viernes, 6 de julio de 2012

Historia del Cine - Introducción – Román Gubern


Medio de información, fábrica de mitos e instrumento de presión ideológica de las masas, el cine se ha convertido en el gran protagonista de la cultura del siglo XX y su historia en la más apasionante aventura del arte creado a partir de la revolución industrial.
Esta historia del cine de Román Gubern relata con minuciosidad y sólida documentación esta aventura, haciendo especial hincapié en los factores sociopolíticos, estéticos, técnicos e industriales de su devenir, para permitir así una comprensión cabal de su complejidad cultural y proporcionar al lector una síntesis heroica completa, de fácil y cómodo manejo. Un imprescindible instrumento, en suma, de consulta y de estudio para los cinéfilos de toda edad y condición.

Introducción

Por la proximidad de sus orígenes el cine tiene, a diferencia de las artes tradicionales, una partida de nacimiento que nos es bien conocida. Hay entre sus pioneros quienes aún viven; de los restantes poseemos retratos, documentos, testimonios y declara­ciones de primera mano. A diferencia de lo que sucede con la pintura, la música o la arquitectura, el cine no tiene detrás suyo siglos de tenebrosa prehistoria. El cine es un arte de nuestro tiempo.
El cine es, como la fotografía y el fonógrafo, un procedi­miento técnico que permite al hombre asir un aspecto del mundo: el dinamismo de la realidad visible. Es la máxima solución óptica que ofrece la ciencia del siglo XIX a la apetencia de realismo que aparece imperiosamente en el arte de la época: en la litera­tura naturalista y en la pintura impresionista. “El cine —afirma Malraux— no es más que el aspecto más evolucionado del rea­lismo plástico que se inicia en el Renacimiento.” Ciertamente, y esta creciente exigencia de realismo es fruto de una sociedad y de un momento histórico; nace en el seno de la burguesía sur­gida de la revolución, clase social con una mentalidad pragmá­tica y amante de lo concreto, en el seno de una sociedad que asiste al desarrollo y triunfo de la ciencia positiva y a la aparición del materialismo de Marx. En el siglo del progreso, aparece el realismo como una exigencia artística y filosófica, a la que la tecnología ofrece sus instrumentos: la fotografía, el fonógrafo y el cine...
Del encuentro de la máquina con la cultura nace, también, la difusión masiva de esta última, y a gran escala, rompiendo con el principio del arte destinado al disfrute de una minoría privilegiada. La imprenta de Gutenberg, que consumó la primera alianza histórica entre máquina y cultura para potenciar su difu­sión, ha permitido desarrollar hasta altísimos niveles la civiliza­ción de la palabra. Luego vinieron el gramófono, el magnetó­fono y la radio para acrecentarla aún más. En otra vertiente, la litografía, la fotografía, el fotograbado y el cine ensancharon el horizonte visual del hombre con su técnica difusora, al tiempo que evidenciaban la limitada significación social de la pintura tradicional y creaban una civilización de la imagen para las masas. Son, con la televisión, los elementos decisivos en el proceso de democratización de la cultura visual.
Y como el cine nace en las postrimerías del siglo XIX, hereda ya al nacer un bagaje cultural adquirido a lo largo de la historia. De aquí su evolución fulminante, su rápido devenir, su pronta madurez, con la carga energética inicial que le han proporcio­nado las otras artes y que le ahorran las largas etapas que van desde el arte mágico-religioso de la tribu al Romanticismo del arte occidental.
Por eso la biografía del cine, cuya génesis histórico-social acabamos de apuntar, es apasionante y compleja, densa y vasta a pesar de contar con tres cuartos de siglo. A propósito de esto, el director Jacques Feyder señalaba: “Nosotros, artesanos del cine, no hemos tenido jamás tiempo de sostener una posición conquistada, de medir nuestro camino, de conocer a fondo un instrumento que cambia sin cesar entre nuestras manos, incluso mientras estamos trabajando” Efectivamente, ningún arte ha vi­vido en los primeros setenta y cinco años de su historia una evolución tan rica y vertiginosa como el cine. De esta rápida trans­formación, del brusco cambio de gustos y de estilos, de la indis­criminada mescolanza de la voluminosa producción mundial, en donde se codean las obras maestras y los productos deleznables, y de la desaparición de las películas —desaparición meramente “comercial” a veces, pero liquidación íntegra otras, por barbarie, censura, accidente o “muerte química”, debida a la fragilidad y limitada vida del soporte físico— nació la necesidad de estable­cer balances, hacer inventario de lo bueno y de lo malo en la espesa jungla de celuloide, y de definir criterios.
Así comenzaron a surgir las historias del cine, antes de que éste cumpliera su medio siglo, en un intento de apresar y calibrar la aportación de un arte que se escapaba de entre las manos, fungible y huidizo. A partir de 1930 comienzan a aparecer historias del cine de indiscutible solvencia, pero es después de la segunda guerra mundial cuando se produce un auténtico florecimiento en la investigación historiográfica. Ello ha sido posible, en gran me­dida, gracias a la insustituible labor de las cinematecas, que han salvado todo lo que se podía salvar del desastre que representa la destrucción y muerte de las películas. Se han perdido irremi­siblemente, sin duda, gran número de obras importantes, pelícu­las que ya son sólo un título, una vaga referencia en la memoria. Pero no hay duda de que instituciones como la Cinémathéque Francaise (fundada en 1936), la Filmoteca del Museo de Arte Moderno de Nueva York (1935) o la soviética (1922) han hecho y están haciendo muchísimo para que el cine pueda conservar viva su historia. Sin embargo, por mucho que se haga, no po­drán jamás reconstruirse los films perdidos para siempre de Méliés, de Griffith, de Murnau, de Borzage...
La postura del historiador resulta entonces incómoda, mucho más incómoda que la del investigador literario, por ejemplo, a quien le resulta fácil consultar un libro en una biblioteca. Pues quien desea contemplar determinada película —en el supuesto de que exista alguna copia de ella— tiene que poner en movi­miento una compleja organización, formada de personas y máquinas, para que le sea proyectada la película que desea estudiar. Cosa nada simple, por vivir el cine prisionero de un rígido arma­zón de intereses industriales y comerciales.
Industria y comercio; eso es el cine además de arte y espec­táculo. Quien defina el cine como arte narrativa basada en la re­producción gráfica del movimiento, no hace más que fijarse en un fragmento del complicado mosaico. Quien añada que el cine es una técnica de difusión y medio de información habrá añadido mucho, pero no todo. Además de ser arte, espectáculo, vehículo ideológico, fábrica de mitos, instrumento de conocimiento y do­cumento histórico de la época y sociedad en que nace, el cine es una industria y la película es una mercancía, que proporciona unos ingresos a su productor, a su distribuidor y a su exhibidor.
Para pintar un cuadro hace falta un capital muy exiguo: lo que cuesta un lienzo, unos pinceles y pinturas. Para crear una película hace falta reunir a una legión de técnicos especializados y contar con unos equipos e instalaciones complejas (película virgen, cámara tomavistas, equipo eléctrico, laboratorios...). El costo mínimo de una película es muy elevado y tiende a elevarse cada día más. No todo el mundo, o más exactamente, sólo una minoría de personas están en condiciones de financiar películas y, si lo hacen, intentarán a toda costa (lo que es lógico) evitar al máximo los riesgos de su empresa. Y ahí nace la contradic­ción, dramática, entre la aventura creadora del artista y la men­talidad de quien no desea ver peligrar su inversión. Contradicción tristemente habitual que suele oponer la naturaleza del cine -formidable instrumento de cultura, de presión ideológica y propaganda para las masas- a los intereses de los financieros que rigen los destinos de la producción.
Con los problemas esbozados puede comenzar a vislumbrarse la complejidad histórica, cultural y social del fenómeno cinema­tográfico. Fenómeno cambiante e inestable, siguiendo las leyes de la dialéctica del progreso: al igual que el hombre creó la im­prenta, pero la imprenta, por medio de los libros, contribuyó a crear al hombre moderno, así el hombre ha creado el cine, pero el cine está haciendo al hombre de hoy. Pescadilla metafísica que se muerde la cola, pero de cuya realidad no puede dudar quien contemple el mundo moderno, constatando el papel que juega hoy el cine –“opio óptico”, en opinión de Audiberti- en el campo de la cultura de masas.

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