El invento
Como
todo invento complejo, el cine surgió como fruto maduro tras una acumulación
de hallazgos y experiencias diversas, en cuya base hay que colocar el invento
de la fotografía.
Es
sabido que, hacia 1816, el francés Joseph-Nicéphore Niepce (1765-1833),
tratando de perfeccionar el invento de la litografía consiguió fijar
químicamente las imágenes reflejadas en el interior de una cámara oscura.
Hombre
retraído y de holgada posición, Niepce se encerró en su finca absorto en sus
experimentos, que le valieron no pocas satisfacciones, llegando a obtener su
primera fotografía de un paisaje en 1826, empleando una exposición de ocho
horas. Poco antes de morir se asoció con el decorador Louis-Jacques Mandé
Daguerre (1787-1851), que consiguió reducir el tiempo de exposición a media
hora y heredó para sí la gloria del invento, al que denominó daguerrotipo.
La
pasión del daguerrotipo se extendió por Europa y sus cultivadores lo
utilizaban para reproducir monumentos y paisajes, siguiendo los consejos de
su inventor. Naturalmente, también hubo hombres que inmediatamente
comprendieron su fabuloso alcance, como los
científicos Arago y Gay-Lussac, que no
ocultaron su pasmo ante
la “matemática exactitud” e “inimaginable precisión” de los detalles
reproducidos por la cámara; Darwin renunció a
los
dibujos y prefirió la fotografía para
ilustrar La expresión de
las emociones
en el hombre y los animales (1872);
Delacrojx comparó al daguerrotipo a
un “diccionario” de la Naturaleza y aconsejó a
los pintores que lo consultasen asiduamente; William Randolph
Hearst, magnate de la prensa americana,
comenzó a ilustrar con fotos
los artículos
del Examiner.
El
progreso de la fotografía, a la busca de
preparados foto-sensibles cada vez más rápidos,
fue de la mano con el espectacular
avance de la ciencia
química. Pero además de perfeccionarse como técnica, la fotografía se perfeccionó como arte. Algunos fotógrafos célebres, como el gran retratista Nadar,
tuvieron intuiciones geniales,
adivinando todo el
alcance del invento que manejaban. En 1987 afirmará Nadar: “Mi sueño es ver cómo la fotografías registra las actitudes
y cambios de fisonomía de un orador a medida que el fonógrafo registra sus
palabras.”
Con
la fotografía se
ha adelantado mucho, pero queda todavía mucho por recorrer para llegar al cine.
Y en este camino encontramos otro pilar fundamental, el médico inglés Peter Mark Roget,
que
en
1824 presentó una tesis sobre
la persistencia retiniana, ante la Royal
Society de Londres. Parece ser que el fenómeno
de
la
persistencia
retiniana (cualidad -o tal vez imperfección-
del ojo humano que nos permite disfrutar del cine y la televisión) fue
observado por algunos científicos griegos y mereció también la atención de
Newton. Hasta los niños saben que un tizón agitado en
la oscuridad es percibido como una línea de fuego, pero el
doctor Roget fue el primero que estudió
científicamente el fenómeno, sobre bases fisiológicas. La ilusión de movimiento
del
cine se basa, en efecto, en la inercia de
la visión, que hace que
las
imágenes proyectadas durante una fracción de segundo
en la pantalla no se borren instantáneamente de la retina. De
este modo
una rápida sucesión de fotos inmóviles, proyectadas
discontinuamente, son percibidas por el espectador como un movimiento
continuado.
El árido
y docto análisis del doctor Roget, que se titulaba “Explicación de una ilusión
óptica relativa a la apariencia de los radios de una rueda vistos a través de
una ranura vertical”, hizo nacer
inmediatamente una serie de juguetes y pasatiempos ópticos, basados en la persistencia retiniana. El físico
belga Joseph Plateau (1801 1883) ideó un sencillo aparato de complicado
nombre: fenaquistiscopio (del griego phenax, akos, engañador y skopein, examinar), de donde
derivaron otros juguetes populares, muy en boga a mediados de siglo, que
encubrían su banalidad con nombres cultos y difíciles, de etimología griega: fantascopio, zoótropo, estroboscopio.
Ya tenemos así los dos
presupuestos físicos que constituyen la plataforma del cine: la fotografía, que
viene a ser algo así como su materia prima, y el principio de la persistencia retiniana,
que permite crear la ilusión
del movimiento. De su combinación habría de nacer el cine.
En su afán de conquistar el
movimiento, la fotografía no tardó en convertirse en cronofotografía, primero gracias al revólver astronómico (1874)
de Janssen, que utilizó para registrar el movimiento de los planetas, y después
merced a los trabajos del fisiólogo francés Etienne-Jules Marey (1830-1904),
que con su fusil
fotográfico estudió primero el galope de los caballos, descompuesto en una serie
de fotografías, y luego los movimientos de otros animales y del hombre. Este
rifle incruento y pintoresco, cazador de imágenes, obtenía con el disparo de su
gatillo series de doce fotografías sucesivas con exposición de 1/720 de segundo
(cronofotografías) sobre un soporte circular que giraba, como el tambor de un revólver,
ante el cañón-objetivo.
Estos
estampidos ópticos encontraron eco en California, suscitando apasionadas
controversias en los medios hípicos. ¿Era posible que un caballo al galope
pudiera permanecer, aunque momentáneamente, con un solo casco apoyado en el
suelo? El millonario Leland Stanford, exgobernador del Estado y presidente de la Central Pacific ,
quiso salir de dudas.
Cruzó una apuesta de 25.000 dólares con unos amigos y contrató al mejor
fotógrafo de San Francisco, al inglés Eadweard Muybridge (1830-1904), para que
mediante la fotografía, única prueba indiscutible, resolviese la disputa.
Muybridge, que llevaba varios años experimentando técnicas cronofotográficas,
desplegó su ingenio y consiguió poner a punto, tras cuatro años de pacientes
pruebas y con un gasto no inferior a cuarenta mil dólares, un curioso sistema
de cronofotografía. A lo largo de una pista de carreras instaló Muybridge
veinticuatro cámaras fotográficas, con su correspondiente operador cada una,
que cuidaban de la preparación de las placas sensibles de colodión húmedo de
corta vida. Veinticuatro hilos se extendían a lo ancho de la pista, conectados
cada uno de ellos al disparador de una cámara. De este modo, en su carrera, el
caballo rompía los hilos, disparando sucesivamente una cámara tras otra y
obteniendo la impresión de cada fase de su movimiento.
Los trabajos de Muybridge entre 1878 y 1881
preludian, con su descomposición del galope de un caballo en veinticuatro fotografías,
el próximo nacimiento del cine. Su primera etapa —la descomposición fotográfica
del movimiento— era ya una realidad. Faltaba tan sólo conseguir la segunda: la síntesis del
movimiento, mediante la proyección sucesiva de dichas fotografías sobre una
pantalla.
Un vulgar zoótropo (1834)
era capaz de efectuar la síntesis del movimiento, pero no de lograrla por proyección
sobre una pantalla. A
ello se aplicó Charles-Emile Reynaud (1844-1918), que perfeccionó el zoótropo
mediante el empleo de un tambor de espejos (praxinoscopio) y,
tras sucesivas mejoras, consiguió proyectar sus imágenes, por reflexión, sobre
una pantalla. Exhibió su teatro óptico (patentado
en 1888) utilizando bandas exquisitamente dibujadas y coloreadas por él mismo
y en 1892 inició en el Museo Grévin de París la proyección sobre pantalla de
sus célebres “Pantomimas Luminosas”. A Reynaud pertenece, pues, la paternidad
de los dibujos animados.
Si Reynaud había introducido la pantalla, al
norteamericano Thomas Alva Edison (1847-1931), inventor fecundo que iremos
conociendo a lo largo de estas páginas, le cupo el honor de introducir la película de celuloide con
perforaciones para su arrastre, soporte de treinta y cinco milímetros de
anchura que reunía los requisitos de ser flexible,
resistente y transparente (y
también altamente inflamable). Esta película, recubierta por la emulsión
fotosensible, fue suministrada a partir de 1889 a Edison, por encargo,
por la casa Eastman Kodak de
Rochester, que se estaba haciendo ya famosa con sus cámaras de veinticinco
dólares y su slogan “Usted
aprieta el botón y nosotros hacemos lo demás”. El formato utilizado por la
película de Edison para sus experiencias cronofotográficas será el que el cine
adoptará universalmente como formato standard. Entre
las mil y pico de patentes que el mago de Menlo Park dejó registradas al morir,
no pocas están relacionadas directa o indirectamente con el cine, como la lámpara
de incandescencia, el fonógrafo y el kinetoscopio.
Y a partir de ahí, descubiertos todos los
elementos que hacen posible su nacimiento, la historia entra en esa zona
vidriosa en la que aparecen por doquier presuntos o reales inventores del cine.
Con mayor o menor razón, los ingleses reivindican la gloria de este
descubrimiento para William Friese-Greene, los americanos para Thomas Alva
Edison y los alemanes para Max Skladanowski. Con casi todos los grandes
inventos de los dos últimos siglos ha ocurrido lo mismo y para zanjar la
disputa habría que repetir que el cinc es, como la radio, el avión, el
submarino y la
televisión, un invento colectivo, fruto de una acumulación de hallazgos y
descubrimientos de procedencia diversa. Consecuencia, ante todo, del progreso
científico de una época más que del esfuerzo de un hombre.
El problema que quedaba por
resolver era relativamente simple. Se debía combinar el principio de la
linterna mágica con un dispositivo de arrastre intermitente de la película, que
la desplazase entre una fuente de luz y el objetivo de proyección. Así se
obtendría la proyección sucesiva de fotografías en la pantalla y la
persistencia retiniana del espectador haría el resto.
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