viernes, 6 de julio de 2012

La era de los pioneros - El Mago de Montreuil - Román Gubern


El mago de Montreuil

Entre los privilegiados espectadores que asistieron a la pri­mera proyección organizada por los Lumiére en el Salón Indien se hallaba un hombre de treinta y cinco años, tercer hijo de un acaudalado fabricante de zapatos, mago e ilusionista por voca­ción y director del teatro Robert Houdin de París. Su nombre era Georges Méliés.
El propio Méliés ha explicado cómo, al concluir la histórica proyección, fue al encuentro de Antoine Lumiére con la preten­sión de adquirir uno de aquellos prodigiosos aparatos, avanzando una oferta de diez mil francos. Pero ni Méliés, ni el director del Museo Grévin, que ofreció veinte mil, ni el del Folies Bergére, que llegó a los cincuenta mil, consiguieron su propósito. Al igual que Thiers, que en 1833 consideraba a la locomotora como una «simple diversión científica», Antoine Lumiére concretó así su respuesta, que se ha hecho célebre: «Amigo mío, déme usted las gracias. El aparato no está a la venta, afortunadamente para us­ted, pues le llevaría a la ruina. Podrá ser explotado durante algún tiempo como curiosidad científica, pero fuera de esto, no tiene ningún porvenir comercial.»
Pero las contundentes palabras del científico, cuya autentici­dad hoy parece dudosa, no torcieron la decisión del prestidigita­dor. Unas semanas más tarde llegó a los oídos de Méliés la noticia de que el óptico Robert William Paul había lanzado al mer­cado, en Inglaterra, un aparato similar al utilizado por Lumiére y denominado bioscopio. Méliés se apresuró a adquirir uno de aquellos artefactos por la suma de mil francos, con el que inició inmediatamente proyecciones públicas en el teatro Robert Houdin, utilizando cintas inglesas de Paul y americanas de Edison.
Sin embargo, Méliés no se conformaba con la simple condi­ción de exhibidor y al mes siguiente compró en Londres varios miles de metros de película virgen de la casa Eastman, no perfo­rada, que utilizó para iniciar su propia producción cinematográ­fica.
Las primeras cintas de Méliés siguieron la senda ya trazada por Lumiére. Se trataba de las consabidas «escenas naturales» entre las que no faltan las inevitables llegadas de trenes, salidas de fábricas, regadores regados, bebés almorzando o barcas ha­ciéndose a la mar. Son películas vulgares que nada tienen que ver con su futura producción, que nacerá en el momento en que descubra que el cinematógrafo es el más formidable instrumento de magia que haya pasado jamás por sus hábiles manos de ilusio­nista.
Esta revelación le llegó a Méliés por puro azar en el trans­curso de 1896. Cierta mañana había plantado su cámara tomavis­tas y su trípode en la Plaza de la Opera, con el ánimo de rodar algunas breves escenas documentales, al «estilo Lumiére». De pronto, mientras estaba en pleno rodaje, la cámara sufre un atasco y la película se detiene. Méliés se da cuenta y procede a reparar el desperfecto y, tras esta breve interrupción, continúa el rodaje. Pero con gran sorpresa suya, al efectuar más tarde la pro­yección de esta película, observa que allí donde un momento antes pasaban hombres aparecen de pronto unas mujeres y que el autobús Madeleine-Bastilla se convierte súbitamente en una carroza fúnebre...
Méliés comprendió bien pronto que acababa de descubrir, por casualidad, un trucaje: el primer trucaje del cine, que hoy llama­mos paso de manivela, y que permite rodar a la cadencia de ima­gen por imagen, base del cine de animación, de los trucajes por sustitución y de muchas películas de fantasía. La trascendencia de esta revelación iba a tener un alcance decisivo, porque a partir de ella Méliés encauzó su producción por el rumbo de la magia y de la fantasía sin límites, alineando al cine como un nuevo instrumento de prestidigitación en el ya célebre escenario del tea­tro Robert Houdin.
Es entonces cuando Méliés idea las famosas «escenas de transformación», que dejan boquiabierto al ingenuo público parisino. La primera de ellas es El escamoteo de una dama (Robert Houdin, 1896), que rueda en el jardín de su finca de Montreuil-sous-Bois, al aire libre, ante un telón de fondo pintado. Para producir el efecto de la desaparición de la mujer, Méliés detiene el rodaje un momento, para permitir que la dama abandone la escena y luego sigue rodando, sin alte­rar la posición de la cámara. El trucaje es simple, pero el efecto conseguido causa gran impresión en el público y Méliés, al año siguiente, lo repite con un ¡más difícil todavía! en otras cintas que combinan la desaparición con la sustitución. Esto ocurre en Fausto y Margarita, en donde la dama se transforma, por arte de birlibirloque, en diablo.
Lanzado por el tobogán de la fantasmagoría, Méliés co­mienza a explorar las ingentes posibilidades de aquel nuevo y prometedor juguete mágico y en sus viajes al país de las maravillas va descubriendo o intuyendo casi todos los trucajes que for­man el patrimonio del cine moderno: maquetas, desapariciones, apariciones, objetos que se mueven solos, personajes voladores, sobreimpresiones, encadenados, fundidos, fotogramas colorea­dos pacientemente a mano... Hay que señalar, no obstante, que el trucaje es, para Méliés, un fin en sí mismo y no un medio, como lo es en la actualidad. Y es que nos hallamos, no hay que olvidarlo, ante un prestidigitador profesional que ha visto en el cine un «artefacto mágico» parangonable a la caja de doble fondo o a la baraja trucada. No obstante, será la necesidad la que espo­leará su imaginación incitándole hacia nuevos perfeccionamien­tos técnicos. En 1897 Méliés tuvo que impresionar por encargo unas breves cintas con actuaciones del cantante Paulus, destina­das a la explotación en un café-concierto. Una vez vestido y ma­quillado como para actuar en el escenario, Paulus se negó rotun­damente a cantar al aire libre y exigió que se rodase en un esce­nario y ante un decorado teatral. Méliés se vio entonces obligado a rodar su actuación en el interior del Robert Houdin, utilizando treinta proyectores de arco para la iluminación, lo que constituyó una innovación histórica capital en la técnica de la toma de vis­tas, otra vez debida a la casualidad.
No es de extrañar que, después de esta experiencia, Méliés se decida a construir en el jardín de su finca de Montreuil un auténtico estudio, al abrigo de las inclemencias del tiempo, con el techo y las paredes de vidrio para aprovechar la luz solar, aun­que en 1905 le añadiría su primera instalación eléctrica. Allí des­plegará su portentosa actividad como director, actor, operador, maquillador, decorador, carpintero y electricista a la vez. Este laboratorio de hechicería, de diecisiete metros de largo por siete de ancho, constituyó el primer estudio de Europa, ya que Edison le había precedido en América con su rudimentario Black María.
Entre 1896 y 1913 realizó Méliés unas quinientas películas de las cuales se conservan hoy una décima parte aproximadamen­te. Debe tenerse en cuenta que Méliés vendía sus películas a los exhibidores ambulantes, de modo que es ardua tarea la de loca­lizar el paradero actual de muchas de ellas, que probablemente no han sobrevivido al vandalismo de dos guerras, amén de otros avatares.
En la variadísima producción de Méliés, junto a títulos tan prometedores como Magie diabolique, (1898) o El antro de los espíritus, (1901), aparecen películas publicitarias, hechas por encargo, que anuncian una marca de mostaza, de corsés, peines, sombreros, una loción con­tra la calvicie o una marca de whisky. En la que anunciaba el Devar's Whisky mostraba a un escocés bebiendo con delectación este licor, bajo los retratos de tres antepasados suyos, que acaba­ban por cobrar vida y saltar de sus marcos para disputarse a pu­ñetazos la botella. Finalmente ésta se rompe y los antepasados, contritos, retornan a sus cuadros.
Con un ingenio inagotable, el mago de Móntreuil condensa en sus breves películas hallazgos de una frescura extraordinaria.
Y puesto ya a inventar todo lo susceptible de ser inventado, Méliés lanza, en 1897, un nuevo género cinematográfico: las ac­tualidades reconstruidas, aportación fantasiosa al periodismo gráfico, que se inicia con siete episodios de la guerra greco turca, con su combate naval y todo, reproducido pacientemente por Méliés con la ayuda de maquetas. Dentro de este género, que como ya vimos arraigó también con éxito fulminante en los Es­tados Unidos, se hizo famosa su serie pseudo documental sobre El acorazado Maine (1898) y, sobre todo, El proceso Dreyfus, (1899), reproducido meticu­losamente en su estudio, sin dejar en el tintero los episodios de la isla del Diablo. Pero el más célebre de estos documentales amañados fue el que representaba la coronación de Eduardo VII (1902), rodado con ante­lación al acontecimiento real y con la asesoría del maestro de ceremonias de Westminster, valiéndose de un mozo de lavadero para encarnar la figura del rey y de una corista del teatro Chátelet para la reina Alexandra.
Las creaciones de Méliés son el fruto del encuentro de dos técnicas distintas: la del fotógrafo y la del hombre de teatro e ilusionista. Sus películas suelen estar divididas en «cuadros» o «escenas» que, concebidas de acuerdo con los cánones del arte teatral, hacen progresar la narración. De este modo, la cámara tomavistas se limita a ser un aparato inmóvil que reproduce fo­tográficamente lo que ocurre sobre el escenario.
La originalidad de Méliés estriba, justamente, en esta simbio­sis entre los recursos típicamente teatrales y los medios y trucajes de naturaleza fotográfica.
El inicio de la decadencia de Méliés puede situarse hacia 1906. Su industria artesanal, que ha convertido el invento de Lumiére en pujante espectáculo popular, comienza a competir difícilmente con las poderosas sociedades europeas o americanas (Pathé, Gaumont, Nordisk Film, Edison, Biograph, Vitagraph, etc.). El hecho de que sus películas de este período tuvieran es­pecial audiencia entre los niños, cuando el cine comenzaba a afianzarse entre los adultos, fue un neto síntoma de su declive. 

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