screen, Photoplay, Screenland, Movieland, Confidential...). Por eso no debemos asombrarnos cuando Patrick Lindermohr nos explica que algunas artistas japo­nesas de strip-tease utilizan como nombre profesional el de cono­cidas estrellas de Hollywood. Es el viejo principio mágico de la transferencia el que mueve todavía nuestros resortes más ocultos y que nos lleva a considerar que, a fin de cuentas, entre el bosquimano y el habitante actual de los rascacielos no media tanta diferencia.


Alice Hollister

Theda Bara

Erich Von Stroheim

Mary Pickford

Rodolfo Valentino


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