jueves, 12 de julio de 2012

La era de los pioneros - Provechoso asalto y robo de un tren - Román Gubern


Provechoso asalto y robo de un tren

En estos años borrascosos en los que las artimañas y zanca­dillas estaban a la orden del día, las leyes del copyright eran impotentes para preservar los derechos de los autores cinematográficos. Ya vimos cómo Edison no sintió ningún escrúpulo en obtener contratipos de las películas europeas; se justificaba afir­mando que era él quien había inventado la fotografía animada. Y nadie se atrevía a chistar. Pero al abrir Méliés su sucursal ame­ricana y a medida que la vigilancia legal se fue haciendo más estrecha, Edison abandonó aquel tosco procedimiento de pirate­ría y acudió a otro más seguro: el plagio de las cintas europeas.
El lugarteniente de Edison en estas tareas de bucanero inte­lectual fue Edwin S. Porter, un marinero escocés con un pasado nada plácido, que llegó a convertirse en operador y luego en jefe de su estudio de 1902 a 1910. Joven aplicado, Porter proyectó en su laboratorio una y otra vez las cintas de Méliés y las estudió detenidamente. El historiador americano Lewis Jacobs nos in­forma que Porter quedó «impresionado por su longitud y factura» y decidió que él podía también realizar películas que narrasen un argumento o historia, a través de la adición de escenas «arti­ficialmente compuestas».
Era mérito de los pioneros europeos el haber inventado el cine narrativo: Méliés aportó la puesta en escena, los ingleses el descubrimiento del montaje como elemento narrativo y Zecca perfeccionó la estructura del relato. Porter heredó estos hallazgos europeos y realizó con ellos algunos films sorprendentes. En 1902 rodó Salvamento en un incendio. Para confeccionarla recurrió Porter a escenas documenta­les auténticas de trabajos del cuerpo de bomberos, tomadas en varias ciudades americanas, e introdujo un tema de ficción: una madre y su hijo en su hogar, rodeados por las llamas. Con estos materiales diversos Porter construyó una narración a la que, du­rante muchos años, se ha considerado matriz inaugural del mon­taje alternado de dos acciones paralelas (las víctimas de las lla­mas y los bomberos salvadores). Pero hoy sabemos que la versión original no era así y que tal alternancia fue obra de un re­montaje posterior, que tenía su semilla en los films de Brighton. Y también Porter ha aprendido de ellos el uso del primer plano, que utiliza para mostrar una mano que acciona un avisador de incendios. Es, ciertamente, un primer plano funcional pero nos advierte que falta ya muy poco para que se descubra en este recurso técnico un poderoso elemento dramático, específicamente cinematográfico.
No hay duda de que con Porter estamos asistiendo a la con­solidación de una técnica narrativa, base del cine de acción, que se desarrolla en todo su esplendor en una cinta de 234 metros con la que Porter introduce en el cine —y esto no es baladí— el riquísimo temario del Far-West. Este primer western de la his­toria del cine se titula Asalto y robo de un tren y fue rodado por Porter en el otoño de 1903, utilizando como principales intérpretes a George Barnés, como jefe de los forajidos, y a Gilbert M. Anderson, que se hará más tarde fa­moso como protagonista de la serie de Broncho Bill.
En la última escena (la 14ª) hay un primer plano del actor George Barnes, jefe de los malhechores, que apunta y dispara su revólver hacia el público.
El catálogo de Edison especificaba que el primer plano final de Barnes podía colocarse indistintamente al principio o al fi­nal de la cinta. Sugerencia inútil, porque siempre se colocó al final, causando en el público un impacto sólo comparable al que unos años antes causara la inocente locomotora de Lumiére arro­jándose sobre los espectadores. ¿Sorprendente? No; es de pura lógica el estallido emocional que producía en la sala el primer plano del bigotudo malhechor, habida cuenta de la mentalidad precinematográfica de nuestros mayores y de la capacidad dramática del encuadre, rectángulo mágico rodeado de tinieblas, ais­lado, que potencia todo cuanto sucede en su interior. Sin saberlo, Porter está ofreciendo a su público un nuevo universo de relacio­nes, relaciones físicas y psicológicas: distancias que se acortan, tamaños que aumentan, emociones que se potencian... Todo esto, inédito hasta ahora, es el cine, cuyo embrión está naciendo en el seno de un género que, para muchos, será un género menor: el western.
En esta película antológica muchas escenas están interpreta­das todavía «de frente», como en el teatro, pero algunas de ellas (la persecución, el combate en el bosque, el robo de los viajeros) se desarrollan «en profundidad», interviniendo el alejamiento o acercamiento relativo de los personajes a la cámara.
La película se anunció como «la obra cumbre del arte cine­matográfico» y, por una vez, la publicidad no exageraba; era, por lo menos, la primera película importante con argumento de ficción (story picture) del cine americano.
 Si al referirse a Zecca resultaba abusivo evocar el nombre de Zola, tampoco es justo referirse a los apóstoles del socialismo al examinar estos melodramas sociales que buscaban por el camino más corto los centros sensibles del gran público, utilizando métodos técnicos que, como el montaje de situaciones contrastadas, retomará Griffith, depurándolos, y de ahí pasarán a ser patrimonio del cine revolucionario ruso.  
La importancia de la obra de Porter —que algún historiador ha denominado «el Zecca americano»— es tan grande que ha eclipsado, no muy justamente, las aportaciones de las otras productoras americanas: la Vitagraph y la Biograph.
En 1908 era la Vitagraph la productora más activa de América y, también, la más interesante, pues en esta fecha inició la producción de las llamadas Escenas de la vida real, que además de suponer un acercamiento realista a te­mas, ambientes y personajes cotidianos de la vida americana, in­trodujo una auténtica revolución técnica, que impresionó profun­damente a los realizadores europeos.
En aquella época los directores americanos respetaban en sus películas ciertas normas técnicas convencionales, que venían a formar un código de estética cinematográfica y cuyos preceptos han llegado hasta nosotros:
«1.° Cada escena debe empezar con una entrada y terminar con una salida.
2." Los actores deben presentar el rostro a la cámara y mo­verse horizontalmente, salvo cuando el movimiento es rápido, como en una persecución, o prolongado, como en una pelea; en estos casos, la acción se efectúa diagonalmente respecto a la cá­mara, para facilitar a los actores mayor espacio.
3.° Las acciones que se desarrollan en último término deben ser lentas y muy exageradas, para que el público pueda percibir­las bien.»
Ya vimos cómo Smith en Inglaterra, Zecca en Francia y Por­ter en América se habían atrevido, ocasionalmente, a intercalar un primer plano en una escena mostrada en plano general. Pues bien, los técnicos de la Vitagraph rompieron con el artificio tea­tral y comenzaron a emplear sistemáticamente este recurso que permitía valorizar la fisonomía del actor en detrimento del ambiente y decorado, pero que tuvo además la consecuencia de popularizar sus rostros, lo que habrá de tener a la larga consecuen­cias fabulosas para la industria del cine. Con genial intuición, los hombres de la Vitagraph hicieron uso de planos próximos y los franceses comenzaron a denominar plano americano al que mostraba a «los personajes sin piernas», según escribía Victorin Jasset. La aproximación de la cámara a los personajes estuvo acompañada, por ley de necesidad, de una interpretación más so­bria y realista de los actores. Estas innovaciones técnicas y temá­ticas, mutuamente condicionadas, influyeron en realizadores franceses, como Louis Feuillade, que se rindieron ante la supe­rioridad de este cine hecho por autodidactas e incultos aventure­ros del otro lado del océano.
Desde el punto de vista creador, el cine americano estaba al­canzando una madurez que anunciaba la próxima aparición de Griffith. Desde el punto de vista industrial, y a pesar de los avatares de la guerra de patentes, el cine americano estaba sólida­mente asentado sobre tres pilares —Edison, Vitagraph y Biograph— que trataban de perturbar al máximo la existencia de otros modestos productores. La exhibición de películas cinema­tográficas tenía lugar en barracas de feria, music-halls, o Penny Arcades (locales de atracciones, con juegos eléctricos y mecáni­cos) de las grandes ciudades, hasta que a Jesse L. Lasky, fraca­sado buscador de oro en las heladas aguas del Yukón, se le ocu­rrió sustituir la fórmula de venta de las copias a los exhibidores por su alquiler. Esto permitió el nacimiento de la exhibición ci­nematográfica autónoma, liberada de la servidumbre del music-hall. En manos de emigrantes judíos floreció rápidamente el nuevo negocio, explotado a partir de 1901 en unos locales espe­cializados, bautizados pronto con el nombre de Nickel-Odeons, porque su entrada valía invariablemente un níquel, es decir, cinco centavos. Curiosa personalidad la de estos empresarios he­breos, como Adolph Zukor, Cari Laemmle, William Fox y Marcus Loew, con biografías turbulentas y zigzagueantes todos ellos, pioneros de la industria del cine que no tardarán en enfren­tarse con el colosal trust de Edison y llegarán a convertirse más tarde en máximos gerifaltes de la poderosa industria de Holly­wood.






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