El mago
de Montreuil
Entre los
privilegiados espectadores que asistieron a la primera proyección organizada
por los Lumiére en el Salón Indien se
hallaba un hombre de treinta y cinco años, tercer hijo de un acaudalado
fabricante de zapatos, mago e ilusionista por vocación y director del teatro
Robert Houdin de París. Su nombre era Georges Méliés.
El propio Méliés ha
explicado cómo, al concluir la histórica proyección, fue al encuentro de
Antoine Lumiére con la pretensión de adquirir uno de aquellos prodigiosos
aparatos, avanzando una oferta de diez mil francos. Pero ni Méliés, ni el
director del Museo Grévin, que ofreció veinte mil, ni el del Folies Bergére,
que llegó a los cincuenta mil, consiguieron su propósito. Al igual que Thiers,
que en 1833 consideraba a la locomotora como una «simple diversión científica»,
Antoine Lumiére concretó así su respuesta, que se ha hecho célebre: «Amigo mío, déme usted las gracias. El
aparato no está a la venta, afortunadamente para usted, pues le llevaría a la
ruina. Podrá ser explotado durante algún tiempo como curiosidad científica,
pero fuera de esto, no tiene ningún porvenir comercial.»
Pero las contundentes
palabras del científico, cuya autenticidad hoy parece dudosa, no torcieron la
decisión del prestidigitador. Unas semanas más tarde llegó a los oídos de
Méliés la noticia de que el
óptico Robert William Paul había lanzado al mercado, en Inglaterra, un aparato
similar al utilizado por Lumiére y denominado bioscopio.
Méliés se apresuró a adquirir uno de aquellos
artefactos por la suma de mil francos, con el que inició inmediatamente
proyecciones públicas en el teatro Robert Houdin, utilizando cintas inglesas de
Paul y americanas de Edison.
Sin embargo, Méliés no se conformaba con la
simple condición de exhibidor y al mes siguiente compró en Londres varios
miles de metros de película virgen de la casa Eastman, no perforada, que
utilizó para iniciar su propia producción cinematográfica.
Las primeras cintas de Méliés siguieron la
senda ya trazada por Lumiére. Se trataba de las consabidas «escenas naturales»
entre las que no faltan las inevitables llegadas de trenes, salidas de
fábricas, regadores regados, bebés almorzando o barcas haciéndose a la mar.
Son películas vulgares que nada tienen que ver con su futura producción, que
nacerá en el momento en que descubra que el cinematógrafo es el más formidable
instrumento de magia que haya pasado jamás por sus hábiles manos de ilusionista.
Esta revelación le llegó a Méliés por puro
azar en el transcurso de 1896. Cierta mañana había plantado su cámara tomavistas
y su trípode en la Plaza
de la Opera ,
con el ánimo de rodar algunas breves escenas documentales, al «estilo Lumiére».
De pronto, mientras estaba en pleno rodaje, la cámara sufre un atasco y la
película se detiene. Méliés se da cuenta y procede a reparar el desperfecto y,
tras esta breve interrupción, continúa el rodaje. Pero con gran sorpresa suya,
al efectuar más tarde la proyección de esta película, observa que allí donde
un momento antes pasaban hombres aparecen de pronto unas mujeres y que el
autobús Madeleine-Bastilla se convierte súbitamente en una carroza fúnebre...
Méliés comprendió bien pronto que acababa de
descubrir, por casualidad, un trucaje:
el primer trucaje del cine, que hoy llamamos paso
de manivela, y que permite rodar a
la cadencia de imagen por imagen, base
del cine de animación, de los trucajes por sustitución
y de muchas películas de fantasía. La trascendencia de esta revelación iba a
tener un alcance decisivo, porque a partir de ella Méliés encauzó su producción
por el rumbo de la magia y de la fantasía sin límites, alineando al cine como
un nuevo instrumento de prestidigitación en el ya célebre escenario del teatro
Robert Houdin.
Es entonces cuando Méliés idea las famosas «escenas de transformación», que dejan
boquiabierto al ingenuo público parisino. La
primera de ellas es El
escamoteo de una dama (Robert
Houdin, 1896), que rueda en
el jardín de su finca de Montreuil-sous-Bois, al aire libre, ante un telón de
fondo pintado. Para producir el efecto de la desaparición de la mujer, Méliés
detiene el rodaje un momento, para permitir que la dama abandone la escena y
luego sigue rodando, sin alterar la posición de la cámara. El trucaje es
simple, pero el efecto conseguido causa gran impresión en el público y Méliés,
al año siguiente, lo repite con un ¡más difícil todavía! en otras cintas que
combinan la desaparición con la sustitución. Esto ocurre en Fausto y Margarita,
en donde la dama se transforma, por arte de
birlibirloque, en diablo.
Lanzado por el tobogán de la fantasmagoría,
Méliés comienza a explorar las ingentes posibilidades de aquel nuevo y
prometedor juguete mágico y en sus viajes al país de las maravillas va
descubriendo o intuyendo casi todos los trucajes que forman el patrimonio del
cine moderno: maquetas, desapariciones, apariciones, objetos que se mueven
solos, personajes voladores, sobreimpresiones, encadenados, fundidos,
fotogramas coloreados pacientemente a mano... Hay que señalar, no obstante,
que el trucaje es, para Méliés, un fin en sí mismo y no un medio, como lo es en
la actualidad. Y es que nos hallamos, no hay que olvidarlo, ante un
prestidigitador profesional que ha visto en el cine un «artefacto mágico» parangonable
a la caja de doble fondo o a la baraja trucada. No obstante, será la necesidad
la que espoleará su imaginación incitándole hacia nuevos perfeccionamientos
técnicos. En 1897 Méliés tuvo que impresionar por encargo unas breves cintas
con actuaciones del cantante Paulus, destinadas a la explotación en un
café-concierto. Una vez vestido y maquillado como para actuar en el escenario,
Paulus se negó rotundamente a cantar al aire libre y exigió que se rodase en
un escenario y ante un decorado teatral. Méliés se vio entonces obligado a
rodar su actuación en el interior del Robert Houdin, utilizando treinta
proyectores de arco para la iluminación, lo que constituyó una innovación
histórica capital en la técnica de la toma de vistas, otra vez debida a la
casualidad.
No es de extrañar que, después de esta
experiencia, Méliés se decida a construir en el jardín de su finca de Montreuil
un auténtico estudio, al abrigo de las inclemencias del tiempo, con el techo y
las paredes de vidrio para aprovechar la luz solar, aunque en 1905 le añadiría
su primera instalación eléctrica. Allí desplegará su portentosa actividad como
director, actor, operador, maquillador, decorador, carpintero y electricista a
la vez. Este laboratorio de hechicería, de diecisiete metros de largo por siete
de ancho, constituyó el primer estudio de
Europa, ya que Edison le había precedido en América con su rudimentario Black
María.
Entre 1896 y 1913 realizó Méliés unas
quinientas películas de las cuales se conservan hoy una décima parte
aproximadamente. Debe tenerse en cuenta que Méliés vendía sus películas a los
exhibidores ambulantes, de modo que es ardua tarea la de localizar el paradero
actual de muchas de ellas, que probablemente no han sobrevivido al vandalismo
de dos guerras, amén de otros avatares.
En la variadísima producción de Méliés, junto
a títulos tan prometedores como Magie diabolique,
(1898) o El antro de los
espíritus, (1901),
aparecen películas publicitarias, hechas por encargo, que anuncian una marca de
mostaza, de corsés, peines, sombreros, una loción contra la calvicie o una
marca de whisky. En la que anunciaba el Devar's Whisky mostraba a un escocés
bebiendo con delectación este licor, bajo los retratos de tres antepasados
suyos, que acababan por cobrar vida y saltar de sus marcos para disputarse a
puñetazos la botella. Finalmente ésta se rompe y los antepasados, contritos,
retornan a sus cuadros.
Con un ingenio inagotable, el mago de
Móntreuil condensa en sus breves películas hallazgos de una frescura
extraordinaria.
Y puesto ya a inventar todo lo susceptible de
ser inventado, Méliés lanza, en 1897, un nuevo género cinematográfico: las actualidades
reconstruidas, aportación fantasiosa
al periodismo gráfico, que se inicia con siete episodios de la guerra greco turca,
con su combate naval y todo, reproducido pacientemente por Méliés con la ayuda
de maquetas. Dentro de este género, que como ya vimos arraigó también con éxito
fulminante en los Estados Unidos, se hizo famosa su serie pseudo documental
sobre El acorazado Maine
(1898) y, sobre todo, El proceso Dreyfus,
(1899), reproducido meticulosamente en
su estudio, sin dejar en el tintero los episodios de la isla del Diablo. Pero
el más célebre de estos documentales
amañados fue el que
representaba la coronación de Eduardo VII (1902),
rodado con antelación al acontecimiento real y con la asesoría del maestro de
ceremonias de Westminster, valiéndose de un mozo de lavadero para encarnar la
figura del rey y de una corista del teatro Chátelet para la reina Alexandra.
Las creaciones de Méliés son el fruto del
encuentro de dos técnicas distintas: la del fotógrafo y la del hombre de teatro
e ilusionista. Sus películas suelen estar divididas en «cuadros» o «escenas»
que, concebidas de acuerdo con los cánones del arte teatral, hacen progresar la
narración. De este modo, la cámara tomavistas se limita a ser un aparato
inmóvil que reproduce fotográficamente lo que ocurre sobre el escenario.
La originalidad de Méliés estriba,
justamente, en esta simbiosis entre los recursos típicamente teatrales y los
medios y trucajes de naturaleza fotográfica.
El inicio de la decadencia de Méliés puede
situarse hacia 1906. Su industria artesanal, que ha convertido el invento de Lumiére
en pujante espectáculo popular, comienza a competir difícilmente con las
poderosas sociedades europeas o americanas (Pathé,
Gaumont, Nordisk Film, Edison, Biograph, Vitagraph, etc.).
El hecho de que sus películas de este período tuvieran especial audiencia
entre los niños, cuando el cine comenzaba a afianzarse entre los adultos, fue
un neto síntoma de su declive.
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