También en América el cine iba a caer presa
de una vasta organización monopolista, tras la guerra que por el control de su
explotación desencadenó Thomas Alva Edison, salpicada de episodios broncos y
movidos. No en vano ha descubierto Edison que «quien controle la industria
cinematográfica, controlará el medio más potente de influencia sobre el
público». Eso lo sabía también el presidente McKinley, gran boss
de la Biograph y responsable de la
primera víctima de esta contienda que, como ya
vimos, fue el francés Félix Mesguich, operador de Lumiére, a quien se le
hizo la vida imposible y que, rescatado de un calabozo por las gestiones del
embajador francés, abandonó el generoso territorio de la Unión con el rabo entre las
piernas. Pero las cosas no concluyeron ahí.
Dispuesto a acabar de una vez por todas con
sus competidores, Edison abrió su caja de los truenos y con los peores modales
esgrimió los derechos que detentaba por su patente del kinetoscopio. Por
encargo de Edison, los abogados Dyer and
Dyer lanzaron su caballería contra las
pequeñas compañías o comerciantes individuales que explotaban el invento de la
fotografía animada. Su primera demanda judicial por violación de patentes data
del 7 de diciembre de 1897 y fue interpuesta contra Charles H. Webster y Edward
Kuhn, socios fundadores de la International Film Company. A este proceso
siguieron otros muchos: quinientos dos en total, entre 1897 y 1906, que
llegaron a tener serias repercusiones en Washington.
Edison adivinaba que sobre su patente podía
alzarse una fabulosa potencia industrial. Por eso se dedicó a exterminar concienzudamente
a todos sus posibles rivales. Eran los años heroicos del nacimiento del cine y
sus pioneros luchaban en torno a la máquina tomavistas igual que treinta años
antes se hacía junto a los raíles del Union Pacific. Brigadas de policías, al
servicio de los intereses de Edison, se dedicaban a la clausura de music-halls
y de estudios de rodaje y a la confiscación
de aparatos y de películas. Quienes se atrevían a desafiar la persecución de
Edison rodaban protegidos por hombres armados. «Se rodaba la Biblia —recuerda un
pionero— con el revólver en la cintura.» Era una guerra sin cuartel que
arrastró a numerosas víctimas. Artistas, técnicos, productores y exhibidores
sufrieron la implacable persecución de Edison; algunos, como Sigmund Lubin, se
vieron obligados a expatriarse y huir a Europa. Albert Smith declaró ante el
tribunal: «La angustia causada en mi hogar por el proceso de Edison ha sido tal
que ha matado a mi esposa.» Saqueados sus negocios por la policía y confiscados
sus equipos, muchos pioneros se vieron sumidos en la más negra miseria. Edison
no se detuvo ante nada ni nadie, pero supo pactar cuando creyó que podía
obtener algún beneficio. Esto hizo con la American
Biograph ,
que pagó 500.000 dólares al mago de Menlo Park para seguir
produciendo con tranquilidad. La «guerra de patentes» concluyó el 15 de
diciembre de 1908 con un banquete y un acuerdo mediante el cual se creaba un trust
internacional, la Mo ñón Pictures. Patents Company, capitaneado
por Edison.
En aquellos años turbulentos que teñían de
rojo la aurora del cine americano, un espíritu de encendida rivalidad,
motor de la edad heroica del capitalismo, ponía su nota de pintoresquismo en
cada acontecimiento. Valga como muestra el sensacional combate de boxeo entre
Jim Jeffries y Tom Sharkey en Coney Island (1899) que, con una instalación de
cuatrocientas lámparas de arco, los técnicos de la Biograph se
proponían rodar. Sus rivales de la Vitagraph , ni cortos ni perezosos, decidieron
aprovechar la iniciativa y la complicada instalación eléctrica de sus
competidores para rodar también, desde un emplazamiento excelente, la acción
que se desarrollaba en el ring. La velada acabó como el rosario de la aurora,
con los hombres de la Vitagraph y
de la Biograph arreándose
mamporros ante la perplejidad del público, que no tardó en contagiarse de su
ardor combativo y organizó una batalla campal que no estaba prevista en el
programa.
Estas
cosas no deben asombrar, pues no resultaban excesivamente insólitas en la ya
lejana era de los pioneros, cuando el sabor a pólvora de la epopeya del Oeste
era algo de un ayer todavía muy próximo, fresco y vivo en las mentes de
aquellos emigrantes o hijos de emigrantes, de la más variada procedencia y
condición, que con sus rivalidades estaban construyendo, sin saberlo, la patria
del supercapitalismo y de los grandes monopolios industriales. Y el cine,
claro, no escapaba a la regla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario