John Ford |
Fort Apache |
Thomas H. Ince y la nueva épica
El historiador francés Jean Mitry ha escrito que «si Griffith fue el
primer poeta de un arte cuya sintaxis elemental había creado, puede decirse
que Thomas Ince fue su primer dramaturgo».
Thomas Harper Ince (1882-1924) vino al
mundo en el seno de una familia de actores y siguió a su vez la profesión de
sus padres, si bien ocasionalmente se vio obligado a trabajar como mozo de
café. Autodidacta, alardeaba de no haber leído jamás en su vida un libro,
realizó o supervisó centenares de películas —westerns en su
mayoría— y fue quien prestigió y difundió por todo el mundo este género
genuinamente americano. Murió en unas circunstancias un tanto extrañas. La
versión oficial afirmó que su fallecimiento se debió a una infección intestinal,
sobrevenida durante un crucero. Pero en los medios bien informados de Hollywood
circuló la versión, jamás desmentida, de que Ince murió a causa de los disparos
del millonario y magnate de la prensa William Randolph Hearst, al sorprenderle
una noche, en la cubierta de su yate, en apretada compañía de la estrella
Marión Davies, amante oficial de Hearst.
Ince comenzó a trabajar en el cine como figurante, hasta que en 1911
Laemmle le dio las primeras oportunidades para dirigir. Pero su colaboración
fue breve, debido a discrepancias artísticas. Un buen día Ince decidió dejar
crecer su bigote. Cuando lo tuvo espeso consiguió un anillo con un grueso
diamante, para adquirir aires de respetabilidad, y fue a entrevistarse con los
productores Kessel y Bauman, que le contrataron por la apreciable suma de
ciento cincuenta dólares a la semana.
Kessel y Bauman confiaron a Ince la dirección de una de sus productoras,
la Bison , situada en
Los Angeles y especializada en westerns. Allí Ince
contrató al circo Ranch 101, que
invernaba junto al cañón de Santa Mónica, fundando la productora Bison 101, y utilizó a
sus artistas — cow-boys de verdad, tiradores de rifle,
domadores de potros, lanzadores de lazo e indios auténticos— en sus películas.
La primera realización importante de Ince fue Across the plains (1911),
sobre la avalancha humana que en 1848 invadió California, a causa de la «fiebre
del oro».
La tradición del western, como género cinematográfico, era breve. Edwin S.
Porter, Broncho Bill y Francis Boggs (que dirigió a Tom Mix) habían creado los
patrones fundamentales, de acuerdo con los esquemas morales de la América virtuosa, puritana
y anti-india de los pioneros. En estas películas, que se nutrían de la
mitología creada por la conquista y
colonización del Oeste, la acción
dominaba sobre la psicología y los paisajes naturales sobre el decorado.
La epopeya del Oeste
constituye la historia de un país sin historia. Deliberadamente amputada de una
parte esencial —la de los pieles rojas,
con su cultura, sus gestas heroicas y sus bellas leyendas— la biografía
del Oeste americano comienza para los blancos con la expansión de los colonos a
lo largo del Ohio y prosigue con el transporte de ganado, la fiebre del oro, la
construcción del ferrocarril, la guerra contra los indios, las luchas entre
ganaderos y agricultores y tantas otras gestas que los libros de Zane Grey y
las películas de Hollywood, explicando las cosas a su manera, han contribuido a
divulgar. Porque la filosofía del western hace buenas
migas con la sentencia del general Sheridan: «Los únicos indios amigos son los indios muertos.» Nada nos dicen
de la aniquilación masiva de bisontes, fuente alimenticia de los pieles rojas,
de los que Buffalo Bill, haciendo honor a su nombre, mató cinco mil en
diecisiete meses. Ni tampoco nos hablan los westerns de la
matanza de cheyenes desarmados a cargo de las tropas del general Custer, porque
el western es la epopeya del pueblo invasor y
vencedor, que sólo tiene memoria para sus glorias y que ensalza a sus héroes
hasta convertirlos en mitos. Y aquí, por cierto, los mitos no
son tan lejanos e increíbles como Prometeo, Hércules o Aquiles, sino que tienen
nombre y apellido y una partida de nacimiento bien próxima. Sus nombres son ya
leyenda viva a través de sus hazañas hechas celuloide: Buffalo Bill, Davy Crockett, Jesse James, Billy the Kid, Wild Bill
Hic-kok, Calamity Jane, Doc Holliday, Pat Garret...
La epopeya del Oeste fue, por antonomasia, la gran epopeya blanca del
siglo XIX y se hallaba
demasiado próxima —cronológica y geográficamente— para que los pioneros del
cine americano la dejasen escapar como tema cinematográfico. Hombres toscos y
satisfechos de su pasado histórico, vertieron en la pantalla los ecos de la
gran aventura, con ese toque de ingenuidad que otorga precisamente su grandeza
a la épica de los pueblos primitivos. Para competir con Tom Mix (llamado el
«centauro virtuoso», pero que sería incestuoso de ser cierto el símbolo de Jung
caballo-madre) y Broncho Bill —primeros «caballistas» universales de la pantalla—
Ince lanzó en 1913 a
Río Jim, «el hombre de los ojos
claros», encarnado por el actor William Shakespeare Hart, titán de la pradera
y desfacedor de entuertos, que se imponía al público con su sola presencia
física: sus ojos claros y penetrantes, su perfil rígido y su expresión
melancólica e impávida a la vez, ejercían un poder magnético sobre las muchedumbres.
Las biografías de Hart señalan que nació en Dakota, entre los sioux, que tuvo
una nodriza piel roja y que su infancia transcurrió entre vaqueros, indios y
caballos. Todo este pasado se adhirió con tal fuerza a la piel de Río Jim que
su presencia en la pantalla bastaba para echar por tierra todas las convenciones
y artificiosidad del relato cinematográfico.
Como un Homero de los nuevos
tiempos, Ince llevó de la mano a Río Jim, cabalgando sobre su fiel Pinto,
por desfiladeros y
praderas, entre acechanzas y emboscadas y tal vez sin darse cuenta de que estaba
introduciendo en el cine algo muy importante: la naturaleza como decorado
insustituible, los escenarios de California en todo su agreste esplendor, y el
hombre, el vaquero, fundiéndose en ellos en cabalgadas y persecuciones sin
cuento.
El western nacía
como epopeya visual,
como acción pura, porque Ince, que es un intuitivo, ha comprendido que el
cine es, ante todo, movimiento y acción. Las cintas de Río Jim constituyeron
una auténtica revelación, no ya para el público americano, sino para la culta
Europa, en donde los anchos horizontes y las polvorientas cabalgadas causaron
una auténtica conmoción. Y la figura primaria de Río Jim prendió con fuerza
incontenible en los públicos europeos, demostrando ya la tremenda capacidad del cine como creador de mitos. Louis
Delluc, impresionado, escribió: «Yo creo
que Río Jim es la primera figura descubierta por el cine y su vida el primer
tema verdaderamente cinematográfico.»
El esplendor de este nuevo
cine, con sus caravanas, persecuciones, tiroteos y ataques indios, se
manifiesta sobre todo en los planos generales (long shots), que permiten valorar unos decorados que
ningún carpintero ni arquitecto del mundo serán capaces de construir. Por lo
demás, la temática del western se moverá en adelante en el área de un
círculo cerrado: el bueno, el villano, el sheriff, la chica, la
prostituta de buen corazón (el western es cine de hombres y raramente hay en él
mujeres malas), el juez —todos tipos de una sola pieza— y el rancho, la
estampida, el saloon, el duelo a tiros en la calle mayor...
¿cuántas veces habremos visto todo esto? Pero no importa. Si ayer los espectadores
asistían boquiabiertos a la espléndida partida de carretas de La caravana de Oregón (1923) de James
Cruze, más tarde asistirán con pasmo al periplo de La diligencia (1939) de John Ford, que al introducir una nueva
dimensión psicológica en el género El
forastero (1940) de William Wyler será su primera consecuencia hará nacer
tras el bache de la segunda guerra mundial (en donde la violencia
cinematográfica se polarizó en exclusiva hacia el género bélico) un western enriquecido —¿o impurificado, tal vez?— por
elementos psicoanalíticos, políticos o sociológicos, en donde un arma larga ya
no es un arma larga, sino un símbolo fálico. o el estadio racional y adulto que
sucede a la etapa instintiva del arma corta...
El western moderno ha perdido la
pureza épica de antaño y. como avergonzado de su simplicidad, ha pedido ayuda a
la literatura moderna, a los manuales de psicopatología sexual y hasta a los
problemas de la «guerra fría». Con el
disfraz del western Fred Zinnemann lanzará un alegato contra el maccarthysmo en
Solo ante el peligro (1951); en La pradera sin ley (1954) King Vidor
hará una apología de la propiedad privada frente a las tesis colectivistas,
mientras la constante homosexual planeará dominante sobre Johnny Guitar (1955) de Nicholas Ray, El zurdo (1958) de Arthur Penn y El rostro impenetrable (1960) de Marlon Brando. Estos cambios son
importantes, tan importantes que asistiremos a la increíble aparición del
western «de interiores», de espaldas a la naturaleza, como El pistolero (1950) de Henry King o Río Bravo (1959) de Howard Hawks. Pero lo más sorprendente es que
llegarán a aparecer incluso reivindicaciones
—nunca es tarde cuando llega— del hasta ahora maltratado indio. Recordemos,
en este sentido, Fort Apache (1947)
de John Ford, Flecha rota (1950) de
Delmer Daves, Apache (1954) de
Robert Aldrich y El valle del fugitivo
(1969) de Abraham Polonsky. Mientras el western de Hollywood, pilotado por
especialistas tales como John Ford, Anthony Mann, Delmer Daves, Raoul Walsh,
William Wellman o John Sturges, se convierte en barómetro intelectual de las
preocupaciones de todo orden de la sociedad americana, el western-acción a
secas se ha ido a refugiar en la micropantalla de los televisores.
Pero dejemos a estos proscritos y
vaqueros de guardarropía para retroceder a Ince, a la época heroica del
western, cuando él dirigía o supervisaba, convertido en auténtico producen, las
películas que se rodaban en los terrenos de Inceville. Su supervisión se
ejercía muy estrechamente a través del control de un guión muy rígido, escrito
por Gardner Sullivan, ex-periodista que fue durante años el brazo derecho de
Thomas Ince. Esta es otra novedad capital; por estos mismos años Griffith y
Feuillade rodaban prácticamente sin guión, improvisando sobre un argumento
aceptado y condensado en un par de cuartillas. Hay que señalar que la práctica
del «guión técnico» no se generalizó
hasta los primeros años del cine sonoro, si bien algunos cineastas como Fritz Lang y F. W. Murnau, llevaron su
precisión (a partir de 1922) hasta
dibujar cada plano de sus películas antes del rodaje. Ince exigía de sus
directores asalariados un respeto minucioso del guión previsto, lo que le
permitía otorgar su estilo a películas no dirigidas por él. Ince era además un
montador excelente. Se le llamaba «doctor de films enfermos» porque con las tijeras
era capaz de dar nueva vida e interés a cualquier mala película. El montaje le
apasionaba hasta el punto que pasaba más tiempo en su sala de proyección que en
los estudios de rodaje.
Además de descubrir a William S.
Hart, descubrió Ince a otros actores, como Frank Borzage (que no tardaría en
destacar como director), Charles Ray, que se reveló en The Coward (1916), el japonés Sessue Hayakawa, que protagonizó El huracán (1914), dirigida por el
propio Ince, en donde hacía coincidir —según fórmula puesta en circulación por
el cine danés— la culminación dramática con una gran catástrofe. Utilizó
también este procedimiento en La cólera de los dioses (1914) sobre los amores
prohibidos entre un oficial americano y la hija de un samurai, que finalmente
suscitan la cólera del volcán...
Mientras los cañones tronaban en
Europa en «la guerra que acabaría con todas las guerras», Ince puso su talento
al servicio del idealismo wilsoniano y de su campaña electoral, con las consignas
de pacifismo y neutralismo, con una obra tan ingenua como ambiciosa: La cruz
de la humanidad (1915). La
película, que desplegaba un inmenso esfuerzo material para cantar las
excelencias de la paz, sufrió alteraciones al ser presentada en los países
europeos, en pie de guerra. Con sus ejércitos de figurantes, bombardeos de
aviación y navíos hundidos abrió la senda a otras cintas más modestas, pero que
apuntaban hacia idénticos objetivos pacifistas, alentados por la administración
Wilson. El camino era peligroso porque podía herir la susceptibilidad de
algunos combatientes europeos, en pleno furor bélico. El límite de seguridad se
rompió con motivo del serial Patria
(1916), de George Fitzmaurice, que motivó una protesta diplomática de Inglaterra,
que juzgó que allí se atacaba a su aliado Japón.
Pero este juego político-cinematográfico lleno de riesgos se acabó
pronto. En abril de 1917 los Estados Unidos entraban en guerra y todos los
sermones pacifistas se enterraban precipitadamente, mientras en todas partes, y
por supuesto también en los estudios de cine, se afilaban las armas para servir
a las nuevas consignas belicistas.
Fritz Lang |
F. W. Murnau |
Nosferatu |
No hay comentarios:
Publicar un comentario