El mito
Los
antiguos griegos habían inventado una bella leyenda para explicar cómo Dédalo y
su hijo Icaro trataron de huir de Creta, valiéndose de unas grandes alas
fabricadas con cera y plumas de ave. Dos mil quinientos años más tarde, lejos
de los cielos de Creta, dos técnicos norteamericanos, hijos de un obispo protestante,
convirtieron en realidad el mito de Icaro, aunque empleando un motor de
explosión y una estructura metálica en vez de los toscos elementos del mito
heleno.
Con
el cine ha ocurrido algo parecido. El mito de la reproducción gráfica del
movimiento —que eso y no otra cosa es el cine— nace, en
la noche remota de los tiempos, en el cerebro del hombre primitivo. Esto no es
una conjetura, sino una constatación. Acérquese, quien lo dude, a las
santanderinas cuevas de Altamira y contemple en el techo de la Capilla Sixtina del arte
cuaternario un bello ejemplar de jabalí polícromo, que muestra
la curiosísima particularidad de tener ocho patas. Pero no se trata —a juicio
de los arqueólogos más competentes— de una de esas monstruosidades en las que a
veces es pródiga la naturaleza. La explicación es más simple. El anónimo
cavernícola que pintó aquel jabalí de ocho patas habría pintado ya, sin duda,
otros muchos a juzgar por la pericia del trazo. Formaba parte de su actividad
artístico-mágica habitual destinada a procurar una buena caza. Y en esta
captación fugaz de la imagen de los animales, cristalizada en las paredes de la
cueva, debió encontrar nuestro remoto antepasado una imperfección: la realidad
que le rodeaba no era estática, sino que se movía, cambiaba. Entonces el
artista decidió fijar en la piedra otros dos pares de patas, como actitudes
sucesivas de las extremidades del animal en movimiento. Esto, ciertamente, no
es cine, pero sí es pintura con vocación cinematográfica, que trata de asir el movimiento,
antecedente notable de los dibujos animados y solución análoga a la que, unos
veinte mil años más tarde, emplearán algunos pintores futuristas italianos en
lienzos como Caballo y jinete (1912) de Carlo Carrá, que
multiplica las patas del animal para dar la sensación del movimiento.
Al
obrar así, aquel primer artista del movimiento no sólo intentaba una
reproducción más fiel, exacta y completa de su entorno, añadiéndole una nueva
dimensión, sino que trataba de materializar el curso fluido de sus
pensamientos, en perpetuo devenir. No insistiremos en la formación
cinematográfica de las imágenes en el cerebro del hombre, con sus fundidos
encadenados y sus sobreimpresiones, pero resulta evidente que al artista primitivo
se le presentó la exigencia de apresar, en términos gráficos, el dinamismo de
los seres y de las cosas que se movían en su derredor o bullían en su interior.
Esta
exigencia no sólo no desaparecerá en el curso de la historia del arte, sino
que se irá agudizando. El faraón Ramsés hizo representar en el exterior de un
templo, unos mil doscientos años antes de nuestra era, las fases sucesivas de
una figura en movimiento, de modo que quien las contemplase sobre una cabalgadura
al galope tendría la ilusión de verlas cobrando vida. Después de estos
antecedentes curiosos, los ejemplos van haciéndose cada vez más frecuentes: la
historia de Teseo descrita a través de diversas escenas en una cerámica
cretense; la espiral de la columna trajana, en Roma, que cual una película de
piedra describe las proezas del emperador; las escenas de la vida de Cristo,
pintadas por Giotto, y El martirio de San Mauricio
del
Greco o Embarque
para Citerea de Watteau, que repiten
personajes, en el lienzo, en escenas y actitudes diferentes. Los ejemplos
podrían multiplicarse, pero tan sólo recordaremos las populares aleluyas
o
aucas,
especialmente
cultivadas en Barcelona y Valencia durante el siglo pasado, de cuya técnica se
han apropiado más tarde los dibujantes de historietas gráficas, narradas a
través de viñetas rectangulares, desempeñando cada viñeta una función equivalente
a la del plano en la narración cinematográfica.
Algunos
artistas, con idéntico afán de reproducir el movimiento, siguieron caminos muy
diversos, sin recurrir al papel, lienzo, pinturas, piedra o cincel. Utilizando
únicamente sus dedos, hombres de épocas remotas inventaron las sombras chinescas,
que
no nacieron en China, a pesar de su nombre, sino en la isla de Java y tal vez
unos cinco mil años antes de J.C. Juego infantil que todos hemos practicado y
que dio vida a los teatros
de sombras que-, procedentes de Oriente, se
popularizaron en Alemania y en Francia. Tampoco las sombras chinescas son cine,
pero son imágenes en movimiento reproducidas en una pared o lienzo, son
chispazos nacidos del ingenio espoleado por una antiquísima aspiración humana.
Al igual que la linterna
mágica que el jesuita alemán Athanasius
Kircher creara hacia 1640 y que un físico danés rebautizó con el nombre de linterna terrorífica
porque
sus fantasmagóricas proyecciones eran recibidas por las gentes con auténtico
estupor, según nos dicen los cronistas. Tampoco es casual que el padre
Kircher, que a lo que parece fue un hombre inteligente y de vasta cultura,
denominase mágico a su artefacto. El cine heredará
de la linterna este inquietante atributo: en
1897, los campesinos rusos de Nijni-Novgorod tomarán por brujo al operador
Félix Mesguich, empleado de Lumiére, porque les hará aparecer la imagen del zar
sobre una tela blanca.
La
linterna mágica, cuya difusión popular criticó severamente el abate Nollet, es
el límite al que puede llegar el mito sin el soporte de la ciencia. Aunque tal
vez fuese más antigua de lo que creemos, ya que se ha afirmado que los
sacerdotes de Eleusis y de Menfis poseían linternas mágicas, de las que Platón
se acordó cuando imaginó su famosa caverna, precursora también de los teatros
de sombras.
Pero
la aspiración milenaria del hombre, que guió la mano del artista de Altamira,
no podía convertirse en realidad completa hasta que su caudal de conocimientos
científicos fuese tal que permitiera dar el salto que media entre el mito y el
invento. Y este salto se produjo, en sucesivas etapas a lo largo de las fructíferas
convulsiones y del gigantesco progreso técnico y científico del siglo XIX.
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