viernes, 6 de julio de 2012

La era de los pioneros - Los fantasmas del Salón Indien - Román Gubern


LOS FANTASMAS DEL SALON INDIEN

El año 1895 es un año tumultuoso y agitado en la historia del mundo. En la isla de Cuba, al grito de Baire, ha estallado con violencia la guerra de la independencia; cerca de cuatrocien­tas personas perecen, en el mes de marzo, en el naufragio del crucero «Reina Regente»; las tórridas arenas de África del Sur se empapan de sangre en la encarnizada guerra de los boers; en los remotos confines de Asia, las tropas del Mikado entran triun­fantes en Pekín, mientras los soldados italianos luchan en la me­seta de Abisinia con los valientes guerreros de Menelik. El mundo parece haberse desbocado en una loca carrera hacia la catástrofe.
Las cosas no van mucho mejor en Francia. En enero ha su­bido Félix Faure a la presidencia de la República, tras la renuncia de Casimir Périer, y en las calles están a punto de desatarse las pasiones en uno de los más tremendos escándalos que ha cono­cido la historia del país. El oficial judío Alfred Dreyfus, miem­bro del Estado Mayor, ha sido degradado y conducido a la Gua-yana, para cumplir condena perpetua en la legendaria penitencia­ría de la isla del Diablo. Francia entera va a temblar muy pronto al conocer la acusadora e impresionante carta que dirigirá Emile Zola, desde las páginas de L 'Aurore, al presidente de la Repúbli­ca. Zola es por estas fechas un discutido novelista, autor de La taberna, Nana y La tierra, que toma parte apasionadamente en el asunto Dreyfus, como harán otras tantas personalidades de la época.
El mundo se está transformando con violentas sacudidas en este recodo del siglo. Se habla mucho del progreso en los círcu­los intelectuales, y también en los que no lo son. El progreso es una palabra que resume muchas cosas y que sirve para explicarlo todo. Desde los neumáticos que por primera vez se emplean en la carrera París-Burdeos-París, hasta la construcción del canal de Kiel y los misteriosos rayos X, que acaba de descubrir un oscuro profesor de la Universidad de Wurzburgo.
Algunos maldicen a la civilización maquinista, que está mu­dando la faz del globo, y aseguran que es obra del mismísimo diablo, preguntándose con pasmo «¿A dónde iremos a parar?». Otros alaban el progreso, la máquina de vapor y la electricidad, que son los símbolos de la era industrial, de la nueva civilización de las máquinas, que crece y se multiplica en Manchester, Bar­celona, Milán, Glasgow, Lyon...
Y de este formidable empuje de la civilización maquinista ha nacido en Lyon. precisamente, la máquina de «imprimir» la vida, como la llamará L'Herbiér, y a partir de ella se creará un mundo fabuloso de mitos y de sueños.
Satisfechos con los ensayos iniciales, los Lumiére decidieron efectuar una presentación pública de su invento en la capital. Un amigo de Antoine Lumiére, el fotógrafo Clément Maurice, rela­cionado con el tout París, fue el encargado de gestionar la bús­queda de un local idóneo para llevar a cabo la presentación.
El local que eligió finalmente Clément Maurice fue un saloncito situado en el sótano del Grand Café, en el número 14 del Boulevard des Capucines, elegante arteria de la orilla derecha del Sena, situada entre la Opera y la Madeleine. El saloncito ha­bía sido bautizado con el presuntuoso nombre de Salón Indien y utilizado como sala de billares hasta que, unas pocas semanas antes, la Prefectura de Policía ordenó la clausura de las salas de esta clase, que se habían convertido en terreno abonado para fá­ciles ganancias de los jugadores poco escrupulosos.
La sala era de dimensiones reducidas, tal como convenía a los Lumiére, ya que pensaban que un fracaso pasaría así más inadvertido, mientras que un éxito provocaría aglomeraciones sensacionales en la entrada del local.
Antoine Lumiére y Clément Maurice visitaron al dueño del Grand Café, que era un italiano llamado Volpini, y le propusie­ron alquilar la sala, ofreciéndole hasta un veinte por ciento de los ingresos que se obtuvieran en las recaudaciones. Pero Volpini tenía tan poca confianza en aquel desconocido artefacto de Física Recreativa, que rechazó la oferta y estipuló que le pagarían 30 francos diarios y que el contrato sería por un año.
Así fue, efectivamente, y los inventores eligieron para la pre­sentación del Cinematógrafo la semana de Navidad, durante la cual los bulevares parisinos suelen estar atestados de viandantes, que pasean contemplando los escaparates de los comercios. Se estableció que el precio de la entrada sería de un franco y que se celebraría una sesión cada media hora.
Los Lumiére tuvieron la precaución de pegar en los cristales del Grand Café un cartel anunciador, para que los transeúntes desocupados pudieran leer lo que significaba aquel invento bau­tizado con el impronunciable nombre de Cinématographe Lumié­re. La explicación, impresa en letra cursiva, resulta hoy un tanto pintoresca y barroca: «Este aparato —decía el texto— inventado por MM. Auguste y Louis Lumiére, permite recoger, en series de pruebas instantáneas, todos los movimientos que, durante cierto tiempo, se suceden ante el objetivo, y reproducir a conti­nuación estos movimientos proyectando, a tamaño natural, sus imágenes sobre una pantalla y ante una sala entera.»
La fecha elegida para la presentación del Cinematógrafo fue el 28 de diciembre de 1895 y previamente los Lumiére distribu­yeron algunas invitaciones entre varias personas cuya asistencia les interesaba particularmente, como M. Thomas, director del Museo Grévin, Georges Méliés, director del Teatro Robert Houdin, M. Lallemand, director del Folies Bergére, y algunos cro­nistas científicos.
Sin embargo, tan sólo algunas de las personas invitadas asis­tieron a aquella proyección histórica y el aspecto de la sala antes de comenzar la sesión no era muy alentador. Algunos transeúntes ociosos, que tenían media hora que perder, decidieron bajar los peldaños que conducían hasta el Salón Iridien. Pero la mayor parte de los que tuvieron ocasión de leer el cartel anunciador, se encogieron de hombros y, enfundados en sus abrigos, se per­dieron entre la muchedumbre. La recaudación fue muy modesta. Ascendió a 35 francos, cifra que apenas cubría el importe del alquiler del salón.
Aseguran las crónicas que flotaba en la sala, antes de comen­zar la proyección, un ambiente de frío escepticismo. Este senti­miento duró todo el tiempo que las luces permanecieron encen­didas, pues al apagarse, un tenue haz cónico de luz brotó del fondo de la sala y al estrellarse contra la superficie blanca de la pantalla obró el prodigio. Apareció, ante los atónitos ojos de los espectadores, la Plaza Bellecour, de Lyon, con sus transeúntes y sus carruajes moviéndose. Los espectadores quedaron petrifica­dos, «boquiabiertos, estupefactos y sorprendidos más allá de lo que puede expresarse», como escribe Georges Méliés, testigo de aquella maravilla. Y Henri de Parville recuerda: «Una de mis vecinas estaba tan hechizada, que se levantó de un salto y no volvió a sentarse hasta que el coche, desviándose, desa­pareció.»
Desde aquel momento la batalla estuvo ganada. Los especta­dores se hallaban auténticamente anonadados ante aquel espectá­culo jamás visto. «Los que se decidieron a entrar salían un tanto estupefactos —narra Volpini— y muchos volvían llevando consigo a todas las personas conocidas que habían encontrado en el bulevar.»

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