jueves, 12 de julio de 2012

La era de los pioneros - La guerra de las patentes - Roman Gubern


LA GUERRA DE LAS PATENTES

También en América el cine iba a caer presa de una vasta organización monopolista, tras la guerra que por el control de su explotación desencadenó Thomas Alva Edison, salpicada de epi­sodios broncos y movidos. No en vano ha descubierto Edison que «quien controle la industria cinematográfica, controlará el medio más potente de influencia sobre el público». Eso lo sabía también el presidente McKinley, gran boss de la Biograph y res­ponsable de la primera víctima de esta contienda que, como ya  vimos, fue el francés Félix Mesguich, operador de Lumiére, a quien se le hizo la vida imposible y que, rescatado de un cala­bozo por las gestiones del embajador francés, abandonó el gene­roso territorio de la Unión con el rabo entre las piernas. Pero las cosas no concluyeron ahí.
Dispuesto a acabar de una vez por todas con sus competido­res, Edison abrió su caja de los truenos y con los peores modales esgrimió los derechos que detentaba por su patente del kinetoscopio. Por encargo de Edison, los abogados Dyer and Dyer lanza­ron su caballería contra las pequeñas compañías o comerciantes individuales que explotaban el invento de la fotografía animada. Su primera demanda judicial por violación de patentes data del 7 de diciembre de 1897 y fue interpuesta contra Charles H. Webster y Edward Kuhn, socios fundadores de la International Film Company. A este proceso siguieron otros muchos: quinien­tos dos en total, entre 1897 y 1906, que llegaron a tener serias repercusiones en Washington.
Edison adivinaba que sobre su patente podía alzarse una fa­bulosa potencia industrial. Por eso se dedicó a exterminar con­cienzudamente a todos sus posibles rivales. Eran los años heroicos del nacimiento del cine y sus pioneros luchaban en torno a la máquina tomavistas igual que treinta años antes se hacía junto a los raíles del Union Pacific. Brigadas de policías, al servicio de los intereses de Edison, se dedicaban a la clausura de music-halls y de estudios de rodaje y a la confiscación de aparatos y de pe­lículas. Quienes se atrevían a desafiar la persecución de Edison rodaban protegidos por hombres armados. «Se rodaba la Biblia —recuerda un pionero— con el revólver en la cintura.» Era una guerra sin cuartel que arrastró a numerosas víctimas. Artistas, técnicos, productores y exhibidores sufrieron la implacable per­secución de Edison; algunos, como Sigmund Lubin, se vieron obligados a expatriarse y huir a Europa. Albert Smith declaró ante el tribunal: «La angustia causada en mi hogar por el proceso de Edison ha sido tal que ha matado a mi esposa.» Saqueados sus negocios por la policía y confiscados sus equipos, muchos pioneros se vieron sumidos en la más negra miseria. Edison no se detuvo ante nada ni nadie, pero supo pactar cuando creyó que podía obtener algún beneficio. Esto hizo con la American Biograph, que pagó 500.000 dólares al mago de Menlo Park para seguir produciendo con tranquilidad. La «guerra de patentes» concluyó el 15 de diciembre de 1908 con un banquete y un acuerdo mediante el cual se creaba un trust internacional, la Mo­ñón Pictures. Patents Company, capitaneado por Edison.
En aquellos años turbulentos que teñían de rojo la aurora del cine americano, un espíritu de encendida rivalidad, motor de la edad heroica del capitalismo, ponía su nota de pintoresquismo en cada acontecimiento. Valga como muestra el sensacional combate de boxeo entre Jim Jeffries y Tom Sharkey en Coney Island (1899) que, con una instalación de cuatrocientas lámparas de arco, los técnicos de la Biograph se proponían rodar. Sus ri­vales de la Vitagraph, ni cortos ni perezosos, decidieron aprove­char la iniciativa y la complicada instalación eléctrica de sus competidores para rodar también, desde un emplazamiento exce­lente, la acción que se desarrollaba en el ring. La velada acabó como el rosario de la aurora, con los hombres de la Vitagraph y de la Biograph arreándose mamporros ante la perplejidad del público, que no tardó en contagiarse de su ardor combativo y organizó una batalla campal que no estaba prevista en el progra­ma.
Estas cosas no deben asombrar, pues no resultaban excesiva­mente insólitas en la ya lejana era de los pioneros, cuando el sabor a pólvora de la epopeya del Oeste era algo de un ayer to­davía muy próximo, fresco y vivo en las mentes de aquellos emi­grantes o hijos de emigrantes, de la más variada procedencia y condición, que con sus rivalidades estaban construyendo, sin saberlo, la patria del supercapitalismo y de los grandes monopolios industriales. Y el cine, claro, no escapaba a la regla.



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