Les Lumiére
A pesar de la avalancha de
patentes y de experiencias cronofotográficas que se produjeron entre 1890 y
1895, la mayor parte de los historiadores parece haberse puesto de acuerdo en
que, si a Edison correspondió la gloria de impresionar por vez primera películas cinematográficas, a Louis Lumiére
(1864-1948), que junto con su padre Antoine y su hermano Auguste dirigía una
industria fotográfica en Lyon, le correspondió el privilegio de efectuar las
primeras proyecciones públicas y afortunadas, valiéndose de un aparato patentado el 13 de
febrero de 1895 como “aparato que sirve para la obtención y visión de pruebas
cronofotográficas». El secreto del invento residía, en realidad, en un sencillo
mecanismo (grifa de la excéntrica) que permitía el arrastre intermitente de la
película, dispositivo que se le ocurrió durante una noche de insomnio a Louis,
que no obstante asoció también el nombre de su hermano a la patente.
Denominaron a su aparato Cinematógrafo (del griego, kinema, movimiento, y grafein, escribir), utilizando una raíz etimológica que junto con la de “vida” (bios,
vita), servirá para designar casi todos los artefactos europeos y americanos
de esta época relacionados con el registro y proyección de imágenes animadas.
El aparato de Lumiére era el más
simple y perfecto de los construidos hasta la fecha: servía indistintamente de
tomavistas, de proyector y para tirar copias. Funcionaba accionado por una
manivela que arrastraba la película (fabricada por Lumiére, con el mismo
formato de Edison), a la cadencia de 16 imágenes por segundo (esta cadencia no
se estabilizó hasta después de 1920, con la incorporación de motores a las
cámaras, para alcanzar las 24 imágenes por segundo al llegar el cine sonoro).
Al afrontar con éxito desbordante
la prueba de la exhibición pública, el invento de Lumiére cerró definitivamente
el período de las experiencias de laboratorio y dio remate a un cúmulo de
búsquedas, realizadas en Europa y América, para conseguir eso que Ilya Ehrenburg
llamará, no sin ironía, la “fábrica de sueños”, que nace, y no es casual, el
mismo año en que un tal Sigmund Freud, en colaboración con Breuer,
publica en Viena sus Estudios
sobre la histeria. Pero con el invento de Lumiére se
cierra un ciclo en la historia de la
cultura, cobra vida un mito universal que anidaba en
los repliegues del subconsciente humano, testimoniado por los veinticinco mil años de
esfuerzos de artistas y magos primero y de sabios
después, tratando de atrapar los fugaces e inestables contornos de
la realidad. Esta caza de sombras, que se inicia en las lejanas tinieblas de
Altamira, concluye en París, en el ocaso del siglo XIX, gracias al arrollador progreso científico y técnico de la
centuria.
Una
vez más el cerebro del hombre ha sido capaz de materializar sus sueños.
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