Nace una mitología
Los primeros mercaderes del cine habían descubierto, en temprana hora,
que el tropismo de las masas era particularmente sensible al estímulo del sexo.
El descubrimiento no era, ciertamente', muy original. Existe toda una
tradición artística que ha conjugado con éxito, de mil modos y maneras, el
verbo amar. En la literatura popular americana —en las novelas cortas (Short
Stories) de los magazines del estilo Saturday
Evening Post— existía una constante temática, de bien probada
eficacia, de la que no tardaron en apropiarse las Escenas de
la vida real de la
Vitagraph. Era la
fórmula conocida con el nombre de Boy meets girl («chico
encuentra a chica»), de la que ni siquiera Griffith fue capaz de sustraerse. El
esquema era, y es todavía, de una sencillez y de una eficacia aplastantes: «El
chico conoce a la chica; el chico pierde a la chica; el chico recupera a la
chica.» El final es, naturalmente, un final con boda, es decir, un reconfortante
«final feliz» (happy end).
El boy meets girl y su corolario el «final feliz» han
constituido dos pilares sobre los que se ha asentado el tremendo poderío
comercial de Hollywood. Hay que señalar que este esquema no es exclusivo de las
películas llamadas «de amor», sino
que aparece enhebrado a cualquier otra línea dramática, pero siguiendo un
curso paralelo a la acción principal, de modo que ambas líneas tengan un feliz
desenlace en el último rollo. Caben, naturalmente, mil variaciones sobre el
tema del boy meets girl, pero lo usual es que en las películas
de «amor y aventuras» se introduzca
un tercer elemento, negativo, el «villano» o antihéroe, cuya principal función
es la de perturbar la felicidad de la pareja protagonista. Este esquema
triangular es viejo como el mundo: aparece en Homero y en la antigua literatura
oriental y perdura en los dramas europeos y en las historietas ilustradas de
los grandes rotativos americanos. La razón de esta constancia hay que buscarla
en las capas más profundas del subconsciente humano. Este esquema plantea, en
toda su elementalidad, el combate entre las fuerzas puras del Bien y del Mal.
Es el viejo duelo de Ornniz y Ahrimán, de Caín y Abel, de Osiris y Set o de
Balder y Loki en la mitología escandinava. Como dos polos en los que se subliman
y condensan las apetencias más irracionales y secretas del hombre, las imágenes
hechas celuloide del «héroe» y del «villano» fusionan y confunden los
valores éticos y estéticos, corno ocurre en las más viejas mitologías de la Tierra. El «héroe» es
un personaje simpático y físicamente atractivo, mientras el «villano» —suma y
compendio de todos los males— es físicamente desagradable. La diferenciación
llega a tal extremo que con su sola imagen puede identificarse quiénes son el
protagonista y el antagonista de una película. Ni que decir tiene que esta
mitología procede en línea recta de la filosofía del Superhombre de Nietszche,
que postula el exterminio de cualquier forma de fealdad física, como signo de
debilidad y servidumbre.
El «villano», el malo sin matices,
aristas ni explicaciones, el mulo por antonomasia, es un producto ideal nacido
del cerebro y de las necesidades dramáticas de los guionistas. Ser deshumanizado
eróticamente inhibitorio sirve para explicar -en forma harto simplista- todos
los males que asolan la humanidad. Con su eliminación física la pareja
protagonista recupera la felicidad perdida. ¡Qué forma más atroz de falsear la
compleja realidad y de camuflar las razones objetivas que condicionan la
felicidad o infelicidad de los hombres! Pero la solución es cómoda y expeditiva
a más no poder y el cine creará «villanos» profesionales, como Lew Cody,
Montagu Love o Erich von Stroheim, nacidos para polarizar todo el odio y todas
las frustraciones albergadas en las inmensas salas oscuras. Al villano le
veremos evolucionar, al compás de las exigencias políticas, y de cuatrero se
convertirá en gángster, antes de transmutarse en oficial alemán, para acabar
como espía ruso, que roba planos atómicos.
Tampoco el personaje de la «chica»
sale mucho mejor librado de un somero análisis. El primer arquetipo femenino
creado por Hollywood fue el de la «ingenua» (Mary Pickford, Lillian y Dorothy
Gish, Edna Purviance, Alice Terry), cuya función primordial era la de servir de
premio que el guionista entregaba al «chico», al final de la película, para
recompensar su valerosa actuación. La mujer aparece «cosificada» en un cine
que, no lo olvidemos, está hecho por y para los hombres. Es un cine que hereda
e incorpora las más viejas y estables fórmulas de la literatura y de la
mitología, que de Oriente saltaron a la Europa cristiana, para acabar asentándose en
Hollywood: del mito de Teseo y el Minotauro derivaron las leyendas del ciclo de
San Jorge, en las que el caballero mataba al dragón y rescataba a la virgen que
tenía raptada, tomándola como esposa. Unos siglos más tarde reaparecerán en
versión actualizada e impresas sobre el celuloide fabricado por la Kodak.
Y todo esto rematado por el «final
feliz», válvula de escape de la insatisfacción, la mediocridad y las angustias
cotidianas de quienes acuden con devoción a las salas oscuras, para borrar sus
problemas con el lavado cerebral de las imágenes animadas. Julián Marías ha
escrito que nuestra civilización actual se sostiene, gracias a las periódicas
“dosis de cine”, de modo semejante a la ración de coca que explica la
resistencia de los indios peruanos. Pero el “final feliz”, como la coca, es un
veneno lento. Además de falso velo mixtificador que oculta la realidad, el «final
feliz» ha sido acusado reiteradamente de inmoral. Aristóteles señaló ya el
valor catártico de la tragedia; Leopardi criticó la inoperancia afectiva del
«final feliz». Podría añadirse que el «final feliz» es una adormidera que
tranquiliza al espectador, convenciéndole de que todo en el mundo marcha a las
mil maravillas, mientras que el drama que muestra los valores justos pisoteados,
le llena de una sana indignación que le espolea y estimula para la lucha en su
defensa. Se trata, en definitiva, del enfrentamiento
de dos actitudes: el conformismo con su aceptación de la realidad tal cual es,
frente al inconformismo y a la rebeldía ante sus injusticias e imperfecciones
para tratar de superarlas..
Estos esquemas fundamentales, se han
ido enriqueciendo y tornándose más complejos a lo largo de la historia del cine,
de acuerdo con las exigencias de la evolución histórica y social. La primera
mutación importante tuvo, naturalmente, un vector sexual. Fue la insuficiencia
del personaje de la «ingenua» y el éxito alcanzado por las «mujeres fatales»
del cine nórdico lo que determinó la importación a Hollywood de un nuevo
arquetipo femenino caracterizado a diferencia de la «ingenua», por su intensa
actividad erótica.
Seguimos, no obstante, en el terreno
de la mujer-objeto, de la mujer-hecha-para-el-placer, que se
conocerá con el expresivo nombre de «vampiresa».
Detengámonos un momento en esta denominación porque vale la pena. El vampiro, como todo el mundo sabe, es un
mamífero quiróptero que habita en los bosques de la América central y
meridional y que se alimenta de la sangre de otros mamíferos. De esta sugestiva
realidad zoológica derivó el mito del vampiro, que arraigó en Europa central y
cristalizó en una obra maestra de la literatura terrorífica: Drácula
(1897), del irlandés Abraham Stoker. En una nueva finta idiomática el nombre
pasó a designar también a estas mujeres devoradoras de hombres, que aureoladas
por una publicidad astuta van a hacer añicos los corazones de los espectadores
masculinos. Su primera formulación pictórica aparece en el cuadro de Philip
Burne-Jones titulado The vampire (1897),
en el que se inspiró Rudyard Kipling para escribir un poema del mismo título y
que divulgó este mito femenino en el área cultural anglosajona.
El perfil psicológico de estas
mujeres no es nítido. Como escribe Edgar Morin «la vamp, surgida de las mitologías nórdicas, y la gran prostituta,
surgida de las mitologías mediterráneas, tan pronto se distinguen como se
confunden en el seno del gran arquetipo de la mujer fatal». Lo que sí es
definible es cada una de las individualidades de esta gran familia erótica. Los
arqueólogos del cine americano aseguran que su primera vamp fue Alice Hollister, que en 1913 interpretó
el papel de María Magdalena y dos
cintas de expresivos títulos: The vampire
y The destroyer, ambas sobre el
egoísmo y la crueldad de una mujer dispuesta a todo para sostener su vida
lujosa y parásita. Pero ni la
Hollister ni la actriz danesa Betty Nansen, que William Fox importó en 1914, consiguieron la
rotunda e indiscutible celebridad de Theda
Bara.
Nacida en 1890 en Cincinnati (Ohio)
y de ascendencia judeo-inglesa, Theda Bara fue un producto creado por el
departamento publicitario de la
Fox. Su verdadero
nombre era Theodosia Goodman, pero la Fox
hizo circular la fabulosa versión de que la joven actriz había
nacido en el Sahara, fruto de los amores prohibidos de un oficial francés y de
una muchacha árabe, que murió al darla a luz. Su nombre —cuya sonoridad era por
cierto vagamente nórdica— era un anagrama de las palabras «muerte árabe» (arab
death, en inglés). Al público le encantó aquella leyenda y se la creyó. Para redondear
el mito la Fox creó un
slogan sugestivo con qué arropar a su estrella: «la mujer más
perversa del mundo». Con este fascinante aparato publicitario entró Theda
Bara en el cine para encarnar los personajes de Carmen, Madame Du Barry,
Cleopatra, Safo, Salomé, Margarita Gautier y otros que testimonian la es casa imaginación de los
productores de todos los tiempos. Theda Bara levantó, desde la pantalla y en su vida
privada, turbulentas pasiones y atizó la ira de todas las organizaciones puritanas y
bienpensantes del país, que además alegaban que Miss Theda Bara practicaba el
espiritismo y las ciencias ocultas.
Con Theda Bara se incorpora un
elemento clave en el mosaico de la mitología sexual.
Siguiendo sus pasos vendrán luego Nita
Naldi, Barbara La Mar ,
Greta Nissen, Mae West, Evelyn Brent, Margaret Livingstone, Betty Blythe, Lya
de Putti, Carmel Myers, Alma Rubens, Pola Negri, Olga Balaclova... Todo un desfile de provocativas bellezas, que
exhibirán generosamente su epidermis, en perpetuo duelo con todas las censuras
del mundo, y añadirán capítulos gloriosos a la antología osculatoria
de la pantalla. Bien
es verdad que la
vampiresa es , desde una perspectiva ética, un personaje
extraordinariamente contradictorio. Mito agudamente erótico y profundamente
atractivo (y por lo tanto de gran rentabilidad comercial) se sustenta sobre una
grave contradicción interna, que es el castigo final que reciben ella, o sus
amantes, o todos a la vez ,
en un apresurado parche de moralidad impuesto por el fariseo prejuicio carnal
de la moral judía
de la que , a fin
de cuentas, somos herederos.
Podrían sacarse sabrosas
conclusiones de este forcejeo moral entre Eros y Thanatos, entre el deseo y la frustración (o entre
el Comercio y los Principios), que ha pasado a ser una constante moral, de
todos los códigos de censura o de autocensura del mundo. Así veremos al
profesor Unrath aniquilado por la pasión carnal que le inspiró la bella Marlene
Dietrich en El ángel azul, o a la
espléndida Louise Brooks, que tras
una vida de placeres y pasiones concluye sus días bajo el cuchillo sanguinario
de Jack el Destripador en Dié Büsche der
Pandora, o asistiremos al proceso de autodestrucción de Margarita Gautier (Greta Garbo) en la
adaptación de La dama de las camelias. Billy Wilder rizará el
rizo al enterrar definitivamente el mito de la vampiresa, cuyos despojos
exhibirá con complaciente sadismo en El
crepúsculo de los dioses (1950).
Pero estos parches de moralidad no
atañen sólo a la vampire sa.
Cecil B. De Mille, el hombre de la
Biblia , ha escrito que «la carne es para los seres
humanos lo que la
aguja magnética es para un trozo de hierro». Aunque la sentencia no es muy
brillante, ilustra una de las ideas motrices de Hollywood, en donde todavía
pesa sobre sus ávidos comerciantes el legado moral de los puritanos del
Mayflower. Cuando nos refiramos a la aparición del Código Hays de censura volveremos
sobre el tema, pero señalemos ahora que la constante moral
que aceptará ya el cine desde sus primeros años, como hipócrita componenda
entre mercaderes y moralistas, es que toda relación amorosa que viole los
principios de la moral
admitida por la
sociedad , deberá recibir su correspondiente y aleccionador
castigo en el último rollo de la
película.
También el sexo masculino creó en la primera hora sus arquetipos
eróticos. Primero fue el «héroe» a secas, ágil caballista, fuerte y valeroso, y
centro de gravedad de la
primera mitología cinematográfica (Tom Mix, Río Jim, Buck
Jones, -William Farnum). Pero el «cowboy» era tan elemental como la «ingenua» y
hubo que potenciar también su erotismo con fórmulas-más resinadas para
paladares más exigentes. Así apareció, para dar la réplica a la vamp, el
arquetipo del «gran amador». Quien mejor encarnó el mito del apasionado
amante latino que, sin duda, un emigrante italiano llamado Rodolfo Guglielmi, que en 1913 desembarcó en América sin dinero y
sin amigos, pero que no tardó en llegar a ser el ídolo de las mujeres con el
seudónimo artístico de Rodolfo Valentino.
En su juventud no fue admitido en la
Ma rina a causa de su insuficiente apertura torácica, pero ni
esta minusvalía física ni el ser un reconocido gigoló hubieron de impedir su
ascenso a la fama ,
creando un estilo amatorio que inspirará a otros galanes de estirpe más o
menos latina; Ricardo Cortez, Antonio Moreno, Gilbert Roland, Ramón Novarro,
John Gilbert, Robert Taylor y George Chakiris. El latin lover supuso el
tránsito del mito infantil al mito púber, depositario de la tradición de Don
Juan y de Casanova, que ha impuesto a las mujeres anglosajonas la difundida creencia
en una hipertrofiada potencia sexual de las razas socialmente inferiores (como
lo es la latina para
los anglosajones). En este sentido, el mito del «amante latino» alberga cierta
connotación masoquista, con la voluntaria sumisión y servidumbre sexual de la mujer a un ser inferior.
Todo esto nos sumerge en el
alambicado fenómeno del star-system, que nació con pretensiones de dignidad
intelectual durante el film d'art francés, pero que los Independientes americanos
utilizaron a fondo como arma contra la
M.P .P.C., quebrando sus principios industriales de la
estandarización de las películas y del anonimato de los actores (aunque el
star-system no tardará en engendrar a su vez una nueva estandarización,
asentada en la
consagración de las estrellas-arquetipo).
Los orígenes del star-system
americano, empero, son bastante complejos. La técnica del primer
plano había permitido a la Vitagraph
difundir y popularizar los rostros de sus actores. Un
referéndum, de 1911 para designar al intérprete más popular del país colocó a
Florence Turner, estrella de la
casa , como reina de los públicos. Por aquel entonces las
cosas no estaban tan bien organizadas como ahora y el único índice de
popularidad de un actor o actriz era la recaudación de la taquilla. El
expresivo lenguaje de la
taquilla (box-office) advirtió a los
productores de que existían intérpretes de una «rentabilidad» superior a la de otros. Así surgió la noción de money making
star (actor fabricante de dinero) y los productores comenzaron a preocuparse
seriamente de la elección y
«lanzamiento» de sus estrellas.
Todo esto tuvo, claro está, su
reflejo económico. Mary Pickford, primera gran estrella del nuevo firmamento,
trabajó en forma anónima en sus films de 1909 y 1910. Cuando los distribuidores
ingleses de sus películas recibieron algunas cartas pidiendo información sobre
la actriz ,
inventaron que se trataba de una tal Miss Dorothy Nicholson y un ejemplar de
The Bioscope en 1911 publicó una biografía imaginaria de Miss Nicholson,
acompañada de una foto de Mary Pickíord. Pero esto no duró mucho. Mary Pickford
empezó a trabajar con Griffith por diez dólares diarios. En 1910 Laemmle la contrata por 175 a la sema na. En 1912 Zukor se la arrebata con la oferta de mil dólares
semanales, pero en 1916 le estaba pagando diez veces más. El nacimiento del
star-system tiene una vertiente numérica harto significativa. Adolph Zukor, que
fue uno de los pilares de la «política de estrellas», importó Elizabeth, reina
de Inglaterra, de Sarán Bernhardt, por 20.000 dólares, pero recaudó con ella
más de 80.000. Max Linder fue contratado por Pathé en 1905 con un salario de 20
francos; en 1911 le pagaba 150.000 al año y en 1912 la cifra ascendió a un
millón.
Esto es muy importante porque va a condicionar toda la pro ducción futura. Una estrella vale más que un
director, un guionista o un productor. Por consiguiente el cine se hará para y
por las estrellas y las películas se lanzarán apoyadas en sus nombres, su rostro,
su sonrisa o sus piernas. Y las estrellas, claro, ponen condiciones. Mary
Pickford revisa los guiones y acepta tan sólo aquellos que encajan con el arquetipo
ideal que la pantalla ha divulgado. En Italia, un buen día Febo Mari se niega a
llevar barba para encarnar a Atila; entonces Alberto Capozzi, para no ser
menos, rehúsa también la
barba que debía llevar su San Pablo. La «querella de las
barbas» es menos anecdótica de lo que parece a primera vista.
El productor, naturalmente, mima y
cuida a sus estrellas y para sostener la llama sagrada de su
negocio organiza una publicidad fabulosa basada en bodas, divorcios, fotos
dedicadas, suicidios frustrados, escándalos fabricados, secretos de alcoba, correspondencia
íntima... Todo esto y mucho más alimenta la de voción histérico-erótica de los fans de la estrella repartidos
por todo el mundo. Porque no hay que olvidar que, a fin de cuentas, la estrella es un
producto industrial que se elabora y se lanza al mercado de modo análogo a una
marca de automóvil, un cosmético o una lavadora mecánica. Carl Laemmle
lo intuyó prontamente al afirmar que «la fabricación de
estrellas es cosa primordial en la industria del film». Los departamentos de
publicidad de las grandes casas productoras son los encargados de elaborar y
lanzar a la estrella ,
que con su mirada, su busto o sus pantorrillas abrirá nuevos mercados al país
de la superproducción. Eso ya lo sabía el ladino Hays, quien no tuvo pelos en la lengua al afirmar que «la mercancía sigue al
film».
Las razones psicológicas más
profundas del arraigo del star-system están en la transferencia emotiva que se
opera en el espectador durante el ritual de la proyección
cinematográfica. El cine es, de todas las artes, la que exige del espectador una menor colaboración
intelectual y la que ofrece ,
en cambio, una mayor participación emotiva. La concentración del rectángulo luminoso y la
oscuridad del local son circunstancias que contribuyen a explicar este proceso
cuasi-hipnótico, durante el cual el espectador vive una vida que no es la suya. Es la diversión (del latín diver-tere,
desviar, apartar) en su acepción más pura. Si por accidente la proyección se
interrumpe y las luces se encienden, el espectador siente un profundo malestar
e incluso vergüenza, al verse bruscamente extraído de una vida que no es la suya para reencontrar
violentamente a su propio Yo. Habría que referirse, todavía, a la edad media
del público de cine y, particularmente, a su «edad mental», que es la que de
verdad cuenta, pero eso nos llevaría muy lejos...
Una de las características más
importantes del mito cinematográfico
es la transferibilidad, es decir, la posibilidad de transferir y referir el
arquetipo ideal a una persona real y concreta y en especial al soporte físico
del mito. En este principio psicológico se asienta el culto a la
personalidad, porque el actor o actriz aparecen para el fan revestidos de todas
las cualidades y virtudes de los personajes que han encarnado repetidamente en
la pantalla: belleza, valor, inteligencia... Esto no ocurre en el teatro, pero
sí en el cine. Por eso ha escrito Malraux
que «Marlene Dietrich no es una actriz como Sarah Bernhardt, sino un mito como
Friné». Y cuando el intérprete da este salto cualitativo que le convierte
en mito, nace una adoración colectiva por parte de sus fans, que confunden
actor y arquetipo, y se crea un ritual mágico-erótico, una imitación de sus
formas de vestir, de hablar, de moverse, de su «estilo» en suma... Recordemos,
por su proximidad, la «cola de caballo» puesta de moda por Brigitte Bardot o la
revalorización del busto femenino (devaluado desde 1900) después de la segunda
guerra mundial, gracias a las actrices más populares del cine italiano...
Bachlin, que es un economista, lo ha enunciado con todo el rigor de un
científico: «la forma de vida de una
estrella es en sí misma una mercancía».
Esto es el star-system: el
fetichismo colectivo de la estrella y de cada acto de su vida privada, !a identificación con el ídolo —como en
algunas antiguas ceremonias paganas—, la «evasión»
de la propia personalidad, la industrialización
de los mitos (que es algo que no pudieron hacer los griegos con sus
Aquiles, Afroditas o Prometeos) mediante oficinas encargadas de despachar la
voluminosa correspondencia de la estrella y publicidad masiva en revistas
especializadas (Silver Screen, Photoplay, Screenland, Movieland,
Confidential...). Por eso no debemos asombrarnos cuando Patrick Lindermohr nos
explica que algunas artistas japonesas de strip-tease utilizan como nombre
profesional el de conocidas estrellas de Hollywood. Es el viejo principio
mágico de la transferencia el que mueve todavía nuestros resortes más ocultos y
que nos lleva a considerar que, a fin de cuentas, entre el bosquimano y el
habitante actual de los rascacielos no media tanta diferencia.
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