viernes, 20 de julio de 2012

Formación de un arte - Thomas Ince y la nueva épica - Román Gubern

John Ford

Fort Apache

Thomas H. Ince y la nueva épica

El historiador francés Jean Mitry ha escrito que «si Griffith fue el primer poeta de un arte cuya sintaxis elemental había crea­do, puede decirse que Thomas Ince fue su primer dramaturgo».
Thomas Harper Ince (1882-1924) vino al mundo en el seno de una familia de actores y siguió a su vez la profesión de sus padres, si bien ocasionalmente se vio obligado a trabajar como mozo de café. Autodidacta, alardeaba de no haber leído jamás en su vida un libro, realizó o supervisó centenares de películas —westerns en su mayoría— y fue quien prestigió y difundió por todo el mundo este género genuinamente americano. Murió en unas circunstancias un tanto extrañas. La versión oficial afirmó que su fallecimiento se debió a una infección intestinal, sobrevenida durante un crucero. Pero en los medios bien informados de Hollywood circuló la versión, jamás desmentida, de que Ince murió a causa de los disparos del millonario y magnate de la prensa William Randolph Hearst, al sorprenderle una noche, en la cubierta de su yate, en apretada compañía de la estrella Marión Davies, amante oficial de Hearst.
Ince comenzó a trabajar en el cine como figurante, hasta que en 1911 Laemmle le dio las primeras oportunidades para dirigir. Pero su colaboración fue breve, debido a discrepancias artísticas. Un buen día Ince decidió dejar crecer su bigote. Cuando lo tuvo espeso consiguió un anillo con un grueso diamante, para adquirir aires de respetabilidad, y fue a entrevistarse con los productores Kessel y Bauman, que le contrataron por la apreciable suma de ciento cincuenta dólares a la semana.
Kessel y Bauman confiaron a Ince la dirección de una de sus productoras, la Bison, situada en Los Angeles y especializada en westerns. Allí Ince contrató al circo Ranch 101, que invernaba junto al cañón de Santa Mónica, fundando la productora Bison 101, y utilizó a sus artistas — cow-boys de verdad, tiradores de rifle, domadores de potros, lanzadores de lazo e indios auténti­cos— en sus películas. La primera realización importante de Ince fue Across the plains (1911), sobre la avalancha humana que en 1848 invadió California, a causa de la «fiebre del oro».
La tradición del western, como género cinematográfico, era breve. Edwin S. Porter, Broncho Bill y Francis Boggs (que diri­gió a Tom Mix) habían creado los patrones fundamentales, de acuerdo con los esquemas morales de la América virtuosa, puri­tana y anti-india de los pioneros. En estas películas, que se nu­trían de la mitología creada por la conquista y colonización del Oeste, la acción dominaba sobre la psicología y los paisajes na­turales sobre el decorado.
La epopeya del Oeste constituye la historia de un país sin historia. Deliberadamente amputada de una parte esencial —la de los pieles rojas, con su cultura, sus gestas heroicas y sus be­llas leyendas— la biografía del Oeste americano comienza para los blancos con la expansión de los colonos a lo largo del Ohio y prosigue con el transporte de ganado, la fiebre del oro, la cons­trucción del ferrocarril, la guerra contra los indios, las luchas entre ganaderos y agricultores y tantas otras gestas que los libros de Zane Grey y las películas de Hollywood, explicando las cosas a su manera, han contribuido a divulgar. Porque la filosofía del western hace buenas migas con la sentencia del general Sheridan: «Los únicos indios amigos son los indios muertos.» Nada nos dicen de la aniquilación masiva de bisontes, fuente alimenticia de los pieles rojas, de los que Buffalo Bill, haciendo honor a su nombre, mató cinco mil en diecisiete meses. Ni tampoco nos ha­blan los westerns de la matanza de cheyenes desarmados a cargo de las tropas del general Custer, porque el western es la epopeya del pueblo invasor y vencedor, que sólo tiene memoria para sus glorias y que ensalza a sus héroes hasta convertirlos en mitos. Y aquí, por cierto, los mitos no son tan lejanos e increíbles como Prometeo, Hércules o Aquiles, sino que tienen nombre y apellido y una partida de nacimiento bien próxima. Sus nombres son ya leyenda viva a través de sus hazañas hechas celuloide: Buffalo Bill, Davy Crockett, Jesse James, Billy the Kid, Wild Bill Hic-kok, Calamity Jane, Doc Holliday, Pat Garret...
La epopeya del Oeste fue, por antonomasia, la gran epopeya blanca del siglo XIX y se hallaba demasiado próxima —cronoló­gica y geográficamente— para que los pioneros del cine ameri­cano la dejasen escapar como tema cinematográfico. Hombres toscos y satisfechos de su pasado histórico, vertieron en la pan­talla los ecos de la gran aventura, con ese toque de ingenuidad que otorga precisamente su grandeza a la épica de los pueblos primitivos. Para competir con Tom Mix (llamado el «centauro virtuoso», pero que sería incestuoso de ser cierto el símbolo de Jung caballo-madre) y Broncho Bill —primeros «caballistas» universales de la pantalla— Ince lanzó en 1913 a Río Jim, «el hombre de los ojos claros», encarnado por el actor William Sha­kespeare Hart, titán de la pradera y desfacedor de entuertos, que se imponía al público con su sola presencia física: sus ojos claros y penetrantes, su perfil rígido y su expresión melancólica e im­pávida a la vez, ejercían un poder magnético sobre las muche­dumbres. Las biografías de Hart señalan que nació en Dakota, entre los sioux, que tuvo una nodriza piel roja y que su infancia transcurrió entre vaqueros, indios y caballos. Todo este pasado se adhirió con tal fuerza a la piel de Río Jim que su presencia en la pantalla bastaba para echar por tierra todas las convencio­nes y artificiosidad del relato cinematográfico.
Como un Homero de los nuevos tiempos, Ince llevó de la mano a Río Jim, cabalgando sobre su fiel Pinto, por desfiladeros y praderas, entre acechanzas y emboscadas y tal vez sin darse cuenta de que estaba introduciendo en el cine algo muy impor­tante: la naturaleza como decorado insustituible, los escenarios de California en todo su agreste esplendor, y el hombre, el va­quero, fundiéndose en ellos en cabalgadas y persecuciones sin cuento.
El western nacía como epopeya visual, como acción pura, porque Ince, que es un intuitivo, ha comprendido que el cine es, ante todo, movimiento y acción. Las cintas de Río Jim constituyeron una auténtica revelación, no ya para el público americano, sino para la culta Europa, en donde los anchos horizontes y las polvorientas cabalgadas causaron una auténtica conmoción. Y la figura primaria de Río Jim prendió con fuerza incontenible en los públicos europeos, demostrando ya la tremenda capacidad del cine como creador de mitos. Louis Delluc, impresionado, escri­bió: «Yo creo que Río Jim es la primera figura descubierta por el cine y su vida el primer tema verdaderamente cinematográfi­co.»
El esplendor de este nuevo cine, con sus caravanas, persecu­ciones, tiroteos y ataques indios, se manifiesta sobre todo en los planos generales (long shots), que permiten valorar unos decora­dos que ningún carpintero ni arquitecto del mundo serán capaces de construir. Por lo demás, la temática del western se moverá en adelante en el área de un círculo cerrado: el bueno, el villano, el sheriff, la chica, la prostituta de buen corazón (el western es cine de hombres y raramente hay en él mujeres malas), el juez —todos tipos de una sola pieza— y el rancho, la estampida, el saloon, el duelo a tiros en la calle mayor... ¿cuántas veces habre­mos visto todo esto? Pero no importa. Si ayer los espectadores asistían boquiabiertos a la espléndida partida de carretas de La caravana de Oregón (1923) de James Cruze, más tarde asistirán con pasmo al periplo de La diligencia (1939) de John Ford, que al introducir una nueva dimensión psicológica en el género El forastero (1940) de William Wyler será su primera consecuencia hará nacer tras el bache de la segunda guerra mundial (en donde la violencia cinematográfica se polarizó en exclusiva hacia el gé­nero bélico) un western enriquecido —¿o impurificado, tal vez?— por elementos psicoanalíticos, políticos o sociológicos, en donde un arma larga ya no es un arma larga, sino un símbolo fálico. o el estadio racional y adulto que sucede a la etapa instin­tiva del arma corta...
El western moderno ha perdido la pureza épica de antaño y. como avergonzado de su simplicidad, ha pedido ayuda a la lite­ratura moderna, a los manuales de psicopatología sexual y hasta a los problemas de la «guerra fría». Con el disfraz del western Fred Zinnemann lanzará un alegato contra el maccarthysmo en Solo ante el peligro (1951); en La pradera sin ley (1954) King Vidor hará una apología de la propiedad privada frente a las tesis colectivistas, mientras la constante homosexual planeará dominante sobre Johnny Guitar (1955) de Nicholas Ray, El zurdo (1958) de Arthur Penn y El rostro impenetrable (1960) de Marlon Brando. Estos cambios son impor­tantes, tan importantes que asistiremos a la increíble aparición del western «de interiores», de espaldas a la naturaleza, como El pistolero (1950) de Henry King o Río Bravo (1959) de Howard Hawks. Pero lo más sorprendente es que llegarán a aparecer incluso reivindicaciones —nunca es tarde cuando llega— del hasta ahora maltratado indio. Recorde­mos, en este sentido, Fort Apache (1947) de John Ford, Flecha rota (1950) de Delmer Daves, Apa­che (1954) de Robert Aldrich y El valle del fugitivo (1969) de Abraham Polonsky. Mientras el western de Hollywood, pilotado por especialistas ta­les como John Ford, Anthony Mann, Delmer Daves, Raoul Walsh, William Wellman o John Sturges, se convierte en baró­metro intelectual de las preocupaciones de todo orden de la so­ciedad americana, el western-acción a secas se ha ido a refugiar en la micropantalla de los televisores.
Pero dejemos a estos proscritos y vaqueros de guardarropía para retroceder a Ince, a la época heroica del western, cuando él dirigía o supervisaba, convertido en auténtico producen, las películas que se rodaban en los terrenos de Inceville. Su super­visión se ejercía muy estrechamente a través del control de un guión muy rígido, escrito por Gardner Sullivan, ex-periodista que fue durante años el brazo derecho de Thomas Ince. Esta es otra novedad capital; por estos mismos años Griffith y Feuillade rodaban prácticamente sin guión, improvisando sobre un argu­mento aceptado y condensado en un par de cuartillas. Hay que señalar que la práctica del «guión técnico» no se generalizó hasta los primeros años del cine sonoro, si bien algunos cineastas como Fritz Lang y F. W. Murnau, llevaron su precisión (a partir de 1922) hasta dibujar cada plano de sus películas antes del ro­daje. Ince exigía de sus directores asalariados un respeto minu­cioso del guión previsto, lo que le permitía otorgar su estilo a películas no dirigidas por él. Ince era además un montador exce­lente. Se le llamaba «doctor de films enfermos» porque con las tijeras era capaz de dar nueva vida e interés a cualquier mala película. El montaje le apasionaba hasta el punto que pasaba más tiempo en su sala de proyección que en los estudios de rodaje.
Además de descubrir a William S. Hart, descubrió Ince a otros actores, como Frank Borzage (que no tardaría en destacar como director), Charles Ray, que se reveló en The Coward (1916), el japonés Sessue Hayakawa, que protagonizó El hura­cán (1914), dirigida por el propio Ince, en donde hacía coincidir —según fórmula puesta en circulación por el cine danés— la culminación dramática con una gran catástrofe. Uti­lizó también este procedimiento en La cólera de los dioses (1914) sobre los amores prohibidos entre un oficial americano y la hija de un samurai, que finalmente susci­tan la cólera del volcán...
Mientras los cañones tronaban en Europa en «la guerra que acabaría con todas las guerras», Ince puso su talento al servicio del idealismo wilsoniano y de su campaña electoral, con las con­signas de pacifismo y neutralismo, con una obra tan ingenua como ambiciosa: La cruz de la humanidad (1915). La película, que desplegaba un inmenso esfuerzo material para cantar las excelencias de la paz, sufrió alteraciones al ser presen­tada en los países europeos, en pie de guerra. Con sus ejércitos de figurantes, bombardeos de aviación y navíos hundidos abrió la senda a otras cintas más modestas, pero que apuntaban hacia idénticos objetivos pacifistas, alentados por la administración Wilson. El camino era peligroso porque podía herir la susceptibili­dad de algunos combatientes europeos, en pleno furor bélico. El límite de seguridad se rompió con motivo del serial Patria (1916), de George Fitzmaurice, que motivó una protesta diplomática de In­glaterra, que juzgó que allí se atacaba a su aliado Japón.
Pero este juego político-cinematográfico lleno de riesgos se acabó pronto. En abril de 1917 los Estados Unidos entraban en guerra y todos los sermones pacifistas se enterraban precipitadamente, mientras en todas partes, y por supuesto también en los estudios de cine, se afilaban las armas para servir a las nuevas consignas belicistas.

Fritz Lang


F. W. Murnau

Nosferatu





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