viernes, 6 de julio de 2012

El nacimiento del cine - Les Lumiére - Román Gubern


Les Lumiére

A pesar de la avalancha de patentes y de experiencias cronofotográficas que se produjeron entre 1890 y 1895, la mayor parte de los historiadores parece haberse puesto de acuerdo en que, si a Edison correspondió la gloria de impresionar por vez primera películas cinematográficas, a Louis Lumiére (1864-1948), que junto con su padre Antoine y su hermano Auguste dirigía una industria fotográfica en Lyon, le correspondió el privilegio de efectuar las primeras proyecciones públicas y afortunadas, va­liéndose de un aparato patentado el 13 de febrero de 1895 como “aparato que sirve para la obtención y visión de pruebas cronofotográficas». El secreto del invento residía, en realidad, en un sencillo mecanismo (grifa de la excéntrica) que permitía el arras­tre intermitente de la película, dispositivo que se le ocurrió du­rante una noche de insomnio a Louis, que no obstante asoció también el nombre de su hermano a la patente. Denominaron a su aparato Cinematógrafo (del griego, kinema, movimiento, y grafein, escribir), utilizando una raíz etimológica que junto con la de “vida” (bios, vita), servirá para designar casi todos los ar­tefactos europeos y americanos de esta época relacionados con el registro y proyección de imágenes animadas.
El aparato de Lumiére era el más simple y perfecto de los construidos hasta la fecha: servía indistintamente de tomavistas, de proyector y para tirar copias. Funcionaba accionado por una manivela que arrastraba la película (fabricada por Lumiére, con el mismo formato de Edison), a la cadencia de 16 imágenes por segundo (esta cadencia no se estabilizó hasta después de 1920, con la incorporación de motores a las cámaras, para alcanzar las 24 imágenes por segundo al llegar el cine sonoro).
Al afrontar con éxito desbordante la prueba de la exhibición pública, el invento de Lumiére cerró definitivamente el período de las experiencias de laboratorio y dio remate a un cúmulo de búsquedas, realizadas en Europa y América, para conseguir eso que Ilya Ehrenburg llamará, no sin ironía, la “fábrica de sue­ños”, que nace, y no es casual, el mismo año en que un tal Sigmund Freud, en colaboración con Breuer, publica en Viena sus Estudios sobre la histeria. Pero con el invento de Lumiére se cierra un ciclo en la historia de la cultura, cobra vida un mito universal que anidaba en los repliegues del subconsciente huma­no, testimoniado por los veinticinco mil años de esfuerzos de artistas y magos primero y de sabios después, tratando de atrapar los fugaces e inestables contornos de la realidad. Esta caza de sombras, que se inicia en las lejanas tinieblas de Altamira, con­cluye en París, en el ocaso del siglo XIX, gracias al arrollador progreso científico y técnico de la centuria.
Una vez más el cerebro del hombre ha sido capaz de materia­lizar sus sueños.

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