viernes, 6 de julio de 2012

El nacimiento del cine - El invento - Román Gubern


El invento

Como todo invento complejo, el cine surgió como fruto ma­duro tras una acumulación de hallazgos y experiencias diversas, en cuya base hay que colocar el invento de la fotografía.
Es sabido que, hacia 1816, el francés Joseph-Nicéphore Niepce (1765-1833), tratando de perfeccionar el invento de la litografía consiguió fijar químicamente las imágenes reflejadas en el interior de una cámara oscura. Hombre retraído y de hol­gada posición, Niepce se encerró en su finca absorto en sus ex­perimentos, que le valieron no pocas satisfacciones, llegando a obtener su primera fotografía de un paisaje en 1826, empleando una exposición de ocho horas. Poco antes de morir se asoció con el decorador Louis-Jacques Mandé Daguerre (1787-1851), que consiguió reducir el tiempo de exposición a media hora y heredó para sí la gloria del invento, al que denominó daguerrotipo. La pasión del daguerrotipo se extendió por Europa y sus cultivado­res lo utilizaban para reproducir monumentos y paisajes, siguiendo los consejos de su inventor. Naturalmente, también hubo hombres que inmediatamente comprendieron su fabuloso alcance, como los científicos Arago y Gay-Lussac, que no ocultaron su pasmo ante la “matemática exactitud” e “inimaginable preci­sión” de los detalles reproducidos por la cámara; Darwin renunció a los dibujos y prefirió la fotografía para ilustrar La expresión de las emociones en el hombre y los animales (1872); Delacrojx comparó al daguerrotipo a un “diccionario” de la Naturaleza y aconsejó a los pintores que lo consultasen asiduamente; William Randolph Hearst, magnate de la prensa americana, comenzó a ilustrar con fotos los artículos del Examiner.
El progreso de la fotografía, a la busca de preparados foto-sensibles cada vez más rápidos, fue de la mano con el espectacular avance de la ciencia química. Pero además de perfeccionarse como técnica, la fotografía se perfeccionó como arte. Algunos fotógrafos célebres, como el gran retratista Nadar, tuvieron intuiciones geniales, adivinando todo el alcance del invento que manejaban. En 1987 afirmará Nadar: “Mi sueño es ver cómo la fotografías registra las actitudes y cambios de fisonomía de un orador a medida que el fonógrafo registra sus palabras.”
Con la fotografía se ha adelantado mucho, pero queda todavía mucho por recorrer para llegar al cine. Y en este camino encontramos otro pilar fundamental, el médico inglés Peter Mark Roget, que en 1824 presentó una tesis sobre la persistencia retiniana, ante la Royal Society de Londres. Parece ser que el fenómeno de la persistencia retiniana (cualidad -o tal vez imperfección- del ojo humano que nos permite disfrutar del cine y la televisión) fue observado por algunos científicos griegos y mereció también la atención de Newton. Hasta los niños saben que un tizón agitado en la oscuridad es percibido como una línea de fuego, pero el doctor Roget fue el primero que estudió científicamente el fenómeno, sobre bases fisiológicas. La ilusión de movimiento  del cine se basa, en efecto, en la inercia de la visión, que hace que las imágenes proyectadas durante una fracción de segundo en la pantalla no se borren instantáneamente de la retina. De este modo una rápida sucesión de fotos inmóviles, proyectadas discontinuamente, son percibidas por el espectador como un movimiento continuado.
El árido y docto análisis del doctor Roget, que se titulaba “Explicación de una ilusión óptica relativa a la apariencia de los radios de una rueda vistos a través de una ranura vertical”, hizo nacer inmediatamente una serie de juguetes y pasatiempos ópticos, basados en la persistencia retiniana. El físico belga Joseph Plateau  (1801 1883) ideó un sencillo aparato de complicado nombre: fenaquistiscopio (del griego phenax, akos, engañador y skopein, examinar), de donde derivaron otros juguetes popula­res, muy en boga a mediados de siglo, que encubrían su banali­dad con nombres cultos y difíciles, de etimología griega: fantascopio, zoótropo, estroboscopio.
Ya tenemos así los dos presupuestos físicos que constituyen la plataforma del cine: la fotografía, que viene a ser algo así como su materia prima, y el principio de la persistencia retiniana, que permite crear la ilusión del movimiento. De su combina­ción habría de nacer el cine.
En su afán de conquistar el movimiento, la fotografía no tardó en convertirse en cronofotografía, primero gracias al revól­ver astronómico (1874) de Janssen, que utilizó para registrar el movimiento de los planetas, y después merced a los trabajos del fisiólogo francés Etienne-Jules Marey (1830-1904), que con su fusil fotográfico estudió primero el galope de los caballos, des­compuesto en una serie de fotografías, y luego los movimientos de otros animales y del hombre. Este rifle incruento y pintoresco, cazador de imágenes, obtenía con el disparo de su gatillo series de doce fotografías sucesivas con exposición de 1/720 de se­gundo (cronofotografías) sobre un soporte circular que giraba, como el tambor de un revólver, ante el cañón-objetivo.
Estos estampidos ópticos encontraron eco en California, sus­citando apasionadas controversias en los medios hípicos. ¿Era posible que un caballo al galope pudiera permanecer, aunque momentáneamente, con un solo casco apoyado en el suelo? El millonario Leland Stanford, exgobernador del Estado y presi­dente de la Central Pacific, quiso salir de dudas. Cruzó una apuesta de 25.000 dólares con unos amigos y contrató al mejor fotógrafo de San Francisco, al inglés Eadweard Muybridge (1830-1904), para que mediante la fotografía, única prueba indiscutible, resolviese la disputa. Muybridge, que llevaba varios años experimentando técnicas cronofotográficas, desplegó su in­genio y consiguió poner a punto, tras cuatro años de pacientes pruebas y con un gasto no inferior a cuarenta mil dólares, un curioso sistema de cronofotografía. A lo largo de una pista de carreras instaló Muybridge veinticuatro cámaras fotográficas, con su correspondiente operador cada una, que cuidaban de la preparación de las placas sensibles de colodión húmedo de corta vida. Veinticuatro hilos se extendían a lo ancho de la pista, co­nectados cada uno de ellos al disparador de una cámara. De este modo, en su carrera, el caballo rompía los hilos, disparando su­cesivamente una cámara tras otra y obteniendo la impresión de cada fase de su movimiento.
Los trabajos de Muybridge entre 1878 y 1881 preludian, con su descomposición del galope de un caballo en veinticuatro foto­grafías, el próximo nacimiento del cine. Su primera etapa —la descomposición fotográfica del movimiento— era ya una realidad. Faltaba tan sólo conseguir la segunda: la síntesis del movi­miento, mediante la proyección sucesiva de dichas fotografías sobre una pantalla.
Un vulgar zoótropo (1834) era capaz de efectuar la síntesis del movimiento, pero no de lograrla por proyección sobre una pantalla. A ello se aplicó Charles-Emile Reynaud (1844-1918), que perfeccionó el zoótropo mediante el empleo de un tambor de espejos (praxinoscopio) y, tras sucesivas mejoras, consiguió proyectar sus imágenes, por reflexión, sobre una pantalla. Exhi­bió su teatro óptico (patentado en 1888) utilizando bandas exqui­sitamente dibujadas y coloreadas por él mismo y en 1892 inició en el Museo Grévin de París la proyección sobre pantalla de sus célebres “Pantomimas Luminosas”. A Reynaud pertenece, pues, la paternidad de los dibujos animados.
Si Reynaud había introducido la pantalla, al norteamericano Thomas Alva Edison (1847-1931), inventor fecundo que iremos conociendo a lo largo de estas páginas, le cupo el honor de intro­ducir la película de celuloide con perforaciones para su arrastre, soporte de treinta y cinco milímetros de anchura que reunía los requisitos de ser flexible, resistente y transparente (y también altamente inflamable). Esta película, recubierta por la emulsión fotosensible, fue suministrada a partir de 1889 a Edison, por en­cargo, por la casa Eastman Kodak de Rochester, que se estaba haciendo ya famosa con sus cámaras de veinticinco dólares y su slogan “Usted aprieta el botón y nosotros hacemos lo demás”. El formato utilizado por la película de Edison para sus experien­cias cronofotográficas será el que el cine adoptará universalmente como formato standard. Entre las mil y pico de patentes que el mago de Menlo Park dejó registradas al morir, no pocas están relacionadas directa o indirectamente con el cine, como la lám­para de incandescencia, el fonógrafo y el kinetoscopio.
Y a partir de ahí, descubiertos todos los elementos que hacen posible su nacimiento, la historia entra en esa zona vidriosa en la que aparecen por doquier presuntos o reales inventores del cine. Con mayor o menor razón, los ingleses reivindican la gloria de este descubrimiento para William Friese-Greene, los america­nos para Thomas Alva Edison y los alemanes para Max Skladanowski. Con casi todos los grandes inventos de los dos últimos siglos ha ocurrido lo mismo y para zanjar la disputa habría que repetir que el cinc es, como la radio, el avión, el submarino y la televisión, un invento colectivo, fruto de una acumulación de hallazgos y descubrimientos de procedencia diversa. Consecuen­cia, ante todo, del progreso científico de una época más que del esfuerzo de un hombre.
El problema que quedaba por resolver era relativamente sim­ple. Se debía combinar el principio de la linterna mágica con un dispositivo de arrastre intermitente de la película, que la despla­zase entre una fuente de luz y el objetivo de proyección. Así se obtendría la proyección sucesiva de fotografías en la pantalla y la persistencia retiniana del espectador haría el resto.

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