Provechoso
asalto y robo de un tren
En
estos años borrascosos en los que las artimañas y zancadillas estaban a la
orden del día, las leyes del copyright
eran
impotentes para preservar los derechos de los autores cinematográficos. Ya
vimos cómo Edison no sintió ningún escrúpulo en obtener contratipos de las
películas europeas; se justificaba afirmando que era él quien había inventado
la fotografía animada. Y nadie se atrevía a chistar. Pero al abrir Méliés su
sucursal americana y a medida que la vigilancia legal se fue haciendo más
estrecha, Edison abandonó aquel tosco procedimiento de piratería y acudió a
otro más seguro: el plagio de las cintas europeas.
El
lugarteniente de Edison en estas tareas de bucanero intelectual fue Edwin
S. Porter, un marinero escocés con un pasado nada plácido,
que llegó a convertirse en operador y luego en jefe de su estudio de 1902 a 1910. Joven aplicado,
Porter proyectó en su laboratorio una y otra vez las cintas de Méliés y las
estudió detenidamente. El historiador americano Lewis Jacobs nos informa que
Porter quedó «impresionado por su longitud y factura» y decidió que él podía
también realizar películas que narrasen un argumento o historia, a través de la
adición de escenas «artificialmente compuestas».
Era
mérito de los pioneros europeos el haber inventado el cine
narrativo: Méliés aportó la puesta en escena,
los
ingleses
el descubrimiento del montaje
como
elemento narrativo y Zecca perfeccionó la estructura
del relato. Porter heredó estos hallazgos
europeos y realizó con ellos algunos films sorprendentes. En 1902 rodó Salvamento
en un incendio. Para confeccionarla recurrió Porter a escenas
documentales auténticas de trabajos del cuerpo de bomberos, tomadas en varias
ciudades americanas, e introdujo un tema de ficción: una madre y su hijo en su
hogar, rodeados por las llamas. Con estos materiales diversos Porter construyó
una narración a la que, durante muchos años, se ha considerado matriz
inaugural del montaje alternado de dos acciones
paralelas (las víctimas de las llamas y los bomberos
salvadores). Pero hoy sabemos que la versión original no era así y que tal
alternancia fue obra de un remontaje posterior, que tenía su semilla en los
films de Brighton. Y también Porter ha aprendido de ellos el uso del primer
plano, que utiliza para mostrar una mano que acciona un avisador de incendios.
Es, ciertamente, un primer plano funcional pero nos advierte que falta ya muy
poco para que se descubra en este recurso técnico un poderoso elemento
dramático, específicamente cinematográfico.
No
hay duda de que con Porter estamos asistiendo a la consolidación de una
técnica narrativa, base del cine de acción, que se desarrolla en todo su
esplendor en una cinta de 234
metros con la que Porter introduce en el cine —y esto no
es baladí— el riquísimo temario del Far-West. Este primer western
de
la historia del cine se titula Asalto y robo de un tren
y
fue
rodado por Porter en el otoño de 1903, utilizando como principales intérpretes
a George Barnés, como jefe de los forajidos, y a Gilbert M. Anderson, que se
hará más tarde famoso como protagonista de la serie de Broncho Bill.
En
la última escena (la 14ª) hay un primer
plano del actor George Barnes, jefe de los malhechores, que apunta y dispara su
revólver hacia el público.
El catálogo de Edison especificaba que el
primer plano final de Barnes podía colocarse indistintamente al principio o al
final de la cinta. Sugerencia inútil, porque siempre se colocó al final,
causando en el público un impacto sólo comparable al que unos años antes
causara la inocente locomotora de Lumiére arrojándose sobre los espectadores.
¿Sorprendente? No; es de pura lógica el estallido emocional que producía en la
sala el primer plano del bigotudo malhechor, habida cuenta de la mentalidad precinematográfica
de nuestros mayores y de la capacidad dramática del encuadre, rectángulo
mágico rodeado de tinieblas, aislado, que potencia todo cuanto sucede en su
interior. Sin saberlo, Porter está ofreciendo a su público un nuevo universo de
relaciones, relaciones físicas y psicológicas: distancias que se acortan,
tamaños que aumentan, emociones que se potencian... Todo esto, inédito hasta
ahora, es el cine,
cuyo embrión está naciendo en el seno de un género que, para muchos,
será un género menor: el western.
En
esta película antológica muchas escenas están interpretadas todavía «de
frente», como en el teatro, pero algunas de ellas (la persecución, el combate
en el bosque, el robo de los viajeros) se desarrollan «en profundidad»,
interviniendo el alejamiento o acercamiento relativo de los personajes a la
cámara.
La
película se anunció como «la obra cumbre del arte cinematográfico» y, por una
vez, la publicidad no exageraba; era, por lo menos, la primera película
importante con argumento de ficción (story picture) del cine americano.
La importancia de la obra de Porter —que
algún historiador ha denominado «el Zecca americano»— es tan grande que ha
eclipsado, no muy justamente, las aportaciones de las otras productoras
americanas: la Vitagraph y la Biograph.
En 1908 era la Vitagraph la productora más
activa de América y, también, la más interesante, pues en esta fecha inició la
producción de las llamadas Escenas
de la vida real, que además de suponer
un acercamiento realista a temas, ambientes y personajes cotidianos de la vida
americana, introdujo una auténtica revolución técnica, que impresionó profundamente
a los realizadores europeos.
En aquella época los directores americanos
respetaban en sus películas ciertas normas técnicas convencionales, que venían
a formar un código de estética cinematográfica y cuyos preceptos han llegado
hasta nosotros:
«1.° Cada escena debe empezar con una entrada
y terminar con una salida.
2."
Los actores deben presentar el rostro a la cámara y moverse horizontalmente,
salvo cuando el movimiento es rápido, como en una persecución, o prolongado,
como en una pelea; en estos casos, la acción se efectúa diagonalmente respecto
a la cámara, para facilitar a los actores mayor espacio.
3.°
Las acciones que se desarrollan en último término deben ser lentas y muy
exageradas, para que el público pueda percibirlas bien.»
Ya vimos cómo Smith en Inglaterra, Zecca en
Francia y Porter en América se habían atrevido, ocasionalmente, a intercalar
un primer plano en una escena mostrada en plano general. Pues bien, los
técnicos de la Vitagraph rompieron con el
artificio teatral y comenzaron a emplear sistemáticamente este recurso que
permitía valorizar la fisonomía del actor en detrimento del ambiente y
decorado, pero que tuvo además la consecuencia de popularizar sus rostros, lo
que habrá de tener a la larga consecuencias fabulosas para la industria del
cine. Con genial intuición, los hombres de la Vitagraph hicieron uso de planos
próximos y los franceses comenzaron a denominar plano
americano al que mostraba a
«los personajes sin piernas», según escribía Victorin Jasset. La aproximación
de la cámara a los personajes estuvo acompañada, por ley de necesidad, de una
interpretación más sobria y realista de los actores. Estas innovaciones
técnicas y temáticas, mutuamente condicionadas, influyeron en realizadores
franceses, como Louis Feuillade, que
se rindieron ante la superioridad de este cine hecho por autodidactas e
incultos aventureros del otro lado del océano.
Desde el punto de vista creador, el cine
americano estaba alcanzando una madurez que anunciaba la próxima aparición de Griffith. Desde el punto de vista
industrial, y a pesar de los avatares de la guerra de patentes, el cine
americano estaba sólidamente asentado sobre tres pilares —Edison, Vitagraph y
Biograph— que
trataban de perturbar al máximo la existencia de otros modestos productores. La
exhibición de películas cinematográficas tenía lugar en barracas de feria, music-halls,
o Penny
Arcades (locales de
atracciones, con juegos eléctricos y mecánicos) de las grandes ciudades, hasta
que a Jesse L. Lasky, fracasado buscador de oro en las heladas aguas del
Yukón, se le ocurrió sustituir la fórmula de venta de las copias a los
exhibidores por su alquiler. Esto permitió el nacimiento de la exhibición cinematográfica
autónoma, liberada de la servidumbre del music-hall.
En manos de emigrantes judíos floreció
rápidamente el nuevo negocio, explotado a partir de 1901 en unos locales especializados,
bautizados pronto con el nombre de Nickel-Odeons,
porque su entrada valía invariablemente un
níquel, es decir, cinco centavos. Curiosa personalidad la de estos empresarios
hebreos, como Adolph Zukor, Cari Laemmle, William Fox y Marcus Loew, con
biografías turbulentas y zigzagueantes todos ellos, pioneros de la industria
del cine que no tardarán en enfrentarse con el colosal trust de Edison y
llegarán a convertirse más tarde en máximos gerifaltes de la poderosa industria
de Hollywood.
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