LOS FANTASMAS DEL SALON INDIEN
El
año 1895 es un año tumultuoso y agitado en la historia del mundo. En la isla de
Cuba, al grito de Baire, ha estallado con violencia la guerra de la
independencia; cerca de cuatrocientas personas perecen, en el mes de marzo, en
el naufragio del crucero «Reina Regente»; las tórridas arenas de África del Sur
se empapan de sangre en la encarnizada guerra de los boers;
en
los remotos confines de Asia, las tropas del Mikado entran triunfantes en
Pekín, mientras los soldados italianos luchan en la meseta de Abisinia con los
valientes guerreros de Menelik. El mundo parece haberse desbocado en una loca
carrera hacia la catástrofe.
Las
cosas no van mucho mejor en Francia. En enero ha subido Félix Faure a la
presidencia de la República ,
tras la renuncia de Casimir Périer, y en las calles están a punto de desatarse
las pasiones en uno de los más tremendos escándalos que ha conocido la
historia del país. El oficial judío Alfred Dreyfus, miembro del Estado Mayor,
ha sido degradado y conducido a la
Gua-yana , para cumplir condena perpetua en la legendaria
penitenciaría de la isla del Diablo. Francia entera va a temblar muy pronto al
conocer la acusadora e impresionante carta que dirigirá Emile Zola, desde las
páginas de L 'Aurore, al presidente de la Repúbli ca. Zola es por
estas fechas un discutido novelista, autor de La
taberna, Nana y La tierra, que toma parte apasionadamente en
el asunto Dreyfus, como harán otras tantas personalidades de la época.
El
mundo se está transformando con violentas sacudidas en este recodo del siglo.
Se habla mucho del progreso en los círculos intelectuales, y también en los
que no lo son. El progreso es una palabra que resume muchas cosas y que sirve
para explicarlo todo. Desde los neumáticos que por primera vez se emplean en la
carrera París-Burdeos-París, hasta la construcción del canal de Kiel y los
misteriosos rayos X, que acaba de descubrir un oscuro profesor de la Universidad de
Wurzburgo.
Algunos maldicen a la civilización
maquinista, que está mudando la faz del globo, y aseguran que es obra del
mismísimo diablo, preguntándose con pasmo «¿A dónde iremos a parar?». Otros
alaban el progreso, la máquina de vapor y la electricidad, que son los símbolos
de la era industrial, de la nueva civilización de las máquinas, que crece y se
multiplica en Manchester, Barcelona, Milán, Glasgow, Lyon...
Y de este formidable empuje de la
civilización maquinista ha nacido en Lyon. precisamente, la máquina de
«imprimir» la vida, como la llamará L'Herbiér, y a partir de ella se creará un
mundo fabuloso de mitos y de sueños.
Satisfechos con los ensayos iniciales, los
Lumiére decidieron efectuar una presentación pública de su invento en la
capital. Un amigo de Antoine Lumiére, el fotógrafo Clément Maurice, relacionado
con el tout París, fue el
encargado de gestionar la búsqueda de un local idóneo para llevar a cabo la
presentación.
El local que eligió finalmente Clément
Maurice fue un saloncito situado en el sótano del Grand Café, en
el número 14 del Boulevard des Capucines, elegante arteria de la orilla derecha
del Sena, situada entre la Opera
y la Madeleine. El
saloncito había sido bautizado con el presuntuoso nombre de Salón Indien y
utilizado como sala de billares hasta que, unas pocas semanas antes, la Prefectura de Policía
ordenó la clausura de las salas de esta clase, que se habían convertido en
terreno abonado para fáciles ganancias de los jugadores poco escrupulosos.
La sala era de dimensiones reducidas, tal
como convenía a los Lumiére, ya que pensaban que un fracaso pasaría así más
inadvertido, mientras que un éxito provocaría aglomeraciones sensacionales en
la entrada del local.
Antoine Lumiére y Clément Maurice visitaron
al dueño del Grand Café, que era
un italiano llamado Volpini, y le propusieron alquilar la sala, ofreciéndole
hasta un veinte por ciento de los ingresos que se obtuvieran en las
recaudaciones. Pero Volpini tenía tan poca confianza en aquel desconocido
artefacto de Física Recreativa, que rechazó la oferta y estipuló que le pagarían
30 francos diarios y que el contrato sería por un año.
Así fue, efectivamente, y los inventores
eligieron para la presentación del Cinematógrafo la semana de Navidad, durante
la cual los bulevares parisinos suelen estar atestados de viandantes, que pasean
contemplando los escaparates de los comercios. Se estableció que el precio de
la entrada sería de un franco y que se celebraría una sesión cada media hora.
Los Lumiére tuvieron la precaución de pegar
en los cristales del Grand Café un
cartel anunciador, para que los transeúntes desocupados pudieran leer lo que
significaba aquel invento bautizado con el impronunciable nombre de Cinématographe
Lumiére. La explicación, impresa en letra cursiva, resulta
hoy un tanto pintoresca y barroca: «Este
aparato —decía el texto—
inventado por MM. Auguste y Louis Lumiére, permite recoger, en series de
pruebas instantáneas, todos los movimientos que, durante cierto tiempo, se
suceden ante el objetivo, y reproducir a continuación estos movimientos
proyectando, a tamaño natural, sus imágenes sobre una pantalla y ante una sala
entera.»
La
fecha elegida para la presentación del Cinematógrafo fue el 28 de diciembre de
1895 y previamente los Lumiére distribuyeron algunas invitaciones entre varias
personas cuya asistencia les interesaba particularmente, como M. Thomas,
director del Museo Grévin, Georges Méliés, director del Teatro Robert Houdin,
M. Lallemand, director del Folies Bergére, y algunos cronistas científicos.
Sin
embargo, tan sólo algunas de las personas invitadas asistieron a aquella
proyección histórica y el aspecto de la sala antes de comenzar la sesión no era
muy alentador. Algunos transeúntes ociosos, que tenían media hora que perder,
decidieron bajar los peldaños que conducían hasta el Salón
Iridien. Pero la mayor parte de los que tuvieron ocasión de
leer el cartel anunciador, se encogieron de hombros y, enfundados en sus
abrigos, se perdieron entre la muchedumbre. La recaudación fue muy modesta.
Ascendió a 35 francos, cifra que apenas cubría el importe del alquiler del
salón.
Aseguran
las crónicas que flotaba en la sala, antes de comenzar la proyección, un
ambiente de frío escepticismo. Este sentimiento duró todo el tiempo que las
luces permanecieron encendidas, pues al apagarse, un tenue haz cónico de luz
brotó del fondo de la sala y al estrellarse contra la superficie blanca de la
pantalla obró el prodigio. Apareció, ante los atónitos ojos de los
espectadores, la Plaza
Bellecour , de Lyon, con sus transeúntes y sus carruajes moviéndose.
Los
espectadores quedaron petrificados, «boquiabiertos,
estupefactos y sorprendidos más allá de lo que puede expresarse», como escribe Georges Méliés,
testigo de aquella maravilla. Y Henri de Parville recuerda: «Una
de mis vecinas estaba tan hechizada, que se levantó de un salto y no volvió a
sentarse hasta que el coche, desviándose, desapareció.»
Desde aquel momento la batalla estuvo ganada. Los
espectadores se hallaban auténticamente anonadados ante aquel espectáculo
jamás visto. «Los que se decidieron a entrar salían un tanto
estupefactos —narra
Volpini— y muchos volvían llevando consigo a todas las personas conocidas que habían
encontrado en el bulevar.»
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