Medio de información, fábrica de mitos e
instrumento de presión ideológica de las masas, el cine se ha convertido en el
gran protagonista de la cultura del siglo XX y su historia en la más
apasionante aventura del arte creado a partir de la revolución industrial.
Esta historia del cine de Román Gubern relata
con minuciosidad y sólida documentación esta aventura, haciendo especial
hincapié en los factores sociopolíticos, estéticos, técnicos e industriales de
su devenir, para permitir así una comprensión cabal de su complejidad cultural
y proporcionar al lector una síntesis heroica completa, de fácil y cómodo
manejo. Un imprescindible instrumento, en suma, de consulta y de estudio para
los cinéfilos de toda edad y condición.
Introducción
Por la proximidad de sus orígenes el cine
tiene, a diferencia de las artes tradicionales, una partida de nacimiento que
nos es bien conocida. Hay entre sus pioneros quienes aún viven; de los
restantes poseemos retratos, documentos, testimonios y declaraciones de
primera mano. A diferencia de lo que sucede con la pintura, la música o la
arquitectura, el cine no tiene detrás suyo siglos de tenebrosa prehistoria. El
cine es un arte de nuestro tiempo.
El cine es, como la fotografía y el fonógrafo,
un procedimiento técnico que permite al hombre asir un aspecto del mundo: el
dinamismo de la realidad visible. Es la máxima solución óptica que ofrece la
ciencia del siglo XIX a la apetencia de realismo que aparece imperiosamente en
el arte de la época: en la literatura naturalista y en la pintura
impresionista. “El cine —afirma Malraux— no es más que el aspecto más
evolucionado del realismo plástico que se inicia en el Renacimiento.”
Ciertamente, y esta creciente exigencia de realismo es fruto de una sociedad y
de un momento histórico; nace en el seno de la burguesía surgida de la
revolución, clase social con una mentalidad pragmática y amante de lo
concreto, en el seno de una sociedad que asiste al desarrollo y triunfo de la
ciencia positiva y a la aparición del materialismo de Marx. En el siglo del
progreso, aparece el realismo como una exigencia artística y filosófica, a la
que la tecnología ofrece sus instrumentos: la fotografía, el fonógrafo y el
cine...
Del encuentro de la máquina con la cultura
nace, también, la difusión masiva de esta última, y a gran escala, rompiendo
con el principio del arte destinado al disfrute de una minoría privilegiada. La
imprenta de Gutenberg, que consumó la primera alianza histórica entre máquina y
cultura para potenciar su difusión, ha permitido desarrollar hasta altísimos
niveles la civilización de la palabra. Luego
vinieron el gramófono, el magnetófono y la radio para acrecentarla aún más. En
otra vertiente, la litografía, la fotografía, el fotograbado y el cine
ensancharon el horizonte visual del hombre con su técnica difusora, al tiempo
que evidenciaban la limitada significación social de la pintura tradicional y
creaban una civilización de la imagen para
las masas. Son, con la televisión, los elementos decisivos en el proceso de
democratización de la cultura visual.
Y como el cine nace en las postrimerías del
siglo XIX, hereda ya al nacer un bagaje cultural adquirido a lo largo de la
historia. De aquí su evolución fulminante, su rápido devenir, su pronta madurez,
con la carga energética inicial que le han proporcionado las otras artes y que
le ahorran las largas etapas que van desde el arte mágico-religioso de la tribu
al Romanticismo del arte occidental.
Por eso la biografía del cine, cuya génesis
histórico-social acabamos de apuntar, es apasionante y compleja, densa y vasta
a pesar de contar con tres cuartos de siglo. A propósito de esto, el director
Jacques Feyder señalaba: “Nosotros, artesanos del cine, no hemos tenido jamás
tiempo de sostener una posición conquistada, de medir nuestro camino, de
conocer a fondo un instrumento que cambia sin cesar entre nuestras manos, incluso
mientras estamos trabajando” Efectivamente, ningún arte ha vivido en los
primeros setenta y cinco años de su historia una evolución tan rica y
vertiginosa como el cine. De esta rápida transformación, del brusco cambio de
gustos y de estilos, de la indiscriminada mescolanza de la voluminosa
producción mundial, en donde se codean las obras maestras y los productos
deleznables, y de la desaparición de las películas —desaparición meramente “comercial”
a veces, pero liquidación íntegra otras, por barbarie, censura, accidente o “muerte
química”, debida a la fragilidad y limitada vida del soporte físico— nació la
necesidad de establecer balances, hacer inventario de lo bueno y de lo malo en
la espesa jungla de celuloide, y de definir criterios.
Así comenzaron a surgir las historias del
cine, antes de que éste cumpliera su medio siglo, en un intento de apresar y
calibrar la aportación de un arte que se escapaba de entre las manos, fungible
y huidizo. A partir de 1930 comienzan a aparecer historias del cine de
indiscutible solvencia, pero es después de la segunda guerra mundial cuando se
produce un auténtico florecimiento en la investigación historiográfica. Ello ha
sido posible, en gran medida, gracias a la insustituible labor de las
cinematecas, que han salvado todo lo que se podía salvar del desastre que
representa la destrucción y muerte de las películas. Se han perdido irremisiblemente,
sin duda, gran número de obras importantes, películas que ya son sólo un
título, una vaga referencia en la memoria. Pero no hay duda de que
instituciones como la
Cinémathéque Francaise (fundada en 1936), la Filmoteca del Museo de
Arte Moderno de Nueva York (1935) o la soviética (1922) han hecho y están
haciendo muchísimo para que el cine pueda conservar viva su historia. Sin embargo, por mucho que se
haga, no podrán jamás reconstruirse los films perdidos para siempre de Méliés,
de Griffith, de Murnau, de Borzage...
La
postura del historiador resulta entonces incómoda, mucho más incómoda que la
del investigador literario, por ejemplo, a quien le resulta fácil consultar un
libro en una biblioteca. Pues quien desea contemplar determinada película —en
el supuesto de que exista alguna copia de ella— tiene que poner en movimiento
una compleja organización, formada de personas y máquinas, para que le sea
proyectada la película que desea estudiar. Cosa nada simple, por vivir el cine
prisionero de un rígido armazón de intereses industriales y comerciales.
Industria
y comercio; eso es el cine además de arte y espectáculo. Quien defina el cine
como arte narrativa basada en la reproducción gráfica del movimiento, no hace
más que fijarse en un fragmento del complicado mosaico. Quien añada que el cine
es una técnica de difusión y medio de información habrá añadido mucho, pero no
todo. Además de ser arte, espectáculo, vehículo ideológico, fábrica de mitos,
instrumento de conocimiento y documento histórico de la época y sociedad en
que nace, el cine es una industria y la película es una mercancía, que
proporciona unos ingresos a su productor, a su distribuidor y a su exhibidor.
Para
pintar un cuadro hace falta un capital muy exiguo: lo que cuesta un lienzo,
unos pinceles y pinturas. Para crear una película hace falta reunir a una
legión de técnicos especializados y contar con unos equipos e instalaciones
complejas (película virgen, cámara tomavistas, equipo eléctrico,
laboratorios...). El costo mínimo de una película es muy elevado y tiende a elevarse cada día más. No todo el
mundo, o más exactamente, sólo una
minoría de personas están en condiciones de financiar películas y, si lo hacen,
intentarán a toda costa (lo que es lógico) evitar al máximo los riesgos de su
empresa. Y ahí nace la contradicción, dramática, entre la aventura creadora
del artista y la mentalidad de quien no desea ver peligrar su inversión.
Contradicción tristemente habitual que suele oponer la naturaleza del cine
-formidable instrumento de cultura, de presión ideológica y propaganda para las
masas- a los intereses de los financieros que rigen los destinos de la
producción.
Con
los problemas esbozados puede comenzar a vislumbrarse la complejidad histórica,
cultural y social del fenómeno cinematográfico. Fenómeno cambiante e
inestable, siguiendo las leyes de la dialéctica del progreso: al igual que el
hombre creó la imprenta, pero la imprenta, por medio de los libros, contribuyó
a crear al hombre moderno, así el hombre ha creado el cine, pero el
cine está haciendo al hombre de hoy. Pescadilla metafísica que se muerde la
cola, pero de cuya realidad no puede dudar quien contemple el mundo moderno,
constatando el papel que juega hoy el cine –“opio óptico”, en opinión de
Audiberti- en el campo de la cultura de masas.
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